Medusa

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El helicóptero voló sin las luces de navegación, a una altura de ocho metros por encima del mar, casi rozando la cresta de las olas, mientras se dirigía hacia el atolón a trescientos veinte kilómetros por hora. La tensión en la cabina aumentó a medida que el helicóptero se acercaba a su destino, pero Austin mostraba una tranquilidad absoluta. Iba sentado en el asiento del pasajero vestido con un traje de neopreno fino, con los ojos fijos en la carta náutica generada por satélite sobre el regazo, para grabar cada detalle en su mente.

Había marcado tres X en la carta con un rotulador. La primera X mostraba la posición a cuatrocientos metros del atolón donde lo dejaría el helicóptero. La segunda X mostraba la angosta brecha en el arrecife de coral. La tercera X, desde arriba, mostraba la mancha oscura en la laguna.

La voz del piloto sonó a través de los auriculares.

—Aviso de cinco minutos, Kurt.

Austin plegó la carta y la guardó en una bolsa estanca. Sacó de esta una cartuchera de plástico que protegía su revólver, comprobó la carga y la volvió a guardar. Luego se desabrochó el cinturón de seguridad y se colocó en el umbral de la puerta abierta del helicóptero. El aparato redujo la velocidad y finalmente se detuvo sobre el punto de inserción predeterminado.

—¡Comienza el espectáculo, Kurt! —dijo el piloto.

—Gracias por el viaje —dijo Austin—. Tendremos que volver a hacer todo esto cuando pueda quedarme más tiempo.

El copiloto del helicóptero ayudó a empujar la barca neumática por la puerta y la arriaron al mar utilizando un pescante motorizado. Austin se sujetó al cabo atado a una argolla y se deslizó por él, protegiéndose las manos con unos guantes gruesos. En cuanto tocó el agua se soltó.

El helicóptero se apartó del punto de inserción para evitar que los rotores levantasen agua. Austin nadó hasta el bote inflable y subió a bordo. Se estabilizó por el peso de la mochila con el equipo sujeta a una improvisada plataforma de plástico entre los flotadores. Cogió una linterna de su cinturón, apuntó a la ruidosa silueta que sobrevolaba el agua, y encendió y apagó la luz varias veces para señalar que estaba preparado.

Acabada su tarea, el helicóptero partió y en cuestión de segundos había desaparecido en medio de la noche.

Austin deshizo las ligaduras que sujetaban la mochila y sacó un remo. Encontró una bolsa impermeable que contenía un GPS de mano y apretó el botón de encendido. La pequeña pantalla verde se encendió y le mostró su posición en relación con la isla. Guardó el GPS en la bolsa y comenzó a remar.

Era una noche preciosa. Las estrellas brillaban como diamantes sobre el terciopelo negro del cielo tropical, y el mar estaba que ardía, resplandeciente con una fosforescencia verde plateado. Había un poco de corriente y nada de viento, y recorrió la distancia en unos minutos. Al oír el susurro de las olas que chocaban contra el arrecife, miró en la oscuridad y vio el débil resplandor blanco de estas al romper.

Miró de nuevo el GPS y siguió el curso que le indicaba para llevarle a la brecha en el arrecife. Pero se encontró en dificultades en cuanto se aproximó a la angosta abertura en el coral. El agua entraba y salía de la brecha creando una barrera de turbulencia que sacudía la ligera balsa como un patito de goma en una bañera.

Austin remó con vigor para girar la proa y se lanzó hacia la abertura, pero una vez más no consiguió reunir la fuerza necesaria para superar las corrientes cruzadas. Hizo otro intento. En esa ocasión gritó: «Una vez más a la brecha», pero las inspiradas palabras del Enrique V de Shakespeare no fueron rival para la fuerza del mar. Lo único que consiguió con sus esfuerzos fue llenarse la boca de agua salada.

