Moira

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Segunda parte » 17

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Siempre te sentías a gusto en la habitación de David. Desde el umbral, una exquisita templanza te envolvía como una etérea vestidura y te hacía sonreír de bienestar. La lámpara de la mesa derramaba su luz quieta dibujando en el techo un gran disco amarillo, y David rodeado de sus libros aparentaba tal sensatez que nada parecía poderle turbar; aquí, lo mismo que a plena luz, daba la impresión de estar siempre fuera de su alcance. Esto lo percibía Joseph y ora experimentaba una violenta irritación, ora, por el contrario, le embargaba una sensación de alegría interior procedente de sus charlas con David. Hacía un rato que estaban callados, conmovidos ambos. Por fin, David alargó la mano bajo la mesa de trabajo y tocó la mano de Joseph.

—Nunca más vuelvas a hablarme así —afirmó sonriente—, jamás vuelvas a pedirme perdón. Me da una vergüenza tremenda.

Algo más bajo, añadió mientras retiraba la mano:

—Siento demasiado afecto por ti para que puedas verdaderamente ofenderme, ¿comprendes? Lo que me dijiste el otro día, en la cabaña, a propósito del matrimonio, ya lo hubiera olvidado si no me lo hubieses recordado esta tarde.

Joseph lo miró en silencio.

—¿Te acuerdas de ese pasaje de san Pablo que te cité referente al matrimonio? —prosiguió David.

—Más vale casarse que quemarse —cito Joseph.

David afirmó con la cabeza.

—Este versículo es aplicable a todos nosotros —dijo—, y a mí lo mismo que a los demás.

—¡A ti! —exclamó Joseph—. No es posible. ¿También a veces tienes tentaciones?

David alzó ligeramente los hombros.

—¿Acaso piensas que estamos hechos de diferentes barros? —preguntó.

—¿Por eso es por lo que te casas?

—Me caso porque estoy… enamorado —agregó David algo molesto.

Joseph enrojeció y bajó la vista. Hubiese preferido que David no se hubiera servido de esa palabra sospechosa que parecía ocultar un pecado. Desde luego que se puede invocar el amor de los santos hacia sus esposas: en el Antiguo Testamento, Jacob, llorando de ternura ante Raquel, y en el Nuevo, Pedro y su mujer. Pero Juan no estaba casado. De todas formas más valía no reanudar el debate, al menos esta noche. Esta noche se sentía muy cerca de David, a pesar de esta cuestión algo penosa y llena de misterio. Después de reflexionar un momento, dijo en tono vacilante:

—Tengo algo que preguntarte, pero es difícil. Me parece, en efecto, que ni siquiera se debe pensar en ello. Sin embargo, quiero saberlo.

—¿De qué se trata?

—Jesucristo tuvo tentaciones en el desierto porque tenía hambre. Su tentación era el hambre, el hambre del cuerpo…

—Sí —dijo David, que adivinaba la pregunta.

—Y la otra clase de hambre, David… ¿Crees que la conoció?

Los ojos de David se agrandaron como bajo el efecto de un miedo súbito.

—No sé —dijo sofocadamente—, jamás lo pensé. Es mejor no pensar en ello, Joseph. Casi parece una blasfemia.

—No quiero blasfemar —dijo Joseph en voz baja—, pero creo que si me dijeran que también ha sufrido de esta manera, me sentiría más fuerte; me diría: «El también».

—No sé.

Se callaron. La sangre abandonó el rostro de David, que bajó los ojos para ocultar su turbación. Durante todo un minuto permaneció completamente inmóvil, luego pareció rehacerse y dijo de repente:

—Algunas veces me inquieta tu problema. Es porque te quiero mucho. Me parece que lo que hay de bueno en ti resulta en cierto modo excesivo…

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, la otra noche, Killigrew vino a verme. No lo conocía. Me habló de ti.

—No me gusta ese chico —afirmó Joseph sombríamente.

—La verdad es que a mí tampoco me atrae en absoluto, y más valdría que no le hables.

—¡Hablarle! ¡Me repugna! Hay algo en él que me repugna. Cuando mira a las personas se tiene la impresión de que las toca. Estoy seguro que está condenado y que siempre anda detrás de las mujeres.

—No —dijo David gravemente—, no va detrás de las mujeres. Pero eso es lo de menos. Killigrew me ha puesto al corriente de la conversación que tuvo contigo el día que destrozaste tu volumen de Shakespeare.

—¿Y qué?

—Pues que tus prevenciones hacia este poeta se deben a tu formación religiosa. Sin embargo, hay que leerlo.

—¡De ninguna forma!

—Escúchame —siguió David—. No es una casualidad el hecho de habernos encontrado. Dios quiere que nos ayudemos mutuamente. Si quieres contribuir a la extensión de Su reino, tienes que prepararte desde ahora mismo, estudiar…

—¡Pero si yo estudio, caramba!

—… Aprender, aprender lo más posible con el fin de poder hablar de tú a tú con cualquiera, con los incrédulos más instruidos, a los que se tratará de salvar. De lo contrario, nadie te respetará. Ni siquiera te escucharán. Y, por supuesto, un hombre que no ha leído a Shakespeare es un hombre inculto.

Joseph bajó la cabeza.

—Tú no has leído lo que yo en

Romeo y Julieta.

