Mila 18

Mila 18


CUARTA PARTE » CAPÍTULO VII

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En el edificio de la fábrica de cepillos, los trabajadores, cual una procesión de hormigas, doblaban la espalda empujando grandes y pesadas carretillas. La hilera se movía en un círculo interminable desde el almacén de la madera a la sala de los tornos y a la de reunión.

Un esclavo demacrado llamado Creamski, que fuese como fuere, había conseguido continuar viviendo al cabo de diez meses de trabajo, cargaba la carretilla en la sala de los tornos con mangos terminados de cepillos de aseo. Luego empujaba la carga refunfuñando por el pasillo, caminando a paso de caracol. La sala de reunión contenía diez mesas de doce metros de largo cada una. Cada mesa tenía una serie de agujeros de diferentes dimensiones para meter las cerdas, atar los alambres y colocar los mangos. En cada mesa trabajaban cincuenta hombres.

Creamski empujó la carretilla hacia la mesa número tres: cepillos de aseo. De pie en el extremo de cada mesa había un «jefe».

—Están aquí —le susurró Creamski al «jefe» de aquélla.

En seguida empujó la carretilla a lo largo de la mesa, depositando varios mangos en cada banco.

—Están aquí —iba susurrando.

—Están aquí.

El aviso circuló por la hilera de obreros propagándose a la mesa vecina y a la siguiente:

—Están aquí.

—¡Eh, tú! —gritó desde la galería el capataz alemán—. ¡Date prisa!

Creamski se movió con mayor celeridad, vaciando la carretilla. En seguida dio media vuelta, la empujó fuera de la casa, recorrió el pasillo, dejando atrás la sala de tornos y entrando en el almacén de la madera.

Mientras le cargaban la carretilla de maderos, entró en la oficina del facturador.

—¡Ahora! —le dijo.

Entre los dos apartaron la mesa, dejando al descubierto una trampa en el suelo. Creamski la abrió.

—¡Ahora! —gritó adentro del negro agujero.

La cabeza de Wolf Brandel asomó fuera del túnel. Wolf salió rápidamente de la oficina del facturador, escudriñando con la mirada las largas y altas pilas de madera.

—Sacadlos fuera —ordenó el lampiño comandante.

Uno tras otro, cuarenta combatientes judíos emergieron del pasaje subterráneo. El refugio Franciskanska, unas manzanas de casas más allá, conectaba con el

Kanal. La compañía de Wolf había seguido la cloaca hasta un punto situado dentro del complejo de la fábrica de cepillos y había abierto un túnel hasta la oficina del facturador.

Con un ademán, el joven comandante dispersó a su fuerza, compuesta por diez mujeres y treinta hombres, hacia las posiciones prefijadas. Los soldados se escondieron detrás de la madera, con las armas preparadas. Wolf exhaló un profundo suspiro e indicó a Creamski con un movimiento de cabeza que volviese a la sala de reunión.

Creamski refunfuñó e hizo un esfuerzo para poner la carretilla en marcha. Al entrar en la sala de tornos hizo una señal con la mano de modo que pudiera ser vista por el «jefe» de una mesa de la sala de reunión. Todos los ojos estaban fijos en aquel «jefe», el cual movió la cabeza afirmativamente.

¡Clum! ¡Clum! ¡Clum! ¡Clum!

Los pies de los internos hirieron el suelo al unísono.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

Los obreros cogieron los mangos de madera y con ellos golpearon las mesas, armando un alboroto infernal.

—¿Qué pasa? —gritó el capataz por medio de un megáfono desde su jaula de la galería—. ¡Basta de ruido! ¡Basta! ¿Me oís?

¡Clum! ¡Clum! ¡Clum! ¡Clum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

El estrépito del edificio creció hasta salir al recinto.

—¡Guardias! —gritó el capataz en el teléfono de alarma—. ¡Guardias! ¡Edificio número cuatro! ¡Rápido!

