Moira

Moira


Segunda parte » 12

Página 35 de 49

1

2

Las semanas siguientes transcurrieron plácidamente y Joseph disfrutó de una tranquilidad interior que recordó los tiempos más felices en que las tentaciones carnales le eran aún desconocidas. Todo parecía haber comenzado a partir de su estancia aquí y haber escuchado las conversaciones de los chicos a propósito de sus aventuras con mujeres; y, por si fuera poco, estaba Moira… Pero ahora las cosas iban mejor. En primer lugar, se sentía protegido en casa de

Mrs. Ferguson, donde se le dejaba en paz y se iba acostumbrando a su habitación. Además, le agradaba que David estuviese ahí, a su lado, porque David era una persona razonable. Y si Joseph pensaba de vez en cuando en Moira, era para decirse que después de todo no se parecía en absoluto a la mujer que él había imaginado. Esto le tranquilizaba. En cierto modo podía decirse que Moira incluso le repugnaba: recordaba que llevaba un vestido tan ajustado que ciertas partes de su cuerpo se dejaban ver con precisión, y el hecho de que el vestido fuese rojo agravaba la impudicia.

Algo le impedía hablarle a David de su entrevista con la joven, y se limitó a decir que había recuperado su jersey. Por otra parte, y por una necesidad que experimentaba sin cesar de confiarse a alguien, le puso un día al corriente de las notas cambiadas con Terence Mac Fadden en clase de literatura inglesa.

—Creo que has hecho mal —dijo David—. No se le hace a un desconocido una pregunta tan personal.

—Pero puede que de otra manera nunca hubiese sabido que era católico.

—¿Y qué ganas tú con saber que es católico? Además, con un nombre así sólo se puede ser católico —añadió con una sonrisa.

Algunas palabras que reprimió al instante afloraron a los labios de Joseph: demasiados pensamientos se agitaban en él para que pudiera expresarlos de modo inteligible.

—Ven conmigo —dijo David—. Vamos a dar una vuelta por el jardín. Creo que nunca hemos estado juntos allí. Y además tengo algo que decide.

Salieron de la casa por la puerta de atrás y tomaron una vereda bordeada de sicomoros. Bajo sus pasos la espesa capa de hojas muertas se abría con un ruido de cascada que casi cubría sus voces, y así llegaron hasta una cabaña de planchas negras, adosada a una pequeña pared de ladrillos rosas que por algunos lugares eran violetas.

—Aquí se guardan las herramientas de jardinería —explicó David mientras empujaba la puerta—. Hace algunos años se encontró un crótalo detrás de la manga de riego, y precisamente por eso

Mrs. Ferguson ha hecho construir este pequeño muro que se puede franquear de una zancada, pero que impide a las serpientes penetrar en el jardín.

Joseph adelantó la cabeza y vio en el interior de la cabaña rastrillos y palas, así como la manguera de la que hablaba David. Al otro lado del pequeño muro, un largo solar de matorrales rojizos se extendía hasta el talud de la vía férrea, que cruzaba con su monótono trazo el cielo azul pálido, un azul duro y transparente que anunciaba el invierno.

—Te voy a hacer una confidencia —dijo David de repente, con un impulso un tanto teatral—. Eres mi amigo. Debes saberlo, estoy prometido —Joseph le miró.

—¡Prometido! —repitió estupefacto.

—Sí, con una chica de mi pueblo. Hace seis meses que lo decidimos. ¿Quieres que te enseñe su retrato? —y sin esperar respuesta, sacó de su cartera la fotografía de una personita de cara gordezuela y simpática, de brazos rellenitos, que sonreía dócilmente.

—¿No la encuentras bonita? —preguntó David. Inmediatamente añadió—: En realidad, la foto no la favorece. Su tez es admirable. Es un ángel, un ángel que Dios me envía. Nos casaremos cuando sea pastor.

Dibujó una amplia sonrisa y con un tono ligero, casi de chanza, dijo:

—¡Apuesto a que me tienes envidia!

Ante estas palabras, Joseph lo sujetó por los brazos y, mirándolo de frente, le dijo despacio:

—Estate seguro de que no, David. El matrimonio es una tentación peligrosa.

—¿Qué quieres decir?

—Sabes muy bien lo que quiero decir —replicó con los ojos brillantes—. La carne, el placer de la carne y todas las impurezas que ello supone.

—¡Cállate! —gritó David liberándose.

—Cuando tengas a esa mujer contra ti, ¿pensarás en Dios?

David no contestó, pero volviendo el rostro enrojecido por la irritación, se alejó algunos pasos. Entonces, triunfante, Joseph se cruzó de brazos y con voz clara y tranquila citó:

—Ningún impúdico participará del reino de Dios.

Después de uno o dos minutos de silencio, David se dirigió a su compañero.

—Joseph —dijo con una sonrisa—, no hablaremos de mis proyectos para el futuro. Me has ofendido, pero creo que ha sido sin querer.

—Te lo he advertido. Dios maldice a los fornicadores.

—Admitamos que me hayas advertido. No podemos permitir que el día termine antes que nuestro enojo. Y además olvidas que san Pablo dijo que más vale casarse que quemarse. Dame la mano, Joseph.

Después de una vacilación, Joseph le tendió una mano desafiante. Una vez más, el mejor papel le había correspondido a David; siempre pasaba lo mismo. Se dieron un apretón de manos y volvieron a la casa sin decir palabra, en medio de un gran estrépito de hojas muertas. Cuando subían por la escalinata, David se detuvo bruscamente y murmuró:

—Esas palabras como… fornicador y fornicación, que empleas de buen grado, tienen algo de rudo y desagradable. Ya sé que aparecen en la Biblia. A pesar de todo, no debemos emplearlas más que con discernimiento, ¿entiendes?

Joseph no respondió.

—¿Me permites que te diga una cosa…, por tu bien, sí, por tu bien? —continuó David—. Confieso que me cuesta hacerlo, y no lo haré si me lo prohíbes.

Esperó algunos segundos; luego, apretando fuertemente los brazos de Joseph, balbuceó con vergüenza:

—Perdóname lo que te voy a decir, Joseph, pero piensas demasiado… en la fornicación. Huyes de ella, lo sé; pero piensas en ella.

—Pienso en ello como se piensa en algo que se aborrece —repuso con voz ronca.

David lo contempló con inquietud.

—Joseph —dijo por fin—, nunca hay que pensar en eso, de ninguna manera.

Esta frase fue dicha con una gravedad tan acuciante, que Joseph sintió un nudo en la garganta.

—No puedo impedirlo —suspiró.

Ir a la siguiente página

Report Page