Mila 18
CUARTA PARTE » CAPÍTULO VIII
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Anotación en el diario
¡La Estrella de David ondeaba sobre el gueto de Varsovia!
El 2 de febrero de 1943 se rindió en Stalingrado el Sexto Ejército alemán. Por primera vez tenemos la sensación de que Alemania perderá la guerra. Pero ¿con qué rapidez se retirará el agua salida de madre?
Ninguno de nosotros está tan loco que crea que vivirá bastante para ver un Estado judío en Palestina, pero hemos hecho sonar la gran trompeta del retorno. Un ejército judío domina el primer pedazo de suelo judío autónomo después de cerca de dos mil años de dispersión. Nuestra «nación» tiene solamente unas cuantas manzanas de edificios y sabemos que no las retendremos mucho tiempo, más, como dice Tolek Alterman, «esto es sionismo viviente». Pase luego lo que pase, por el momento somos un pueblo orgulloso y libre.
La primera «capital» de nuestro «Estado judío» se encuentra en Mila, 18. Voy a describirla. Hay seis habitaciones grandes, a las que damos los nombres de los seis campos de exterminio. Las habitaciones Belzec y Auschwitz albergan a ciento veinte combatientes de dos compañías, una de Bund y otra bathyrana. Este grupo está bajo el mando personal de Andrei (además de los otros servicios que tiene que prestar).
Majdanek es la habitación que se encuentra a lo largo del Kanal. Las Fuerzas Conjuntas decidieron por votación reservar ese cuarto (y varios otros por todo el gueto) para el uso exclusivo de tantos niños como podamos atender. Hemos reunido cuarenta, A ninguna otra cosa se le concede prioridad sobre la continuación de la tarea de Huérfanos y Ayuda Mutua. Tan pronto como podemos colocar a esos niños en el sector ario, buscamos otros para traerlos a Majdanek. Aunque Rachael Bronski vive en el refugio de Franciskanska (bajo el mando de Wolf… Estoy muy orgulloso de él. ¡Pensar que un soldado y un jefe de su temple sea hijo mío!), pasa mucho tiempo ocupada en la operación «niños». Llevamos adelante un programa de enseñanza y de juegos. Por la noche les dejamos salir para que hagan ejercicio y respiren aire puro. Roguemos a Dios que unos cuantos de estos chiquillos puedan sobrevivir. Son nuestra cosecha.
Treblinka contiene alimentos y es el «hospital» del mando central (dos médicos, cuatro enfermeras). Sobibor cobija a familiares de los combatientes y a los pocos intelectuales que hemos podido salvar, una miscelánea de escritores, científicos, artistas, teólogos, historiadores y profesores que representan la última voz de nuestra cultura agonizante.
Chelmno sirve de arsenal y de taller de fabricación de municiones. Jules Schlosberg y una docena de trabajadores preparan y almacenan bombas incendiarias y granadas. (Las armas verdaderas, es decir, pistolas y rifles, escasean tanto como siempre).
El segundo pasillo está lleno de celdas más pequeñas, a las cuales hemos bautizado asimismo en «honor» a los campos menores.
Stutthof es un cubículo que guarda el generador; Poniatow contiene la oficina y la residencia de Simon, Andrei, Tolek (oficina de operaciones y entrenamiento) y Christopher de Monti. En Stutthof hay otros dos catres para el operador de radio y el telefonista de guardia. Trawniki es una celda chiquita reservada exclusivamente para cuarto del rabí Solomon. Es el último que queda en el gueto. El padre Jakub me dice que la Iglesia esconde al rabí Nahum.
Dachau lo compartimos Moritz y Sheina Katz, Sylvia y yo. (¡Vaya sujetos privilegiados somos!).
Nuestro número varía, pero el límite máximo es el de doscientas personas. Gracias a los ingeniosos cerebros de la desaparecida cuadrilla de Moritz «El Nasher», la circulación de aire por medio de respiraderos no es demasiado mala. El generador eléctrico para el alumbrado lo empleamos lo menos que podemos. Se nos hace difícil obtener petróleo, y lo necesitamos para las botellas incendiarias. La mayor parte del tiempo utilizamos velas. Pero las velas queman el oxígeno.
Mila, 18, tiene seis entradas: la cloaca contigua al cuarto de los niños, una estufa movible que hay arriba, en la casa, y cuatro túneles en direcciones distintas que se alejan de treinta a cien metros de Mila, 18.
El crecimiento de nuestro ejército es casi nulo. Pocos quedan en el gueto aptos para combatir. En segundo lugar, la escasez de armas sigue tan grave como siempre.