Por todo el complejo hubo una erupción de una serie de pitidos breves para atraer a los guardias al edificio de reunión número cuatro.

El capataz cerró la puerta de barrotes de su oficina, sacó la pistola de la mesa y fijó la mirada en los quinientos pares de ojos enloquecidos clavados en él.

¡Clum! ¡Clum! ¡Clum! ¡Clum!

—¡Krebs morirá! ¡Krebs morirá! ¡Krebs morirá! ¡Krebs morirá! —salmodiaban los obreros.

Ucranianos, letones y estonianos salían de los cuarteles de guardia con látigos, armas y perros dirigiéndose a la carrera al punto de la insurrección.

La parte de la fuerza de Brandel escondida en el exterior del edificio les dejó pasar adelante. No había más que una sola entrada, la del pasillo principal. El joven comandante vio desde su puesto en la sala de tornos que el primer guardia entraba en la de reunión.

—¡Ahora!

Wolf y diez de sus combatientes penetraron en el pasillo y se enfrentaron con una masa de guardias. Los ucranianos se habían metido en una trampa. Una granada de tubo estalló en medio de ellos, seguida de un tableteo de disparos de pistola.

Los ucranianos del exterior retrocedieron apresurados en busca de la salida, pero los combatientes judíos que se encontraban fuera les cerraron el paso. Aquello fue una carnicería.

Media docena de guardias lograron penetrar en la sala de reunión. Los esclavos saltaron fuera de sus bancos y con furia comprimida atacaron a los atormentadores y a sus perros con las manos desnudas. En el espacio de pocos segundos, guardias y perros cayeron muertos a porrazos, cubiertos de salivazos y patadas, despanzurrados y decapitados.

La turba de obreros volcaba los bancos y los destrozaba, rompía los tornos con los martillos.

—¡Krebs! ¡Krebs! ¡Krebs! ¡Krebs!

Al capataz se le saltaban los ojos del rostro, loco de miedo, encerrado en su propia cárcel. La turba subía a la galería en su busca. ¡No había modo de escapar!

—¡Krebs! ¡Krebs! ¡Krebs! ¡Krebs!

Krebs se aplicó el cañón de la pistola a la boca y apretó el gatillo al mismo tiempo que los brazos tendidos de los esclavos pasaban por entre los barrotes para cogerle.

Ana Grinspan, al frente de una compañía del distrito Central, era el comandante femenino de más alto rango del gueto. Su compañía la integraban los diversos grupos y constituía la prueba concluyente de que se había conseguido la unidad total. Treinta y dos combatientes procedían de los bathyranos, Poale Sión, Gordonia, Dror, Comunistas, Akiva, Hashomer Hatzair, Hechalutz y el Bund. Tenía incluso siete sionistas Mizrachi religiosos, que no podían seguir apechugando con la pasividad de la Agudah Ortodoxa.

El objetivo secundario que se perseguía en la fábrica de cepillos lo constituía la confiscación de la flota de cinco camiones. En seguida que tuvieron segura en sus manos la fábrica de cepillos, Wolf entregó los camiones a Ana, la cual puso en marcha un plan establecido. Cada camión contaba con un chofer, cuatro combatientes y cierto húmero de esclavos liberados.

Con aquellos camiones recorrieron todos los almacenes que quedaban, todas las tiendas estaciones sanitarias, panaderías, y escondites particulares del gueto que contuvieran algo aprovechable para las Fuerzas Conjuntas. Después de cargar rápidamente bajo la protección de los combatientes, los camiones se dirigieron hacia una serie de refugios pequeños dispersos por todo el gueto.

No se permitían protestas ni conversaciones.

—¡Cargad! ¡En marcha!

Y partían.

Así transportaron hasta el último saco de harina y la última migaja de alimento.

