Misha

Misha


Capítulo 40

Página 41 de 71

40

Aquel verano tan intenso llegó a su fin, y ante mis ojos apareció un nuevo curso académico. Meses de intenso trabajo, meses de intenso esfuerzo, meses en los que volcar mis ilusiones entregándome a esos pequeños seres que me llenan de ternura, de magia, y que me enseñan cada día algo nuevo. Pero aquel curso, que para mí sería más corto que para el resto, nos iba a deparar alguna que otra sorpresa, y la primera de ellas estaba tras la mesa del despacho de Dirección… ¡El de gimnasia había sido nombrado para el puesto!... Aquello había provocado un auténtico cataclismo entre mis compañeros, del que yo me libré porque mi mente estaba completamente ocupada por otros pensamientos, pero pude oír cómo la palabra ‘Baja’ pululaba sobre ellos cuando Ana entró en mi clase con ojos desorbitados y un paquete en las manos, que temblaba ligeramente.

–¡Aquí va a pasar algo, Cris, va a pasar algo! –exclamó, poniendo el paquete en mis manos y dándome un beso–. ¡Se masca la tragedia, te lo digo yo, que ya tengo muchos años a mis espaldas!

Abrí el paquete entre risas. Dentro, un precioso pijama rosa, con su gorrito a juego y unos deliciosos baberos, recién salidos de las manos de mi compañera.

Mi mundo se había llenado de una luz desconocida, una luz que me hacía sonreír sin motivo, una luz que hacía mi piel más sensible de lo que ya era, una luz que, junto con el sol que era mi querido zar, había conseguido que las nubes negras de mis recuerdos pasasen a un estado de aletargamiento que me hacía sentir que flotaba. En este mundo en que vivimos, y que tantas amarguras nos depara, existía para mí otro mundo, el de mi castillo, donde mi zar había matado a los dragones, había tomado la torre donde estaba cautiva, y me había liberado de mis cadenas, poniéndole alas a mi cuerpo, haciendo nacer en él la vida.

Donde los colores eran brillantes, y la tristeza no existía, porque el amor todo lo cura, todo lo sana, porque el amor transforma la muerte en vida.

Y si las caricias de Misha habían conseguido siempre llevarme al cielo en cuestión de segundos, las que ahora salían de sus manos me transportaban a lugares totalmente desconocidos, porque eran distintas, tenían un calor especial y una dulzura infinita… ¡A veces demasiado infinitas! Porque el cuidado con el que me tocaba me exacerbaba hasta límites que no conocía, provocando en mi cuerpo aún más deseo del que sentía, pero, lo que para cualquier otro hombre habría constituido un motivo de inmensa alegría, para él era una auténtica tortura, porque las palabras de Maruja seguían y seguían revoloteando en su extraña mente rusa, y aparecían de repente para atormentarle. Me dije que con tantas tensiones en el colegio, tenía que solucionar de una vez por todas las que se producían en mi cama ¡No era cuestión de llegar a casa exhausta cada día y encontrar, en vez de un lugar de reposo y de calma, un auténtico campo de batalla!... ¡Así que, decidí que necesitaba aliados!

La revisión era una revisión rutinaria. Nada en ella le hizo sospechar a mi querido ruso de que tras aquella puerta de caoba se había producido una auténtica confabulación contra él. Su cara se iluminó con una sonrisa infinita cuando vio por primera vez en el monitor a su hija y, sin que la sonrisa se le borrase de los labios, se sentó en el sillón frente a la mesa del doctor Robles, mirando la ecografía que llevaba en la mano como el tesoro que era. Y, era tal su ensimismamiento, que no fue consciente de la sonrisa que apareció en los labios del médico cuando mis cejas se levantaron hacia él… ¡Aquel era un buen momento!

–Querías consultarme algo, ¿verdad Cristina?

–Sí, así es, doctor, verá… tengo un problema –dije con la mayor de las seriedades, porque lo que tenía era un gran problema.

–¿Un problema? –preguntó Misha, regresando de su particular mundo de la paternidad, y clavando en mi cara su mirada preocupada–. ¿Qué te pasa?

–Verá, doctor –dije, sin mirarle–. Tengo un problema con Misha.

–¿Qué? ¿Conmigo? ¿Pero de qué estás hablando?

–Misha no quiere hacer el amor, doctor –Mis ojos seguían clavados en el galeno, pero por el rabillo podía contemplar la cara de asombro de mi querido zar, los suyos no podían estar más abiertos.

–¡Por el amor de Dios! –exclamó.

–Tiene miedo de hacerle daño a la niña. ¿Entiende?

–¡Cris, por favor, esto no es necesario!

–¡Por supuesto que es necesario! –exclamé, frunciendo el ceño y clavando en su cara mi mirada más intensa.

–Temes que las relaciones sexuales puedan dañar al feto –dijo el médico–. ¿Por eso no quieres tenerlas?

–Pero Cris… –dijo Micha, tras echarle una mirada reprobadora al doctor, quien tuvo que esconder una risa–. Nosotros sí tenemos relaciones.

–¡Oh, no! –exclamé con furia–. ¡Lo que nosotros tenemos son auténticas batallas campales cada noche, y eso no se pueden considerar relaciones, son auténticas guerras de guerrilla! –Miré al doctor Robles, estaba haciendo esfuerzos por contener la risa–. ¡No se imagina usted el arsenal de lencería fina que tengo en mi armario, doctor, ni se la imagina!

–¡Por el amor de Dios! –exclamó Misha, levantándose del sillón, ya desesperado–. ¡No le cuentes eso!

