Misha

Misha


Capítulo 36

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El avión aterrizó en Barnaúl a mediodía. Una espesa niebla les esperaba allí también, así como tres coches a las puertas del aeropuerto. Misha, Serguei y Nicolay se subieron al primero, Dimitri y Yuri al segundo, Vladimir y Petrov al tercero.

–¿No has encontrado nada mejor, Serguei? –preguntó Nikolay, saliendo del coche y frunciendo el ceño al ver el Aparthotel–. ¡Joder !

–Serguei –dijo Misha mirándole muy serio–. Cuando volvamos, recuérdame que tenemos que hacer aquí un hotel como es debido.

–¡Pero vosotros os estáis oyendo! –exclamó Serguei, abriendo el maletero–. ¡Parece mentira! ¿Ya habéis olvidado las veces que dormimos en el suelo? ¡Desde luego, hay que ver qué sibaritas os habéis vuelto!

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Petrov entró en la cocina, donde les esperaban sentados a la mesa con tazas de café humeante en la mano, cargado con una gran bolsa de lona negra, y resoplando con fuerza, seguido de Vladimir, quien hacía auténticos esfuerzos por no reír.

–¡Ay, Dios bendito! –exclamó Vladimir, mirándoles divertido y lanzándose hacia la cafetera–. ¡Pero este adónde coño se cree que vamos! ¡No ha cambiado nada con los años!

–Hay que ser previsores –sentenció Petrov, dejando la bolsa en el suelo–. El capitán siempre lo decía:

“Mejor que sobre y no que falte”.

Se agachó y la abrió ceremoniosamente. Con su voz más profesional y profunda comenzó a enumerar los tesoros que de allí iban saliendo, mientras sus ojos, brillantes de emoción, se asemejaban a los de un niño ante el árbol de Navidad abriendo sus regalos.

–Dos AK 47, tres AN94, dos AK103…

–¡Hostias! –exclamó Serguei, abriendo los ojos como platos.

–Las pistolas me ha costado un huevo conseguirlas –dijo, sacando las 9 mm Makarov–. Le debo favores a todo el mundo.

–¡Por el amor de Dios, Petrov! –exclamó Serguei–. ¡Ni que fuésemos a tomar la Plaza Roja!

–Nunca está de más la artillería pesada –contestó Petrov con una sonrisa.

–Las llevaremos de apoyo, Petrov –dijo Serguei muy serio–. Pero hay que intentar no usarlas, las balas siempre se pueden rastrear.

–Esto es lo que más echaba de menos –dijo Petrov, poniendo sobre la mesa el estuche con los siete cuchillos de combate NR2–. Puedo vivir sin las armas, pero estos cuchillos… es lo mejor que se ha inventado nunca, no hay arma más silenciosa que ellos.

–Salvo las manos –susurró Misha.

Yuri y Dimitri llegaron en aquel momento. El primero, pasándose con nerviosismo la mano por su despeinada melena, esa que le daba un aire tan bohemio.

–¿Algún problema con el transporte, Yuri? –preguntó Misha, mirándole preocupado.

–¡Oh, no, ninguno!

–Tenemos dos todoterrenos para llegar hasta allí –dijo Dimitri, sirviéndose un café–.. Dos lanchas y dos zódiacs para acceder a la casa, podemos elegir, yo me decanto por las zodiacs, las hemos revisado y están perfectas.

–¿Yuri? –preguntó Misha, achicando los ojos.

–¡Oh, sí, sí, no podrían estar mejor! –contestó, con mirada ausente–, Recién salidas de fábrica.

–Entonces, ¿cuál es el problema, Yuri? –siguió Misha.

–Verás, es que…

–¿Qué pasa, Yuri? –intervino Dimitri–. Las hemos revisado y están bien, no tienen problemas.

–Veréis, es que yo… yo… –Yuri recorrió aquellas caras que le miraban atentamente–. Llegados a este punto… tengo que deciros algo… algo que nunca os he dicho…

Petrov estalló en una carcajada, una carcajada que les hizo pegar un respingo a todos, y no sólo por su intensidad, sino porque oír reír a Petrov era algo a lo que no estaban acostumbrados, en realidad, aquella era la segunda vez que ocurría semejante acontecimiento.

–¿Qué nos vas a decir, Yuri, que eres marica? –preguntó Petrov, limpiándose de los ojos una lágrima traicionera–. ¡Pero si ya lo sabemos, hombre!

