Moira

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Segunda parte » 10

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David llamó a su puerta minutos antes del desayuno. Un aroma de jabón y de pasta dentífrica flotaba alrededor de su persona, y bajo las largas cejas negras y brillantes, los ojos, de un azul ultramar, brillaban más que de costumbre, como por una explosión de buen humor.

—¿Cómo has dormido? —preguntó. Joseph experimentó una ligera satisfacción cuando le informó que había pasado una noche regular. Después de todo, ocupaba esa habitación por culpa de David. El rostro del «pastor» se ensombreció de repente—. ¿No te encuentras a gusto aquí?

—No he dicho eso. —David paseó los ojos a su alrededor.

—Esta habitación me parece bien. Puede que te cueste trabajo acostumbrarte a la cama. La primera noche…

Joseph adoptó una actitud misteriosa y paciente a la vez, y no respondió nada. David le miró con atención.

—Estoy seguro de que hay algo que va mal —dijo.

—Pues bien —exclamó Joseph—; si quieres saberlo, hay, en efecto, algo… Es una tontería. Mi jersey… Quería ponérmelo esta mañana porque tenía frío. Lo he buscado en la cómoda, pero no está —y volviendo un poco la cabeza, añadió—: Lo he debido olvidar en casa de

Mrs. Dare.

—Has buscado mal. No es posible.

—¿Por qué no ha de ser posible? —preguntó Joseph súbitamente irritado—. Es muy fácil de olvidar un jersey en el fondo de un armario. Se ha quedado allí, en mi habitación de antes. No tiene nada de extraordinario.

—En efecto, y tampoco hay por qué alterarse. Irás a buscarlo entre la clase de griego y la de inglés.

—Iré cuando me apetezca.

—Desde luego —dijo David con una sonrisa—. Mientras tanto, vamos a desayunar.

En cuanto terminó la clase de griego, Joseph corrió a casa de

Mrs. Dare y se detuvo sofocado delante de la fachada. Tuvo la curiosa impresión de haberla abandonado hacía un mes y le pareció al mismo tiempo nueva y familiar, un poco más fea de lo que hubiera pensado, algo más deteriorada, y, en el fondo, la detestó.

Como de costumbre, la puerta estaba entreabierta y la empujó sin llamar. En el vestíbulo, el olor a polvo y cocina, que tan bien conocía, le alcanzó, y tantos recuerdos le asaltaron la mente que durante unos segundos experimentó una especie de aturdimiento. Como los alumnos estaban en clase, reinaba en la casa un silencio apenas turbado por un ruido de vajilla que procedía del

office. Nada había cambiado, y cuando subió la escalera se vio a sí mismo como un aparecido. Por más cuidado que tenía al poner los pies, los escalones, uno tras otro, dejaban escapar un ruido comparable al furioso chasquido de un látigo. Repentinamente inquieto, se detuvo preguntándose si no sería mejor escapar, cuando la puerta de su antigua habitación se abrió de repente.

—¿Eres tú, Celina? —preguntó una voz de

mujer.

Joseph permaneció completamente quieto. No podía verlo, ya que él no veía todavía la puerta, y con los hombros pegados a la pared, esperó.

—¿Quién está ahí? —insistió la voz.

En lugar de subir, bajó un escalón y estuvo a punto de decir su nombre, pero no se atrevió. Se produjo un gran ruido de tacones en el rellano; luego la mujer se inclinó por encima de la barandilla y dijo:

—Pero ¿quién está ahí? ¿Quiere usted contestar?

La vio; estaba vestida de rojo, un rojo a la vez mate y violento que le chocó. Bajita y delgada, removía sus débiles hombros al hablar, y unas pulseras de metal sonaban en sus manos impacientes. Su negra cabellera, echada hacia atrás y cepillada con cuidado, brillaba como el jade, haciéndole una especie de casco y dejando al descubierto unas minúsculas orejas de una delicadeza extraordinaria. A contraluz no pudo distinguir las facciones de su rostro; por otra parte, le daba la impresión desde hacía un instante de que su vista se nublaba.

—¿A quién desea ver? —preguntó.

—A nadie —su voz se estrangulaba. Consiguió decir—: He olvidado algo en mi habitación.

—¿Qué habitación? Usted no tiene habitación aquí, que yo sepa.

—Mi antigua habitación.

—Suba —dijo.

