Mister X

Mister X


6. Cómo pasé mi cumpleaños

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—Cariño, fuiste tú el que dijo que creías que nos estabas poniendo en peligro a Cobbie y a mí.

—Probablemente no te has enterado de lo de Grenville Milton.

El color de sus ojos se avivó.

—Anoche, Grennie pagó con su tarjeta de crédito dos billetes de primera clase a Ciudad de México y se largó a un motel en el cabo Girardeau. Llevaba ciento treinta mil dólares y una pistola, y suplicó a su novia que se fuera con él. Cuando ella se negó, él se suicidó.

La sombra de un pensamiento tan preciso como un teorema euclidiano cruzó por los ojos de Laurie, que se dirigió hacia la mesa, dándose de golpecitos en los labios con el índice.

—¿Lo sabe Stewart?

—Probablemente por eso llamó a C. Clayton Creech.

—Stewart va a arruinar a cuanta gente pueda. Tratará de que caigan todos los que tuvieron algo que ver con él. —Laurie sacó la silla sobre la que el capitán Mullan había iniciado nuestro acuerdo sobre una historia verosímil y se dejó caer pesadamente en ella—. Va a destrozar todo lo que pueda.

—Como el fideicomiso de los Hatch —comenté.

Desapareció de su rostro la sonrisa, si es que así se la podía llamar, que le había motivado la idea de las pasiones destructoras de su marido. Cruzó las piernas y esperó a ver lo que yo tenía que decir. Su expresión resultaba tan transparente como un riachuelo de montaña.

—Llamó a Parker Gillespie —le expliqué—. No podía saber que yo estaba hablando de Cordwainer Hatch con un poli llamado Mullan. Solo quería destrozarlo todo.

—Quería destrozarme a mí —declaró Laurie.

—Dijo que renunciaba a su derecho al fideicomiso. Dijo que había descubierto la existencia del verdadero heredero, Ned Dunstan, que era el hijo ilegítimo del hermano mayor de su padre. Qué pena para Cobden Carpenter Hatch, sí, pero no podía negar la verdad. Supongo que la conversación siguió más o menos por esos derroteros.

Laurie se sentó de lado y se fijó en la elegante inscripción del borde de la mesa.

Levantó una mano y pasó el dedo por las letras, igual que Mullan. En el oído interno de mi oído interno, Star me dijo: «Se adentraba cada vez más en esa melodía, hasta que se abrió como una flor y derramó otro centenar de melodías a cuál más bella…».

—Nunca oí hablar mucho de Cordwainer —afirmó Laurie—. ¿No lo arrestaron por algo, hace siglos?

«… y ahí estaba yo, contigo creciendo en mi vientre, y pensé que era como un precioso nacimiento tras otro».

—Lo de las detenciones y las condenas no se puede aplicar a Cordwainer. Cobden Hatch lo añadió a finales de los años sesenta.

—No sé qué decir.

—No pareces muy sorprendida.

—Hace unos treinta segundos me diste una muy buena pista. Eso no significa que no me sorprenda. ¿El señor Creech habló de esto con Gillespie? ¿No existe la menor duda?

—Stewart sabía lo que se hacía. ¿Estabas pensando en esto cuando hablamos de que te trasladaras a Nueva York?

La compostura la ayudó a soportar un largo silencio.

—Ned, todavía estoy digiriendo la noticia y no he tenido tiempo de pensar en cómo nos afectará, a ti y a mí, pero seguro que te das cuenta de que no está bien. ¿No estás de acuerdo? Hace veinticuatro horas no sabías que el tío de Stewart era tu padre biológico. Él no quería heredar el fideicomiso. ¡Vamos, si ni siquiera era un Hatch!

—Legalmente, lo era —alegué.

—Pero tú… tú, Ned Dunstan… tú no eres esa clase de persona. No eres como Stewart. Quiero que tengamos una vida juntos en Nueva York. Serías mejor padre para Cobbie de lo que lo ha sido o podría llegar a ser Stewart. Eso es cierto. Y te amo. No existe ningún motivo para que no tengamos una vida maravillosa juntos. Pero el derecho de Cobbie al fideicomiso es más válido que el tuyo. Lo entiendes, ¿no?

—Da igual que yo lo entienda o no —repliqué—. Según la ley, Cobbie no tiene derecho en absoluto. Antes de que podamos hablar del resto de nuestras vidas, tú tienes que enfrentarte a la situación real, no a la que desearías.

Laurie siguió centrando en mí su absoluta transparencia.

—¿Qué habría ocurrido si Grennie no se hubiese suicidado?, ¿si Stewart no hubiese llamado a Parker Gillespie?

—Conoces la respuesta. Habría regresado a Nueva York y te habría esperado. Me parecía estupendo.

—A mí todavía me parece estupendo.

—Pero si Stewart no lo hubiese llamado, Parker Gillespie estaría a punto de toparse con un terrible dilema. Esta tarde, todo el mundo en Edgerton va a enterarse de que Sawyer era Cordwainer Hatch y de que yo era su hijo. ¿Qué crees que habría hecho Gillespie?

—Habría hecho una declaración, obviamente. No sé si lo habría hecho en seguida, pero no habría tardado más de un par de horas. Y entonces lo habríamos celebrado en Le Madrigal.

—Como una familia feliz.

—¿No es eso lo que más deseas en el mundo?

—Hasta Stewart me entendía mejor de lo que yo me entendía a mí mismo. Y tú, Laurie, me calaste en seguida.