Nuestras fuerzas, combinadas con los tres grupos de revisionistas de Nalewki, 37 (Jabotinski, Chayal y Trumpledor), arrojan un total de seiscientos soldados. Menos de uno de cada tres disponen de un arma de fuego. Las operaciones de la semana pasada han mermado seriamente nuestras municiones. Tenemos un promedio de menos de diez cargadores por arma.
Nuestro «intendente», Moritz «El Nasher», hizo ayer su primera adquisición importante: varios centenares de pares de botas. Las botas, símbolo durante largo tiempo de la opresión alemana, se han convertido en un símbolo de nuestro reto. Por estos días en Polonia sólo los hombres fuertes llevan botas. Simon comprendió que serían un gran factor para levantar la moral.
Las Fuerzas Judías Conjuntas trabajan en tres actividades. Un tercio presta servicio de guardia en los tejados y formando patrullas móviles. Otro tercio construye refugios subterráneos. Otro tercio recibe instrucción militar. Los comandantes (Eden, Androfski y Rodel, y a veces Ben Horin) han montado un sistema de lucha en los tejados basado en la táctica de las emboscadas. Las compañías ocupan refugios alternos, de modo que cambiamos continuamente nuestras posiciones. La clase está en la formación incesante de un experto sistema de enlaces a fin de mantener las comunicaciones intactas. Aunque hemos procedido durante varios días a combates simulados de entrenamiento, la pregunta principal sigue sin contestar: ¿Podrá este ejército mal apañado y con tan pocas armas mantener su disciplina cuando se encuentre en fuego? ¿Esos soldados inexpertos tendrán coraje suficiente, y habilidad bastante para improvisar, de modo que hagan verdadera mella en el mayor poder militar que el mundo haya conocido nunca?
Resistir al menos una semana parece una tarea imposible, pero se respira un aire inconfundible de optimismo. La moral es espléndida. Entre la población superviviente se contagia un nuevo sentimiento de dignidad.
Esperamos al enemigo. Sabemos que esta lucha por la libertad es una lucha sin esperanza. Pero ¿es que la lucha por la libertad termina verdaderamente alguna vez? Andrei tiene razón. Todo lo que nos queda es el honor y el deber histórico de librar nuestra batalla en este momento.
ALEXANDER BRANDEL
Partiendo de Mila, 18, se había construido un ingenioso circuito telefónico a través de las cloacas, enlazando directamente con los otros puestos de mando: el de Wolf Brandel en el refugio Franciskanska, y el de Rodel debajo de la Iglesia de los Conversos. Media docena de teléfonos, principalmente en fábricas alemanas, eran utilizados cuando llegaba la ocasión para comunicar con los del otro lado del muro, junto con la emisora de radio de poca potencia.
Tolek Alterman dormitaba en su catre cerca del teléfono de la oficina del comandante de Poniatow, en Mila, 18.
Sonó el timbre. Tolek tomó impulso y se sentó. Desde que había cesado de pasar al sector ario, se había dejado crecer el cabello de nuevo. Despejándoselo de los ojos, buscó a tientas el receptor.
—Jerusalén —dijo—. Roberto al habla.
—Hola, Roberto. Aquí Tolstoi, en Beersheba. —Tolek reconoció la voz de toro de Rodel—. Ponme con Atlas.
Andrei, que estaba de pie detrás de Tolek, recorrió a toda prisa el pasillo que conducía a Chelmno, donde Simon se interesaba inquieto por los planos de la mina «balón matzo» que estaba trazando Jules Schlosberg.
—El teléfono —dijo—. Es Rodel.
—Hola, Beersheba. Aquí Atlas, en Jerusalén.
—Hola, Atlas. Tolstoi, de Beersheba. Mis ángeles ven a las Doncellas del Rhin y a sus Cisnes en Stalingrado. Un millar de botellas. Parece que vienen a cruzar el mar Rojo.
—No bebáis vino a menos que os lo ofrezcan.
—
Shalom.
—
Shalom.
Simon dejó el teléfono y dirigió una mirada a Tolek y Andrei.
—Lo he oído —dijo este último. Y se fue rápidamente a Belzec y Auschwitz.
—¡Hala! ¡Subamos arriba! ¡A los tejados!
Los combatientes empuñaron las armas y se apiñaron hacia la escalera de mano que los llevaría por el camino de la estufa a Mila, 18.
—De prisa, de prisa —los animaba Andrei.
Alex salió con paso inseguro de su celda, despertando de un profundo sueño.
—¿Un ejercicio, Andrei?
—Nada de ejercicio. Vienen los otros.
