Mister X

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6. Cómo pasé mi cumpleaños

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—Yo creo que iba a echarlo dentro, pero se rajó en el último momento. —Movió una de las carteras—. Esto era de un borracho llamado Aguado Leake, matado a golpes en el callejón de servicio detrás del hotel Comerciantes en 1975. Esta era de un chico llamado Phil Doria; merodeaba por la zona del monte Búfalo y asaltaba a tíos mayores. En 1979, alguien lo mató a cuchilladas. Esta pulsera probablemente pertenecía a una adicta a la heroína, que vendía el culo en Chester Street, se apodaba Molly la de la Acera.

—¿No debería mandar todo esto a la comisaría?

—Eso es precisamente lo que voy a hacer y poco después Earl Sawyer-Edward Rinehart se va a convertir en asunto público. Y usted también, señor Dunstan. Todavía estamos a tiempo de decidir lo que vamos a contar y cuánta atención le va a tocar a usted.

—¿Pero qué dice?

Mullan echó la varilla sobre un montón de basura. Ya no se parecía en nada a un camarero.

—Gracias a ciertos aspectos del modo en que a su amigo Stewart Hatch le agrada funcionar, mi departamento probablemente será objeto de investigación. Me gustaría minimizar el escándalo a un rugido apagado. Eso de por sí ya resultará sumamente desagradable. Imagínese la que se armará si añadimos al hermanito de Jack el Destripador.

—¿Quiere encubrirlo?

Una sola palabra puede describir cómo me sentí en ese momento: escandalizado.

—Aunque fuera lo bastante cretino para querer encubrirlo, que no quiero, no podría hacerlo. Algo como esto no puede ocultarse. Hasta Rowley es capaz de ver que puede embolsarse más dinero de Hatch si lo pone a usted bajo los focos. No serviría de mucho, pero distraería la atención de los asuntos de Stewart.

—Si me pone bajo los focos —repetí como un loro.

—Hace unas dos horas, Grenville Milton hizo sus maletas y se fue a un motel al otro lado del río, en las afueras del cabo Girardeau. Reservó dos billetes de primera clase para Ciudad de México en el vuelo que sale mañana de Saint Louis a las siete y media de la mañana. Llevaba ciento treinta mil dólares y una ruger del 45. No sé lo que tienen las ruger, pero, cuando quieren una arma, esa es la que compran los tipos como Milton.

—Dos billetes —repetí—, en primera clase.

—Luego llamó a una mujer llamada Ming-Hwa Sullivan. Ming-Hwa es todo un caso. Se negó a ir al motel y se burló de él cuando le sugirió que se reunieran en el aeropuerto. Él le dijo que se suicidaría y ella le dijo: «Grenville, si fueses un adulto, entenderías lo poco que tengo que ver con esa decisión». Palabras textuales. Cuando colgó, nos llamó y nosotros llamamos a cabo Girardeau. Ya habían mandado dos patrullas porque alguien se había quejado de un tiroteo. Un cuarto de hora después, el capitán me llamó. Milton disparó la ruger cuatro veces. Mató el teléfono en su habitación. Mató el televisor. Abrió la ventana y mató el rótulo de neón del hotel. Luego se sentó en el suelo, se metió el cañón en la boca y se voló la tapa de los sesos.

—¿Hatch lo sabe?

—Todavía no.

—No entiendo lo que está haciendo, capitán.

Mullan me rodeó cuidadosamente.

—Venga a la cocina.

126

Más ratas, junto con varias naciones de cucarachas, corrieron a esconderse cuando Mullan encendió la bombilla del techo. En la mitad trasera de la cocina, unas moscas se congregaban, extasiadas, sobre brillantes montículos de gelatina verde soldados entre sí, divididos por senderos que llevaban al fregadero, a la puerta trasera y al cuarto de baño, abierto lo justo para que me diera cuenta de que no me apetecería verlo con la luz encendida.

Una sección rectangular de la mesa en la izquierda de la cocina era como un claro en un bosque, apartado del desorden que se amontonaba alrededor. En el centro del claro, yacía una estilográfica negra con adornos de oro, paralela a una libreta encuadernada, semejante a la que usaba Toby Kraft para asentar sus cuentas ficticias. En la pared, encima de los desperdicios del extremo más lejano de la mesa, colgaba una fotografía con marco de plata. A todas luces, la habían sacado y transformado con lápices de cera y un rotulador dorado, antes de volver a enmarcarla. Me acerqué a través del caos circundante y, frente a la mesa, observé lo que mi padre había hecho con un retrato de estudio de los Hatch.

Cuchillos y flechas, dibujados a mano, parecían plumas en los cuerpos de Carpenter y Ellen Hatch. Sus ojos habían sido tachados con tinta y una sonrisa de vampiro borraba sus labios. Espirales hechos con lápiz de cera negro borraban al pequeño Cobden Hatch. Una corona dorada emitía vibrantes rayos desde la cabeza del joven Cordwainer y un corazón dorado lanzaba llamas en el centro de su pecho.

—¿Se ha fijado en esa foto? —comentó Mullan.

Era la que Earl Sawyer había metido en un cajón en la plaza Buxton, era la que Edward Rinehart había ordenado a Toby Kraft que robara de la mansión de su familia en la calle Mansión.

—Dígame el nombre del chico con la corona.

—Earl Sawyer —contesté—, Edward Rinehart.

—Enhorabuena, señor Dunstan. Su padre y el de Stewart eran hermanos, por lo que usted y Stewart son primos hermanos.

—Me figuro que Earl no sentía mucho afecto por la familia.

—Saque esa silla —pidió Mullan—. Dele la vuelta y siéntese.

Obedecí.