—Vi al hombre más interesante de los que había conocido en muchos años —protestó Laurie—. Empecé a enamorarme de ti cuando cenamos con Ashleigh. ¿Sabes lo que hiciste? Le dijiste a Grennie que era un gilipollas, entendiste mi sentido del humor y estabas allí, Ned, todo tú estaba allí. Me miraste con esos increíbles ojos castaños y estabas allí. No me juzgaste, me miraste a la cara y no a los pechos y no buscaste la manera más rápida de convencerme de que me acostara contigo. Lo último que deseaba era interesarme por otro hombre, pero no pude evitarlo. Ashleigh tardó unos diez segundos en ver lo que sucedía. Si no me crees, eres un estúpido.

—Yo empecé a enamorarme de ti en la tienda del hospital —señalé—. Después de hablarme del fideicomiso, Creech me preguntó cuánto quería regalar. Él también me caló, pero C. Clayton Creech cala a todo el mundo. —Le expliqué cómo se repartiría el dinero y le mencioné el nuevo fideicomiso que establecería para su hijo—. Entretanto, recibirás, de la parte de tu hijo, doscientos cincuenta mil dólares al año.

Nada había cambiado en el brillante escudo del rostro de Laurie.

—¿No crees que deberíamos haber hablado de esto antes?

—Me encontraba en una celda en la comisaría, Laurie. Creech estuvo conmigo unos quince minutos antes de que me soltaran. Hice lo que me pareció correcto.

—Creech te convenció para que hicieras lo que él creía que estaba bien. No es demasiado tarde para hacer cambios.

Con la pura y total cordura de una perfecta capacidad previsora, abrió la mano como si el mundo cupiera en su palma.

—Creech no sabe lo nuestro. Ni entiende Nueva York. ¿Cómo quieres que lo entienda? La clase de apartamento que necesitaré cuesta unos dos millones de dólares. Tendré que dar cenas, conocer a la gente apropiada y hacer las cosas apropiadas. Necesitaremos maestros y clases en Europa. ¿Tú, cuánto necesitas?, ¿tres millones?, ¿cinco? El resto sería para Cobbie, con una cláusula que me otorgara entre quinientos mil y ochocientos mil dólares anuales. Estaríamos juntos. Si nos casáramos, sería como si no hubieses renunciado a nada.

—¿Querrías un acuerdo prematrimonial?

Laurie se recostó y me contempló con una actitud firme, impávida, con la cual parecía, no tanto calarme como revisar las consideraciones y conclusiones a que había llegado anteriormente. No lo hizo ni fría ni calculadoramente. La naturaleza de su mirada firme hablaba por ella: declaraba los términos de su inmensa atracción. Lo que vi en su rostro fue tristeza bañada en ironía y se me ocurrió que hasta ese momento ni siquiera me había imaginado que existiera la tristeza irónica. Sentí el tirón de un futuro abierto a matices fuera de mi alcance. En ese momento no podría haber negado lo que parecía el principio central de la vida de Laurie, o sea, que en las emociones adultas el alcance significaba más que la profundidad. Como enormes y frescas alas, el alcance de Laurie se extendía a kilómetros a la redonda. Yo había confundido esa capacidad con un escudo, pero no era algo que protegiera o desviara, sino que lo absorbía todo, lo magnificaba.

—Odio la idea de los contratos prematrimoniales —afirmó—. No es buen modo de empezar un matrimonio. Sería como comprar una franquicia de la Coca-Cola. —En su rostro se asentó una sonrisa de intimidad ilegible—. Puede que Filadelfia nos convenga. Es menos caro que Manhattan y el Instituto Curtis es una gran escuela de música. Allí estudió Leonard Bernstein.

Como C. Clayton Creech, Laurie se recuperó sin cambiar de postura, sin mover una sola parte del cuerpo; me sonrió y se puso de pie.

Sus siguientes palabras me dijeron a las claras a quién incluía en el «nos».

—Nos visitarías en Filadelfia, ¿verdad?

—Más te vale que le digas a Posy que pida que la acepten en la Universidad de Temple o la de Pennsylvania —le aconsejé.

—Siempre podré encontrar a otra Posy. —Laurie sabía que me había escandalizado. Al hacerlo reconocía abiertamente la nueva naturaleza de nuestra relación—. Sobre todo en Filadelfia. En Edgerton sí que era difícil. —Me dio un beso en la mejilla—. Llámame antes de marcharte. Necesito tu dirección y tu número de teléfono.

Y cruzó el pasillo hasta la escalera, bajo mi mirada atónita.

131

Volutas de bruma recorrían Veal Yard. Un manto de condensación brillaba sobre los adoquines. Parecía, bajo la luz grisácea, que los edificios en torno a la plaza estaban a punto de fugarse. Al otro lado de la fuente había un zapato femenino negro con el tacón encajado entre dos piedras, como si lo acabase de abandonar una mujer, una mujer que lo dejaba como muestra del carácter definitivo de su marcha. Recordé la elocuencia con que Laurie había cruzado mi umbral y la claridad todavía meridiana de la voz de Star al describirme el solo del saxo alto en un concierto al que había asistido mientras me llevaba en sus entrañas.

De súbito, la pena me habló desde cada uno de los centelleantes adoquines, desde cada una de las volutas de bruma, y el mundo pareció hundirse y ensancharse. «La pena —pensé— se encuentra por todas partes. ¿Cómo pude pensar que evitaría la pérdida…?».

El rostro de Robert desapareció, retrocediendo en una calleja.

—¡Robert! —grité—. Tengo que…

Camino de Cherry Street, cada vez que miraba por encima del hombro lo veía en el asiento trasero, abriendo la boca para decir cosas divertidas o crueles. No obstante, yo era el único ocupante del coche cuando aparqué frente a la casa de Nettie. Pasaban unos minutos de las nueve de la mañana. Mis tres parientes preferidos estarían todos en la cocina. Me bajé del auto y miré la casa de Joy. Las cortinas de encaje no se movieron. Demasiado temprano para que Joy se apostara frente a la ventana.

