Misha

Misha


Capítulo 41

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Las cosas buenas de la vida llegan sin avisar, así llegó Misha a la mía, pero las cosas malas de la vida también llegan sin avisar, sin darle tiempo a uno a prepararse a recibirlas, aunque, si uno tuviese tiempo tampoco se prepararía, porque las cosas malas de la vida uno no quiere aceptarlas, se niega a admitirlas.

Y llegan para quedarse, para hacerla añicos, para destruirla… para desmoronar de un solo soplo el castillo de naipes construido…, la pirámide de los sueños…, los deseos compartidos.

Aquella noche, mis dos manos estaban ocupadas, una acariciando mi tripa, la otra reposando sobre el rostro de Misha… ¿Acaso puede haber mayor felicidad que sentirse rodeada por los que uno ama, por los que le dan sentido a nuestra vida?... Yo no podía sentirme más feliz de lo que me sentía… sobre la nube de algodón que era mi cama, porque estaba llena de caricias, cerré los ojos y me dejé rodear por los dos ángeles que me llenaban de dicha.

Pero mi vida, no es cualquier vida, y había llegado, sin que yo lo supiera, a lo más alto de la montaña rusa en la que estaba subida, y… cuanto más alta es la montaña… más grande es la caída. El vagón en el que me desplazaba llegó a su punto más álgido, una cumbre que se convertiría en el punto de inflexión de mi vida, en donde lo blanco se volvería negro, y en penas las alegrías. Una nueva estación en la que pararme, una estación de llegada, una estación de partida, desde la que comenzaría a deslizarme cuesta abajo en la más terrible de las caídas…

¡El silencio que se produjo en mi cuerpo en mitad de la noche fue tan atronador, tan espeluznante, que me despertó de golpe… a una nueva vida!

–¡MISHA! ¡MISHA!

–¿Qué pasa? –preguntó, encendiendo la luz.

–¡MISHA… LA NIÑA!

–¿Qué?

–¡Algo va mal! ¡Algo va mal, Misha!

La doctora que nos recibió en urgencias lo hizo con una cálida y dulce sonrisa. El nombre primorosamente bordado del bolsillo de su bata: “Robles” , me confirmó que la familia crecía , mientras que la mía estaba a punto de desmoronarse antes incluso de ser formada, antes incluso de ser vivida. Me tendieron sobre una camilla, descubrieron mi tripa y colocaron sobre mi piel el frío fonendoscopio.

–¿Ayer la sentías?

–Y esta noche también… pero de madrugada dejó de moverse…

Una enfermera entró con el ecógrafo. Extendieron por mi vientre el gel y miraron la pantalla, concentradas. La mano de Misha apretaba la mía y, aunque aquellos rostros ante la pantalla no mostraron ninguna reacción, el pestañeo de sus ojos fue para mí lo más evidente que he visto en la vida. La doctora aún no me había mirado, aún no me lo había dicho, pero yo ya lo sabía.

–Cristina… –dijo, cogiendo suavemente mi mano y mirándome con una dulzura infinita.

–¡NO!... ¡NO!... ¡NO!

–Cristina… lo siento.

–¡No… no me lo digas, no… no… no me lo digas, por favor, no me lo digas!

–Lo siento mucho…

–¡NO!... ¡Te lo suplico!... ¡No me lo digas!

–Lo siento mucho, Cristina… su corazón ha dejado de latir.

–¡Nooooo!... ¡Nooooo!... ¡Nooooo!

El corazón puede romperse… puede desintegrase en un solo instante… hacerse añicos…

pulverizarse… El corazón de mi hija dejó de latir, partiendo el mío en mil pedazos… Lo sentí resquebrajarse a cada respiración de mi pecho, lo sentí desvanecerse en cada lágrima que provocaba mi llanto, lo sentí hendirse con cada espasmo que sacudía mi cuerpo, lo sentí dividirse, desmenuzarse, evaporarse…

Misha tomó mi desmadejado cuerpo entre sus brazos. Me apretó contra su pecho en un inútil intento por aliviarme, por calmar aquel dolor que me estaba matando. Me acunó en silencio, porque hay momentos en la vida en que no sirven de nada las palabras sólo las miradas, los besos, las caricias. Sus labios recorriendo mi cara, recibiendo mis gemidos, el llanto que salía de mis entrañas. Me abandoné a aquellos brazos que me sostenían, fui de nuevo en ellos un corazón roto, una muñeca de trapo vapuleada por el destino, entregada de nuevo al fracaso… ¿Por qué mi princesa no podía ver la luz del día?... ¿Por qué mi niña, hecha con tanto amor, con tanto deseo, con tanta pasión, no podía estar en mis brazos que tanto la deseaban, que tanto la querían?... ¿Quién allá en los cielos lo decidía?... Ni siquiera sentí cuando me colocaron una vía, por la que inyectaron en mi cuerpo un calmante. Recorrió mi torrente sanguíneo, pero no llegó hasta el foco del dolor, las mismas entrañas donde la concebí, donde comencé a quererla, donde la sentí mía.

–Cristina –dijo la doctora–. Lo siento mucho. Ahora te haremos una cesárea. No sentirás ningún dolor.

¿De acuerdo?

¡Que no sentiría dolor! ¿Qué era si no lo que sentía?... ¡No se ha inventado medicamento para ese dolor!... ¡No existe cura para la pena infinita!

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