Moira

Moira


Segunda parte » 11

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Media hora más tarde entraba en la gran aula sin muebles, donde los alumnos volvían sin prisas a sus respectivos sitios. Eran unos sesenta, andaban arrastrando los pies y tenían un aspecto cansino e indiferente que contrastaba con la fisonomía reluciente de optimismo del profesor. Este, un viejecito enjuto y derecho, vestido de gris claro con un toque de elegancia, estaba de pie en el estrado, con las manos sobre la mesa, esperando que la gente se callase, y el sol, reflejándose en el cristal de sus quevedos de oro, confería a ese rostro blanco con manchas color café una mirada de fuego. Era la segunda vez que Joseph entraba en esa clase desde que había cambiado de asignatura, y no encontraba su sitio. Se sentó por casualidad al lado de un estudiante que, debido a su confusión, no reconoció, pero que se levantó en seguida para sentarse en el fondo de la clase. Hubo un minuto de jaleo, y el sitio libre al lado de Joseph fue ocupado por un muchacho rechoncho y sonriente que empujó a su vecino con el codo.

—Estás en mi sitio —dijo—. No tiene importancia, pero ahora yo estoy en el sitio de Praileau.

Al oír este nombre, Joseph se dio la vuelta para mirar fijamente al muchacho que contestó bizqueando espantosamente. Tenía la cara redonda como la de un niño, chato y lleno de pecas.

—¿Por qué me haces muecas? —preguntó Joseph.

—Bizqueo de nacimiento. Bizqueamos todos en la familia. Además, tenemos un poco de joroba —levantó el hombro por encima de la oreja y puso de repente los ojos en blanco. Joseph apartó la vista. Un codazo le sobresaltó.

—¿Cómo te llamas?

—Joseph Day.

—¿Ah? Pues yo, Terence Mac Fadden, como el tipo de la canción que quería aprender a bailar. Pero me suelen llamar Terry.

La conversación fue interrumpida por la voz clara y nasal del profesor, que proseguía una clase sobre Chaucer y leía separando cada sílaba el prólogo de

Los cuentos de Caníerbury; pero por más que Joseph frunciese el ceño no conseguía seguir aquel relato ingenuo y burlón que aún guardaba ese regusto francés, y una vez más le invadió la inquietud al pensar que no entendía nada, que incluso las palabras de su propia lengua no tenían sentido. Quizá estuviese aún demasiado conmovido para cogerle el hilo a aquel antiguo poema. Y, en efecto, a pesar suyo, recordaba de nuevo cada circunstancia y cada instante de su entrevista con Moira. Entonces era ella aquella mujercita orgullosa e insolente. Se la había imaginado de otra manera, y la auténtica Moira le había parecido, si no fea, al menos demasiado singular, con un aspecto demasiado extranjero para poder admirarla. Sí, extranjera; eso era. Una mujer de un país lejano. Vestida de rojo como una prostituta del Apocalipsis, y con los labios pintados. Se volvió a ver doblando el espinazo ante ella para recoger su jersey. ¡Con qué alegría le hubiese restregado la boca con esa lana rugosa, con qué alegría la hubiese pegado, castigado, sí, castigado, por toda esa arrogancia! La sangre le subía a la cabeza.

Hizo un esfuerzo para calmarse, para escuchar esos versos cuyo martilleo monótono hacía pensar en el paso tranquilo de un caballo de labor y, poco a poco, su enfado decreció. En el fondo, experimentaba cierto alivio al pensar que Moira no era tal y como la había imaginado en sus sueños impuros. Era mejor así. Dios no había permitido… Un extracto del salmo le vino a la cabeza: «Dios, la roca de mi salvación…», y su corazón se hinchó de repente mientras que frases de la Biblia revoloteaban a su alrededor, como grandes pájaros braceando el aire con sus plumas gigantes. Al lado de palabras así, ¿qué sentido podían tener esos versos fútiles? Si prestaba atención era en descargo de su conciencia y porque había que aprender. Cruzando los brazos, escuchó. ¿Cómo podía no haber visto a Praileau en clase el primer día? La pregunta se repetía en su mente. Pero había tantos alumnos en esa asignatura con fama de

María, que se podía pasar perfectamente desapercibido. Además, ¿qué más le daba que Praileau estuviese ahí o no? De todas formas, estaba molesto y varias veces miró furtivamente hacia atrás. La próxima vez se sentaría lo más lejos posible, en la otra punta de la clase, porque le daba la impresión de que le miraban, que todo el mundo le miraba por culpa de su pelo pelirrojo. Con un gesto de coquetería profundamente inconsciente se pasó la mano por el pelo y, cruzando de nuevo los brazos en actitud viril, hinchó el pecho como un guerrero. De repente, unos versos extremadamente simples le chocaron. Se trataba de un joven escudero que iba a caballo hacia Canterbury, y el poeta, con palabras que parecía haber tomado del lenguaje infantil, lo vestía con un traje «bordado con tantas flores que parecía un prado, el caballo rizado, lleno de brío y elegancia, y fresco —añadía el antiguo autor— como el mes de mayo».