Nettie y May se afanaban junto a la estufa; preparaban revoltillo de huevos, beicon y, a juzgar por el olor, hígados de pollo. Clark Rutledge alzó la mirada de su cuenco de piedritas y azúcar y me dedicó su habitual sonrisa altanera.

—Da gusto verte con esa chaqueta tan bonita, chico —dijo.

Nettie preguntó si quería desayunar con ellos y contesté que tenía tanta hambre que me comería cualquier cosa que me dieran. Me senté al lado de Clark.

—En la radio dicen que Grenville Milton se suicidó anoche. ¿Quieres saber mi opinión?

—Dame los detalles.

—Es una trampa, pura y simple. Stewart Hatch tiene enemigos que no se detendrían ante nada si pudieran hacerlo quedar mal.

—La señora Hatch ha de estar pasando por los tormentos del infierno —comentó Nettie—. Y es tan agradable, ¿verdad, Ned?

—Es única.

May repartió huevos e hígados de pollo en los platos y Nettie sacó del horno un paquete de beicon envuelto en papel de aluminio. Clark empujó su cuenco vacío hacia el centro de la mesa.

—Dejó al señor Hatch con toda la carga. Eso era precisamente lo que buscaba.

—Y él, que tiene esposa e hijo… —comentó May.

—Su esposa y su hijo van a recibir unos diez o doce millones de dólares de un fideicomiso familiar —especifiqué.

—Al menos tendrán un techo bajo el que refugiarse. Eso me consuela —dijo May.

—Y a mí me consuela que vosotras tengáis uno también. Cuando Stewart Hatch se enteró del suicidio de Milton, le explicó todo lo de su tío Cordwainer al abogado de su familia, Parker Gillespie, así que no tendréis que preocuparos.

Nettie y May centraron toda su atención en los hígados de pollo.

—Mañana todo el mundo sabrá que Cordwainer era Edward Rinehart —añadí.

May se acomodó y puso los ojos en blanco.

—Qué alivio. Puede que no me guste comer mucho, pero sí que me gusta hablar y es muy duro para mí guardar silencio.

—¿De qué diablos estás parloteando ahora? —preguntó Clark.

—El señor Hatch nos ha liberado de la promesa de guardar silencio —indicó Nettie—. Parece que eso se lo debemos al chico. Te has portado bien con nosotras, hijo, y te agradecemos lo que has hecho en nuestro favor.

—Apoyo la moción —proclamó Clark—. Aunque lamento que el señor Hatch vaya a parar a chirona. Era tan generoso…

—Stewart Hatch os entregó un montón de dinero para que no hablarais de su tío. Y ahora entiendo que por eso no podíais contarme nada de Edward Rinehart.

—Bueno, hijo —manifestó Nettie—, no podíamos evitar saber mucho más que tu madre acerca del señor Rinehart.

—Porque se parecía a vuestro padre.

—Imposible pasar por alto el parecido —señaló May—. Y no podíamos contarle los hechos. No se puede hablar de esas cosas a una jovencita inocente.

Me eché a reír.

—Me figuro que habría sido difícil sugerirle que su novio era el hijo ilegítimo de vuestro padre, sin decírselo abiertamente. Pero ¿cómo supisteis que Rinehart era Cordwainer Hatch?

—Pues fue Joy —explicó May—. Ya sabes que se pasa un día sí y otro también junto a la ventana. Una tarde me llamó y me dijo: «May, acabo de ver a ese canalla de Cordwainer Hatch entrar tan tranquilo en casa de nuestra hermana, con Star colgada de su brazo». Fue la única vez que Star lo invitó a conocer a la familia. Me puse mi mejor abrigo y sombrero y crucé la calle como una centella. Justo después de marcharse, llamé a Joy y le dije: «Joy, ese joven seguro que ha caído de nuestro árbol genealógico, pero no es, de ninguna manera, Cordwainer Hatch». Y Joy me dijo: «Cielo, no podrías estar más equivocada. Seguro que se hace llamar por otro nombre, por eso de su reputación escandalosa».

—¿Cómo supo Joy que era Cordwainer?

—Joy pasó tres meses enteros trabajando en esa casa —apuntó Nettie—. Tenía dieciocho años. Era durante la Depresión, ¿sabes?, y aunque nuestra situación era todavía acomodada gracias a la venta de nuestras propiedades en las afueras, costaba mucho conseguir trabajo. Carpenter Hatch puso un anuncio pidiendo una chica de buen talante dispuesta a hacer trabajos del hogar y ella se presentó para el puesto. Dijo que quería salir de casa. Quién te ha visto y quién te ve. Cuesta creerlo, ahora que no sale nunca.

—¿Carpenter Hatch la contrató? ¿No sabía quién era?

—En mi opinión, le agradaba la idea de que una Dunstan le cambiara las sábanas y le limpiara el baño. Joy empezó a trabajar para él a finales de octubre. Cordwainer estaba en el internado. Sus padres tuvieron que mandarlo, ¿sabes? —Nettie hizo una perfecta imitación de pena comprensiva—. Un día, mientras arreglaba el contenido de uno de los cajones de la señora Hatch, Joy encontró unas fotografías que esa dama había escondido. Se fijó en el parecido entre el chico y nuestro difunto padre. No fue mucho después cuando la despidieron.

—¿Hatch la despidió por algo que dijo? —Nada más hacer la pregunta, capté lo que Nettie me había dicho—. Claro que no: Joy no estaba arreglando el contenido de los cajones de la señora Hatch, estaba redistribuyéndolo. Era una urraca, como Queenie y May.

—Aunque nunca alcanzó nuestro nivel —opinó May—. No obstante, el señor Hatch no pudo probar nada, pero sospechaba de ella. Así que adiós al trabajo.

—Ella os dijo lo que había visto y vosotras os lo callasteis. ¿Cuándo tuvisteis esas conversaciones tan provechosas con Stewart Hatch?

