Mila 18

Mila 18


CUARTA PARTE » CAPÍTULO VI

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El problema inmediato que se les presentaba a las Fuerzas Conjuntas era el de encontrar un nuevo refugio para el mando en el sector central. Los otros estaban atestados ya hasta su capacidad máxima, y las cien personas de Mila, 19, venían a agravar el problema. La construcción de un complejo subterráneo adecuado para albergar de dos a trescientas personas, exigiría varias semanas.

Los conocimientos adquiridos por Alexander Brandel, mediante los tratos tenidos en el pasado, fueron entonces de un valor incalculable. Por una u otra causa, Alex estaba enterado de casi todos los escondites del gueto.

Alex sospechaba que en Mila, 18, al otro lado de la calle y enfrente mismo del cuartel general que había tenido él antes, existía un espacioso refugio.

Brandel había tenido frecuentes relaciones comerciales con un contrabandista llamado Moritz Katz, un hombrecito rechoncho que en el Varsovia de la preguerra había sido peletero y cuyo negocio habían mirado todos siempre como emplazado en el mismo borde, cual una maroma, entre lo legal y lo ilegal, si bien resultaba difícil declarar abiertamente que Moritz vendiese géneros robados. Su clientela estaba entre las clases elevadas, y entró en el gueto trayendo consigo un peculiar concepto de la ética. En la sociedad de los contrabandistas, Moritz era un hombre decente. Al fin y al cabo, en la vida del gueto el contrabando era una necesidad honorable. Moritz compraba y vendía a precios razonables. Más aún, tenía el corazón tierno. Cuando la situación llegaba a un extremo desesperado, Alex siempre conseguía que Moritz les entregase unos pedidos urgentes de género a precio de coste.

Dos rasgos peculiares distinguían a Moritz. Se pasaba el tiempo entregado a interminables partidas de naipes, y su boca mascaba a todas horas dulces, frutas, pasteles caramelos. Esta última debilidad había dado motivo a que se le conociera por Moritz «El Nasher».

Los bathyranos que guardaban los tejados de los alrededores de Mila, 19, habían observado a Moritz entrando y saliendo tantas veces de Mila, 18, que había que sospechar que allí tenía su sede principal.

Tales sospechas cobraron más cuerpo cuando el refugio de Mila, 19, fue ampliado hasta que sus habitaciones lindaron con la cloaca del centro de la calle. Deborah Bronski y los niños del orfanato ocupaban la habitación contigua a la tubería de las cloacas y muchas veces oían ruidos procedentes, ora del interior de la tubería, ora de más allá.

De ello dedujo Alex que Moritz «El Nasher» tenía un refugio debajo de Mila, 18, separado del suyo propio únicamente por los cuatro metros de anchura del tubo, posibilidad que sometió al criterio de Simon y Andrei.

—Estoy seguro de que debajo de Mila, 18, hay un refugio, y si es como pensamos, ha de ser un refugio muy grande.

—Resultaría un emplazamiento perfecto para un puesto de mando —dijo Simon—. En especial porque habiendo localizado los alemanes el de Mila, 19, jamás sospecharían que estuviéramos en otro escondite tan próximo.

—Pero ¿cómo diablos encontraréis la entrada? —replicó Andrei, con sentido realista—. Moritz Katz es el contrabandista más listo del gueto.

—¿Podríamos enviarle un mensaje? —sugirió Alex.

—No le ha visto nadie durante semanas enteras, desde que apresaron a su cuadrilla en la Puerta Gensia y la llevaron a la Umschlagplatz.

Los tres se pusieron a meditar y reflexionar. La idea de un puesto de mando grande, y construido ya, poseía un atractivo formidable.

—Bien. ¿Quién se puede perder abriendo un agujero desde el cuarto de los niños y luego otro perpendicular al

Kanal? Si nos acompañase la suerte, quizá diéramos con el refugio.

—Ya sabes cuán engañosos resultas los sones en las cloacas. Es posible que los niños oyeran un eco que viniera de centenares de metros de distancia.

—¡Qué diablos! —exclamó Andrei—. Pasamos al otro lado y echamos un vistazo. No podemos perder nada.

Simon manifestó una indecisa conformidad encogiéndose de hombros. A nadie se le ocurría una proposición mejor.