–¿Lo sabéis? ¡Ay, la hostia! –exclamó, paseándose nervioso por la cocina– Bueno, pues me alegro de que lo sepáis, pero… ese no es el problema…

– Claro que no, hombre –dijo Vladimir, encendiendo un cigarrillo–. Donde tú la metas es cosa tuya y sólo tuya.

–Ya… bueno, pues me alegro de que no seáis homófobos, pero en este momento me importa una mierda, la verdad… Veréis, yo, hay algo que siempre os he ocultado y… llegados a este punto… no puedo seguir haciéndolo por más tiempo… yo… yo… ¡Joder, qué difícil!

–¿Qué coño pasa, Yuri? –preguntó Petrov, frotándose la barba–. ¡Habla de una puta vez porque me estás poniendo nervioso!

–Pues que yo… yo… yo…

–¡Yuri, joder! –exclamó Serguei.

–Yo… ¡NO SÉ NADAR!

Los seis hombres que le rodeaban clavaron en él su mirada más atónita. Los ceños se fruncieron, las bocas se cerraron, y la cocina se inundó de un total silencio. Seis pares de ojos le taladraban, haciendo aflorar a sus mejillas el rojo más intenso. Era tal el destello que emitían aquellos ojos que comenzó a moverse con nerviosismo, abriendo armario tras armario, hasta dar con una botella. Se puso una copa y se la tomó de golpe, mientras aquellos ojos seguían todos sus movimientos, hasta que las bocas, cerradas de estupefacción, se abrieron y comenzó el bombardeo.

–¡¿Pero qué cojones estás diciendo?! –empezó Serguei.

–¡No digas chorradas, Yuri! –exclamó Petrov, atusándose la barba.

–Yuri, ¿tomas drogas? –Dimitri se aflojó la corbata–. Porque si es así, no debes acompañarnos.

–Yuri… –Serguei meneaba la cabeza–. ¿No estarás hablando en serio, tío?

–¡¿Pero cómo cojones va a hablar en serio, coño?! –exclamó Vladimir, levantando las manos con desesperación–. ¿Es que nos hemos vuelto locos?

–¡Pues sí, estoy hablando en serio, completamente en serio!

–¡Yuri, no me jodas, eh, no me jodas! –exclamó Petrof, levantándose y poniéndose una copa–. ¡Deja de decir gilipolleces, coño!

–¿Te has enamorado, Yuri? –preguntó Vladimir, haciendo asomar a los labios de Misha una pequeña sonrisa–. ¡Porque sólo algo así justifica que se te haya ido la cabeza!

–Yo… yo… –Yuri meneó la cabeza con desconcierto, sus manos se abrieron con desesperación–.

Yo… ¡Hice trampas!

–¿Quéeee? –Serguei estaba a punto de sufrir un ictus.

–¡No me jodas, Yuri, no me jodas! –exclamó Petrov, exaltado.

–¡Que sí, joder, que hice trampas!... ¡No sé nadar, esa es la realidad! ¡No sé, y no sé!

–¡Pero vamos a ver! –bramó Petrov, tomándose la copa de golpe y dejando el vaso sobre la encimera con fuerza–. ¡Pero si en la última intervención tú llegaste a la playa conmigo, tío! ¿Qué coño me estás diciendo ahora?

–Yo… yo… Sí, llegué al mismo tiempo que tú… pero no lo hice nadando… cuando la zódiac se hundió… me encaramé a los acantilados… llegué a la orilla atravesando las rocas y…

–¡Ay, la hostia! –exclamó Serguei.

–¡Que no puede ser cierto, coño! –gruñó Petrov–. ¿O es que no recordáis las pruebas de acceso?

Aquellos seis pares de ojos comenzaron a mirarse unos a otros con desconcierto. Nikolay se desabrochó un botón de la camisa, Misha encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza, y Dimitri cogió la botella y la puso sobre la mesa.

–¡Santo Dios bendito! –exclamó Petrov–. ¡No me digas que te tiraste al Capitán!

–¿El capitán también es marica? –preguntó Vladimir, patidifuso–. ¡Pero si está casado!

–¡Ese le da a todo! –sentenció Petrov–. ¡Le va la mandanga!

Una nueva carcajada inundó la cocina, pero en esta ocasión salió por la boca de Misha, quien, sirviéndose también una copa, clavó en la cara colorada de Yuri una tierna mirada, mientras meneaba la cabeza.