—¿Cuándo fue, Clark? —preguntó Nettie.

—Hacia 1984 o 1985. El señor Reagan estaba en el despacho Oval. Como quien dice, el sol brillaba sobre América.

—Supongo que ya os habíais acabado el dinero que Carpenter Hatch os pagó por los terrenos de New Providence Road.

—Clark invirtió una buena suma en arándanos —explicó Nettie.

Clark me informó de que el arándano era un fruto asombrosamente versátil. Su jugo, ya de por sí saludable y sabroso, se incluía en varios combinados populares. Convertido en salsa, el arándano aparecía en todas las mesas del país el día de Acción de Gracias. Un deje de lamento acompañó esa lista de virtudes.

—Por desgracia —añadió Nettie—, el arándano no nos convirtió en millonarios.

—El hombre con el que traté podría ser definido como un delincuente común —especificó Clark—. Pero tenía un pico de oro.

—Así que tuvisteis una charla con Stewart Hatch.

—Con el fin de presentarle una gran oportunidad para sus bienes inmobiliarios —aclaró Clark.

—Y una de las condiciones del acuerdo fue que nunca divulgaríais lo que sabíais acerca de Edward Rinehart.

—Y por eso nos alegramos tanto de que ahora podamos ser sinceros y abiertos —dijo Nettie—. Tú llegaste y nos azotaste con el nombre de Rinehart. Créeme, nos conmocionaste. No teníamos elección, hijo, te dimos el mejor consejo que pudimos.

—Me habéis dejado completamente impresionado. Chantajeasteis a Stewart Hatch para que os entregara una fortuna.

—No me gusta la palabra chantaje, no es bonita —se quejó Nettie—. Llegamos a un acuerdo. Todos salimos contentos, incluido el señor Hatch.

—¿Cuánto le exprimisteis a ese ratero?

Por una vez, la sonrisa de Clark carecía totalmente de desprecio.

—Una suma muy generosa.

—No me cabe la menor duda. —Pese a todo, estaba encantado con estos tres viejos rufianes—. Lleváis años viviendo del dinero de los Hatch. Primero les vendisteis terrenos, luego les vendisteis un secreto. Estoy orgulloso de vosotros. No es que los Dunstan hayan sido ciudadanos modélicos, pero los Hatch eran mucho peores.

—Ned, hijo… —May dejó su tenedor y su cuchillo en un plato que parecía haber sido lavado al vapor—. Ahora que podemos ser sinceros y abiertos, quiero hacerte una pregunta. El señor Rinehart, que es como se hacía llamar en esa época, murió en la cárcel. No entiendo cómo averiguaste su nombre verdadero.

—Ahora me toca a mí confesar. Tuve que tomar prestadas las fotos que la tía Nettie guardaba en su armario.

—Qué interesante —exclamó May—. He de decir que nunca entendí por qué la señora Hatch me pidió que las birlara en la biblioteca. Pero fue coser y cantar. Esa gente no se daría cuenta aunque les quitaras la ropa que llevan puesta y, menos aún, el señor Covington.

—Acuérdate, May, la señora Hatch nos dijo que Ned le había hablado de tu don —manifestó Nettie—, y que en el fondo tenía la sensación de que esas fotos nos ayudarían a recuperar las nuestras tan preciadas.

—¡Ay!, es cierto. Eso dijo. Pero nunca las recuperamos. Deberíamos ir otra vez a la biblioteca.

—Las dos colecciones de fotos se encuentran en mi coche —informé—. Os las daré dentro de un momento. Si se las devolvéis a Hugh Coventry, estarán seguras, creedme.

—¡Qué bien! —exclamó Nettie—. La señora Hatch es una persona muy, pero que muy atractiva. Me hace pensar en las chicas del telediario que miran directamente a la cámara y te dicen: «Esta mañana tres niños fueron descuartizados por unos tigres durante una excursión al zoo del condado. Les daremos los detalles después de la publicidad». Y me gustaba su hijito.

—A mí también —convine.

Nettie se volvió hacia May.

—Conocí al hijo de la señora Hatch cuando estábamos confortando a Star en el Santa Ana. ¡Era tan divertido! Ese niño se inclinó sobre el borde de su cochecito y me dijo: «No he llegado a ninguna conclusión, señora Rutledge». Casi no di crédito a lo que estaba oyendo.

—A un niño como él podrían sacarlo en la tele, junto con su mamá —sugirió Clark.

—Me dijo: «No he llegado a ninguna…». No, fue: «No he concluido nada y…». ¿Y qué más, Neddie?

—«No he concluido nada y hasta ahora no me he precipitado». —contesté—. Voy a por las fotografías y luego quiero ir a ver a Joy. Regreso a Nueva York hoy mismo.

—¿Tan pronto? —se asombró May—. Vaya por Dios, pero si parece que llegaste hace apenas cinco minutos.

Clark me lanzó una sonrisa a la vez altanera y picara y se levantó.

—Te acompañaré al coche.

132

Mientras bajábamos, Clark me echó una mirada mundana que el propio Maurice Chevalier no habría podido superar. Como la bruma se había condensado en un fino manto gris, todo parecía más lejos de lo que en realidad estaba. Cuando le di las carpetas, Clark ladeó la cabeza como si fuéramos a compartir confidencias en presencia de ojos y orejas invisibles.

—Supongo que estabas liado con la señora Hatch.

—Solo un poquito.

En sus ojos de párpados enrojecidos ardió un orgullo paternal.

—Después de todo, creo que eres un auténtico Dunstan.

—Creo que tienes razón. —Entonces recordé los ojos y las orejas invisibles y miré al otro lado de la calle—. ¿Sabes si Joy ha llamado a la residencia de Monte Baldwin?

