Misha

Misha


Capítulo 37

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–Misha…

El susurro le hizo apartar la vista de la ventana, tras la cual las luces de Moscú comenzaban a encenderse a una nueva noche. Se sentó en la cama y acarició su cara, aquella cara en la que siempre había visto a una princesa de cuento de hadas, desfigurada ahora por los golpes, amoratada, desencaja.

–Estoy aquí, cariño.

–¡Misha… sabía que vendrías… lo sabía!

Nadia se lanzó a sus brazos con desesperación, hundiendo la cara en su cuello, aspirando aquel aroma tan familiar, aquel aroma que siempre conseguía serenarla. En él estaban su infancia, su familia, sus recuerdos.

–¡Lo siento, Misha, lo siento! –gimió entre sus brazos–. ¡Tú tenías razón, yo estaba equivocada… lo siento… lo siento… lo siento!

–Esto no ha sido culpa tuya, Nadia –susurró, acariciando su espalda.

–¡Pero tú tenías razón… y yo no te hice caso… no quise verlo, Misha!

–No podías verlo, Nadia, estabas enamorada –dijo, secando sus lágrimas y tendiéndola sobre la cama.

–Misha… ¿Andrei?

–No volverá a molestarte.

Dejó sobre su frente un tierno beso.

–¿Nunca, Misha?

–Nunca, Nadia.

Se quedaron en silencio, mirándose en aquellos ojos con los que habían compartido tanto, con los que tanto habían reído, con los que tanto habían llorado.

–Misha, ahora te pareces más que antes a papá –sonrió, acariciando su cara.

–Espero que eso sea bueno –dijo con una sonrisa traviesa. Respiró profundamente y acarició su mano–.

Nadia… el bebé no ha sufrido daño.

–¿No he abortado? –preguntó sorprendida–. Pero… pero… estuve sangrando, Misha.

–No lo has perdido.

–Pero… las drogas que metió en mi cuerpo…

–Los médicos dicen que el bebé está bien. ¿Quieres tenerlo, Nadia?

–Yo… yo… no lo sé… no lo sé, Misha, no lo sé… –dijo, echándose a llorar de nuevo.

–Tranquilízate, no tienes por qué tomar ahora la decisión, puedes pensarlo.

–¿No vas… no vas a decime que aborte?

–No.

–¿No? –preguntó sorprendida–. ¿No vas a decirme que es lo mejor para mí? ¿No me lo vas a decir?

–No. –Misha sonrió tiernamente, acariciando su cara–. Esa decisión es sólo tuya.

–Pero… crees que sería lo mejor.

–Lo que yo crea no importa, es tu decisión y debes hacer lo que tú quieras. Es tu vida, y, decidas lo que decidas, yo estaré aquí para poyarte.

–¡Caray, Misha! –exclamó, limpiándose las lágrimas y mirándole preocupada–. ¿Pero qué te ha hecho esa española?

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En otra planta del hospital, dos agentes caminaban con paso presuroso siguiendo al médico que les guiaba por aquellos interminables pasillos.

–No está todavía en condiciones de hablar –dijo el galeno, con el ceño fruncido.

–Pues tendrá que hacerlo –contestó el más alto, caminando con decisión.

–Está en pleno mono, y eso por no hablar de las barbaridades que han hecho con su cuerpo.

–Tenemos que hablar con ella de todas formas.

–¡Ustedes mismos! Pero que no se diga que no les he advertido.

Tras aquella puerta, franqueada por un agente uniformado sólo se oían gruñidos. El médico respiró profundamente y entró despacio, quedándose a los pies de la cama. La mujer que apareció ante sus ojos nada tenía que ver con la exuberante Anastasia, la mujer más deseada de Moscú, la mujer que ocupaba día sí y día también las portadas de la prensa sensacionalista rusa. Con el pelo enmarañado, la cara sudorosa y desencajada, y las manos y los pies atados a la camilla, se había convertido en un auténtico animal al borde de la desesperación. Sus gritos y gruñidos tuvieron la capacidad de poner los pelos de punta a aquellos hombres, acostumbrados a ver de todo.