—Henos aquí, señor Dunstan. Usted y yo. El teniente Rowley está llamando por teléfono, reforzando sus muros, esforzándose por mantenerse a flote mediante el chantaje o las amenazas, pero Rowley nada puede contra lo que usted y yo hagamos en esta habitación. ¿Lo entiende?

—¿Qué sabe Rowley acerca de Earl Sawyer?

Otra sonrisa gélida.

—¿Sabe que lleva treinta años matando a gente? Todavía no se ha percatado de este emocionante imprevisto y no sabe que Earl Sawyer es también Cordwainer Hatch, desaparecido hace tanto tiempo.

—¿Y se supone que nosotros vamos a ocultarlo?

—No podemos evitar que salga a la luz. De hecho, me importa un bledo que se sepa. Lo único que quiero es mantener la publicidad en un nivel mínimo y salir de esto con mi reputación y mi pensión intactas. Los reporteros de todo el país van a llegar en tropel. Tendré que evitar los micrófonos cada vez que salga de la comisaría. Eso puedo manejarlo.

—Entonces ¿por qué estamos aquí? —pregunté.

—Si está usted dispuesto a ayudarme a entender lo que está sucediendo, puede que salvemos algo de este lío. ¿Confía en mí, señor Dunstan?

—No puedo contestar a eso.

—De acuerdo. Nada de lo que me diga constará en acta. Se lo prometo. ¿Quiere seguir hablando?

—A ver cómo va la cosa.

—Quizá nos quede alguna esperanza, después de todo. —Mullan clavó la vista en la fotografía mutilada detrás de mí—. No le sorprendió enterarse de que el niño de la foto es Cordwainer Hatch.

—Hace unas doce horas que averigüé que Cordwainer Hatch era mi padre. —Le expliqué que había ido al despacho de Hugh Coventry y me había enterado de la desaparición de las fotografías de los Hatch. Le di una razón poco convincente de por qué sospechaba de Nettie y le describí el momento en que encontré la carpeta en su dormitorio—. En cuanto vi las fotos, supe que Cordwainer era mi padre.

—Doy por sentado que Cordwainer ha muerto.

No respondí.

—Lo que quiero hacer resultará mucho más fácil si no tengo que buscar a Cordwainer Hatch mientras enjuician a su sobrino. Creo que algo ocurrió hoy, un enfrentamiento, y como usted sigue vivo, él probablemente ya no lo está. Dígame algo.

No dije nada.

—Esto es entre nosotros, señor Dunstan. Aunque me dijera que lo mató con sus propias manos no se me ocurriría llevarlo a juicio.

—Cordwainer Hatch está muerto.

—Podría ayudarnos a los dos si me dice dónde encontraré su cuerpo.

—Nadie va a encontrar nunca su cuerpo.

En la mirada que me lanzó se notaba que no me juzgaba.

—Un tío con una retroexcavadora o un niño de paseo por el bosque no van a encontrar sus restos de aquí a dos años. La próxima vez que se desborde, el río no va a arrojar su cuerpo a un banco de arena. —Más que preguntas eran afirmaciones.

—Nada de eso va a ocurrir. Ahora le toca a usted confiar en mí.

—¿Lo mató usted?

—¿Lleva usted un escucha puesto?

Sonrió.

—Yo diría más bien —proseguí— que se mató a sí mismo.

—Déjeme hacerle una pregunta totalmente inesperada. Alguna de las fotos desaparecidas, incluyendo las de la familia de usted, ¿tuvieron algo que ver con el suceso?

—¿Hay algo que no me está diciendo, capitán?

—Seré más explícito. Cuando Stewart Hatch lo acusó de atacarlo con un cuchillo, dijo también que sospechaba que usted había allanado su casa con el fin de recuperar unas fotografías que él había sacado por error de la biblioteca. A mí me da igual que usted haya entrado en casa de Stewart y haya recuperado algo que pertenecía a su familia. Lo que quiero saber es si enseñó esas fotos a Cordwainer Hatch.

El volumen de las alarmas que sonaban en mi sistema nervioso se fue amplificando.

—¿Por qué iba a hacer eso?

Mullan tardó un momento en contestar. Cuando lo hizo, yo tardé otro momento en entender lo que me decía.

—Una vez, cuando yo era niño, mi madre me señaló a Howard Dunstan en la calle. Ya era viejo, pero no parecía haberse colmado, como la mayoría de los ancianos. De hecho, me asustó. Mi madre me dijo: «Cuando yo era joven, con solo sonreírte, Howard Dunstan podía hacerte sentir como si fuera el primer día de primavera». Tengo entendido que ejercía el mismo efecto en muchas mujeres.

Clavé la vista en él con un asombro complicado únicamente por la conmoción. Lo sabía todo… todo lo que podía saber. Desde que nos habían dejado a solas en mi habitación del Brazen Head me iba guiando hacia el punto que yo estaba intentando ocultar.

—Es usted demasiado bueno para este pueblo —declaré.

—No tienen historias como esta en el cabo Girardeau. Nada más verlo, Stewart Hatch trató de que lo detuvieran o echaran de la ciudad. Pero nunca supo quién era Earl, ¿verdad?

—Creía que Cordwainer había muerto —convine.

—Y Cordwainer tampoco sabía de quién era hijo. Sin embargo, me hago una idea de lo que sí creía ser. Vuélvase y abra ese diario, o como quiera llamarlo. Su caligrafía era preciosa, no se lo podemos negar.

Me giré y puse las manos en el diario. Mis dedos dieron vuelta a un grueso puñado de páginas y leí: «… yo también he tenido mis propios judas, y el primero de ellos fue Cabeza de Trapo Spelvin, cuya traición resolví con una visita sumaria a su celda en la cárcel».

Más abajo, en la misma página, la escritura caligráfica de Cordwainer Hatch proclamaba: «Aunque curtido, sigo siendo guapo, aunque me esté mal decirlo».