—No hemos oído ni pío de Joy en dos días. Ya que hemos llegado hasta aquí, vamos a ver cómo está.

Joy no contestó a nuestra llamada. Llamé de nuevo. La frente de Clark se dividió en lo que parecían cientos de arrugas paralelas.

—Siempre deja una llave fuera, por si se presenta una urgencia o algo por el estilo. Espera, a ver si me acuerdo de dónde la deja.

Levanté el borde del felpudo y cogí una llave.

—En cuanto te agachaste me acordé. Dámela.

Clark abrió la puerta y agitó la mano frente a la cara.

—No sé cómo hay gente que puede vivir con esta peste. ¡Joy! ¡Somos Ned, el hijo de Star, y yo! ¿Cómo estás?

Oí un agudo zumbido.

—¿Me oyes?

Silencio, excepto por el zumbido, que Clark no oía.

—Más vale que entremos. —Cruzamos el umbral y el hedor nos envolvió—. ¡Joy! ¿Estás en el retrete?

—Vamos a ver en la sala —sugerí, con la esperanza de que Joy no hubiese muerto de un infarto mientras bajaba a Clarence a la bañera. Cuando entramos en la sala, Clarence nos miró con una mezcla de alivio y terror y se agitó contra las correas.

—¡Hummmmm! ¡Hummmmmm!

—Clark, llama a Mount Baldwin. Que manden una ambulancia en seguida.

—Hecho. Tú busca a Joy. Esto no me gusta nada.

El código morse de Clarence me siguió hasta el comedor y la cocina. Earl Sawyer había dado lecciones a Joy sobre cómo mantener la casa. Le faltaba mucho, pero progresaba a pasos agigantados hacia la etapa de la materia gelatinosa y brillante. El cuarto de baño estaba aún más por debajo del modelo de Sawyer.

Pulsé el interruptor de la luz al pie de la escalera y oí a Clark pedir la ambulancia de Mount Baldwin. En el techo, una bombilla tartamudeó y una viscosa luz amarillenta se aplastó contra una estrecha puerta entreabierta. En la sala, Clark Rutledge echaba pestes. Desde el desván me llegó un ruido sordo que ya había percibido antes. Un objeto pesado había hecho contacto con un lado de un cajón de madera. Me hizo pensar en una pelota de béisbol, pero del tamaño de una calabaza.

—Esperaré, pero no esperaré mucho. Se lo advierto —dijo Clark.

Cuando llegué a lo alto de la escalera, estaba repitiendo a otra persona todo lo que ya había dicho. Al otro lado de la puerta del desván, la gran pelota de béisbol volvió a golpear el cajón. Abrí la puerta del todo y vi un par de zapatillas de correr con la punta pegada a las tablas de pino del suelo y las suelas hacia arriba, en un ángulo de derecha a izquierda.

De las zapatillas se extendían dos delgadas piernas que desaparecían debajo de un dobladillo negro.

—¡Oh, no! —exclamé, y me acerqué al cuerpo de Joy.

Más allá de sus brazos tendidos había una bandeja, una cuchara, un cuenco invertido y los restos ya secos de una sopa de pollo con tallarines. La piel de mi tía estaba fría. Unos minutos después de verla por última vez, Joy había calentado una lata de sopa, la había servido en un cuenco, había llevado la bandeja al desván y había muerto.

Una pequeña cama como encajonada en un marco de madera sobresalía de la pared en el fondo del desván. En las cuatro esquinas de la cama habían clavado a unas tablas unas secciones planas de madera contrachapada. Pegado a la pared, un catre cubierto por una manta del ejército formaba ángulo recto con la cama encajonada. Lo que había en el interior de la cama, fuera lo que fuese, golpeaba un lado del marco.

Recordé los nombres de las lápidas detrás de las ruinas de New Providence Road. Lo que había mantenido presa a Joy no era una fobia. Ella y Clarence habían sido cautivos de una implacable responsabilidad. Y yo no quería saber nada de nada. Deseaba salir de ese desván, bajar y largarme en mi coche. El ser… la cosa…, que era primo de mi madre, golpeaba el marco con tanta fuerza que hacía temblar la madera.

Pasé sobre los brazos tendidos de Joy y los tallarines. Cuando llegué al pie de la cama, me empapó el hedor a fondo de río, un hedor que formaba una nube casi sólida. Me obligué a bajar la vista. Tendido sobre el colchón del marco de madera yacía un ser compuesto de un iluminado cuerpo insustancial y el rostro de un hombre con una maraña de cabello encanecido y una rala barba blanca estilo Confucio. Sus extáticos ojos castaños se estaban abriendo como platos, por efecto del shock. Las capas de color que se percibían a través del rectángulo sin extremidades se oscurecieron, pasaron del azul pastel y melocotón maduro a un violento púrpura con manchas y espirales negros como de tinta. La criatura clavó en mí una mirada de monstruosa exigencia, se estremeció y golpeó el lado de la cama con la cabeza.

Sin que interviniese nada que pudiera describirse como un pensamiento, me acerqué a la cama, saqué la almohada de debajo de la manta del ejército y la presioné contra el terrible rostro. La cosa se retorció y se alzó contra la almohada. Su mandíbula se abrió y se cerró, mientras sus dientes buscaban mis manos. Tiras de un rojo vibrante ascendieron hasta la superficie de su cuerpo. Entonces, la mandíbula dejó de moverse y el color se fue apagando. Un negro puro y sin fondo cubrió la superficie del cuerpecito y se apagó hasta convertirse en un gris atenuado.

Me temblaban los brazos y las piernas, pero no sabía si la fuente de mi terror se encontraba en la cosa cuyos dientes todavía percibía debajo de la almohada, en lo que acababa de hacer o en mí mismo. Un sollozo inarticulado se escapó de mis labios. Aflojé la presión y me aferré a una sección de madera contrachapada. El suelo pareció moverse y pensé en el cuerpo de Joy deslizándose hacia mí por encima de los rígidos tallarines serpenteantes.