–Petrova –dijo el médico–. Han insistido en que tienen que hacerte unas preguntas.

–¡No quiero hablar con nadie, hijos de puta! –gritó, zarandeando la camilla–. ¡Lo que quiero es que me soltéis, cabrones!

–Mandaré a una enfermera para que le ponga un calmante –dijo el médico, saliendo de allí a toda velocidad.

–¡No quiero un puto calmante! –gritó–. ¡Suéltame de una vez, hijo de la gran puta!

–Tenemos que hacerte unas preguntas, Petrova –dijo el alto, sacando su libreta.

–¡Vete a la mierda, cerdo!

La enfermera entró con la misma celeridad con que el médico había abandonado la habitación.

Inyectó el calmante en el suero y salió como alma que lleva el diablo. Anastasia trató infructuosamente de llegar con su boca a la vía que tenía en el brazo.

–¡Quitadme esto! –gritó–. ¡Quitadme esto, joder!

El calmante hizo efecto con una rapidez sorprendente, pero aunque entró en su torrente sanguíneo y redujo la fuerza de su cuerpo, no pudo con su furia. Sus impresionantes ojos azules se clavaron en aquellos ojos que la miraban sorprendidos, que recorrían con decepción aquel cuerpo que tanto habían admirado.

–¡No me miréis así, cabrones! ¡Esto me lo han hecho otros como vosotros!

–¿Qué ocurrió en la casa del lago Telétskoye, Petrova?

–¿Y a ti qué coño te importa?

–¿Fuiste por propia voluntad o forzada?

–¿Te habría gustado estar allí, eh? –Clavó en su cara su mirada, que echaba fuego–. Sí, seguro que tú habrías sido el siguiente de la lista... ¿Y a ti qué te va más, cabrón, la boca, el coño, o el culo?

–¿Dónde está Andrei Ivanov? –preguntó el más bajo.

–¡Espero que en el infierno, que es donde debe estar!

–No hemos encontrado su cadáver.

–¡Me importa una mierda!

–¿Quiénes lo hicieron?

–¡Ni lo sé, ni me importa! ¡Unos cabrones menos en el mundo! ¡Deberíais estar contentos de que hayan hecho el trabajo sucio por vosotros!

–¿Quieres lo hicieron, Nastia? Necesitamos una descripción y tú eres la única testigo ¿Acaso no quieres que sean detenidos?

–¿Detenidos, por qué, por librar al mundo de semejantes alimañas? ¡No sé quiénes eran, no les vi la cara, llevaban pasamontañas… pero si lo supiera, tampoco os lo diría!

–Nastia, nosotros… sentimos mucho lo que te ocurrió allí –dijo el más bajo con suavidad–. Pero no podemos dejar que salgan impunes, necesitamos que nos ayudes, que nos des una descripción y…

–Tú pareces diferente… –Sus ojos le miraron con ansia–. ¿Por qué no te quedas un rato conmigo, cariño?... Me gustaría que hablásemos y…

–No nos dirá nada –dijo el aludido, sacudiendo la cabeza–. Vamos.

–¡Cabrón! –gritó con todas sus fuerzas, zarandeando la camilla–. ¡Me miras con lascivia, pero no tienes cojones de ayudarme! ¡Cabrón, sois todos unos cabrones, unos putos cabrones!

El cuerpo de Andrei Ivanov nunca fue encontrado. Pasó a formar parte del lago Telétskoye, el lago dorado, pero hay quien dice que algunas noches… cuando la luna se ha escondido y la oscuridad todo lo envuelve… cuando el viento sopla y los sonidos del bosque se mezclan con sus ráfagas… de las profundidades de sus aguas surgen los lamentos… lamentos con nombre de mujer… “Nadia… Nadia…

Nadia…”, que se propagan sobre la superficie como un ligero temblor, como una suave caricia, recorriéndola en su totalidad y llegando de orilla a orilla.

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