–Tu gemelo… –susurró.

–¡A él siempre se le dio bien el agua, Misha! –exclamó, mirándole con ojos suplicantes–. ¡Y a mí me entró el acojone cuando aquellos novatos murieron! ¿Qué coño iba a hacer, eh, qué coño iba a hacer?

¡Tenía que entrar en el Cuerpo, sí o sí, era una cuestión de vida o muerte! ¡Si no entraba, mi padre me arrancaba la cabeza!

–¡Ay, la hostia! –exclamó Petrov–. ¡Si se entera el capitán te corta los huevos!

–¡Menuda deshonra para el Cuerpo! –dijo Vladimir, echándose las manos a la cabeza.

–No hablemos de deshonras, Vladimir... –susurró Misha con una sonrisa.

–¡Sí, eso! –completó Serguei con una carcajada–. ¡Que la mujer del capitán aún debe de estar buscando sus bragas, aunque, claro, ahora entiendo que se lanzase a tus brazos tan pronto te vio!

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Echado sobre la cama, y recostado sobre las almohadas, Misha leyó una vez más el informe de Nikolay:

“Se ha hecho con el negocio de la droga en toda la ciudad, no hay cargamento que no pase por sus manos.

El dinero se le acumula en los bolsillos con la misma velocidad con que la droga se distribuye por Moscú. Está enganchado a la coca, pero últimamente se ha pasado al crack, y está fuera de control, nunca tiene suficiente… en la última paliza le rompió dos costillas y…”

Dejó el informe y cogió el teléfono. Su llamada no obtuvo respuesta.

MENSAJE DE MISHA:

“¡No te imaginas cuánto te echo de menos, mi amor, te quiero!”.

Dos horas más tarde y sin haber cerrado los ojos, se levantó de la cama. Se puso el traje de camuflaje, las botas militares, el chaleco, los guantes, metió el pasamontañas en uno de los bolsillos y cogió el cuchillo. Acarició suavemente su hoja reluciente y lo colocó en la funda, en su cintura. Todo el grupo le esperaba ya en la cocina, a excepción de Nikolay. Las tazas de café pasaron de mano en mano, hasta que el último miembro entró por la puerta, con una sonrisa traviesa en los labios.

–¡Toma! –exclamó, lanzándole a Yuri un chaleco salvavidas–. ¡Pero como te caigas al agua, no empieces a chillar!

–¡Cómo se entere el capitán! –susurró Vladimir, sacudiendo la cabeza.

Los todoterrenos les esperaban en un parking completamente vacío. Salieron a la carretera, tan desértica como el parking, y emprendieron el camino en total silencio. Cuatro horas más tarde, cuando el sol ya se estaba poniendo, llegaron al camino forestal que les llevaría hasta el embarcadero. Un hombre les esperaba allí. En cuanto recibió su sobre, se subió a una potente moto y desapareció en un tiempo récord.

El viento les azotó la cara, las temperaturas en el lago bajaban considerablemente al caer el sol, incluso en verano. Estiraron las piernas y encendieron cigarrillos esperando hasta que la oscuridad de la noche les envolvió, ocultando la belleza de aquel lugar; por eso precisamente era la elegida, por la ausencia de luna.

–Esperad –dijo Nikolay, consultando su portátil–. Hay una lancha en el margen sur…

Solo se escuchaban los sonidos de la noche, el movimiento de las hojas de los árboles mecidas por el viento, los gruñidos de los animales nocturnos que inundaban aquellos bosques, y el sonido de los corazones bombeando en sus pechos.

–Esto es pan comido, Misha –Le dijo Petrov, viendo su cara concentrada–. ¡Nada que ver con las intervenciones que hemos hecho! Lo sabes, ¿verdad?

–Lo sé.

–Ya está –dijo Nicolay–. Vía libre, el lago es nuestro.

Se subieron a las zódiacs y recorrieron aquellas profundas y frías aguas en la más completa oscuridad.