Y, en una página anterior, en iracundas mayúsculas: «ODIO EL ARTE. EL ARTE NUNCA HA HECHO NINGÚN BIEN A NADIE».

Y antes incluso: «Oh, Vosotros los Magnos, si existís, os exijo cierto grado de reconocimiento proporcionado a mi servicio».

Luego leí las últimas palabras que había escrito: «Dejo la pluma… y cierro el libro… El Triunfo se avecina a grandes pasos… Oh, Padres Implacables…».

Detrás de mí, Mullan preguntó:

—¿Y bien, le enseñó usted una foto de Howard Dunstan?

Cerré el diario.

—¿Qué va a hacer con esto?

—Excelente pregunta. Mientras los agentes que usted vio apostados en la puerta registraban la sala del frente, yo vine aquí, abrí este libro y leí un par de párrafos. Ordené a los agentes que salieran y hojeé el resto. Cordwainer Hatch creía pertenecer a una raza de monstruos extraterrestres que lo habían puesto aquí para allanar su camino, para que se hicieran con el control de la Tierra. Afirmaba que era capaz de trasladarse a través del espacio, entrar en habitaciones cerradas y volverse invisible. ¿Qué cree que ocurrirá si esto cae en manos del público? Mil reporteros empezarán a investigar los asesinatos. El pueblo entero se convertirá en ese periodicucho sensacionalista, el National Enquirer. Al jefe de policía lo echarán; a mí, me echarán y pasaré el resto de mi vida huyendo de personas que querrán escribir libros acerca del monstruo de Edgerton.

—¿No necesitará esto como prueba?

—Esa caja de cartón contiene todas las pruebas que necesito. —Posó la mirada en una pila de basura que estaba en el suelo a pocos metros de nosotros. Una rata bien alimentada asomaba la mitad del cuerpo y le devolvía la mirada—. Aléjate de mí —le ordenó.

Elegante, próspera, sin miedo, la rata movió la nariz y salió de la basura. Mullan dio una patada en el suelo. La rata se aproximó lentamente, clavada la vista en él.

Mullan se desabrochó la chaqueta y sacó su revólver.

—A veces el respeto por uno mismo nos impulsa a hacer cosas que no deberíamos hacer. —Amartilló el arma y apuntó al roedor.

Este enseñó los dientes y se alargó sobre el suelo. Mullan saltó para atrás y disparó. Un segundo antes de alcanzar los pies del capitán, la rata se convirtió en un sanguinolento montón de pelo y una abierta boca rosada. Me pitaron las orejas. Distinguí un ligerísimo eco de la voz de Mullan:

—Al menos puedo alegar que fue en defensa propia.

De un puntapié arrojó el cadáver de vuelta a la basura y volvió a enfundar la pistola.

—Buen tiro. —Mi voz sonaba como si hablara a través de una toalla.

—Creo que estoy perdiendo el juicio. —Los labios de Mullan se movían, pero yo apenas percibía un ligerísimo eco—. Creo que ese tipo era capaz de hacer todo lo que dice que hacía. De lo contrario, no sé cómo explicar la muerte de Prentiss y del Franchute.

—Tiene razón —respondió mi voz atenuada.

—¿Tiene usted un hermano mellizo, señor Dunstan? Él dice que sí. Dice que ese hermano suyo mató a Minor Keyes.

—Tengo un hermano. En realidad no es un ser humano. —Mullan me contemplaba con dureza y atención, como si viera más de lo que deseaba ver—. No sabía que existía hasta que se me apareció en ese callejón.

—Le voy a decir hasta dónde estoy dispuesto a llegar, señor Dunstan. —Me dio la impresión de querer pulirse a otra rata ambiciosa—. La posición de la policía de Edgerton es que su padre, Cordwainer Hatch, cometió los crímenes empujado por la rabia que sentía por el rechazo de su familia. Las huellas en el cuchitril encajarán con las que tomamos cuando lo detuvieron la primera vez. Seguro que el FBI tiene las de Rinehart y el cuerpo enterrado en la prisión Verde Refugio se achacará a un error administrativo. El Franchute La Chapelle y Clyde Prentiss se suicidaron. El asesinato de Toby Kraft y de Cassandra Little se ha relacionado con el crimen organizado. Un testigo, que actualmente está bajo la protección de la policía, ha declarado, y nos ha convencido, que Cordwainer Hatch, o sea, Edward Rinehart, o sea, Earl Sawyer, murió en el curso de una pelea y que su cuerpo no podrá recuperarse nunca.

—A menos que piense ponerme entre las cuerdas, voy a tener que ser mucho más preciso acerca del cuerpo.

Nuestras voces, tanto la de Mullan como la mía, bien podrían haber venido del dominio de los crueles dioses de mi padre.

—Cállese y escúcheme. Recuerde lo que voy a decirle, porque va a tener que repetirlo unas cien veces.

127

Nunca lo sabré, pero apostaría cualquier cosa a que el capitán Mullan era una de esas personas dotadas de la capacidad de soñar con largas y coherentes estructuras. Acaso, tantos años de trabajar como detective o, y sobre todo, de llevar a cabo investigaciones sobre homicidios desarrolla la capacidad de inventar, igual que el entrenamiento en un gimnasio desarrolla otros músculos.

Lo que sí sé es que Mullan hurgó en su imaginación y, al instante, sin vacilaciones, reveló la historia que nos rescató a ambos. Lo ayudé en unos cuantos puntos. Me interrogó a fin de aclarar algunos detalles. Esto fue lo que me dijo.