–¡A los médicos se les cuenta todo, Misha, con ellos no hay que tener secretos!

Además, el doctor Robles no era un médico cualquiera, claro que eso Misha no lo sabía. Pertenecía a una de esas extrañas castas en las que todos salen buenos. Eran cinco hermanos, todos médicos y cada uno una eminencia. En su austero despacho sólo decorado con las fotografías de sus muchos nietos, me había recibido la tarde anterior, y allí habíamos elaborado el plan de ataque contra este ruso que me tiene enamorada. Allí el doctor Robles dio rienda suelta a la risa escuchando mis protestas por la guerra fría a la que cada noche me tenía que enfrentar. Comprendí que Paula me lo hubiese recomendado, porque no se podía ser más profesional y más comprensivo de lo que él lo fue conmigo… claro que, lo que me había hecho decidirme por él había sido verle en el entierro de Sergio, al que había traído a este mundo, y al que despidió con lágrimas en los ojos en el cementerio. Eso por no hablar de la dulzura con la que siempre me trata… ¡El eje de la Tierra otra vez!... Puse la vida de mi retoño en sus manos, y también mi vida sexual… ¡Quién mejor que un médico para hacérselo comprender a mi querido zar!

–¡Yo no puedo seguir así, doctor, no puedo, acabo más estresada de lo empiezo!

–¡Pero cariño, por favor! –exclamó, agachándose a mis pies, haciendo caso omiso de la risa que salía ya libremente por la boca del médico–. ¡Sabes que te quiero con toda mi alma, cielo!

–¡Y me tocas como si fuese de cristal, Mihsa, y yo no me voy a romper porque esté embarazada!

–Pero nena, yo… lo hago con todo el cuidado para no hacerte daño, mi vida.

–¡Pues eso no puede seguir así, Mijaíl! –exclamé con rabia–. ¡Porque uno de estos días me va a dar un ataque de nervios y eso sí será malo para el bebé… y ya no digamos para ti! ¡Dígaselo usted, doctor, a mí no me hace caso!

–Misha –dijo el doctor Robles, con su voz más profesional, en aquel momento nos hacía mucha falta–.

Cristina está bien, la niña está bien, todo está bien. No existe nada que nos haga pensar que hacer el amor puede dañarles a ninguna de las dos. No existe por tanto ninguna contraindicación médica para que no hagáis una vida normal, completamente normal, en todos los aspectos, también en el plano sexual.

–¿Te ha quedado claro? –pregunté, levantando ante su cara un dedo amenazador.

Aquello que sentía iba más allá de la felicidad. El ser que crecía en mis entrañas me proporcionaba unas sensaciones tan extrañas que me pregunté si les ocurriría lo mismo a las demás mujeres embarazadas, o si aquello estaba motivado por tener en mi interior a la hija de un ruso, con todo lo que eso conlleva. Claro que entonces, la imagen de mi abuela Pilar y sus genes gallegos llegaron a mi mente… ¡Señor, las meigas y las supersticiones rusas inundaban mi vientre!

A veces, en mitad de la noche, cuando Misha dormía, miraba asombrada mi barriga, maravillada de su tamaño, de su calor, del movimiento del ser que allí vivía. Y en la oscuridad de mi cuarto, escuchando la respiración de Misha, juraría que podía oír el latido del corazón de mi hija… tan rápido… tan lleno de vida… ¡No hay nada comparable a sentir el milagro de la vida! Pero cuando aquellos movimientos de mi princesa comenzaron a producirse también durante el día, descubrí la cara más alegre de la vida. Dicen que la glucosa produce ese extraño efecto en los fetos, no sé si es verdad, pero de lo que puedo dar fe es de que sus movimientos tenían lugar tras mi habitual cita con Alejandro en el patio del colegio, donde dábamos buena cuenta de nuestras especiales galletas de popótamos y chocolate. Tan pronto el manjar de los dioses se mezclaba con los nutrientes de mi cuerpo y comenzaba a circular por mi torrente sanguíneo, el ser que habitaba en mis entrañas comenzaba su particular baile y me mostraba su vida. El movimiento de mi vientre se propagaba por todo mi cuerpo, como si de un extraño orgasmo se tratara, serenando mi mente de una manera que nunca había conocido, de una manera que jamás había imaginado…

–¿Profe, qué haces?

Una mano tiró de mi bata. Catalina Rodríguez, más conocida en ámbitos académicos como el Terror de la Escuela , me miraba preocupada.

–¿Qué?

–¡Ya ha sonado el timbre, profe!

Miré alrededor, el patio estaba completamente vacío, mientras mi mano seguía acariciando al ser que me tenía anonadada, extasiada, obnubilada.

–¡Estás en las nubes, profe!

–No, Cata, estoy en el cielo.

–¿Qué pasa? ¿Te duele la tripa?

–¿Has sentido alguna vez las patadas de un bebé, Catalina? –le pregunté, cogiendo su pequeña mano y acercándola a mi tripa–. Tranquila, no muerde.

–¡Guau, se mueve! ¿Te hace daño?

–No, me gusta.

–¡Claro, ahora lo entiendo todo! –exclamó la niña, cogiendo mi mano y tirando de mí hacia dentro–.

¡Seguro que yo a mi madre la daba patadas mucho más fuertes, por eso siempre está enfadada conmigo y me dice: “¡Eres mi martirio, Catalina, desde el mismo momento en que te tuve dentro!”!

Ir a la siguiente página

Report Page