—Creo será mejor que vaya yo solo —dijo Andrei—. Si Moritz está todavía allí y ve entrar un ejército, el pánico se apoderará de él.

Horas más tarde, Andrei entraba en el destrozado edificio de Huérfanos y Ayuda Mutua en Mila, 19, y se dirigía hacia el retrete simulado, donde el falso lavabo escondía en otro tiempo la entrada secreta a los cuartos subterráneos. El lavabo estaba hecho pedazos, pero el tubo que conducía al sótano continuaba intacto.

Andrei se metió en el cinto una pila eléctrica, un pico de mango corto y un martillo, atóse la

Schmeisser «Gaby» a la espalda con una correa, y descendió por el tubo. Luego encendió la pila. El círculo de luz tanteó los montones de derribos. Los alemanes habían desprendido a golpes las paredes de contención y las vigas del techo, que en muchos sitios se combaba sobre el túnel principal. Andrei avanzaba despacio, apartando los obstáculos con las manos.

Así llegó al cuarto que había ocupado los niños. Aquello era una confusión. Las hachas habían destruido las literas superpuestas, habían hecho pedazos los libros y destrozado los escasos juguetes. Andrei anduvo a lo largo de una pared de diez pies apoyada contra la tubería del

Kanal. El agua sucia rezumaba por ella. Se oía el ruido de la corriente. Andrei trató de calcular el punto más próximo a Mila, 18.

Lo más probable era que cualquier decisión que tomase resultara equivocada.

—Ea, en algún punto tendré que empezar.

Y así diciendo, fijó la luz de la pila en un lugar concreto, hundió el pico en la pared de tierra y siguió golpeando hasta llegar a la concha exterior de la tubería.

Andrei dejó al descubierto un espacio suficientemente grande para abrir un boquete y atacó con el martillo el cemento hasta desmenuzarlo con sus golpes. Una vez perforada la capa exterior, hizo desprender ladrillos bastantes de la interior para que pudiera pasar su cuerpo.

Mientras se secaba el sudor de los ojos y se metía de nuevo las herramientas en el cinto, maldecía en voz baja. Luego, se arrodilló junto al agujero y miró al interior del

Kanal auxiliándose con la pila. No sería difícil. El río Vístula traía poca corriente, como había calculado de antemano, de modo que el agua de la cloaca sólo le llegaba a la cintura.

Andrei pasó por el orificio y penetró en la cloaca. Sus pies resbalaban sobre el légamo. La primera medida que tomó fue la de correr varios agujeros la hebilla de la correa a fin de que ésta quedara más alta en la espalda y la metralleta no se mojase. En ambas direcciones entraban por las bocas de la calle confusos chorros de luz que reverberaban en los ladrillos de las paredes con una claridad azulada, fantasmagórica.

Vadeó hasta el centro de la corriente y dirigió una mirada atrás con objeto de seguir en línea recta con el cuarto de los niños. Ya en la parte opuesta de la cloaca, aplicó el oído a los ladrillos, esperando percibir algún rumor. No escuchó ninguno.

El círculo de la pila se movió primero en una dirección por espacio de varios metros, luego recorrió la dirección contraria.

Andrei bajó unos metros más, chapoteando. Ante sus ojos apareció un grupo de ladrillos que no formaban el mismo dibujo que los otros, cual si los hubieran arrancado de su sitio y luego los hubieran colocado de nuevo. ¿Sería posible? Andrei exploró con los dedos. Evidentemente, los ladrillos no estaban sujetos por el cemento. Quitándolos, quedaba espacio para que pudiera pasar un hombre. ¿Habría un refugio al otro lado? ¿Acaso los niños oían realmente a los contrabandistas que entraban y salían por la cloaca?

Andrei golpeó los ladrillos con el martillo para fijarse en el sonido. ¡Sonaban a hueco! Al otro lado de ellos no había un cuerpo compacto. ¡Había un espacio libre!

Manejó ahora el pico, y los ladrillos salieron fácilmente.

Al otro lado había un hueco, en efecto. Andrei metió dentro la luz de la pila.

Después de introducirse, a su vez, movió la pila describiendo una circunferencia completa.

—¡Santo Dios! —musitó, silbando incrédulo.

