Moira

Moira


Segunda parte » 13

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Volvió a su cuarto y se encerró. Su conversación con David le había conmovido profundamente y tuvo que echarse en la cama para recuperarse; pero el recuerdo de las últimas palabras salidas de su propia boca le turbaba mucho más que las amonestaciones de su compañero. ¿Era cierto que no podía evitar pensar en la fornicación? ¿Por qué había dicho eso? Durante unos minutos meditó sobre estas preguntas, luego se dio la vuelta y se tapó el rostro con el antebrazo, y en el silencio de esta alcoba, que parecía escuchar, se elevó una voz que la angustia había dulcificado:

—¡Dios mío, dame un corazón puro!

¿Pero quién en la tierra tenía un corazón puro? ¿Acaso el mismo David no pensaba nunca en la carne? La idea de perdición de casi toda la humanidad se le presentó de repente: desde el despertar de los sentidos, el demonio hacía uso de su derecho, y solamente los niños y algunos santos veían a Dios en el paraíso; los demás ardían sin fin, ardían para siempre. Abandonando la cama, se dirigió hacia la ventana y con gesto inconsciente se llevó la mano al pecho. «Los santos», pensó. Los hubo en la Biblia, puede que todavía los hubiera, y ciertamente pensó que David era uno de ellos; pero esta idea de casarse cuadraba mal con la idea que Joseph se hacía del elegido, del predestinado a la gloria. Se acordó de las palabras del Señor al ángel de la iglesia infiel: «Has abandonado tu primer amor… Me llevaré tu gracia…». Puede que la gracia concedida a David en otro tiempo le fuera dada a otro. Su corazón se aceleró. Todo resultaba misterioso en esa habitación… Se diría que el tabique que separaba el mundo visible del invisible se hacía más ligero. Nada había cambiado y, sin embargo, nada conservaba su aspecto familiar; la luz misma parecía venir de otra parte distinta del cielo al que el crepúsculo confería colores de incendio.

Permaneció inmóvil durante un buen rato, como si temiera que al moverse se alterase un orden secreto, y experimentó una profunda alegría de la que no comprendía la causa. Varias veces le vinieron a la mente unas palabras con curiosa obstinación: «Extraño en la tierra…», pero estas palabras, en vez de producirle tristeza, le exaltaban poco a poco con una dulzura inefable.

La noche cayó casi de repente y Joseph buscó a tientas la lámpara de la mesilla. Tenía la impresión de salir de un sueño extraño gracias al cual había pasado al otro lado del mundo, igual que se pasa por detrás de un decorado, y le hizo falta algún tiempo para recuperar sus gestos habituales, para disponer los libros en la mesa y, una vez abiertos, para entender lo que en ellos se decía. De todo ese extraño éxtasis le quedaba, en efecto, una ligera embriaguez que se desvanecía bastante deprisa a pesar de sus esfuerzos por conservar algo de ella, ya que resultaba agradable; pero un cuarto de hora más tarde, absorto en un ejercicio de griego, no pensaba más que en la conjunción de los verbos en «

». Con bastante fastidio oyó que llamaban a la puerta. En un principio pensó no responder. De mala gana, dijo:

—¡Adelante!

Entonces apareció Killigrew, vestido de paño verde, con pantalones bombachos que le caían sobre medias de gruesa lana acanalada. Al verlo, se diría un futbolista o un jugador de golf, pero estaba serio y la expresión de sus labios resultaba más dura que de costumbre.

—¡Hola, Jo! —dijo con su voz inexpresiva y nasal—. Espero no molestarle.

Mrs. Dare me ha dado sus señas.

Después de echar un vistazo a su alrededor, se sentó en la mecedora.

—Bonita habitación —dijo mientras se balanceaba.

Con los brazos cruzados, Joseph le miraba en silencio.

—¿Le molesta que fume? —preguntó Killigrew sacando del bolsillo una larga pitillera de jade verde.

Y sin esperar respuesta, explicó:

—Me calma los nervios. Perdone usted.

Con el cigarrillo encendido, empezó:

—He venido para hablarle de varias personas, de usted sobre todo, de Simón y de…

—No quiero que me hable de Simón —interrumpió Joseph con voz sorda.

—¿No se ha hecho usted preguntas al respecto?

—No, ninguna. Apenas le conocía.

Killigrew inclinó la cabeza y miró a Joseph con más atención.

—Bueno, pues no hablemos de Simón —dijo lentamente—. Pero Simón tenía razón, hay palabras que no se pronunciarán nunca delante de usted, porque no se puede. Le intimidaba usted. A mí no me intimida usted, pero… comprendo que se callara.