El lugar para hacer su nueva casa había sido elegido por Andrei tras una noche de putas en un burdel, en donde escuchó de la boca de un hombre que tenía en sus bolsillos fajos de dinero con los que no sabía qué hacer la mágica leyenda de aquel lago, el lago Telétskoye, el “Lago dorado”: La gran hambruna que había azotado la región en tiempos remotos había provocado que un anciano del lugar sacase de su escondrijo un lingote de oro gigante, buscando incansablemente a quien se lo cambiase por comida, pero al no encontrarlo, la desesperación le llevó a lo alto de una montaña desde la que tiró el inútil lingote a las aguas profundas y transparentes del lago, lanzándose tras él…

La primera vez que Andrei visitó aquel lugar se dijo que era el sitio perfecto para construir una casa, y aunque su primera intención fue hacerla en una de las dos islas del lago, aquella con forma de corazón y que en primavera se cubría de flores rosas de romero silvestre, conocida como la “Isla del amor”, sus influencias no llegaron a tanto, y tuvo que conformarse con hacerla en el acantilado.

La primera zódiac pasó de largo la casa del acantilado, varando a doscientos metros. La segunda se paró antes del embarcadero. Comenzaron el acercamiento por ambos flancos, aproximándose a aquella monstruosa mansión, completamente iluminada. Todas las luces de aquel engendro que parecía salir de las rocas y adentrarse en el agua estaban encendidas; interiores y exteriores. A Andrei le gustaba ser visto, mostrarle al mundo lo que se consigue con dinero. La gran cristalera que presidía la planta baja les daba una visión perfecta del impresionante salón que ocupaba toda la fachada principal. En él, cinco hombres y el anfitrión. De Nadia, ni rastro.

Fiodor Popov, conocido en San Petersburgo y en todos los círculos carcelarios como Cabeza de jabalí, estaba sentado, despatarrado, en el inmenso sofá blanco, con los brazos extendidos sobre el respaldo. Su cara, aquella que se asemejaba al animal que le había dado nombre, no podía estar más relajada. Las potentes mandíbulas que sobresalían de ella estaban adornadas sorprendentemente por una ligera sonrisa, señal de que la cena que las había inundado había sido de su agrado. Y sus ojos, aquellos pequeños ojos que habitaban a ambos lados de su prominente nariz, observaban atentamente el ceremonial que Andrei llevaba a cabo sobre la mesa de cristal del salón, disponiendo las “viandas” que había preparado para sus invitados.

–Bueno, bueno, bueno… –dijo Popov, respirando profundamente–. ¿Y dónde están las putas?

El negro y el calvo, convertidos ya oficialmente en sus lugartenientes, estallaron en carcajadas al unísono, inundando con ellas el salón desde ángulos contrapuestos, pues las costumbres se hacen leyes, y ellos, ya dominados por la rutina, en cuanto entraban en una estancia, se posicionaban en ellos.

–La cena estaba cojonuda, Andrei –dijo el negro, colocándose bien la pistola en los pantalones, y cruzando sus increíbles brazos sobre el pecho–. Pero a mí me falta el postre.

–¿Las tienes escondidas, Andrei? –preguntó el calvo.

–Espero que merezcan la pena –dijo Ígor, frotando la cicatriz de su barbilla y sirviéndose una copa.

–Las fiestas de Andrei siempre merecen la pena –dijo Kirill, esnifando la primera raya sobre la mesa de cristal, y quitándose luego la camiseta.

–¡Nena! –gritó Andrei desde el sofá, mirándoles divertido–. ¡Baja ya, que mis amigos están impacientes!

–¡¿Sólo hay una?! –preguntó Kirill frunciendo el ceño.

–¡¿Vamos a tener que compartirla?! –exclamó el negro, enfadado–. ¡No me jodas, tío, no me jodas, yo quiero una para mí solo!

–Sois muy impacientes –dijo el jefe, chasqueando la lengua–. Y en esta vida hay que tener paciencia.

Además, Andrei siempre ha sabido cómo cerrar bien los negocios.

El sonido de una puerta cerrándose en el piso superior les hizo callar, y el de los tacones acercándose a las escaleras les alteró la libido al momento. La silueta femenina comenzó a bajar lentamente, proyectando su sombra sobre los escalones y atrayendo con ella todas las miradas. Vestida con un sugerente vestido rojo de polipiel, subida en unos impresionantes zapatos de tacón de aguja también rojos, con el pelo cayendo en cascada de tirabuzones sobre sus hombros, la espalda desnuda, la cara maquillada como una puerta, sus impresionantes ojos delineados de negro y enmarcados por unas interminables pestañas… ¡Anastasia era la viva imagen de la sensualidad!

–¡Hostias! –exclamó Kirill, acariciando sus tatuajes y recorriendo aquella silueta, sin acabar de creérselo.

–¡Joder! –exclamó el negro.

–Te has superado, Andrei –dijo Popov, recorriendo aquel cuerpo–. ¿Pero cómo coño la has conseguido?