Después de que mi madre me dio el nombre de Edward Rinehart, me enteré de que lo habían detenido en 1958 y había muerto en un motín en la prisión Greenhaven. Suki Teeter me dio más información. Como todavía sentía curiosidad, pedí a Hugh Coventry que revisara los registros de propiedad de la plaza Buxton y me fijé que las habían comprado bajo el nombre de personajes de obras del autor preferido de Rinehart. Fui a ver las casas y me encontré con Earl Sawyer, que me las dejó visitar. Se enteró de que me alojaba en el hotel Brazen Head, comentó que vivía cerca de allí y me dio su dirección. La noche siguiente recibí una llamada anónima desde el vestíbulo del Brazen Head. La persona que telefoneaba me dijo que tenía varias de las fotografías de la familia Dunstan que habían desaparecido de la biblioteca; se negó a explicarme cómo las había obtenido, pero se preguntaba qué valor tendrían para mí. Convinimos en el precio de cien dólares. Bajé, distinguí a un hombre que salía y lo seguí hasta Veal Yard.

—¿Qué aspecto tenía? —pregunté a Mullan.

En la oscuridad parecía ser de raza blanca, mediría 1,75 o 1,80 metros y pesaría unos setenta kilos. Vestía zamarra azul oscura o negra, cerrada con cremallera, pantalón oscuro y guantes. Subí las fotografías a mi habitación y observé el parecido entre Howard Dunstan y yo. Después del entierro de mi madre, Rachel Milton me aconsejó que mirara algunas de las fotografías que tenía Hugh Coventry, pero no las de los Dunstan que yo ya había conseguido. Fui a la biblioteca y me dijeron que, poco después de que la señora Hatch hubo acompañado a mis tías al archivo, descubrieron que dichas fotos también habían desaparecido.

Se me ocurrió que mis tías podrían haberse llevado la carpeta de los Hatch a fin de intercambiarlas por las suyas propias; posteriormente la descubrí, escondida en casa de mi tía Nettie. Al ver el parecido conmigo y con Howard Dunstan del joven que, según supuse, sería Cordwainer Hatch, me dije que había averiguado la verdadera identidad de Edward Rinehart.

Visité a la señora Hatch y me peleé con Stewart, que estaba borracho. Cuando regresé al hotel, pensé en llamar a Earl Sawyer para preguntarle si estaría dispuesto a examinar unas fotografías antiguas. Quizá él dejase escapar algún detalle que me guiara hacia su jefe. Como no figuraba en el listín telefónico, anduve media hora por los callejones buscando su dirección, tras lo cual me encontré frente a un edificio en ruinas. Me di cuenta de que no había bebido nada desde media tarde y que tenía mucha sed. Sin embargo, me hallaba frente al domicilio de Sawyer. Llamé a la puerta. Sawyer se encogió al verme, pero cuando le expliqué por qué había venido, me franqueó el paso de buena gana.

Fingí no percatarme del estado de su vivienda. Él dijo que sabía que era un cuchitril, pero que si él podía vivir así todo el tiempo, yo podría aguantarlo un par de minutos.

—¿Entendido? —insistió Mullan—. «Si yo puedo vivir así todo el tiempo, usted puede aguantarlo un par de minutos».

—¿Por qué es importante? —pregunté.

—Porque es lo bastante concreto para parecer verídico. Repetí la frase y Mullan prosiguió con la historia.

Sawyer me precedió hacia la inmundicia de la sala del frente. Mi presencia evocó en él una extraña y divertida cortesía que se me antojó rayana en la histeria. Pidió ver las fotografías. Le di la carpeta de los Dunstan y le dije que mirara al joven Howard Dunstan. Lo hizo y al parecer no lo reconoció.

Puse en sus manos la carpeta de los Hatch. Sawyer centró, con indudable interés, su atención en ciertas fotos. Volvió a mirar el retrato de Howard Dunstan y lo colocó al lado de uno de Cordwainer Hatch. Parecía algo atolondrado. Le pregunté si tenía agua embotellada, me lanzó ambas carpetas y fue a la cocina. Lo seguí, para asegurarme de que lo que iba a beber saliera de una botella y lo sirviera en un vaso limpio.

Sin saber que lo había seguido, Sawyer pateó la basura que había frente a la nevera. Me fijé en la fotografía de la pared encima de la mesa y me acerqué para examinarla mejor. En cuanto vi lo que Earl había hecho con la foto entendí que él era Cordwainer Hatch.

Giró sobre los talones y quiso saber lo que hacía. Señalé al niño con la corona y el corazón en llamas.

«Es usted», declaré.

«¿Y qué? —preguntó—. Hace mucho tiempo que dejé de ser Cordwainer Hatch».

—Repítalo —me ordenó Mullan.

—Hace mucho tiempo que dejé de ser Cordwainer Hatch.

—Luego usted dijo: «Regresó a Edgerton con el nombre de Edward Rinehart y, no sé si lo sabe, pero yo soy su hijo». Repítalo también.

A Earl Sawyer no le sorprendió mi noticia. Asintió con la cabeza y me observó con la exaltación ligeramente histérica que le había visto en la plaza Buxton. Dijo: «Por si te sirve de algo, supongo que sí. Nunca quise tener nada que ver contigo». Yo empecé a retroceder para salir de la cocina; lo único que deseaba en ese momento era regresar a mi habitación y beber agua limpia en un vaso limpio. Sawyer avanzó hacia mí. «Quiero enseñarte algo», dijo. Abrió la puerta trasera. «Eso, al menos, te lo debo». Y lo seguí a un estrecho y serpenteante pasaje.

Mullan abrió la puerta trasera.

—Venga, señor Dunstan —me exhortó.

128

Mullan se zambulló en el diminuto callejón. Con la familiaridad que dan años de uso, siguió sus bruscos cambios de dirección, dobló inesperadas esquinas y atravesó patios del tamaño de cajitas.

—¿Sabe cómo se llama esto? —preguntó.

—Horsehair Lane —contesté.

—¿Sabe por qué?

—Supongo que porque es tan estrecho.