Ahora se encontraba perfectamente de pie en un amplísimo cuarto subterráneo. Era la estructura más estupenda que hubiese visto nunca debajo del suelo. A lo largo de una pared había sacos de arroz, harina, azúcar, sal, cajas enteras de medicamentos… Carnes saladas. Cajas de botes de conservas. Un bidón de hortalizas deshidratadas. Hermosos sofás, mecedoras, muebles, una cama…

—¡Santo Dios!

Andrei encontró la puerta que daba a un pasillo, por el cual se puso a caminar muy despacio. A uno y otro lado del mismo había otras cinco habitaciones, cada una tan grande como la primera y todas llenas de provisiones. Sobre su cabeza corrían los hilos de la electricidad, provistos de lámparas.

Llegó al extremo del pasillo, que formaba un ángulo desembocando en un túnel más pequeño al que se abrían una serie de celdas.

—No se mueva —le ordenó una voz a su espalda—. ¡Arriba las manos! ¡Bien altas!

Andrei levantó los brazos. Todo aquello había sido demasiado bueno para que fuera cierto. Andrei se llenaba de maldiciones porque con el entusiasmo del momento, al localizar el refugio se había olvidado de desatar el arma que llevaba a la espalda.

—Coloque ambas manos sobre la pared —ordenóle la voz. Andrei hizo lo que le mandaban—. Ahora vuélvase de cara.

Andrei se encontró mirando a una luz cegadora.

—¿Andrei Androfski?

—¿Es usted, Moritz?

—¿Cómo diablos se ha imaginado el emplazamiento de este refugio?

—Hemos atado cabos. Quite de ahí esa pistola condenada y aparte la luz de mis ojos.

—No quiera hacerme tomar decisiones precipitadas. No estoy seguro de si tengo que matarle o no. —Moritz dirigió el foco luminoso hacia una de las celdas—. Entre en mi oficina. Y para su gobierno, le diré que el arma que tengo en la mano es una escopeta.

Moritz encendió una linterna y se sentó detrás de la mesa. Tenía la barba canosa y el color anémico. Había perdido buena parte de su gordura. Continuaba apuntando la escopeta al pecho de Andrei, quien ni se fijaba, demasiado ocupado maravillándose de aquel despacho. Además de la instalación eléctrica, había un teléfono sobre la mesa y una emisora de radio de pocos vatios.

—¡Vaya instalación!

Moritz se encogió modestamente de hombros ante el cumplido.

—Tratábamos de proporcionar un buen servicio a nuestros parroquianos.

Lo malo es que ya no nos quedan parroquianos. No tenemos ninguno. A la mayoría de mis muchachos los cogieron en una redada. Sólo quedamos mi esposa, yo y unos pocos más. ¿Conoce a Sheina? Está dormida en la otra habitación. Esa mujer lo pasa todo durmiendo. Ni los tremendos golpes que daba usted en mi refugio han conseguido despertarla. Está enferma. Necesita un médico. Un cambio de vida.

—¿Cómo diablos hace funcionar las lámparas… y la emisora?

—Con un generador. ¿Qué otra cosa podría ser? Solía enviar mensajes a mis ayudantes de la parte aria, mediante una clave sencilla.

—¿Y el teléfono?

—Uno de mis muchachos trabajaba en la Telefónica. Hay un millón de maneras de burlar a la Compañía. Conectamos con una línea de los guardias ucranianos de la fábrica de cepillos, y hablamos

yiddish. Hasta el momento no han sido capaces de imaginárselo. No, Andrei. Lamento que haya encontrado usted este refugio, porque siempre le había tenido en mucha estima. Ha sido muy listo al localizar mi escondite, pero, naturalmente, tengo que matarle.

—No tan de prisa, Moritz. Es obvio, yo no habría dado este paso sin contar con una protección. ¿Ha oído hablar de las Fuerzas Judías Conjuntas?

Moritz levantó el rostro. Sospechaba que estaba a punto de ser cazado.

—Todavía me entero de lo que pasa.

—Ellos saben que estoy aquí y lo que busco.

—¡Ah, maldita sea! —exclamó Moritz «El Nasher», dejando la escopeta sobre la mesa con gesto de disgusto—. En el mismo minuto que le vi perforar la tubería para entrar en mi refugio me he dicho: «Este truhán es demasiado listo para venir a pecho descubierto». Ahora le pido que hable con Alexander Brandel. Él le dirá que he colaborado lealmente con ese organismo de los Huérfanos. En todos los tratos que hemos tenido me he portado honradamente.