Corto, el vestido, largas y anchas las mangas.

Se tenía orgullosamente en su silla de montar y cabalgaba con gracia,

cantando canciones que él mismo componía;

buen jugador, buen bailarín y hábil al retratar y escribir,

y tan ardiente en el amor que a lo largo de la noche

no dormía más que el ruiseñor.

Joseph abrió la boca sorprendido. No se esperaba esos dos últimos versos, que le ruborizaron sin saber muy bien por qué. «Es poesía —pensó—. En las poesías la gente no duerme nunca cuando está enamorada». Pero la palabra amor le molestaba, y más aún el adjetivo que la precedía: ardiente en el amor. No se deberían decir cosas así, y mucho menos escribirlas. ¿Tendría los mismos problemas con Chaucer que con Shakespeare? Echó una ojeada a su alrededor: sus compañeros escuchaban atentamente y advirtió sobre el rostro de su vecino una sonrisa que le hacía hoyuelos en las redondas mejillas. ¿Cómo podían interesarse en tales sandeces? Pero sólo tenían impureza en sus mentes, y cuando se les hablaba de amor, se volvían como animales. Pero ¿sospechaban siquiera el fuego que les acechaba como a una presa? En un impulso de caridad, se inclinó sobre Terence Mac Fadden y le susurró al oído:

—¡No escuches!

—Sí escucho —dijo Mac Fadden en el mismo tono, sin haberle comprendido—. Vas a ver; un poco más lejos está la mujer de Bath. Es tronchante. Lo leí ayer.

Y con la cara entre las manos fijó la mirada en aquella cara macilenta de donde salían aquellas embriagadoras palabras. Joseph lo miró en silencio y se entristeció por piedad. Cediendo a un súbito impulso, escribió estas palabras sobre un trozo de papel, que deslizó hacia Mac Fadden: «¿Eres cristiano?».

Al principio, el destinatario del mensaje no se dio cuenta e hizo falta que Joseph le tocase el codo y le mostrase el papel con el dedo. Terence Mac Fadden frunció el ceño y levantó sus ojos claros mirando fijamente a Joseph.

—Naturalmente —y añadió—: ¿No estás un poco tarumba, por casualidad?

Y encogiéndose de hombros recobró su aspecto atento, pero su perfil chato traicionaba un cierto mal humor y parecía que su nariz se encogía aún más por el enfado. Joseph reflexionó un instante y escribió esta pregunta: «¿Presbiteriano, metodista o baptista?». Esta vez dobló el papel en cuatro y lo puso delante de su vecino, exactamente entre sus dos codos. Mac Fadden al principio fingió no haberlo visto, mas, cediendo a su curiosidad, abrió el papel. Dos grandes arrugas paralelas fruncieron su frente estrecha y pequeña. Con mano temblorosa por la exasperación, escribió sobre el mismo papel: «Católico romano», y volvió a mirar al profesor con rabiosa atención.

Joseph retrocedió imperceptiblemente. En donde vivía no se veían católicos, y además jamás pensaba en ellos salvo cuando leía los pasajes de las Escrituras donde la Iglesia de Roma estaba claramente designada bajo la figura de la mujer vestida de rojo y de Babilonia la impúdica; pero hoy Dios había permitido, había querido, que estuviera sentado al lado de uno de esos hijos del abismo, porque tan seguro como que el sol brillaba a través de las grandes ventanas e iluminaba el suelo de esta aula, Terence Mac Fadden estaba perdido, el reino de los cielos permanecería cerrado para siempre a los idólatras.

La idea de que respiraba el mismo aire que un condenado le vino de repente, y sintió una especie de horror mezclado con un interés apasionado. De vez en cuando, Joseph echaba un vistazo hacia su vecino y le conmovió verle tan tranquilo e inconsciente ante el destino que le amenazaba, presa de una oscura y violenta compasión. No obstante, el condenado sonreía ante las anticuadas bromas del poeta, y mostraba entre sus gruesos labios una fila de dientes irregulares, dispuestos como los de un ogro.

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