–Pues como se consigue todo, Fiodor, con dinero. –Se terminó la copa de golpe y se fue en busca de otra–. ¡Venga, nena, empieza ya!

–¿Puedo? –preguntó Anastasia, señalando la mesa.

–¡Pero qué viciosa te has vuelto, Nastia! –exclamó Andrei, con una carcajada.

La mujer exuberante se acercó con rapidez a la mesa, cogió un billete, lo enrolló, lo acercó a la raya y esnifó profundamente. Sacudió la cabeza, se frotó la nariz y se acercó muy despacio al aparato de música, encendiéndolo.

–¿Abortamos? –susurró Dimitry. Misha negó lentamente.

Los suaves acordes de la música inundaron el salón, acompañando sus insinuantes movimientos ante aquellos hombres que, como público expectante, devoraban con la mirada su cuerpo. Bailó ante ellos con total perfección, excitándoles con un impresionante striptease que hizo desaparecer su ropa, dejando a la vista su piel y la voluptuosidad de sus formas. Cuando el vestido rojo cayó al suelo y se mostró ante ellos únicamente con un tanga, también rojo, los hombres se movieron inquietos, provocando la hilaridad del dueño, que recorría aquellas caras deseosas con un brillo malévolo en sus ojos inundados de fuego.

–Jefe, haz los honores –dijo Andrei–. Pero no le des por detrás, el culo es mío.

–¡No, Andrei, por favor, eso no! –exclamó Anastasia, clavando en su cara su mirada más suplicante–.

¡Ya sabes que eso no me gusta, cielo, y…!

Anastasia no pudo terminar la frase. Popov se levantó y, agarrándola por el pelo, la sentó en un puf, bajándose la cremallera de los pantalones ante su cara y mirándola con una sonrisa perversa.

–Tranquilo, Andrei, yo prefiero la boca –dijo, sacándosela y meneándola ante ella–. Dicen que el Chino suspira por tu boca, Nastia, veremos si lo vale.

Se la metió de golpe y hasta el fondo, agarrándola del pelo y sujetando con fuerza su cabeza. Las manos de Anastasia golpearon sus brazos, pero sólo provocaron una carcajada en los que les miraban, y que la penetración se hiciese más y más profunda, llegando hasta su garganta e inundándola por completo.

–¡No la vayas a asfixiar, eh, jefe! –dijo Kirill entre risas, acariciando sus tatuajes–. Que los demás también queremos probarla.

–¡Y no tardes! –dijo el negro, acercándose a las bebidas–. ¡Que yo ya estoy empalmado como un mono!...

¡Mierda, se ha acabado el hielo!

El negro abandonó lentamente el salón, le costaba apartar la mirada de aquella escena, la sangre le hervía en las venas. Se topó de frente con los albinos, que llegaban procedentes del jacuzzi, y vestidos únicamente con unos albornoces blancos que les hacían parecer extraños seres de otro planeta.

–¿Es quien creo que es? –le susurró un albino al otro–. ¿Petrova, Anastasia Petrova, la que sale en toda la prensa?

–La misma que viste y calza –contestó el otro.

El negro les miró divertido, entrelazó las manos, haciendo estallar sus dedos y estirando los brazos, aquellos brazos que no parecían brazos, sino dos puntales de hierro, y se dirigió a la cocina en busca de más hielo. Tras la puerta le recibieron los no menos increíbles brazos de Vladimir, que, con un rápido movimiento, rodearon su cuello y lo partieron.

–¡Allá va, Nastia, allá va! –gimió el jefe, moviendo con fuerza su cabeza sobre su miembro–.

¡Trágatelo todo… todo… todo!

Se corrió en su boca con un grito que debió de oírse en todo el lago, sin dejarla apartarse hasta que se vació por completo. Tan pronto salió de ella, los brazos de Kirill la cogieron por la cintura y levantándola en el aire la llevaron hasta uno de los sofás, donde le arrancó el tanga y se la colocó sobre las piernas. Estiró la mano hacia la mesa de cristal y se impregnó los dedos.

–Por arriba… –Le metió los dedos en la boca, Anastasia los chupó con ansia–. Y por abajo…

Se los metió con fuerza, observando su cara contraerse, cuánto más se quejaba ella, más adentro se los metía, mordiéndole los pezones con saña.

–¡No te quejes, puta, si te gusta! –gruñó, sacando los dedos de su cuerpo y metiéndoselos en la boca–.