—Moritz, por amor de Dios, deje de presentar excusas. ¿Es que yo le estoy acusando de algo?

Moritz «El Nasher» tenía hambre. Abrió el cajón superior de la mesa, sacó un paquete de chocolate alemán, lo desenvolvió, lo mordisqueó y se puso a lamentar la falta de fruta fresca.

—Ustedes querrán mi refugio, sin duda.

—Sin duda.

—Y comestibles por valor de setecientos mil

zlotys.

—Me duele de verdad, Moritz, créame.

—¡Qué patada en el trasero viene a ser la vida! Si no caes en manos de ese ladrón, caes en las de otro —filosofó Moritz.

Andrei le compadecía. Moritz «El Nasher» era un jugador, un contrabandista, un hombre que sólo existía gracias a su ingenio. Pero era también un realista completo. Sabía que le había cogido por sorpresa. Al menos, Andrei Androfski y las Fuerzas Conjuntas no le guardaban rencor. Quizá, tenía suerte, después de todo. Si le hubieran cazado primero la Milicia Judía o los alemanes…, le hubiera caído el telón… la Umschlagplatz… Moritz confiaba en que él y su esposa Sheina podrían terminar la guerra en Mila, 18. Tenían provisiones y medicamentos suficientes para pasar uno o dos años sin salir siquiera a la superficie. Pero ¿qué clase de vida era esa para un hombre? No ver nunca el sol. No tener con quien jugar a los naipes. Los caramelos se le estaban terminando. Siempre con el temor en el cuerpo de que en aquel mismo minuto, o en el otro, o el otro, los malditos perros alemanes le descubrían con el olfato.

—Permítame que le pregunte una cosa, Androfski —dijo Moritz—. ¿Fueron esas Fuerzas Conjuntas, o sea, ustedes, los que acribillaron a los alemanes en Zamenhof y Niska?

Andrei asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Y han sido ustedes los que han saldado las cuentas a Warsinski?

Andrei asintió de nuevo.

—¿Se disponen a trabajar en serio?

Andrei movió la cabeza afirmativamente por tercera vez.

—Permita que le diga una cosa. Uno trabaja, uno vive, uno se desenvuelve lo mejor que puede, pero nunca llega a digerir bien la idea de por qué le trataban continuamente a patadas. La semana pasada (desde la emboscada aquella), por primera vez en mi vida me he sentido orgulloso de ser judío.

—Así es como queremos salir todos de aquí.

Moritz levantó los hombros.

—De modo que quizá me alegro de que me hayan encontrado ustedes primero. Evidentemente, se da cuenta de que me tienen sobre una bomba.

—Evidentemente —convino Andrei.

Moritz mordisqueó otra pastilla de chocolate, un tanto aliviado de que la tensa vigilancia observada hasta entonces hubiera llegado a su fin.

—Moritz —dijo Andrei—, una cosa que las Fuerzas Judías Conjuntas necesitan es un intendente.

—¿Qué es un intendente?

—Una persona de temple que traiga provisiones.

—¿Quiere decir un contrabandista?

—No. El de intendente es un cargo respetable. Todos los ejércitos lo tienen.

—¿Qué tajada se me reserva?

—Ea, un ejército regular, como el nuestro, no actúa concediendo tajadas.

—¡

Oh vaya! ¡Qué día he tenido! Siempre me ha tocado dirigir negocios bonitos y limpios.

—Moritz, usted es un jugador de demasiada categoría para pasarse la guerra en un agujero. Nosotros tenemos médicos. Sheina contará con la asistencia debida. Y usted contará con un buen número de personas interesantes que compartirán este refugio.

—Ya lo creo que sí. Dígamelo sinceramente, Androfski. Ese cargo de intendente, ¿es importante? Quiero decir, ¿como un coronel de ulanos?

—En nuestro ejército es el más importante de todos —contestó Andrei.

Moritz suspiró resignado.

—Una condición. Nadie se meterá en pesquisas respecto a mis finanzas pasadas.

—Aceptado —contestó Andrei.

Los dos hombres se estrecharon la mano, y Moritz sacó una doble baraja descolorida de naipes, los revolvió y se puso a darlos.

—Antes de qué se trasladen ustedes aquí, vamos a jugar una partida de «sesenta y seis».

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