Uno de los refugios del mando central se hallaba emplazado casi debajo mismo de los cuarteles de la Milicia Judía, donde los combatientes tenían los cuarteles bajo su vigilancia. Simon Eden ordenó un asalto a fin de capturar media docena de milicianos.

Los prisioneros fueron arrastrados al nuevo centro de mando de Mila, 18, a presencia de Alexander Brandel, quien había redactado una lista de personas acusadas de haberse dedicado a operaciones ilegales. Los milicianos capturados declararon y firmaron rápidamente todo lo que sabían acerca del paradero de aquella gente.

Escuadras de combatientes judíos procedieron a una serie de incursiones, sacando una tras otra a todas las personas comprendidas en la lista. A los colaboracionistas más notorios los ejecutaron. A los otros les impusieron multas.

—A ti se te impone una multa de diez mil

zlotys por facilitar informaciones a los alemanes.

—A ti te imponemos una multa de veinte mil

zlotys por colaborar con la Milicia Judía.

—A ti te corresponde una multa de diez mil

zlotys por no haber protegido a los judíos que llevaban a la Umschlagplatz, habiendo estado en condiciones de avisarles.

Tales multas eran cobradas en el mismo momento, bajo pena de muerte, sin admitir discusiones.

Rodel, el achaparrado y macizo comandante del sector sur, había sido un miembro destacado del partido comunista la mayor parte de su vida adulta. A él le parecía irónico que el refugio en que tenía el mando estuviera emplazado debajo de la Iglesia de los Conversos, con conocimiento pleno del padre Jakub.

Además, la guerra había empujado a entrar en extrañas alianzas con los sionistas laboristas, que sostenían puntos de vistas completamente distintos a los suyos. El sionismo era el opio del pueblo judío, había dicho Rodel en numerosas ocasiones. No obstante, no sólo colaboraba con los sionistas laboristas sino con los revisionistas de Jabotinski, a los que consideraba fascistas, y con elementos religiosos, a quienes consideraba mentalmente ineptos. Para Rodel era una guerra extraña, pero no más extraña que el hecho de que la Unión Soviética y los Estados Unidos lucharan aliados.

Desde el momento del asesinato de Warsinski, Rodel ordenó a los obreros de la fábrica de uniformes que sabotearan el producto. En los días siguientes, los uniformes salían de Varsovia con las mangas y los cuellos cosidos, cerrados. Botones sin ojales, y costuras que se descoserían al menor esfuerzo.

Una hora después de haber caído la fábrica de cepillos en manos de Wolf Brandel, Ludwing Heinz, el gerente de la de uniformes, envió un mensaje a Rodel por conducto del padre Jakub avisándole de que los guardias lituanos habían huido. Heinz, un hombre de raza alemana, era una de un número infinitésimo de personas que manifestaban cierta dosis de humanidad hacia los trabajadores esclavos que tenían bajo su mando. Dentro de las estrechas limitaciones de su situación, se le reconocía que había salvado buen número de vidas. Heinz anduvo sin que nadie le agrediera hasta la esquina de las calles Nowolipki y Karmelicka para abrir las puertas principales y dar entrada a los combatientes judíos.

—Me alegro de que mi papel en esta función haya terminado —le dijo a Rodel.

El comunista meneó la calva y brillante cabeza.

—Es una guerra extraña —dijo—. Dentro de sus medios, usted ha sido honrado. Las Fuerzas Conjuntas me ordenan que le acompañe y le proteja hasta las puertas del gueto.

—Me alegro de que esto haya terminado —repitió Ludwing Heinz.

—Vámonos —respondió Rodel, señalando en dirección a la Puerta Leszno, dos manzanas más allá.

Mientras Ludwing Heinz se volvía, Rodel sacó la pistola rápidamente y le golpeó con el cañón detrás de la oreja. Heinz cayó de bruces, inconsciente. Rodel se inclinó, le desgarró parte de las ropas y le ensangrentó la cara con una serie de golpes.

