Moira

Moira


Segunda parte » 9

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Joseph fue inmediatamente a su habitación y estudió hasta las once. En ese momento rezó sus oraciones y se desnudó a oscuras como siempre; luego quitó una manta de la cama, se envolvió en ella y se tumbó en el suelo extrañamente satisfecho, porque al revolverse y estirarse sobre los listones de madera le parecía que se revolcaba en un colchón de plumas; mas al cabo de un momento quedó quieto, y esperó sumergirse en el sueño. Pero transcurrieron largos minutos sin que consiguiera dormirse.

«Mi cuerpo está mal —pensó—, pero mi alma está en paz». La molestia que sentía en su cuerpo, ¡con qué alegría se la ofrecía al Señor! Se imaginó reafirmando su fe en los suplicios, y sintió un gran contento. A pesar de todo, lamentó haberse colocado un diccionario bajo la cabeza a guisa de almohada, porque el libro, demasiado gordo, le cortaba la nuca; pero eso también era útil para ofrecérselo como expiación, y se preguntó lo que hubiera pensado David de este sufrimiento que se imponía a sí mismo. David dormía esa noche en su cama estrecha, pero cómoda, y por ello mismo cedía, por poco que fuese, a la sensualidad. Sin embargo, David no tenía que reparar ningún yerro. David nunca pecaba. Era, sin duda, lo que se llamaba un justo.

Molido, se dio la vuelta sobre el lado derecho. Le vino a la memoria la conversación que había mantenido durante la cena con

Mrs. Ferguson. Quizá no hubiera debido decirle a la vieja señora que su padre había trabajado en el campo en otro tiempo. Eso pareció disgustarle a David, pero Joseph tenía que decir la verdad, incluso cuando era molesta. Además, David le había irritado un poco al hablarle de la

cafetería. A Joseph no le pareció un buen momento para decirlo, sobre todo después de las confidencias que le había hecho sobre su padre. Pero perdonaba a David, le perdonaba todo, la bofetada y todo lo demás. Volvió a verle de rodillas la noche en que habían rezado juntos y no pudo contener un movimiento de admiración, casi de envidia.

Un dolor en la espalda le obligó a cambiar de postura. No se podía dudar de la salvación de David. La señal que distinguía a los elegidos en el Apocalipsis era casi visible sobre su frente. Rumió durante un cuarto de hora estas cosas escuchando los ruidos de la vieja residencia: un ligero paso por encima de su cabeza, una puerta cerrada con cuidado. La habitación de

Mrs. Ferguson se encontraba del mismo lado que la de David y daba al jardín, mientras que la suya miraba a la calle. De pronto, el suelo gimió no lejos de su cabeza como bajo el peso de un pie invisible. Joseph volvió a abrir los ojos y percibió en la oscuridad la cortina de la ventana, que se movía suavemente bajo el empuje de la brisa; muy pronto sintió en la mejilla el frescor del aire que llegaba hasta él y levantaba el cabello de su frente. Se sentía incómodo sobre el lado derecho, pero le tranquilizaba ver la ventana y ese cuadro de tul blanco que parecía tener vida y palpitar.

De golpe, le asaltó el deseo de estar en su casa, en casa de sus padres. Se acordó de un manojo de maíz que colgaba del muro, cerca de su cama, y la colcha multicolor que su madre le hizo con viejos trozos de tela. Y el olor de su habitación le volvió a la memoria. Se le encogió el corazón. Se prometió escribir mañana mismo a su madre para decirle, como de costumbre, que estaba bien y que leía la Biblia todos los días. En el recuerdo, su casa le pareció muy pequeña, vista como desde la otra punta de un telescopio. Delante estaba el prado comunal, rodeado con una barrera hecha con listones entre los que había algunos tan viejos que la lluvia los había horadado. Desde el granero se veía la pequeña iglesia de madera gris, con su campanario rectangular, y un poco más lejos, unos bosques que se volvían rojos con las primeras noches frías; y los bosques olían tan bien que te daban ganas de tumbarte sobre el espeso manto de hojas muertas y quedarte ahí hasta la noche respirando ese perfume acre y dulce que subía del suelo.

A fuerza de pensar en todo eso, acabó por sentir una tristeza cercana a la desesperación. Cerrando los ojos, hizo un nuevo esfuerzo por dormirse; pero un dolor en la espalda le mantenía despierto y, por una razón que no quería reconocer, vacilaba en cambiar de posición. Al menos podía intentar pensar en otra cosa. Recordó la cara macilenta de

Mrs. Ferguson y, como un reflejo, se preguntó si estaba salvada. No se atrevió a confesarse que le daba igual. Y además, ¿en qué se reconocía que un alma estaba salvada o no lo estaba? El caso de David era especial. Pero con la inmensa mayoría de los seres no se podía saber. De pronto, volvió a ver a

Mrs. Dare con su boca pintada y su cigarrillo, y abrió mucho los ojos, como si hubiese recibido un golpe. ¿Estaba salvada? Aquella voz dura e insulsa, fina como una cuchilla, resonó en la cabeza del chico: «¿Se marcha usted, señor Day? Justamente, Moira llega mañana. Volverá a su habitación». Mañana, es decir, hoy. Mientras él estaba tumbado en el suelo, Moira dormía en su cama, en la cama en la que durante tres semanas había dormido él. Hallaría una hondonada a la altura de los riñones que la obligaría a doblarse un poco, a amoldarse a la curva de esa especie de depresión. Fue ella quien había hundido el colchón en ese sitio; fue su carne, el peso de su carne.