—¡Enlaces! —bramó Simon Eden.
Una docena de muchachos adolescentes, veloces y osados, se arracimaron en la entrada de Poniatow. Simon irguió ante ellos su aventajada estatura.
—Los alemanes se concentran en masa delante de los cuarteles, junto con sus auxiliares. Esperamos que entrarán por la Puerta de Zelazna. Son un millar. Avisad a todas las compañías. No disparéis a menos que disparen primero contra vosotros. ¡Rápido!
Los ratones del gueto partieron de estampida por las seis salidas para dar la voz de alarma a los refugios dispersos.
Andrei estaba viendo como el último de sus hombres subía por la escalera hacia la estufa del piso. Stephan, el enlace personal de Andrei, seguía a su tío como si estuviese pegado a él. Andrei asomó la cabeza en Poniatow. Simon tenía miedo. Andrei le dio una vigorosa palmada en el hombro.
—No dispararemos hasta que nos llegue el olor de su aliento —le aseguró—. No te inquietes.
—Pronto lo veremos —contestó Simon—. Ojalá pudiera estar allá arriba contigo.
Andrei se encogió de hombros.
—Tal es el destino de un comandante —dijo, y se alejó seguido de Stephan, que le pisaba los talones.
Tolek corría de un extremo a otro del túnel.
—¡Parad el generador! ¡Situación de combate! Deborah, ten a los niños callados. Rabí, debo pedirle que rece en silencio. Moritz, la partida de naipes ha terminado por el momento. ¡Preparados…, todo el mundo preparado!
Cuando el generador paró y las luces se apagaron, Adam Blumenfield, de guardia en la radio, conectó en las baterías.
Bip…, bip…, bip…, bip…, oyó con los auriculares. Entonces se los quitó y llamó en la oscuridad.
—¿Está aquí, Simon?
—Aquí estoy.
—La radio confirma. Los alemanes están en marcha.
Bip…, bip…, bip…, bip…, advertía la emisora móvil desde la parte aria.
Simon encendió una cerilla y transmitió la llama a la vela de encima de la mesa. Luego golpeó la palanca del teléfono.
—Haifa… Oye, Haifa.
—Aquí Haifa.
—Aquí Atlas de Jerusalén. Déjame hablar con el Maestro de Ajedrez.
—El Maestro de Ajedrez al habla —respondió Wolf desde el refugio de Franciskanska.
—Las Doncellas del Rhin están en Stalingrado. Un millar de botellas. Vienen a través del mar Rojo. No bebáis vino a menos que os lo ofrezcan.
—¡Oh, chico!
Simon colgó. Veía a Tolek y Andrei en el límite del círculo de luz de la vela. Había llegado la hora de angustia para el comandante: esperar en la oscuridad. La prueba decisiva estaba allí. Reinaba un silencio mortal. Hasta los interminables rezos del rabí Solomon se redujeron a un callado movimiento de los labios.
Cruzando patios desiertos, saltando por los tejados, abriéndose paso por el agua sucia, subiendo y bajando veloces como flechas por escaleras abandonadas, los enlaces de Mila, 18, iban de un escondite a otro para poner en guardia a los combatientes. Las compañías se movían en medio de un silencio fantasmal hacia sus posiciones detrás de las ventanas, sobre los techos, en el abrigo de las cloacas. Sí, todo ello exactamente igual que un ejercicio de entrenamiento.
En las calles reinaba la misma quietud que en la faz de la luna. De los tejados caían revoloteando unas cuantas plumas arrastradas por los soplos del viento. Unos ojos escondidos vigilaban aquella inmovilidad etérea.
Un ruido apagado de tacones chocando con los guijarros del empedrado. Clum…, clum…, clum…, clum…, clum…
Las SS de la entrada de Zelazna, parapetadas detrás de los nidos de ametralladoras, salieron a escape para quitar la puerta de alambre espino que cerraba el paso.
Rodel observaba desde la ventana de la fábrica de uniformes la erizada valla junto a la que los soldados en marcha, con sus negros uniformes, iban desfilando con el movimiento sacudido de una película que se interrumpe. El color pardo de los uniformes de los auxiliares avanzaba a un paso menos seco. Rodel los seguía con la mirada, apretando los dientes en su cara de luna. Las fuerzas enemigas seguían desfilando incesantemente.
—Hola, Beersheba —telefoneó Rodel a su refugio—. Aquí Tolstoi. Avisa a Jerusalén que las Doncellas del Rhin y sus Cisnes han dejado atrás la Tierra de Gosén. Los dirige Brunhilde. Ahora suben por el río Jordán.