—Buena suposición —respondió, dejando que me preguntara si no era más que eso, una suposición, y enfiló un callejón dos veces más ancho que Horsehair Lane.

Su silueta apenas visible se apartó y aguardó. El callejón más ancho se extendía a la derecha unos seis metros y topaba con un muro de piedra. Allí terminaba Horsehair Lane y no, como yo había creído, en una de las calles que rodeaban Hatchtown, sino en una calleja bruscamente empequeñecida por un muro de ladrillos y la fachada ladeada de una fundición largo tiempo olvidada. Miré el muro y distinguí la palabra «Matadero».

—¿Sabe lo que solían hacer en los mataderos?

Negué con la cabeza.

Señaló el edificio que yo había tomado por una fundición. En sus dos anchas puertas había ventanas, igual que en las puertas de las viejas cuadras de la plaza Buxton. Mullan bajó un hombro y empujó una de las puertas. La estructura entera tembló. Penetramos en un largo y ancho espacio en cuyas paredes ladeadas brillaban varios ganchos. En el centro del suelo de tierra apisonada había un círculo hundido de unos dos metros de diámetro. Un frío y penetrante vaho me raspó las fosas nasales y estornudé.

Mullan avanzó hacia el agujero.

—Hace cien años, llevaban a los caballos viejos por ese callejón y los traían aquí. Se suponía que las puertas dobles les harían pensar que venían a unas cuadras.

—Dígame lo que hacían en los mataderos.

—En la mayoría, mataban a los caballos agotados y fabricaban cola con sus pezuñas. En algunos sitios, los despellejaban y enviaban el cuero a curtidurías. Aquí, en Edgerton, les rapaban la cola y las crines y se las vendían a fabricantes de pelucas y de colchones.

Cuando un caballo entraba, el golpeador, que así lo llamaban, le daba un mazazo en la frente. El caballo caía y un tipo al que llamaban izador lo levantaba con eso. —Señaló una larga eslinga medio podrida suspendida desde el techo—. Los esquiladores lo rapaban y el izador bajaba el cadáver a un gancho. Llegado el momento, lo levantaba de nuevo y lo arrojaba al agujero. El hoyo… el hoyo hacía desaparecer el cadáver.

—¿Es muy hondo?

Miré hacia el profundo pozo negro, a unos quince o veinte centímetros por debajo del borde del hoyo.

—Lo bastante. En los días de mucho trabajo, arrojaban una decena o una docena de caballos y ninguno de ellos volvía a la superficie. Desde entonces, nada ha vuelto a la superficie de ese hoyo. Si de veras hay tantos cuerpos allí como se supone, constituyen una multitud.

—¿Qué hay ahí dentro, ácido?

Mullan se dirigió hacia un lado de la larga sala y arañó la tierra con los pies. Se agachó y recogió lo que parecía una barrita de pan. Cuando la trajo, vi que era un adoquín quebrado.

—Fíjese —dijo, y casi sin levantar la mano arrojó la piedra al agujero.

Cuando la piedra llegó a unos seis centímetros de la superficie, me pareció ver un líquido surgir y tragársela. Por debajo, un chorro candente la hizo girar como si fuera un corcho de botella y una voluta de humo se elevó y penetró en mis fosas nasales. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Saltando de un extremo al otro del hoyo, el adoquín se alzó un momento. Había perdido ya la mitad de su tamaño. Diríase que una tribu de pirañas lo mantenían a flote. Al cabo de unos segundos, se había convertido en una oblea, una migaja, una mota.

—Eso es lo que el ácido quiere ser cuando crezca —comentó Mullan—. En los años treinta, el ayuntamiento tuvo la brillante idea de utilizar esto como vertedero para esta parte de Hatchtown. Cuando, al cabo de un par de meses, la gente se enteró, dejaron de hacerlo y, como siempre, negaron haberlo usado. En todo caso, aquí es donde acabó Earl Sawyer. Lo trajo a usted aquí, abrió la puerta de un empujón y usted lo siguió, pero él blandió un cuchillo. Usted dejó caer las carpetas más o menos aquí. —Rozó la tierra con la suela de los zapatos—. Se pelearon y, sin saber lo que iba a ocurrir, usted lo empujó al hoyo. Adiós, Earl. Como no tenemos el cuerpo, es nuestra mejor explicación. Y funcionará. Nadie va a perder el tiempo buscando su cuerpo. Y solo alguien que conociera el lugar podría haberlo traído aquí, porque no lo habría encontrado solito. La mayoría de los habitantes de Edgerton ni siquiera ha oído hablar del matadero y tres cuartas partes de los que lo han oído mentar creen que se trata de un mito. Venga, vamos a terminar con esta velada.

Me llevó de vuelta a la casa de Sawyer y me dijo que me llevara el diario.

—Yo no lo he visto. A partir de ahora, nunca ha existido.

Vadeé entre la inmundicia y cogí el libro de la mesa.

—¿Y ahora qué?

—Vamos a regresar al Brazen Head a por las fotos. Luego voy a llevarlo a usted a comisaría, donde probablemente lo interrogarán hasta el amanecer. ¿Se acuerda de lo que tiene que decir?

—Creo que sí.

—Tendremos tiempo de repasarlo. ¿Hay algo que quiera hacer antes?

—Más vale que llame a C. Clayton Creech.

—Usted y Stewart Hatch.

Mullan cerró la puerta trasera y apagó las luces con lo que pareció una parodia de la vida hogareña.