—Muy bien —ordenó a dos de sus hombres—. Llevadle hasta la Puerta de Leszno y arrojadle fuera. Lamento haber tenido que golpearle, pero ha sido por su propio bien. Si hubiera salido completamente ileso, los alemanes sospecharían de él. De este modo, quizá tengan la impresión de que escapó por milagro.

Mientras los otros se llevaban a Heinz, Rodel movió la cabeza y repitió:

—Es una guerra extraña.

Samson Ben Horin, comandante de la compañía Jabotinski de revisionistas, había permanecido fuera de la jurisdicción de las Fuerzas Judías Conjuntas, pero los acontecimientos del día le impulsaron a mirar al ejército de Eden con un respeto nuevo. Por ello envió un enlace a Simon con el ofrecimiento de establecer contacto con su refugio y cooperar dentro de ciertos límites.

Simon no tardó en hallar una misión muy del agrado de Ben Horin.

El último día del mes de enero, Samson Ben Horin dirigía una compañía mixta —mitad revisionistas y otra mitad Fuerzas Conjuntas— por las tuberías de las cloacas hasta cruzar la pared e internarse en el sector ario. Escogió la hora de la corriente más baja en el Vístula, cuando las aguas sucias sólo llegaban hasta la rodilla. Utilizando el plano de la red de cloacas que poseía Eden, no tenían que recorrer sino un espacio de un kilómetro y medio. El grupo de Ben Horin se detuvo debajo de una boca próxima al Ministerio de Finanzas.

Tres enlaces de la parte aria les esperaban. Uno iba vestido de peón de limpieza de las cloacas, el segundo estaba sentado en el banco del conductor de un carromato aparcado, y en tercero vigilaba en una esquina que le permitía observar el Banco Alemán de la calle Orla.

Era la víspera del día que pagaban a la guarnición alemana. A las doce en punto un camión acorazado del Ministerio se pararía para depositar parte de la nómina en el Banco.

El espía señaló la llegada del camión acorazado.

El carromato tirado por caballos se apartó de la acera y se detuvo junto a la boca de la cloaca. Del carromato salió una larga escalera, que descendió hasta el fondo. Samson Ben Horin sacó a su grupo de la cloaca. Sus componentes se dispersaron con pasmosa rapidez a fin de poder cerrar a la vez los dos extremos de la calle Orla, que no tenía sino la longitud de una manzana de casas.

Una docena de soldados alemanes montaba guardia alrededor del camión, delante del Banco. Los sacos de dinero empezaban a pasar hacia el interior del edificio.

Samson Ben Horin arrojó una granada «balón

matzo» de fabricación casera, que describió un arco por el aire y fue a dar contra la cubierta de la rueda delantera derecha del camión.

En todas direcciones volaron pernos y tuercas, hundiéndose en los cuerpos de los alemanes.

Una segunda granada.

Una tercera.

La mitad de los alemanes estaba en el suelo retorciéndose con las entrañas llenas de hierro. El camión no podía arrancar, pero los guardias de su interior respondieron con disparos.

Una botella incendiaria fue a romperse contra el costado del vehículo, encendiéndose en llamas y obligando a salir a los defensores.

Samson Ben Horin hizo seña a sus hombres para que convergieran. Los judíos entraron por los dos extremos de la calle Orla. Los alemanes se encontraban acorralados contra la pared y el camión en llamas. Unos pocos buscaron la salvación metiéndose dentro del Banco.

La mitad de los asaltantes se dedicaron a recoger todos los sacos de dinero que había a la vista. La otra mitad penetró en el Banco y obligó a los empleados a que les abrieran las cámaras. A los ocho minutos de haber salido de la cloaca, los judíos desaparecían por el mismo camino llevándose más de un millón de

zlotys.

Simon Eden denominaba estas acciones un «entrenamiento práctico» para enseñar a su ejército que el invulnerable enemigo era ciertamente vulnerable.