Andrei Androfski miró hacia uno y otro lado de los tejados a sus combatientes dispersos y quedó satisfecho al ver que se habían desplegado adecuadamente. Una vez en los tejados, el Mando Conjunto podía tener a sus compañías en comunicación mediante postes de señas de un tejado a otro. La compañía de Ana Grinspan envió el mensaje de que los alemanes avanzaban calle Zamenhof arriba casi en el mismo momento en que el mando de Rodel telefoneaba la misma noticia a Simon Eden.
Andrei se arrastró hasta la esquina que daba encima del cruce de las calles Mila y Zamenhof, seguido inmediatamente de Stephan, y se dobló hasta colocarse en una posición que le permitiese observar la calle Zamenhof mediante unos anteojos de campaña.
Mientras enfocaba bien los anteojos, Andrei murmuró para sí:
—Brunhilde en persona. Stutze. ¡Qué bonito!
¡Clum! ¡Clum! ¡Clum! ¡Clum! Los tacones de las botas golpeaban el suelo y su eco resonaba en las conchas vacías de los edificios.
—¡Alto!
Las SS, la Wehrmacht y los Auxiliares rompieron filas, y se dispersaron por la esquina de las calles Zamenhof y Gensia, bajo los ojos y las armas de la compañía de Ana Grinspan.
Con el enemigo a tres manzanas de casas de distancia, Andrei cambió de posición, corriendo el riesgo de quedar un poco más al descubierto para poder ver mejor la calle. Entonces vio que los alemanes rodeaban el edificio de la Autoridad Civil y los cuarteles de la Milicia Judía. Los hombres de las SS irrumpieron en el abandonado edificio de la Autoridad Civil. A los pocos minutos observó una desorientada reunión de mandos en medio de la calle Zamenhof. Stutze señalaba y vociferaba.
—Hola, ¿qué es aquello? —susurró Andrei.
Milicianos judíos aparecían en la calle por primera vez desde que el terror los hizo encerrarse en sus cuarteles. Pero ahora salían delante de la punta de las bayonetas de la Wehrmacht. Varios milicianos, seguramente de alguna graduación, fueron sacados del rebaño general y metidos a golpes en el edificio de la Autoridad Civil.
Los estampidos de unas pistolas ametralladoras rasgaron el aire.
—¡Enlace! —llamó súbitamente Andrei.
Stephan se arrastró a su lado.
—Lleva un mensaje a Simon. Los alemanes están metiendo en una redada a la Milicia Judía. A algunos miembros de ésta los ejecutan en el edificio de la Autoridad Civil. Por lo visto no saben que la Autoridad Civil ha desertado. Es de prever que los alemanes llevarán a la Milicia calle Zamenhof arriba, directamente hacia la Puerta de Stawki y la Umschlagplatz. Necesitamos instrucciones.
Stephan repitió el mensaje y luego marchó por el centro del tejado en busca del camino más corto, que era el que pasaba por la claraboya de Mila, 18, y descendía por las escaleras hasta el refugio, donde apareció en el mismo momento que el enlace de Ana Grinspan, el cual traía un mensaje idéntico.
Simon dirigió una mirada a Tolek y Alex.
—Andrei pide instrucciones —dijo Stephan.
Los alemanes harían desfilar a la Milicia Judía bajo las armas reunidas de las compañías de Alfred y de Wolf, cerca de la Puerta Stawki. Había en la calle mil alemanes. Serían lo mismo que palomitos atados. ¿Debería empezar la rebelión con aquella nota: la de salvar a judíos? ¿No sería una justicia poética e histórica ver a aquellos vampiros conducidos a la Umschlagplatz, del mismo modo que ellos habían llevado allí a las personas de su propia carne, de su propia sangre? Un arranque que diera oportunidad a aquellos canallas para dispersarse y esconderse sólo serviría para disminuir la provisión de municiones de las Fuerzas Conjuntas.
¡Decisión del mando! «Santo Dios. Ojalá estuviera aquí Andrei para tumbarme de espaldas de un golpe». Tolek y Alex continuaban observándole a la confusa claridad. Simon inspiró profundamente un par de veces. Los alemanes se encontraban enjaulados como quizá no volvieran a estarlo nunca. Pero ¿no se necesitaba precisamente el mismo coraje para tomar la decisión de dejarles salir del gueto y conceder así a sus combatientes un día, una semana, diez días que les permitieran reunir más municiones?
—Dile a Andrei que guarde una disciplina absoluta. Que les dejen pasar. —Simon hizo girar la manivela del teléfono para confirmar su opinión—. Aquí Jerusalén. Atlas al habla. Las Doncellas del Rhin están en el Palacio de Herodes y se llevan a Korah y Absalom a Egipto. Dejadlas pasar.