—Espera. Hace tiempo que te hablé de una edición expurgada del teatro de Shakespeare, ya que tú no eres el único al que versos como a los que has hecho alusión hayan chocado. Así, pues, existe una edición de Shakespeare de la que han sido excluidos los pasajes de ese tipo. Un tal Bowdler llevó a cabo esta labor el siglo pasado y nos ha dejado un Shakespeare completamente inofensivo. Este pequeño volumen que tengo aquí contiene resúmenes y fragmentos de las tragedias más famosas:

Hamlet, Otelo, Antonio y Cleopatra. Es indispensable que las conozcas, al menos bajo esta forma.

—¿Lo crees así?

—Desde luego. Aunque sólo sea para aprender lo que es el corazón humano.

—¿El corazón humano? ¿De veras lo crees?

—Por supuesto. Tenemos dieciocho años, Joseph. Ya no somos niños. Toma, mira.

Mientras así hablaba abrió el cajón de la mesa y sacó un pequeño volumen de ancho lomo, que puso ante Joseph.

—Lo adquirí el otro día para regalártelo —dijo sonriendo tímidamente—. Lee lo que he escrito en las guardas.

Joseph obedeció. Encima de su nombre, David había escrito el suyo con la fecha del día: 25 de noviembre 1920. Sonrió a su vez y no supo qué decir, quizá por estar demasiado conmovido.

—Gracias —dijo por fin—; leeré este libro puesto que crees que me será útil.

—Me hubiera gustado añadir un versículo de la Escritura —dijo David—, pero citar la Escritura en la página de un libro profano me pareció difícil. Y además, ¿qué hubiera podido poner?

—Algo sobre el corazón humano —propuso Joseph—; pienso que sería mejor si hubiera una frase de la Biblia.

David tomó una pluma y se puso a pensar. De repente, Joseph exclamó:

—¡Si vuestro corazón os condena, Dios es más grande que vuestro corazón!

Su rostro adquirió una expresión embriagadora y repitió el versículo, que se estrangulaba en su garganta.

—Sí —dijo David—, ¿pero qué te pasa?

—No sé. Este versículo me ha venido a los labios por sí solo. ¿Tu corazón no te condena nunca, David? Tengo la impresión de que el mío me condena todos los días desde que estoy en la universidad, y estas palabras me responden.

—¿Quieres que escriba esa frase?

—Es Dios quien habla —dijo Joseph sin escuchar—, es como si estuviera en esta habitación pronunciando estas palabras. Motivos hay para morirse de miedo o de alegría, David. Lo eterno viene a nosotros y dice esto para reprendernos y salvarnos en el momento en que perdemos pie y nos deslizamos hacia la desesperación.

—¿Hacia la desesperación? —repitió David con la pluma en la mano—, ¿qué quieres decir?

—Nunca podrás comprender —siguió Joseph con calor—, porque tu corazón no te condena. Eres un justo, David. Yo, no. Por más que digas que tienes tentaciones, no te creo. He pensado mal de ti, pensé que no veías en el matrimonio más que la satisfacción del hambre sexual porque me imaginaba que tú eras igual que yo. No, déjame hablar ahora. Te veo en este momento tal y como eres, tal como te veía al principio. Tú no puedes pecar como yo. Se te ha concedido la paz para siempre y en ti nunca ha habido ningún desorden, mientras que en mí todo es violencia. Nunca te he hablado verdaderamente de mí, nunca te he hablado verdaderamente de nada; pero esta noche es preciso que me escuches.

Repentinamente se interrumpió y su mirada se clavó en los ojos de David; con voz algo ronca pronunció estas palabras:

—Me hubiera gustado ser un santo como los santos de los primeros tiempos. Desde mi infancia me era familiar la idea de que yo iba a ser el amigo de Dios. Amaba a Dios. He amado a Dios antes de temerlo. Ahora todo ha cambiado. No podría explicarte lo que me ocurre. No sé expresarme lo bastante bien. Las palabras me son hostiles y me traicionan. Esta esperanza que tienes en el corazón también la tengo yo, pero al lado de un terrible temor. Tú has encontrado a Dios y nunca lo perderás, pero yo temo perderlo en todo momento porque me parece que estoy hundido en el pecado hasta los ojos. Me abraso, David. Si no caigo con una mujer es porque Dios me preserva como preservó al filisteo Abimelec; pero deseo horriblemente este pecado que no cometo. No sabes lo que es este hambre en el cuerpo. Algunas veces tengo la impresión de estar separado de mi propia carne como si hubiese en mí dos personas, una de las cuales sufriría y otra miraría sufrir.

Se calló de nuevo. David inclinó la cabeza.

—Has hecho bien en hablarme —dijo con voz vacilante—, creo que hay que rezar. Rezaré…

—Hay una mujer en la que pienso —dijo Joseph de un tirón.

Una vez más, el espanto apareció en los ojos de David.

—No hables —suspiró—, no quiero saber. No es asunto mío.

—Sin embargo, sabes de quién se trata. Quisiera decirte su nombre.

—No quiero que me lo digas.

Joseph lo miró en silencio.

—Está entre Dios y yo —dijo por fin—. La detesto. En el fondo, la detesto.

—No debes detestar a nadie.

Se callaron apartando la vista el uno del otro. Al cabo de un rato, Joseph se levantó.

—No hubiera debido decirte todo esto —dijo ya algo más tranquilo—, pero era más fuerte que yo. Durante meses me callo, y llega un día en que ya no puedo más. Pienso que tienes razón cuando dices que no se debe detestar a nadie. Siempre tienes razón. Yo, en cualquier caso, siempre estoy equivocado.

Sin responder, David tomó la pluma que había dejado y trazó algunas palabras en las guardas del Shakespeare. «Si nuestro corazón nos condena…», leyó Joseph. Inclinó la cabeza y se metió el pequeño volumen en el bolsillo.

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