Al cabo de una semana de la emboscada de Andrei en las calles Niska y Zamenhof, que fue la señal del levantamiento, las Fuerzas Judías Conjuntas habían purgado el gueto de colaboracionistas, añadido millones a su tesorería, dominado las calles, confiscado toneladas de comestibles, destruido las dos fábricas más importantes operadas con trabajo esclavo, y libertado a los obreros.

Quedaban dos grandes tareas. La Milicia Judía, acobardada en sus cuarteles, y la Autoridad Civil. La acción meramente vengativa de acabar con la Milicia Judía tuvo que ceder la preferencia, por consideraciones de índole más práctica, a la de ajustar las cuentas a la Autoridad Civil Judía.

El 1.º de febrero de 1943, al alba, ciento cincuenta hombres y mujeres de las Fuerzas Conjuntas rodearon el edificio de la Autoridad Civil Judía. Simon Eden derribó las puertas y entró con cincuenta combatientes.

Desde su despacho del tercer piso, Boris Presser contemplaba la escena en compañía de su ayudante, Marinski.

—Sal a la antesala —apresuróse a ordenarle Presser—. Páralos. Evita que entren aquí.

Presser se sentó detrás de su mesa y trató de pensar. Había telefoneado todos los días a Rudolph Schreiker para darle cuenta del crecimiento de las Fuerzas Conjuntas. Matanzas por las calles, asesinatos, saqueos, expoliaciones. Boris estaba seguro de que estas acciones terminarían por provocar unas represalias asesinas por parte del Cuerpo Reinhard, pero pasaba otro día, y otro, y otro, y no ocurría nada.

Cada día su gente se amontonaba en el edificio de la Autoridad Civil, junto con sus familias, tratando de empujarle a tomar una decisión. A Boris no le gustaban las decisiones, ni las complicaciones. De la ambigüedad había hecho una profesión. Los alemanes le habían explicado repentinamente cómo debía portarse. Y él seguía el consejo. Tenía siempre la excusa prefabricada de levantar los brazos al cielo y exclamar: «¿Qué podía hacer yo?».

Marinski entró de un salto en el despacho gritando, casi incoherente:

—¡Deténgalos! ¡Se llevan a nuestras familias!

—Deja de gritar. Los gritos no servirán para nada. Sal ahí fuera y procura que Eden no entre.

Boris cerró la puerta con llave y corrió al teléfono. Primero a Schreiker, luego a la Milicia. La línea estaba silenciosa. Presser golpeó el aparato con desesperación. Nada. Frotándose las sienes para librarse de su martilleo, se deslizó hacia la ventana. Mujeres y niños, familias de la Autoridad Civil, eran sacados a la calle bajo la amenaza de los rifles. Un estrépito en la antesala. Unas llamadas autoritarias a la puerta.

«Demórate…, procura ganar tiempo…, discute…, demora…».

Boris abrió la puerta. Simon Eden se plantó ante él. Negros los ojos. Alto, membrudo, resuelto. Simon se inclinó sobre aquel hombre más bajo, abrió la puerta de par en par y paseó una mirada por la oficina. Luego entró y entornó la puerta detrás de sí, dejando fuera a Marinski, que estaba demasiado aterrorizado para protestar del apresamiento de su esposa y su hija.

Boris retrocedió, reuniendo todas sus facultades para conservar el dominio de sí mismo y no manifestar miedo.

—Protesto de este desacato a la Autoridad Civil —dijo.

Simon no le hizo caso. Sus ojos tenían una expresión casi de hastío.

—No tenéis derecho a meteros aquí dentro y secuestrar a nuestras familias. No tenéis derecho a tratarnos como colaboracionistas.

Boris tanteaba con objeto de encontrar un punto de discusión.

Simon no estaba para debates.

—La Historia juzgará a la Autoridad Civil —replicó, secamente.

«Cuidado, cuidado… No le enojemos», se decía a sí mismo Presser.