¡Chúpalos… más… más… así… y ahora, sácamela!

Se la metió de golpe, sujetando sus brazos, moviéndola sobre su cuerpo con todas sus fuerzas y haciéndola gritar.

–¡No grites, coño! –Le tapó la boca con la mano y la echó en el sofá–. ¡Así… así… hasta el fondo, zorra, hasta el fondo… te voy a atravesar… no te vas a olvidar de este polvo en tu puta vida!

–Cuando nos toque a nosotros… –le susurró un albino al otro–. Los dos a la vez, tú por delante, y yo por detrás.

–Vale –aceptó el otro, mordiéndose el labio–. ¡Joder, y no lo estamos grabando! ¿Y tu cámara? Yo sólo me he traído el teléfono y… ¡mierda, lo he dejado en la sala de billar!

Abandonaron el salón, al llegar a las escaleras tomaron direcciones opuestas. Uno subió y otro bajó, pero los dos se encontraron con el mismo destino, un destino que les había mantenido unidos en vida y que les esperaba también en la muerte. El que subía nunca llegó a su habitación en el segundo piso, tan pronto puso los pies en el descansillo, decorado con un cuadro de dimensiones gigantescas, el cuchillo atravesó su cuello, un cuello adornado premonitoriamente con el tatuaje de un puñal atravesándolo, ahogando el gemido que quería subir por su garganta y adonde nunca llegó.

El segundo entró en la sala de billar, pero nunca salió de ella, su puñal en el cuello fue rebanado por otro puñal silencioso, tan silencioso como su boca cuando una gigantesca mano se posó sobre ella.

–¡Toda vuestra, muchachos! –dijo Kirill, saliendo de su cuerpo–. ¡Vaya coño que tiene, a esta le caben dos juntas! ¿Por qué no probáis?

–¡Yo paso! –exclamó el calvo, terminándose la copa de golpe y levantándose del taburete en el que se había sentado a contemplar el espectáculo–. ¡Me da asco una tía que está tan follada!

–Pues yo no paso –dijo Ígor, bajándose la cremallera–. Yo también quiero, por arriba y por abajo, abre la boca.

–Andrei –dijo el jefe, cogiendo una copa y encaminándose hacia las escaleras–. Cuando acabéis con ella, me la mandas arriba, que quiero que me haga otra mamada.

–Nunca tienes suficiente, ¿eh?

–¡No todos los días puede uno follarse a Anastasia Petrova!

–Los negocios hay que cerrarlos como hay que cerrarlos –dijo Andrei con una carcajada–. ¡Por todo lo alto!

Kirill abandonó el salón y salió por la puerta principal, con el torso desnudo, ajeno al viento que soplaba fuera. Encendió un cigarrillo y, escuchando los gruñidos de Ígor sobre el cuerpo de Anastasia, recorrió el sendero de piedra que bordeaba la casa y llegó hasta la parte trasera, donde el jacuzzi le esperaba. Se quitó los pantalones y los slips y se metió dentro. En el mismo instante en que su cuello, decorado con una inmensa serpiente, descansaba sobre el borde de la bañera y sus ojos se cerraban, dejando salir por su boca un profundo suspiro de satisfacción, dos manos se posaron sobre su cabeza y la sumergieron.

El jefe y el calvo subieron las escaleras a la vez, entraron cada uno en una habitación, y se sentaron también a la vez, ninguno de los dos se volvió a levantar. El primero se sentó en el trono del cuarto de baño. Estaba concentrado, aliviando su cuerpo, cuando unos suaves golpecitos en la puerta le hicieron levantar la cabeza y fruncir el ceño. La sonrisa en los labios de Petrov mostraba la inmensa felicidad que le proporcionaba ser el último que viese con vida a Cabeza de jabalí. La boca del jefe se abrió en el mismo instante en que la hoja de su adorado cuchillo, del que juró no volver a separarse, salía disparada de su empuñadura clavándose en su corazón, con una precisión milimétrica. El segundo se sentó a los pies de la cama, mirando su potente erección y suspirando profundamente. El suspiro fue lo último que se oyó en aquel cuarto, Dimitri se ocupó de ello.

–¡Toda tuya, Andrei! –exclamó Ígor, tirando a Anastasia al suelo–. ¡Joder, qué buen polvo, se hablará de esto en todo Moscú!