129

En la sala de interrogatorios, donde el teniente Rowley me había dicho que era mi mejor amigo, conté el sueño del capitán Mullan a distintos públicos, que iban desde un par de personas a una docena, una y otra vez, como una máquina de discos, como una Scherezade que solo conocía una historia y estaba dispuesta a contarla mientras funcionara. Frente a mí pasaron varios agentes: curiosos, suspicaces, indiferentes o cansados; hombres y mujeres; de mi edad, con traje de negocios; hombres uniformados, dos generaciones mayores que yo que fumaban heroicamente un cigarrillo tras otro y que, en lugar de mirarme a mí, contemplaban la mesa con agotado cinismo; un ayudante de la oficina del alcalde; la jefa de prensa del departamento de policía, que, parpadeando, se arregló el cabello, mirándose en el espejo espía; el jefe de policía de Edgerton, que me aconsejó que pidiera un número de teléfono que no figurara en el listín, y dos tipos de rostro apergaminado, con aspecto de funcionarios del Kremlin a punto de desaparecer del panorama y cuya función nadie me explicó. A todas esas personas les canté la canción del capitán Mullan. Este, por su parte, estuvo casi todo el tiempo observando mi interpretación desde un rincón.

Poco antes del amanecer me declararon «informador protegido» o algo por el estilo y me llevaron a una celda. El ruido metálico de la puerta me despertó a las siete y media de la mañana. Con su acostumbrado aire de haber disfrutado de un refrescante paseo por un cementerio, C. Clayton Creech entró, dando casi la impresión de que no pisaba el suelo. Lucía con elegancia su viejo traje gris y su usado sombrero de felpa gris y llevaba una cartera negra muy gastada. Se sentó al pie de mi catre y me contempló con una expresión que contenía lo que casi podría tildarse de cierto afecto.

—Gracias por recomendar mis servicios al señor Hatch —dijo—. Stewart llega un poco tarde, pero haré lo que pueda. Ahora, una noticia más agradable: le sacarán pronto de este agujero de mierda. —Se puso cómodo, aunque no pareció moverse—. El punto de vista oficial es que ha librado a Hatchtown de un gusano y en sus tratos con la policía se ha mostrado más que dispuesto a colaborar.

—Me alegro. ¿Y el punto de vista oficioso?

—Algunos de los moscardones locales albergan dudas con respecto al tipo que cambió las fotografías por cinco retratos de Andrew Jackson —contestó, refiriéndose a los billetes de veinte dólares en los que figura el retrato del mencionado presidente—. Me duele tener que decírselo.

—Ya se nota, ya.

—Podemos consolarnos, por más que sea un consuelo primitivo, por dos cosas que han sucedido. La primera es que, gracias al apoyo que le presta el jefe de policía a usted, esos caballeros no pueden hacer nada respecto a sus dudas. Y la segunda es que el señor Stewart Hatch no niega que sea usted el hijo ilegítimo de su tío Cordwainer. Al parecer, las fotografías que entregó usted a los agentes de la ley ofrecen una corroboración asombrosa a esta pretensión suya.

—Stewart siempre lo supo.

—Lo que el señor Stewart supiera o no supiera resulta irrelevante en esta conversación.

Estiré las piernas y apoyé la espalda en la pared.

—Entonces ¿qué es relevante?

—El que el señor Hatch reconozca que lo sabía anteriormente. En vista de que la señora Hatch no lo apoya en este momento crucial, Stewart ya no desea ponerle trabas si usted reclama como suyo el fideicomiso de su familia.

—¿Que yo lo reclame? Ese dinero no me pertenece y nunca he dicho que me perteneciera.

—En este caso, más que de una reclamación en sí, estamos hablando del derecho que le asiste para reclamarlo.

Stewart tramaba algo: creía poder utilizarme para guardarse el dinero del fideicomiso. Para él, yo era un truco, ese movimiento ágil de la mano que el ojo no capta. Sin duda, el propio Creech había ideado el plan con la imparcial e impertérrita habilidad que usaba para todo lo que hacía.

—Señor Creech —declaré—, si a Stewart lo condenan, el fideicomiso será de Cobbie. Yo no pienso estafar a su hijo.

La paciencia de Creech resultaba sublime.

—Al señor Hatch lo han eliminado del negocio. Yo puedo ayudarlo en varias cosas, pero no puedo evitar que lo condenen. La situación es esta: si a usted lo eliminaran… si, por ejemplo, ignorara usted el parentesco… Cobden Carpenter Hatch heredaría el fideicomiso de su familia. Eso es cierto. Sin embargo, dadas las circunstancias, le corresponde a usted por derecho.

Absolví a Creech del delito de complicidad. Stewart había cometido un error elemental.

—Stewart olvidó que la misma condición que lo elimina a él también me elimina a mí. A Cordwainer Hatch lo detuvieron y condenaron dos veces. Stewart ya no figura en el testamento y yo tampoco.

—La condición a la que se refiere usted no tiene nada que ver con Cordwainer. Su hermano, Cobden Hatch, modificó las condiciones del fideicomiso en mayo de 1968 y la enmienda no es retroactiva.

—¿Qué quiere decir?

—Que la cláusula no puede aplicarse a actos cometidos antes de mayo de 1968.

—Me está tomando el pelo.

—Rara vez tomo el pelo, señor Dunstan. No me sienta bien.

Creech colocó la pierna izquierda sobre la derecha, se cruzó de brazos y se enderezó; lo que quedó fue un hombre estirado y controlado. Una sonrisa de lagartija apareció en su rostro. Había alcanzado la dicha total.

—Antes de venir a esta encantadora institución, sostuve una larga conversación con el señor Parker Gillespie, el abogado testamentario de los Hatch. No le gustó nuestra pequeña confabulación, pero tampoco se rajó. Cobden Hatch quería obligar a su hijo a ir por el camino recto mediante el tan manido método de la zanahoria y el bastón. En 1968, creía muerto a su hermano errante. Nunca se le ocurrió que el fideicomiso podía acabar en manos que no fueran las de su propio hijo. Sin embargo, podemos deducir que a Stewart Hatch sí que se le ocurrió nada más poner los ojos en usted. Cordwainer era el primer hijo de su generación, usted era hijo de Cordwainer; el fideicomiso era, por tanto, de usted. La ilegitimidad no afecta a las condiciones, según están redactadas. Cordwainer Hatch nació del matrimonio de Carpenter y Ellen Hatch. El nombre de Carpenter figura en la partida de nacimiento. Legalmente, era hijo de Carpenter.