Un breve silencio siguió a estas palabras; después, prosiguió:

—Es usted tan… —vaciló, sonrió, aspiró su cigarrillo y dijo por fin—… ¡virginal!

Joseph se ruborizó.

—Es ridículo —murmuró—. Lo que usted dice es ridículo.

Pero Killigrew continuó con el mismo tono estudiado con el que se habla a los enfermos.

—La palabra no tiene nada que deba chocarle. Comprendo que le turbe un poco, ya que se refiere a un tema que le inquieta; yo diría más… le espanta.

—No entiendo.

—Hay una parte de usted mismo que le causa espanto.

—¿Una parte de mí mismo?…

—Su cuerpo —dijo Killigrew cambiando de voz.

De nuevo se callaron. El visitante se puso repentinamente pálido y miró fijamente a Joseph, que volvió la cabeza con cierta violencia. Al cabo de un momento, Killigrew añadió:

—Usted no ve en su cuerpo más que un enemigo. Según su idea, procede del diablo. Todo lo carnal está maldito para usted —se animaba mientras hablaba y dejó la pitillera sobre el alféizar de la ventana—. Estamos en 1920, Jo; sus ideas están anticuadas. Se tiene usted que espabilar, salir de su aislamiento, escuchar lo que se dice a su alrededor…

Joseph lo miró.

—He escuchado más de una vez —dijo—. A pesar mío, he escuchado. Le he oído a usted hablar con Mac Allister y los demás. Era horrible.

—No sé lo que ha podido usted oír. Seguro que nos hemos expresado libremente, como hacen los hombres entre sí. Puede que se tratara de amor carnal. Los hombres, a nuestra edad, no piensan en otra cosa, Jo; es natural —una sonrisa cautelosa se dibujó en su rostro; inclinando un poco más la cabeza, añadió—: Usted mismo, Jo, puede que piense en ello.

Levantándose de su silla, Joseph juntó las manos por detrás y miró airadamente al visitante con los ojos brillantes de cólera.

—¡Déjeme en paz, Killigrew! —dijo.

—No quise molestarle —respondió humildemente Killigrew—. Vine ion buenas intenciones. No sabe usted hasta qué punto… —se calló y ante el silencio de Joseph, prosiguió—: Podría usted tener muchos amigos en la universidad. No, no quiero abrumarle con mis cumplidos, Jo… —se balanceó ligeramente y murmuró— tiene todo lo necesario Para gustar.

Bufaste los segundos que siguieron no se escuchó más que el chasquido del suelo bajo la mecedora; luego la voz de Killigrew se dejó oír de nuevo, esta vez tímidamente.

—¿Nadie se lo ha dicho antes?

Joseph no se movió. Las palabras de Moira le vinieron a la memoria: «¡Tiene usted una pinta rara!».

—No —dijo de repente con energía—. Lo que sé es que tengo una pinta extraña. Eso es lo que me han dicho.

—¡Cómo es posible! —exclamó Killigrew—. ¿Quién es ese hombre tan ciego o tan tonto?

—¡Oh!, no se trataba de un hombre, y además todo esto me da igual.

—¿Una mujer le ha dicho eso?

—Sí, una mujer.

Ante estas palabras el rostro de Killigrew pareció petrificarse, y sus ojos empequeñecieron.

—¿Qué mujer?

—Eso no importa.

—Se equivoca, Jo. Ahí está el motivo de mi visita. Vengo para hacerle un favor, para ponerle en guardia.

—No entiendo lo que quiere decir.

—Aunque no me diga de qué mujer se trata, puede decirme al menos si es de aquí.

—Pues sí, en efecto.

Killigrew se reclinó en la mecedora.

—No me diga más —dijo con una sonrisa—. Conozco perfectamente el estilo de esa persona.

Con los ojos vueltos hacia la ventana, Joseph guardaba silencio.

—Es Moira —dijo Killigrew—. Sé que le ha visto porque se lo ha dicho a Mac Allister, y además usted no conoce a ninguna mujer aquí, aparte de su patrona actual y

Mrs. Dare: ninguna de las dos le hubiesen hablado así. La que queda es Moira. ¿Tengo razón?

Joseph se mordió los labios.