–Ha llegado mi turno, Nastia –dijo Andrei, levantándose del sofá y acercándose a ella–. Dame ese culito que tienes.

–¡Andrei, por favor! –le suplicó desde el suelo–. ¡Eso no, Andrei, eso no… ya sabes que no me gusta, cielo!

–Lo sé, Nastia, lo sé… Por eso precisamente me gusta más, porque a ti no te gusta.

La agarró por el pelo y la levantó en volandas del suelo, tirándola sobre el sofá. Comenzó a bajarse la cremallera lentamente, observando su cara, deleitándose en ella.

–¡No, Andrei no, por favor!

–Ponte de rodillas...

–¡Joder! –exclamó Ígor, dejándose caer en el sofá de enfrente Esto quiero verlo!

–De rodillas, Nastia, de rodillas.

–¡No, por favor, no!

–He dicho de rodillas…

–¡Deja… deja que me meta una raya antes, por favor!

–Yo te la meteré…

–¡No, por favor, Andrei, no!

–¿No quieres el dinero, Nastia?

–Yo… yo…

–Contéstame… ¿Lo quieres?

–¡… Sí!

–¡Pues el dinero hay que ganárselo, Nastia! ¿Y qué tienes tú para mí que valga algo? ¡Contéstame!

¿Qué tienes, qué puedes ofrecerme?

–Mi… mi culo…

–¡Repítelo, quiero oírlo bien alto!

–¡Mi culo!

–Bien. Entonces las cosas están claras, ¡De rodillas!

Anastasia lo hizo. Se puso a cuatro patas sobre aquel sofá, mientras Andrei extendía la mano hacia la mesa y se impregnaba el dedo corazón en el polvo blanco.

–Este es tu mejor lubricante –dijo, metiéndoselo hasta el fondo y haciéndola gritar–. ¡Así, grita, así!

¡Y ahora pídemelo como te he enseñado! ¡Hazlo!

–Fóllame el culo…

–¡Más alto! –gritó, metiéndole dos dedos–. ¡Más alto!

–¡Ahhhh!... ¡Fóllame el culo, Andrei, fóllamelo, fóllamelo!

Andrei lo hizo. Se la acercó y comenzó a meterla, despacio, lentamente, atormentándola. Cuando llegó a la mitad, una gran sonrisa iluminó su cara. La agarró por el pelo y tiró, acercando sus caras.

–¿Y qué debes decir ahora, Nastia? ¡Dilo bien alto, quiero oírlo!

–¡Rómpemelo!... ¡Rómpemelo!

Se tiró sobre ella, metiéndosela hasta el fondo… momento en que Anastasia gritó con todas sus fuerzas…

momento en que un brazo rodeó el cuello de Ígor y le bajó el telón para siempre… y momento en que Andrei recibió en la boca la patada que le hizo salir volando hasta aterrizar sobre el suelo. Ni siquiera la vio venir, llegó hasta su cara procedente de las botas de Misha, con la rapidez de un proyectil, impactando de lleno en su mandíbula.

–¿Qué… qué pasa… qué pasa? –preguntó Anastasia, levantando la cabeza y encontrándose con los encapuchados–. ¡Oh, Dios, oh, Dios! ¡No me matéis, por favor, no me matéis!

–Vístete –dijo Vladimir, entregándole sus ropas.

Yuri sacó a Anastasia de la casa. Petrov registró el piso superior, Dimitri y Nicolay la planta principal y el sótano, y Vladimir los alrededores. No encontraron nada. Misha se quitó lentamente el pasamontañas y se acercó a las bebidas, preparándose una con su habitual calma, hasta que Andrei comenzó a moverse en el suelo y sus ojos volvieron a abrirse, recorriendo aquellas figuras fantasmales que le rodeaban, y posándose finalmente en él.

–¡MISHA!

–¿Dónde está? –preguntó en un susurro, sin mirarle.

–¡Donde tú nunca puedas encontrarla!

–¿Dónde está?

–¡Tu hermana es una puta, Mijaíl! –Una nueva patada impactó en su rostro, en esta ocasión salida de las botas de Serguei.

–¿Dónde está?

–¡Vete al infierno, cabrón, vete al infierno! –gritó, escupiendo la sangre que inundaba su boca.

–Ya estoy en él. ¿Dónde está?

–¡No te lo diré nunca… nunca… es mía… sólo mía… y haré con ella lo que me plazca!

–Me lo dirás, Andrei, me lo dirás –susurró Misha–. ¿Dónde está?