El corazón empezó a latirle con violencia. Todo volvía a empezar. Las imágenes se formaban de nuevo por sí solas en su cerebro por medio de un mecanismo que nada podía detener. Hasta ahora nunca había pensado en una mujer, o de manera tan furtiva, que no llegaba a mancillarle. Pero esta noche, como la precedente, algo le quemaba la sangre. «Es guapa la señorita Moira…». Esas palabras triviales de la sirvienta le volvieron a la mente, adornadas de una gracia extraordinaria. Sin querer, intentó imaginar cómo sería Moira. Su piel, sobre todo, debía ser bella, toda ámbar; los ojos, claros, y su pecho, lo que se podía ver del pecho, de esa parte del cuerpo que se esconde…

Apartó la manta con brusquedad y se levantó. El piso gimió bajo sus pasos y tuvo la impresión de que toda la oscuridad estaba habitada. Hacía media hora que le inquietaba la idea de no estar solo entre esas paredes, aunque no quisiese reconocerlo. No se trataba de fantasmas (esas historias no le interesaban), sino de otra cosa que no hubiera sabido describir ni nombrar siquiera. Parecía una presencia dispersa en la noche, y estaba a su alrededor igual que el aire. Recogió la manta echándola sobre los hombros y fue a sentarse junto a la ventana, en la mecedora, que bajo el peso de su cuerpo se balanceó hacia atrás. La calle se veía perfectamente al final del jardín entre los árboles negros sobre el fondo azul claro del cielo. Distinguía incluso la esquina de una casa pintada de blanco, y eso le tranquilizó un poco. Recitó automáticamente: «El Eterno es mi pastor…»; pero dichas por sus labios, esas palabras parecían heridas de muerte, ya que sentía dentro de él algo que las contradecía. El Eterno no era su pastor. Sintió escalofríos. La brisa, más fresca, le resbalaba por la cara y el pecho como si fuese agua, y se subió la manta hasta las orejas. Los ojos, vueltos hacia el jardín, se le entornaban; pero ahora luchaba por no dormir. A su izquierda se encontraba realmente esa gran masa de sombra que inefablemente le espiaba. Lamentaba no haber tenido la ocurrencia de dirigirse hacia la puerta y encender la luz, en vez de haber ido a sentarse al lado de la ventana, porque ahora ya no podía hacerlo. Tenía miedo. No se dio cuenta en seguida, pero de vez en cuando lanzaba un vistazo furtivo hacia el fondo de la habitación, e instintivamente corrió el asiento un poco más hacia la derecha. Al cabo de algunos minutos dejó de mirar el jardín y Volvió el rostro del lado de la puerta, allí donde la sombra era ofensa. «Tengo frío», pensó, temblando, y quiso ceñirse la manta u^ poco más alrededor del cuerpo; pero las manos, crispadas sobre la tela rugosa, parecían haberse vuelto de

mármol-. Intentó distinguir en vano las columnas de la cama y el rectángulo de la chimenea; su vista tropezaba contra una especie de pared negra; lo más que pudo distinguir fue una esquina del techo, por su blancura dudosa. Se forzó en fijar la atención en esa mancha brumosa, como si fuese una isla en el corazón de la maléfica oscuridad. Ahora desaparecía la imaginación impura que hasta hace un rato le fascinaba, para dar paso al terror; y entre la confusión de ideas en la que estaba inmerso, un pensamiento más preciso fue surgiendo. Tímidamente al principio, como alguien que se abre camino entre la gente, y victorioso al fin, se impuso triunfante: «Te has equivocado. Dios no perdona tan deprisa. Porque está escrito que ningún impúdico hallará su herencia en el reino de Dios. Estás perdido».

No se movió. Algo demasiado hondo estaba herido en él, y como por prudencia contuvo el aliento cual si aún esperara ocultar su presencia al enemigo; pero su cuerpo se había vuelto demasiado pesado para poder mover un solo dedo. Su piel se tensó por encima de las orejas y en la nuca, y el corazón latía en su pecho como un puño golpeando un muro grueso. Bruscamente, dejó de ver la larga mancha del techo y, como un hombre que cae al vacío, tuvo la impresión de que toda su sangre fluía hacia el cuello y de que sus entrañas se levantaban.

Cuando abrió los ojos, vio la puerta a través de una luz grisácea que rozaba disimuladamente las paredes; los dos paneles blancos estaban encuadrados por una raya negra que parecía dirigir la vista de arriba abajo y de izquierda a derecha, indefinidamente. No sin esfuerzo, volvió un poco la cabeza y vio la cama con sus columnas relucientes y la cómoda con sus picaportes cobrizos. Algo le oprimió el pecho y creyó que iba a llorar, pero se contuvo. En los árboles un pájaro soltó unas tímidas notas y se paró como inquieto. Joseph reconoció el canto del tordo y suspiró feliz. «He dormido —pensó— y he soñado».

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