—Según mi partida de nacimiento, mi padre era Donald Messmer.

—No es pertinente, puesto que Stewart reconoció haber tenido conocimiento previo. Acéptelo, señor Dunstan, el fideicomiso de los Hatch le será entregado a usted.

—No me lo creo.

—Tampoco se lo creyó la primera vez —indicó Creech.

La sonrisa de lagartija se ensanchó frente a mi incomprensión.

—De vez en cuando, señor Dunstan, recae en mí informarle de que ha recibido una sustanciosa herencia. Mi papel en su vida parece ser el de una suerte de mensajero celestial.

—Lo siento por esa primera vez.

—Debido al deseo que sentía Carpenter Hatch de evitar que la mano muerta del pasado limitara las opciones financieras de sus herederos, el contenido entero del fideicomiso le corresponde a usted sin una sola traba. Personalmente, ver a la familia Hatch tan perfectamente pillada me proporciona un placer inmenso.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—El señor Gillespie calcula que el valor actual asciende a unos veinte o veinticinco millones. Es un cálculo conservador. El señor Gillespie se pondrá en contacto con usted hoy y estoy seguro de que le aconsejará que contrate usted sus servicios. Me imagino una espeluznante descripción de la terrible situación en que quedaría si rehusara.

—Supongo que tendré que hablar con él. —Esa afirmación divirtió a Creech.

—Mientras tanto, prepararé los documentos necesarios para dar por terminada la relación de Gillespie con el fideicomiso y se los enviaré a usted a Nueva York por mensajero especial. Si lo desea, puedo llevar a cabo una investigación para descubrir si las cuentas que le ha rendido mi colega son correctas.

—¿Cuánto me cobraría por eso?

—Recibiría una factura por mi tarifa habitual de doscientos dólares la hora. Si acepta, mande un fax al señor Gillespie el día que regrese a Nueva York, pidiéndole que me envíe copias de todo lo que le mande a usted. Mi estimado colega probablemente manche el trasero de su pantalón. Sospecho que los doscientos dólares la hora le supondrán un par o tres de millones adicionales.

—Señor Creech, es usted mi héroe —exclamé.

—Recibirá un estado de cuentas fidedigno y, puesto que he tenido más experiencia con su carácter que el señor Gillespie, déjeme preguntarle cuánto de ese dinero caído del cielo piensa regalar.

Le sonreí, pero no me correspondió. Sentado en el borde de mi catre de prisión, con su traje y sombrero grises, doblado sobre sí mismo, demacrado y con aire de no tener edad, aguardó.

—Quiero cuidar de Cobbie —dije.

—Para cuidar del niño, ¿desea establecer un fondo para su educación académica y darle a su madre un estipendio anual razonable para que vivan con comodidad, o pretende hacerlo rico?

—Recibirá la mitad del dinero.

—En todo caso, es usted constante en sus métodos. Me imaginé que querría dividir el botín en partes iguales. ¿Puedo hacer una sugerencia?

Asentí con la cabeza.

—Le recomiendo que establezca un fideicomiso semejante al de los Hatch, otorgando al niño una cantidad concreta cada año y una suma aparte para los gastos de su madre. A los veintiuno, veinticinco, treinta años, decida usted la edad, al niño se le entregaría el capital. De todos modos, para cuando haya cumplido veintiún años, la suma debería igualar ya el valor actual del fideicomiso entero.

—¿Cuánto tardará en arreglarlo?

—Más o menos una semana de papeleo.

—Hagámoslo. —Pensé en los detalles—. Que Cobbie reciba una cuarta parte del capital a los veintiún años, otra cuarta parte a los veinticinco y el resto a los treinta. A la señora Hatch, dele doscientos cincuenta mil dólares anuales para gastos.

Creech asintió con la cabeza.

—Los pagos a la señora Hatch procederán del fideicomiso establecido para su hijo. Quiero que entienda que este arreglo, que es sumamente generoso, precisará de mi participación continuada. Tengo la impresión de que prefiere que le facture a usted mis servicios y no a la señora Hatch y a su hijo.

—¿Podría, por favor, mandar una carta a la señora Hatch, detallando las condiciones que acabamos de establecer?

—Desde luego. —Creech desdobló las piernas y se colocó las manos entre las rodillas, preparándose, creí, para marcharse. Sin embargo, sacó de su cartera un puñado de papeles y me los entregó con una mirada de ligero reproche—. Estos documentos se refieren a las obligaciones financieras del señor y la señora Crothers para con la residencia de ancianos Mount Baldwin. Convinimos en que los firmaría usted en mi despacho el otro día, pero da igual, los he traído de todos modos. La señora Crothers no quedará como una mendiga.

Me disculpé, firmé y vi cómo los papeles desaparecían en la cartera. Creech se echó para atrás, pero sin tocar la pared con la espalda.

—Antes de anoche, ¿había oído usted hablar del matadero?

Dado su tono, parecía una pregunta sin importancia.

—Se lo había oído mentar a unos niños de Hatchtown, pero no sabía lo que era.

—¿Sabe que en un tiempo el ayuntamiento lo utilizó como vertedero?

Le dije que el capitán Mullan me lo había mencionado.