–¡Mátame si quieres, porque no te lo diré!

–¡Oh, sí, sí me lo dirás! –dijo, terminándose lentamente la copa–. ¿Dónde está?

–¡No la encontrarás nunca! –le gritó, limpiándose la sangre que manaba por sus labios–. Sabes que le gusta que le dé por el culo?... ¡Sí, le gusta mucho, como a Nastia, se corre de gusto la muy zorra!

–¿Como hiciste tú con el Tuerto?

Por los ojos de Andrei salían chispas de fuego cuando se levantó con rapidez del suelo. Se encontró con el puño de Serguei, que impactó en su cara con la celeridad de un rayo, tirándole de nuevo.

–Además de poco hombre, eres poco inteligente –dijo Misha, encendiendo un cigarrillo lentamente–.

Sólo te lo preguntaré una vez más… ¿Dónde está Nadia?

Misha se fumó despacio el cigarrillo, dándole tiempo a que su mente, probablemente abotargada por todas las drogas que inundaban su cuerpo, recuperase cierta cordura que le faltaba. Pero por la boca de Andrei sólo salieron insultos, uno tras otro, todos los que aparecían en su cabeza llegaban hasta su boca y por ella salían en cascada, hasta que el cigarrillo que Misha tenía entre los dedos se consumió, al mismo tiempo que su paciencia.

–El Tuerto decía que tenías un trasero delicioso –dijo Misha, apagando el cigarrillo–. Que era una gozada follarlo, y que tú disfrutabas con ello. A lo mejor, por eso te gusta dar por ahí, para recordar aquel momento… Tendremos que comprobar si lo que decía el Tuerto es cierto… los siete… lo probaremos todos, uno tras otro… hasta que hables.

Andrei tardó en cantar como un jilguero, el tiempo que tardaron ellos en tirarlo sobre el sofá donde minutos antes Anastasia había corrido la misma suerte, y el tiempo que tardó en llegar hasta sus oídos el sonido de la cremallera del pantalón de Misha bajándose a su espalda. Suplicando y boqueando como un pez, fue llevado en volandas por Petrov escaleras abajo, hasta el sótano, y allí, camuflada tras un perfecto botellero estaba lo que los obreros que habían construido la casa habían denominado la habitación del pánico, y que Andrei había transformado en la habitación del infierno.

–¡Espera! –Misha detuvo la mano de Serguei, que iba directa a la palanca para abrirla. Sacó el cuchillo de su funda y se acercó a Andrei, le bajó los pantalones y lo colocó bajo sus testículos–. La contraseña…

–¡No… Misha…no!

–La contraseña… –susurró, apretando el cuchillo y provocando que un hilillo de sangre comenzase a bajar por sus piernas.

–¡No, Misha, no… para… por Dios… para!

– La contraseña…

–¡Está bien… está bien…! –gimoteó con ojos desorbitados, sintiendo cómo su piel se desgarraba bajo el cuchillo, que apretaba con más fuerza–. Un… un golpe seco… seguido de tres rápidos…

Misha lanzó a Andrei con fuerza, que fue cogido al vuelo por Petrov, tapando con su inmensa mano su boca. Se colocó al otro lado de la puerta, en la que Serguei dio con decisión los cuatro golpes. Se oyó un fuerte chasquido en ella y el leve movimiento abriéndose, tenía medio metro de espesor. Al otro lado comenzó a surgir una alegre y cantarina voz.

–¡Ya era hora, jefe, ya era hora! –exclamó el Payaso, con una gran carcajada que resonó en el sótano como un trueno–. ¡Ya creí que me iba a quedar sin fiesta!

La hoja del cuchillo salió disparada, entró por su boca y atravesó su cabeza… Y allí, en la habitación del pánico, acurrucada en una esquina, encogida como un pajarillo, medio desnuda, deshidratada, inconsciente, y cubierta de golpes… estaba ella.

Una hora más tarde, Misha y Serguei llegaron a la zódiac, donde Petrov había envuelto a Nadia en una manta y les esperaba con el motor en marcha. Amparados en la oscuridad de la noche se adentraron en el lago, donde el viento arreciaba. Estaban llegando a la otra orilla cuando se produjo la primera explosión, y tras esta llegaron dos más. Las llamaradas que salían de la casa del acantilado parecían fuegos de artificio, convirtiendo aquel lugar de ensueño en lo que había sido realmente, el mismo infierno.

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