—Debe comprender que no estoy autorizado personalmente para reconocer en usted categoría alguna —esgrimió Boris.

—Basta con que la reconozca a lo que sale de la punta de este hocico. Es muy simple. Tenemos en nuestro poder a sus familias. Queremos el tesoro de ustedes.

Gotas de sudor asomaron en el labio superior de Boris Presser. Negarse equivaldría a confesar que era verdaderamente un muñeco de los alemanes, porque lo cierto era que actualmente las Fuerzas Judías Conjuntas representaban la única autoridad del gueto. Pero si se doblegaba a tratar con Eden, cuando regresaran los alemanes le castigarían. Boris estaba entre la espada y la pared. Abriendo los brazos con gesto benévolo, dijo:

—Como hombre que conoce la estructura de las organizaciones, usted, Simon, se da cuenta sin duda de que yo no soy quien dispone de nuestro insignificante tesoro. No tengo medio alguno para hacer nada en este sentido.

—Búsquelo —le interrumpió Simon—. Dentro de una hora depositaremos tres cadáveres en las escaleras de la puerta de este edificio. Uno será el de un miembro de su familia de usted. A cada hora que transcurra serán pasados por las armas otros tres rehenes, hasta que entreguen ustedes dos millones de

zlotys a las Fuerzas Conjuntas.

Marinski, que escuchaba al otro lado de la puerta, irrumpió en la habitación.

—¡Dele el condenado dinero!

Boris se moría de ganas de beber un sorbo de agua para aliviar la reseca garganta, pero sabía que si levantaba un vaso de su temblorosa mano derramaría el líquido.

—Permítame que discuta el caso con la junta —dijo, continuando en su papel de hombre razonable—. Esto presenta una multitud de problemas legales delicados. Fíjese bien, yo creo que será posible resolverlos, pero la demanda resulta un tanto repentina. Deje que la desmenucemos. Les presentaremos un compromiso aceptable.

Simon Eden le miró con una expresión definida de disgusto.

—No tiene otra alternativa —le dijo.

Y antes de que Boris Presser pudiera tomar la palabra de nuevo, salió.

Una hora después, Simon recibía los dos millones de

zlotys, la mitad procedentes del esquilmado tesoro y la otra mitad confiscada en concepto de rescate de la fortuna particular de cada uno.

—Yo me pronunciaba por arrojarle a usted en la Puerta Staci con Piotr Warsinski —dijo Simon, impasible—. Pero Alexander Brandel es un soñador. Él cree en la justicia poética de obligarles a usted y a su gente a cavar madrigueras en el suelo y vivir como todos…, del mismo modo que lo hemos hecho los demás.

Los combatientes judíos dejaron en libertad a los rehenes. Con el gesto de Boris Presser, la Autoridad Civil perdió definitivamente toda posibilidad de seguir siendo un instrumento útil a los alemanes.

Boris Presser y los demás que habían servido de mandaderos de los ocupantes fueron arrojados de allí y soltados para que pasaran el resto de sus días despreciados y escarnecidos por su propio pueblo y por el enemigo a un mismo tiempo.

La mañana siguiente aparecieron unos cartelones clavados en la puerta principal del abandonado edificio de la Autoridad Civil y pegados en las paredes de todos los barrios del gueto.

¡¡ATENCIÓN!!

EN ESTA FECHA 1.º DE FEBRERO DE 1943, LA AUTORIDAD CIVIL JUDÍA QUEDA DISUELTA, ESTE gueto ESTA BAJO LA AUTORIDAD ÚNICA Y ABSOLUTA DE LAS FUERZAS JUDÍAS CONJUNTAS. HAY QUE OBEDECER SUS ORDENES SIN RESERVA DE NINGUNA CLASE.

FIRMADO:

ATLAS,

Comandante de las Fuerzas Judías Conjuntas JAN,

Comandante Ejecutivo

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