Moira

Moira


Segunda parte » 18

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Esa noche tampoco pudo dormirse. Le venía a la cabeza toda su conversación con David y la reconstruía tal y como le hubiese gustado que fuese, ya que se avergonzaba de algunas frases que se le habían escapado. Una vez más, había dicho lo que no quería. Siempre se sorprendía de esas palabras que, a pesar suyo, salían de su boca, porque expresaban claramente cosas que hasta entonces se escondían profundamente en su interior. Era cierto, por ejemplo, que había deseado antaño la santidad, pero ese deseo no se lo planteaba ni lo admitía; apenas si sabía que en recónditas y oscuras regiones de su alma tales pensamientos le trastornaban. Y de repente, decía eso. ¡Ay! ¡Si pudiese recuperar esas palabras de la misma manera que se rompe un papel en el que se han escrito cosas ridículas!

Igual que con lo que había dicho de Moira. Pero tenía que intentar no pensar en Moira. En la cama, con los ojos abiertos, no hacía más que dar vueltas y más vueltas. El reloj del comedor dio las tres con un timbre ajetreado e impaciente; y muy lejos, en la profundidad de la noche, se oyó a su vez el reloj de la universidad, perezoso y como dormido.

Nunca hasta ahora había oído tocar las tres de la madrugada. Su mano buscó la lamparita de la mesilla y apretó el botón. La habitación se hizo visible, pero se diría que se acababa de despertar porque todo adquiría un aspecto insólito y casi inquietante. Apoyado sobre su brazo derecho y con la mandíbula sobre la palma de la mano, paseó a su alrededor sus grandes ojos oscuros de mirada preocupada. Los pensamientos que se tienen en la oscuridad no son los mismos que los que se manifiestan a plena luz. Sabía que si apagaba volvería a ser presa de Moira.

«Si ni siquiera es guapa». Se repetía esta frase veinte veces al día, ya que se daba cuenta de que en ese aspecto tenía razón; ¿pero de qué le servía tener razón si le atraía a pesar de todo? Ahora bien, era atrozmente atractiva. En el instante preciso en que, rabioso, se agachó delante de ella para recoger su jersey, no disponía ya de su libertad. Pero eso no lo había comprendido hasta ahora: a las tres y pocos minutos, con un frío de noviembre, le vino a la mente la sospecha de estar perdido como los demás.

Su brazo se adormecía, pero no se movió. Y aunque nada hubiese cambiado a su alrededor, tenía la impresión de que las cosas le observaban como en las historias fantásticas. De repente, apartó la manta y se levantó. Ya que no podía dormir, leería.

Sintió el aire helado del jardín sobre las piernas desnudas y, tiritando, fue a cerrar la ventana. Cogió instintivamente la Biblia, que estaba sobre su mesa de trabajo, pero la volvió a dejar inmediatamente. ¿No encontraba acaso en las páginas de ese libro su propia condena, escrita en negro sobre blanco, como si fuese él el único acusado? Había gran abundancia de textos sobre ese tema.

Se dio cuenta de que sus dientes castañeteaban y durante unos minutos miró a su alrededor, y le vino la idea de echar un vistazo al Shakespeare que le había dado David. Cruzó la habitación, introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar el librito y volvió a la cama deslizándose con un escalofrío bajo las mantas, donde su cuerpo encontró ese calorcito maravilloso que había dejado momentos antes.

Pasó un rato sin poder hacer otra cosa que mantener el libro abierto a la altura de la cara. Acurrucado y con las piernas cruzadas, temblaba todavía; pero poco a poco se calentó. Pasaba las páginas con la punta de los dedos y encontró un resumen de

Otelo. Lo leyó varias veces, distraídamente al principio y esforzándose después en dilucidar el sentido de esa historia cuyo final, sobre todo, le parecía absurdo y repugnante. ¿Cómo podía ser que un hombre matase a la mujer que amaba? Sólo se mataba a los enemigos. Es cierto que todo eso ocurría en un libro: era una invención, una mentira. Además, ese negro ahogaba a una blanca con una almohada… No entendía por qué a David le parecía necesario leer así. ¿Era ésa entonces la ciencia del corazón humano? Evidentemente, el estilo tenía su importancia. Todo el mundo sabía que era necesario haber leído a Shakespeare.

Lo que él sentía no lo encontraba en los libros, ni siquiera podía adivinarlo en los versos de los poetas. No obstante, la palabra amor le trastornaba de forma extraña. Amor a Dios, amor al prójimo, eran expresiones que para él conservaban su ardiente novedad; pero el amor era la ternura y la alegría, no podía ser la muerte, el crimen, los gestos terribles. ¿Por qué tenía que existir el pecado en el amor de los seres?

Pasando las páginas al revés, llegó a la primera, donde David había escrito unas cuantas palabras, y las miró hasta que se le nubló la vista; las palabras vacilaban ante sus ojos: «Si vuestro corazón os condena, Dios es más grande que vuestro corazón». Acercó con suavidad el libro a su cara y pegó sus labios a esa frase del discípulo bien amado. Un afecto repentino se apoderó de él y le elevó. Si antes se hallaba profundamente inquieto, ahora se encontraba lleno de júbilo en ese minuto, y puso en ese beso toda la pasión de la que era capaz. Fue como si su alma y su cuerpo, por fin de acuerdo, se encontrasen en aquel punto preciso que tocaba su boca.

Sin apenas darse cuenta, el libro resbaló de sus dedos y se durmió.

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