—Una semana después de que el ayuntamiento puso la idea en práctica, los residentes de Hatchtown empezaron a enfermar a un ritmo sin precedentes. Gripe, enfermedades intestinales. El primer mes, seis personas murieron por infecciones no diagnosticadas. Al final del segundo mes, los defectos de nacimiento ya habían aumentado de modo considerable. Al final del tercero, la opinión pública puso fin a la práctica. Me crie en Leather Lane, señor Dunstan, y cuando era un chiquillo conocía a niños menores que yo nacidos ciegos, sordos, retrasados mentales, con extremidades deformes o sin algunas extremidades, o una combinación de todo eso. El negocio en sí había quebrado mucho antes. Los propietarios abrieron un parque de atracciones.

No dije nada.

—Supongo que los Hatch sabían que, fuera lo que fuese lo que había en ese pozo, que lo hubieran puesto ellos o no, acabaría por penetrar en el suministro de agua de Hatchtown. En Hatchtown, ni siquiera hoy beben agua que no sea embotellada.

—Me había fijado en ese detalle —aseguré.

—Si Cordwainer Hatch murió en el matadero, tuvo el honor de encontrarse con varios de mis antiguos clientes.

Creech cogió su cartera, se puso en pie y emitió un sonido rasposo. Solo después de que cruzó la celda y llamó al guardia entendí que era una de sus risitas.

Un cuarto de hora más tarde, un agente nos escoltó hasta el vestíbulo. Unos cuantos polis le dieron la espalda a Creech. Salimos a una mañana nublada, 36 grados más fresca que el día anterior. Volutas de contaminación serpenteaban por la plaza del ayuntamiento. Las puntas de unos dedos me dieron unos golpecitos en el codo y tuve la sensación de que lo hacían en honor de mi nueva libertad. En un banco cerca de la fuente, el cabello dorado de Goat Gridwell se esparcía desde debajo de un montón de mantas.

—Gracias, señor Creech —dije, y descubrí que ya se había marchado.

130

A través del serpentín de la bruma recorrí los callejones Dove, Leather, Mutton, Treade, Wax. A cada paso me imaginaba la risita atenuada que anunciaría la presencia de Robert detrás de mí. Sabía lo que había hecho y sabía por qué lo había hecho. Y Robert sabía lo que yo había hecho. Entre nosotros ya no cabía el fingimiento. La amenaza que suponía el ser que yo había conocido como Mister X quedaba para siempre jamás erradicada. Lo había hecho yo. Lo había logrado yo. Robert y yo habíamos llegado a un equilibrio, pensé, y deseaba decirle que había regalado la mitad de la fortuna por la cual había ideado tantos planes. Cada uno de nosotros había salvado la vida del otro. Habíamos terminado. Finito.

Atravesé Veal Yard y me volví para escudriñar los estrechos edificios y las sombreadas bocacalles más allá de la fuente. Robert se cernía por ahí; esperaba su momento. Entré en el vestíbulo y vi a Laurie Hatch levantarse, casi flotando, de un sillón de piel.

Me envolvió en sus brazos y apretó la suave mejilla contra la mía sin afeitar.

—Gracias a Dios. —Ladeó la cabeza y me miró directamente a los ojos—. ¿Cómo estás?

—Todavía no tengo toda la información sobre el estado del paciente…

—Me siento tan… No sé cómo me siento. Tenía que verte. Anoche el mundo se puso patas arriba y todo se echó a volar. Me sentí paralizada. Luego la policía irrumpió en mi casa y me hizo toda clase de preguntas. Hasta me preguntaron por las fotos. ¿Han hablado contigo?

—Hablaron conmigo toda la noche.

—Y te soltaron. No tienes problemas.

—Estoy bien.

Laurie posó la cabeza sobre mi pecho. El recepcionista de día nos observaba boquiabierto. Lo miré con expresión airada y corrió a afanarse al otro extremo del mostrador.

—Siento lo que te hice —manifesté—. Me equivoqué.

—No, Ned, por favor. —Laurie puso una mano sobre mi mejilla—. No te equivocaste, me equivoqué yo. Dios santo, he estado tan preocupada. No sabía si lo había echado todo a perder, me pasé la noche dando vueltas en la cama, deseando tenerte a mi lado.

Subimos cogidos de la mano.

Cuando cerré la puerta detrás de nosotros, todo el cuerpo de Laurie entró en contacto con el mío.

—¿Desde cuándo lo sabes? —pregunté.

—¿El qué? —Su sonrisa se ensanchó contra mi hombro.

—¿Lo supiste la primera vez que me viste?

Su coronilla casi se estrelló contra mi barbilla. Se apartó unos centímetros.

—¿Cómo querías que lo supiera?

—Stewart te sacó del comité porque no quería que vieras las fotos que te enseñé anoche.

—Olvídate de Stewart. ¿Crees que te reconocí?

—Eso es lo que pretendo averiguar.

Exasperada, dio otro paso atrás.

—A Stewart le interesa cien veces más su familia de lo que me ha interesado nunca a mí. No sé cuánta atención presté al material de los Hatch. Lo hojeé, claro, si a eso te refieres. Puede que tu cara me resultara familiar cuando te acercaste a mí en el hospital, pero no habría sabido por qué.

—¿No llamaste a Parker Gillespie dos días después?

—¡Por supuesto que lo hice! —Levantó los brazos, con las palmas hacia arriba, a modo de súplica—. Ashleigh se encontraba en la ciudad, por si no lo recuerdas. Estaba preocupada por lo que le ocurriría a Cobbie si Stewart iba a la cárcel. Lo más lógico era hablar con el abogado del fideicomiso. Ned, no nos hagas desdichados a los dos.

Cogí su mano y se la besé.

—No quiero hacer desdichado a nadie. Solo busco explicaciones. Explícame esto: el día después de que hicieras todo lo posible por ayudarme a encontrar a Edward Rinehart querías que lo olvidara todo.

Laurie bajó su mano a mi cadera.

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