Naturalmente que se trata de Moira —dijo Killigrew mientras se balanceaba—. Pero permítame que le diga que la opinión de esta… mujer no tiene ningún valor. Se entregaría a un gorila si un gorila le hiciera la corte. Ahora bien, usted no le hace la corte y eso es lo que la molesta. No se pueden ni contar los chicos que han conseguido de ella lo que deseaban. Expulsada de su colegio por mala conducta, ha vuelto aquí porque algunos estudiantes le gustaban. Tenía que quedarse tres días, según parece. ¡Tres días! No tiene la menor intención de irse. Es lo que lo latinos llaman «lupa», una loba, un animal siempre insatisfecho…

—No me gusta nada de lo que dice —dijo Joseph sin moverse.

—¿Puede usted negar que se viste de manera provocativa, que se maquilla como una de esas mujeres que deben horrorizarle? Flota a su alrededor el extraño perfume que se percibe en algunas casas. No quiero hacer de moralista. Sería ridículo por mi parte. Pero verdaderamente resulta más bien… repugnante. Y, ¿quién sabe?, tal vez peligrosa.

—¿Peligrosa?

—Naturalmente, lo. Es usted muy inocente. Seguramente le habrán dicho que existen mujeres peligrosas.

—Ya lo sé —dijo Joseph de repente—, me lo han dicho.

—Por otra parte —siguió Killigrew—, esta conversación suprime mis últimos escrúpulos. Sí, prometí no decírselo; pero algo se trama contra usted.

—¿Contra mí?

—Tampoco hay que exagerar: un pequeño complot, una broma pesada de estudiantes. La semana pasada se comprometieron a que el pequeño Stuart, que es tan tímido, perdiera su inocencia. Usted debe haberlo visto en casa de

Mrs. Dare. Le hicieron beber y lo llevaron a la ciudad, casi a la fuerza. Allí llevó a cabo, a la vista de todos, cierto acto con una mujer. ¿Comprende usted?

—Comprendo.

—Quieren gastarle una broma a usted también. No digo la misma, pero…

—¿Y qué? —preguntó Joseph con toda tranquilidad.

—Pues que no se puede usted fiar. Su moral un poco fanática les molesta. Les gustaría verle en una situación ridícula, desagradable para su reputación.

—Dios les castigará —dijo Joseph lentamente.

—En todo caso, he querido prevenirle.

Joseph no respondió. De pie, a cierta distancia de Killigrew, que le observaba mientras se columpiaba, miraba a lo lejos por la ventana como si buscase en el fondo del cielo la respuesta a una pregunta; una tristeza indecible se extendió por su rostro alcanzando una tras otra todas las partes de éste, primero los ojos, después la boca. En ese instante llamaron suavemente a la puerta y, como saliendo de un sueño, Joseph gritó:

—¡Adelante!

La puerta se abrió entonces para dejar paso a una vieja de color vestida de negro con un delantal blanco ceñido a la cintura que le llegaba hasta los pies. En su rostro, de tonos marfileños, los labios y los párpados se destacaban en malva, y unas arrugas que se dirían trazadas con tinta surcaban sus mejillas y su frente; unas gafas de montura de acero le daban un aspecto sabio y austero a la vez, y sobre sus brazos extendidos llevaba una gruesa manta de lana gris cuidadosamente doblada en cuatro.

Mrs. Ferguson dice que necesitará usted una manta de más —dijo, depositando su carga en la cama.

Echó un vistazo a Joseph, que permaneció inmóvil sin proferir sonido alguno.

—Las noches son mucho más frías, en efecto —dijo Killigrew.

Abandonando la mecedora, se dirigió a la cama y simuló palpar la manta como si se tratara de su propia cama.

—¡Qué gruesa! —murmuró con una sonrisa de aprobación—. Debe ser muy caliente.

—En todo caso, es bastante pesada de llevar —dijo la sirvienta mientras salía de la habitación.

Cuando cerró la puerta, Killigrew se dirigió a Joseph lanzándole una mirada un tanto dudosa.

—No ha dicho usted nada —dijo—. Yo he hablado en su lugar.

Joseph no contestó.

—¿Por qué tiene usted ese aspecto tan serio? —preguntó Killigrew a media voz—. Es usted tan arisco…

Y con un tono que vacilaba entre la complicidad y la súplica, añadió:

—¿Quién sabe? Podríamos ser amigos si usted quisiera…

Adelantó la mano con precaución y la posó muy suavemente sobre la de Joseph, que se estremeció. Las miradas de los dos hombres se cruzaron.

—¿Por qué me toca usted? —exclamó Joseph cerrando rápidamente el puño.

Killigrew se puso lívido y sus ojos vacilaron tras sus gafas; abrió la boca para hablar, pero no dijo nada y dejó caer la mano.

—¡Váyase! —ordenó Joseph.

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