Obedeció. Cuando estuvo delante de ella, la miró, y luego, a su pesar, bajó los ojos. No se parecía en absoluto a la mujer que había imaginado, y al mismo tiempo le pareció más atractiva y menos hermosa. Su cara, de pómulos altos y mejillas planas, era de una blancura que tiraba al malva y hacía resaltar el resplandor de unos grandes ojos color aguamarina; y sobre esta piel, cuya finura no podía hacer pensar más que en una flor, la boca, demasiado roja, con una energía demasiado brutal. Le dio la impresión de contemplar una máscara más que un rostro humano.

—¿Cuál era su habitación?

Con un gesto señaló la puerta.

—¡Pero si es mi habitación! —exclamó la joven. De repente, se echó a reír.

—¡Es usted el estudiante pelirrojo!

La miró cortado y bajó de nuevo los ojos, profundamente turbado esta vez.

—Me habían escrito que mi habitación estaba ocupada por un estudiante pelirrojo, pero no me imaginaba que era usted tan pelirrojo. ¡Pero míreme de frente! ¿Le doy miedo?

—No —dijo levantando la vista.

—Ojos negros —dijo ella como para sí—. No me había imaginado que tuviera los ojos de ese color. Generalmente, los pelirrojos…

No terminó su frase y entró en su habitación martilleando el piso con los tacones.

—¡Vamos, entre! —ordenó—. Nadie va a comerle.

Tímidamente, la siguió a la alcoba, donde le costó trabajo reconocer los muebles, sobrecargados como estaban de vestidos, sombreros y cajas. Una blusa de seda blanca abría los brazos con una especie de impudor sobre la mecedora, y en medio de la cama, todavía sin hacer, unas medias color carne y un camisón rosa melocotón aparecían amontonados. Apartó la vista horrorizado. Su mirada vacilante se dirigió a continuación hacia la chimenea, en la que frascos y perfumes y cajas de cosmética se disponían al azar. En su mesa de trabajo, una polvera de plata estaba abierta, dejando ver una bola blanca y redonda, parecida a una pequeña nube. Entre esas paredes flotaba un olor terriblemente dulce y embriagador, que trató por todos los medios de no respirar, un olor a lilas.

Una vez más, ella se echó a reír:

—¿Es mi desorden lo que le hace poner esa cara? ¡Pero, vamos, una mujer vive en medio del desorden! —lo contempló con el puño apoyado en la cadera—: ¿Acaso no ha visto usted nunca una habitación de mujer?

Estuvo a punto de decir: «la habitación de mi madre», pero se detuvo a tiempo. En vista de que no le respondía, le preguntó con una voz ligeramente cantarína:

—¿Qué es lo que olvidó usted en mi habitación?

—Mi jersey.

Sin decir palabra, abrió la puerta del armario y, hundiendo el brazo en su interior, sacó un jersey de lana azul, que arrojó al suelo.

—¿Esto? —dijo mientras empujaba con el pie la prenda hacia el joven—. Creí que se trataba de un trapo para limpiarse los zapatos.

Joseph permaneció inmóvil.

—Bueno, ¿a qué espera? —añadió ella—. Recójalo y lárguese.

Se inclinó bruscamente, lleno de ira, ante esa mujer y su mano se crispó sobre la lana. Cuando se dirigía hacia la puerta, le detuvo:

—Un momento —dijo—; míreme, por favor, a menos que le dé miedo.

A pesar suyo, se dio la vuelta y clavó sobre ella unos ojos agrandados por la ira. Una mueca desdeñosa abultó los labios de la joven.

—Tiene usted…

Dejó en suspenso esta frase durante dos o tres segundos; luego, con media sonrisa, concluyó:

—… una pinta rara.

Joseph sintió que las orejas y las mejillas le ardían, y, después de una breve vacilación, salió. En la escalera oyó la voz de la joven, que parecía seguirle peldaño a peldaño.

—No me ha dicho cómo se llama…

Sin responder, continuó bajando. Entonces ella se dirigió al pasamanos de la escalera con la indolencia digna de una reina:

—¡Hasta la vista, bebé! —exclamó.

Estas palabras, pronunciadas con voz mimosa, le llegaron cuando transponía el umbral de la casa, y le entraron deseos de dar un portazo; mas logró dominarse y la cerró, por el contrario, con la mayor suavidad posible, aunque su mano blanca apretó la empuñadura de cobre con tanta fuerza que, mucho después, conservó la sensación de tenerla aún en la mano.

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