En el refugio de los revisionistas de Nalewki, 37, Samson Ben Horm se enfrentaba con el jefe del grupo Chayal, que ocupaba los tejados de la calle Zamenhof, cerca de la compañía de Ana Grinspan. El oficial del Chayal, Emanuel, le espetó a Ben Horin:
—¡Nosotros no les dejaremos pasar!
Samson Ben Horin se acarició la barba recién crecida. Le gustaba. El enlace del cuartel general de Eden miraba, ora a Ben Horin, ora al oficial de grupo.
—No estamos obligados a obedecer las órdenes de Eden —insistió este último.
—Estás obligado a obedecer las mías —replicó Ben Horin—. Y se da la coincidencia de que son las mismas. Deja pasar a los alemanes.
Emanuel estaba furioso.
—¡Los alemanes se encuentran en una trampa!
Ben Horin se encogió de hombros.
—¡Eres un lacayo de los sionistas laboristas! —gritó Emanuel.
—Si no sabes obedecer te relevaré del mando en este mismo instante —amenazóle Ben Horin, enojado.
Emanuel se enfurruñó, contuvo la ira, calmóse y volvió a su puesto, afligido al ver que Ben Horin había adoptado una actitud en consonancia con la de las Fuerzas Conjuntas.
¡Clum! ¡Clum! ¡Clum! ¡Clum!
Andrei se arrastró tan cerca del borde del tejado como se lo permitió su osadía y miró a su gente. Las manos sudorosas de los combatientes se cerraban con fuerza alrededor de las armas. Los negros ojos llameaban en los rincones escondidos. Andrei levantó el puño haciendo seña de «no disparar».
Abajo, los alemanes conducían a la Milicia Judía hacia la Umschlagplatz y a Treblinka.
Andrei se lamió los labios y apuntó la pistola
Schmeisser, «Gaby», el corazón de Stutze.
—¡Ah! —murmuró para sí—. ¡Qué blanco más hermoso y magnífico! ¡Cuán lleno de clara sangre sifilítica!
Y apretó los dientes en un esfuerzo por apartar del gatillo el índice, que le cosquilleaba y parecía doblarse automáticamente.
Los combatientes desparramados encima de la calle Zamenhof miraban a sus verdugos, haciendo un doloroso esfuerzo por no dar libre curso a su ira.
—Mira a aquel jugoso austríaco. ¡Ah, Stutze! ¿Se me presentará otra vez un disparo tan hermoso? —exclamó a media voz Andrei, hablando consigo mismo—. ¡Vaya guerra condenada!
—Hola, Jerusalén —decía Wolf Brandel—. El Ángel del Líbano nos avisa que las Doncellas del Rhin se han llevado a Korah y Absalom a Egipto. Están cargando el tren para el infierno. Todo despejado.
Cuando la retaguardia de la fuerza alemana desapareció por la Puerta de Stawki, las manos que empuñaban armas y granadas y botellas incendiarias aflojaron su zarpazo, y los cuerpos de sus propietarios se doblaron exhaustos, agotados por la tensión.
Una agitación de banderines de señales. De los tejados a las ventanas. De las ventanas a los tejados y a la calle. Una estampía de enlaces.
—Todo despejado.
El generador de Mila, 18, chisporroteó y se puso a girar cobrando vida de nuevo. Las luces se encendieron. Los niños de Majdanek, sentados en el suelo, muy apiñados alrededor de Deborah, reanudaron el juego de la lectura. El rabí Solomon levantó el canturreo de sus oraciones. Moritz, «El Nasher», cortó la doble baraja de naipes para otra ronda de «sesenta y seis», y Alexander escribió las anotaciones en su diario.
Simon Eden se doblaba sobre la mesa, agotado. Andrei entró y le dio una palmada en la espalda.
—¡Simon! ¡Yo tenía a aquel austríaco sifilítico bajo el punto de mira de mi pistola! El cuerpo entero me dolía de ganas de enviar su cabeza a volar por los aires. ¡Qué disciplina! ¡No se oía allá arriba ni un susurro! Ni una seña. ¡Stutze no ha sabido ni por un solo segundo que estaba bajo los cañones de nuestras armas! ¡Simon! ¡Simon! ¡Por Dios te juro que tenemos un ejército!
Simon movió la cabeza, débilmente, asintiendo.
—¿Sabes? —le susurró Andrei confidencialmente—. Apostaría todo lo que poseo a que somos capaces de resistir sus asaltos una semana.