Una voz más débil que la mía, una voz que no contenía un ápice de convicción, dijo:

—Tuve que hacerlo.

Y entonces me embargó una oleada de demencial hilaridad. La misma voz insistió:

—¿Verdad que no tenía mucho futuro?

«No —pensé—, no tenía mucho futuro. Ni siquiera tuvo su último cuenco de sopa de pollo con tallarines». Y me percaté de que eso también lo había dicho en voz alta.

Observé cómo mis manos arrancaban la almohada de su funda y la arrojaban sobre el catre. Mi mano derecha se metió en la cama encajonada, se cerró sobre unos mechones de barba y levantó aquello que yo había matado. Una sustancia fláccida, unos jirones, como viejas telas de araña, chorrearon debajo de la barba. Lo metí violentamente en la funda y bajé tropezando.

Clark se hallaba en el vestíbulo.

—La ambulancia llegará pronto. —Echó un vistazo a la funda—. ¿Has encontrado a Joy?

—Creo que sufrió un infarto —contesté—. Está muerta. Lo siento, Clark. Tenemos que llamar a la policía, pero antes necesito un poco de tiempo.

Los ojos de Clark se movieron hacia la funda.

—Me figuro que Ratoncito murió de hambre.

—¿Conocías su existencia? —Avancé por el pasillo. Junto a mi pierna, la funda se agitaba de un modo horrible.

—He oído hablar de él, pero nunca vi personalmente al chico. Queenie y mi esposa ayudaron en el parto. Clarence y Joy… pues ese niño les robó la vida. Nunca, desde que nació, han tenido un momento de paz.

—No es posible que lo llamaran Ratoncito —me horroricé y recordé los nombres en las lápidas de granito de la calle Nueva Providencia.

—Nunca le pusieron ningún nombre. Como sabes, Joy se enorgullecía de su dominio del francés. Según me contaron, Queenie se echó a llorar cuando el bebé salió. Joy dijo: «Quiero verlo». Y cuando Nettie lo levantó, Joy dijo «Moi aussi», que significa yo también, en francés. Culpaba a Howard y nunca le perdonó. Así que al bebé lo llamamos Moi Aussi, que pronto se convirtió en Mousie, o sea, Ratoncito.

—¿Quieres despedirte de Ratoncito?

—La pala está detrás de la cocina —me informó Clark.

133

El funeral más corto y más lúgubre de los tres a los que asistí durante mi estancia en Edgerton tuvo lugar en el patio trasero de Joy, y el único asistente hizo las veces de enterrador y sacerdote. En la maraña de hierbajos pegada a la verja de madera podrida, cavé un hoyo de un poco más de medio metro de ancho por poco más de un metro de fondo. Mientras cavaba, oí a Clark amonestar al personal de la ambulancia de Mount Baldwin. Metí la funda en el hoyo y la cubrí de tierra. Luego cubrí la tierra con hierbajos muertos y estos, a su vez, con hierbajos vivos que arranqué de cuajo.

—Ratoncito —dije—, no es que te importe, pero lo siento. Tu madre ya no podía cuidarte. Y aun cuando podía hacerlo, tu vida era horrible. En esta vida siempre te llevaste la peor parte. Espero que me perdones. Estoy casi seguro de que si llegas a volver a este mundo, la situación tiene que ser mejor, pero yo te aconsejaría que te quedaras donde estás.

Arrojé la pala entre los hierbajos y regresé a la casa. Clark llamó a la policía. Fuimos al vestíbulo. Al cabo de diez minutos, dos polis muy jóvenes se bajaron de un coche patrulla y corrieron a la puerta. Expliqué que yo había encontrado a la difunta, la señora Joy Crothers, tía de mi madre. La familia estaba preocupada porque no sabían nada de ella desde hacía dos días. El tío Clark y yo habíamos entrado. El señor Crothers sufría de un estado avanzado de alzheimer y, cuando descubrimos el cuerpo de su esposa, telefoneamos a la residencia de ancianos que ya lo había aceptado y lo hicimos trasladar allí.

—A mí me parece que sufrió un infarto mientras le llevaba la comida a su marido.

Finalmente, cuando subíamos, uno de los polis mencionó el hedor.

—Hace años que el señor Crothers perdió el control de sus funciones corporales. Y mi tía era una anciana. No tenía fuerzas para limpiarlo bien.

—No se ofenda, señor, pero huele aún peor que eso —manifestó uno de los polis.

Clark, que caminaba delante, entonó:

—Puede que ustedes, jovencitos, ignoren lo que le ocurre al cuerpo humano cuando ya no tiene control sobre sí mismo. Agradezcan que todavía conservan la salud.

—¿Por qué lo puso en el desván?

—Supongo que creía que allí estaría mejor. Además, mandó hacer una cama especial para él. Ya lo verán.

Clark abrió la puerta y entramos en fila india. Los policías rodearon el cuerpo y tomaron notas en sus libretas.

—Murió cumpliendo un acto de bondad —declaró Clark—. Así era ella.

—Sopa de pollo con tallarines —dijo uno de los polis—. Esto no es un homicidio, pero tendremos que esperar a que el médico forense lo certifique formalmente. ¿Es esa la cama de la que hablaba, señor?

—Clavó la madera contrachapada para que no se cayera —afirmé.

Fijaron la vista en la cama de Ratoncito y luego miraron a Clark, quien vio en ello un reto que se sabía capaz de afrontar.

—La mujer permanecía a su lado día y noche, atendiendo como podía todas sus necesidades. Lo trágico es que anteayer encontramos una plaza para Clarence en Mount Baldwin. Creo que el shock que le supuso la inminente partida fue un factor decisivo en la defunción de Joy. Clarence era toda su vida. Chicos, recuerden siempre que deben manifestar a sus esposas su afecto y respeto. Las mujeres necesitan esas cosas.

—Si llego a tener alzheimer, espero que mi esposa no me meta en una cuna de madera contrachapada —dijo uno de los polis.

—Fue un acto de la más pura ternura y el más puro amor —alegó Clark—. Comprenderán la importancia del hombre cuando sepan que fue la mismísima señora Rachel Milton la que hizo los arreglos para que lo aceptaran en Mount Baldwin.

Los polis se miraron mutuamente.

—Vamos a esperar abajo —dijo uno.

Clark se disculpó. Quería ir a contarle lo ocurrido a su esposa. Salieron al porche antes de que el médico forense aparcara frente a la casa de Joy y cruzaron la calle a tiempo para seguir sus pasos a toda prisa. Era el mismo hombre cansado, de tez del color de las setas, que había entregado el cuerpo de Toby Kraft a la policía. Yo me encontraba fuera y los dos polis parecían llenar el umbral. Nettie alcanzó al médico forense y se paró delante de él. Parecía una montaña famosa por sus aludes.

—¿Ha venido a examinar el cuerpo de mi hermana?

—Es mi trabajo.

—Confío en que lo haga con respeto y nos permita encargarnos de su entierro como a ella le hubiera gustado.

—Señora Rutledge, probablemente consiga lo que desea. He venido a certificar que su hermana ha muerto y a descartar la posibilidad de que se haya cometido un crimen. Pero, para hacerlo, tengo que entrar en la casa.

—¿Le estorbo?

Uno de los polis informó al médico de que el cuerpo se hallaba arriba. Se volvió hacia Nettie.

—¿Cómo explica el olor de esta casa?

—Por Clarence, principalmente. Cuando se le fue la cabeza, su higiene personal era algo a lo que mi pobre hermana atendía como podía. El resto es de la basura que mi hermana acumulaba en su cocina, que está hecha un asco.

—Ese olor no es de basura. ¿Su hermana tenía problemas de agua en el sótano?

—Doctor —dijo Nettie—, estos guapos jovencitos están esperando para ayudarlo.

El médico forense dio un paso atrás, casi chocó conmigo y murmuró una disculpa. Sonrientes, los policías lo precedieron escalera arriba.

Nettie se me acercó, como si nada.

—Hiciste bien, hijo.

—Espero que sí.

—A mi hermana, su hijo le exigió toda su energía desde el momento en que el pobrecito respiró por primera vez. Joy te bendice por dar a Ratoncito un buen entierro. Espero que vengas a vernos con regularidad.

—Tía Nettie, no hagas mucho caso de lo que leas sobre mí en los periódicos. Los rumores se acabarán cuando lleven a Stewart Hatch a juicio.

Oímos unos pasos que bajaban y el médico forense se dirigió hacia nosotros. Nettie me cogió del brazo y alzó la barbilla con aire altanero.

—Más tarde, señora Rutledge, redactaré el certificado de defunción; en él figurará un infarto como causa de la muerte. Puede usted hacer los arreglos que desee.

—Gracias —le contestó ella en tono helado.

—¿Era el señor Crothers desacostumbradamente bajito? ¿Era enano?

—No cuando gozaba de todas sus facultades —respondió Nettie en tono majestuoso—. La enfermedad le robó la estatura física de un modo tan cruel que dolía verlo.

El médico forense la rodeó y salió de la casa. Nettie dirigió su mirada dominante a los policías.

—Ustedes, jovencitos, han sido de gran ayuda en este momento nuestro de gran pesar. Me consuela el hecho de que haya caballeros como ustedes que dedican su vida al servicio público.

Un minuto después, uno de ellos hablaba por teléfono con el señor Spaulding, mientras el otro montaba guardia junto a la puerta.

—¿Quieres que me quede un par de días? —pregunté.

—Doy gracias a Dios de que pudieras quedarte tanto tiempo con nosotras. ¡Además, has rescatado nuestras fotos! —exclamó Nettie—. Eso me quita un gran peso de encima. Neddie, haz los preparativos para tu viaje y mantente en contacto con nosotras.

—Cuídate —me dijo Clark—. Ya quedamos pocos, ahora que Ratoncito está en su tumba.

134

El cielo había desaparecido sobre la Cherry Street. Una húmeda y plateada bruma recubría el cristal delantero de mi coche. El limpiaparabrisas despejó dos semicírculos transparentes y me dio apenas suficiente visibilidad para conducir.

De vuelta a mi habitación, cargué a mi tarjeta una plaza en el vuelo de las seis de la tarde de Saint Louis a Nueva York. Eso me daba tiempo con creces para perderme y volver a encontrar el camino. Después, llamé a la agencia de alquiler de coches, les informé de que les devolvería el auto, con daños en la parte trasera, en el aeropuerto de Saint Louis. Un supervisor con actitud de guardia de prisiones me puso a la espera mientras bregaba con la oficina de Saint Louis.

—Lo aceptaremos esta única vez, señor Dunstan. Cuando entregue las llaves, deje los detalles del accidente, el nombre, la dirección y el número de teléfono del otro conductor y el nombre de su aseguradora.

—Esa información se la puede dar Stewart Hatch —repliqué—. Se emborrachó y estrelló su mercedes contra la parte trasera del taurus.

—El cobro por devolución en otro lugar es de cincuenta dólares —me dijo el tipo, y colgó el auricular.

Llamé a la compañía aérea y cambié mi reserva a primera clase. Según C. Clayton Creech, disponía de al menos diez millones de dólares y algo que fuera lo bastante bueno para Grennie Milton lo era para mí también. A mis compañeros de primera clase iba a encantarles mi chaqueta rosa; además, en primera te dan una bolsita adicional de galletitas.

135

Unos cuantos vejestorios fantasmales andaban en la neblina cada vez más espesa de Word Street. La franja de neón del hotel París teñía los adoquines de un suave y resbaladizo rojo. Lancé mis bolsas al asiento trasero y me senté detrás del volante. Doblé hacia el norte en Chester Streets, creyendo que acabaría por ver una señal que me dirigiese hacia un puente que cruzara el Mississippi y me llevara a la carretera de Saint Louis. Aún no había llegado a la zona del parque universitario y los edificios a ambos lados ya se habían retraído, se habían convertido en un borroso telón de fondo y los faros de los coches que venían en dirección contraria parecían ojos de gato. Recordé cómo los dientes de Ratoncito se clavaban en la almohada y evoqué el oscuro fuego que irrumpía entre las rojas bandas que brillaban a través de su cuerpecito abreviado. Evoqué la sucia telaraña en que se había tomado ese cuerpo y el peso, como de bola de bolos, de su cabeza en la funda. La vacía extensión del campus de la universidad pasó por lo que se me antojó el lado equivocado del vehículo. Continué por el mismo camino. No había girado y, por lo tanto, todavía seguía el curso del río hacia el norte y hacia Saint Louis.

Entonces recordé que Chester Street se convertía en Fairground Road al atravesar el parque universitario y que Fairground Road se acababa en el límite meridional del campus. Sin saber cómo, ahora me encontraba en una calle desconocida. La Albertus no había cambiado de lugar. Yo había alterado la geografía. Por suerte, me sobraban varias horas y solo tenía que dar la vuelta en u.

La funda de Ratoncito había aterrizado suavemente, aunque no tanto como me habría gustado, en el fondo del hoyo del descuidado jardín de Joy. Oí cómo tocaba el fondo y pensé en las palabras que había pronunciado sobre su tumba. No eran adecuadas. Ratoncito se merecía algo mejor de su asesino. Ratoncito había sido un verdadero Dunstan. Clark me había dicho que yo me estaba convirtiendo en un verdadero Dunstan, pero no era nada comparado con Ratoncito. Ratoncito estaba en el mismo nivel que Alegría y Chillón. Lo que chorreaba de la boca del cañón y de la grieta en el cuenco dorado era un ser como Ratoncito. Howard lo sabía y ese conocimiento le había envenenado la mente.

Mientras tanto, no veía dónde me hallaba ni sabía adónde me dirigía. Me incliné sobre el volante y oteé a través del parabrisas en busca de un nombre que me resultara familiar. Unos tres metros más adelante, en medio de tanta opacidad, el verde de una señal se materializó y avanzó hacia mí. Rebasé un garabato como una runa un segundo antes de poder descifrarlo. Da igual, pensé. Todavía me dirigía hacia el sur cuando quería ir rumbo al norte, de modo que solo tenía que torcer a la derecha o al oeste y, en la siguiente calle, a la derecha o al norte.

Otras dos señales indescifrables pasaron flotando y ya me dirigía hacia el norte, siguiendo un curso paralelo al río. En mi mente veía un mapa del Mississippi y de las ciudades de Missouri e Illinois a ambos lados del río. Buscaba Jonesboro, Murphysboro y Cristal City. Al norte de Cristal City estaba Belleville, no muy lejos del este de Saint Louis. La niebla se levantaría, me dije, y, aunque no lo hiciera, en algún momento entraría en un ambiente despejado. Mientras siguiera conduciendo, avanzaría hacia mi destino.

A quince kilómetros por hora y luego a ocho, seguí mis faros a través de un dúctil muro gris. Cuando no vi más que las luces, me detuve en el arcén, encendí los faros de emergencia y esperé a que los bordes de la carretera volvieran a tomar forma. Reanudé la marcha. Cuando las luces de otro auto venían hacia mí, y algunos lo hicieron, me acercaba al arcén y aminoraba la velocidad, tanto que cualquier persona podría haberme rebasado corriendo. Transcurrió una hora. La niebla se dispersó y distinguí casas bidimensionales, muy cerca las unas de las otras, con estrechos céspedes. Había llegado a Jonesboro, pensé. La niebla se espesó de nuevo y borró las casas. Media hora más tarde, irrumpí en una centelleante bruma que se extendía sobre campos abiertos a ambos lados de la carretera y se fusionó con la densa oscuridad, lo que me obligó a reducir la velocidad de nuevo a ocho kilómetros por hora.

Entonces pisé el freno a fondo. Parecía que el plástico azul del volante atravesaba mis manos y estas desaparecían de la vista. Sentí un hormigueo en la nuca y percibí una presencia detrás de mí. Grité el nombre de Robert y giré la cabeza solo para encontrarme con un asiento trasero vacío. Repetí su nombre. La hostilidad me azotó, como un viento invernal.

—Robert, tengo que…

Su presencia invisible se había marchado y me hallaba solo en el auto.

—¿Dónde estás?

Mi voz retumbó en la niebla y se desvaneció. Levanté las manos y las vi sólidas, restauradas.

«¿Tengo que hablar contigo? ¿Tengo que saber lo que quieres de mí?».

Recordé el rostro que ardía en el extremo de una calleja al otro lado de Veal Yard.

«Lo quiere todo», pensé.

Al otro lado de la ventanilla, una silueta majestuosa con un dashiki con motivos dorados, tinta negra y rojo sangre, surgió de las espirales de la niebla. Bajé la ventanilla y la niebla helada y húmeda penetró en el coche. Walter Bernstein movió la cabeza, como un rey dando una bendición.

—Walter, ¿dónde está? —pregunté—. ¿Adonde ha ido?

—Nadie puede decirte eso, pero vas por buen camino. Tan bueno como te es posible, en todo caso.

Y Walter se desvaneció en la niebla púrpura.

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