Después de sus fracasados intentos, Austin admitió que el mar estaba jugando con él y se apartó del arrecife para hacer un reconocimiento. Mientras la balsa se mecía en las olas, recuperó el aliento. Luego sacó un motor fuera borda eléctrico y la batería de la mochila, enganchó el motor a la plataforma y apretó el botón de arranque. Excepto por un suave zumbido, el motor era casi silencioso. Movió el acelerador y apuntó la proa de la balsa hacia el rompiente que se formaba alrededor de la brecha del arrecife.

La balsa cabeceó, fue de lado y se balanceó. Por un segundo, Austin apretó las mandíbulas, convencido de que iba a verse lanzado de costado contra el punzante coral. Entonces las palas de la hélice del fuera borda batieron el agua, y la balsa pasó por la brecha y entró en la plácida laguna.

Austin se apresuró a apagar el motor y esperó. Pasaron cinco minutos sin que hubiese ninguna indicación de que le habían descubierto. Ninguna luz cegadora, ninguna descarga, para anunciar su llegada.

Interpretó la falta de un caluroso recibimiento como una invitación para quedarse. Sacó el equipo de buceo de la mochila y se puso el chaleco hidrostático con la botella de aire. Miró el GPS y vio que la balsa se había desviado un poco del rumbo después de pasar el arrecife.

Comenzó a remar hasta que el pequeño punto negro en la pantalla del GPS le mostró que estaba de nuevo en el rumbo correcto. Unos minutos más tarde, el triangulo se fundió con la marca circular donde el satélite mostraba una raya oscura en la laguna. El submarino que había visto en la imagen de satélite parecía haber surgido del fondo de la laguna antes de esfumarse como por arte de magia. La inexplicable desaparición del Tifón sugería que en la laguna había algo más de lo que se veía a simple vista. Austin no tenía ninguna razón para suponer que las aguas de la laguna no eran tan poco profundas como parecían desde el espacio, pero no quiso correr riesgos, y había cogido una botella con Trimix de la nave de la NUMA por si acaso debía hacer una inmersión más profunda de lo esperado.

Se puso la máscara y las aletas, se encajó la boquilla del regulador en la boca, avanzó reptando sobre el flotador derecho de la balsa y se dejó caer a la laguna.

El agua se coló entre el neopreno y su piel, y por un momento tuvo frío hasta que la temperatura de aquella se elevó gracias al calor corporal. Se sujetó a la borda de la balsa durante unos segundos, y luego se sumergió y aleteó con fuerza mientras descendía hasta unos seis metros.

Cuando Austin llegó al fondo de la laguna, tendió la mano derecha enguantada. En lugar de tocar arena, sus dedos empujaron una superficie blanda que cedía. Sus ojos azul coral se entrecerraron detrás de la máscara. Se quitó el guante, y descubrió que aquello que debía haber sido arena cubierta con vida marina era una red con un irregular retazo de colores.

Sacó el cuchillo de la funda sujeta al muslo, metió la punta en el tejido y empujó. Con solo una ligera presión, la hoja penetró la red. Cortó un cuadrado de varios centímetros de largo, retiró el cuchillo, lo guardó en la funda y atravesó el falso fondo hasta llegar al lugar donde había visto la mancha en la foto de satélite.

Vio desde unos pocos centímetros de distancia que la marca era un siete reparado en parte en el falso fondo. La costura desigual parecía haber sido hecha a toda prisa.

Desenganchó la linterna que llevaba sujeta al chaleco.

Sostuvo la linterna con el brazo estirado y pasó por la abertura. Llevó su cuerpo recto, moviendo las aletas como si pedaleara en una bicicleta, y se giró poco a poco. A medio camino de su vuelta de trescientos sesenta grados, se detuvo y miró con asombro.

A unos treinta metros de distancia había un objeto enorme, apenas iluminado por la luz de las estrellas que se filtraba a través de la red. No había ningún detalle que se viese con claridad, pero era obvio que se trataba de un enorme submarino.

En un acto reflejo apagó la linterna, aunque parecía poco probable que nadie a bordo estuviese al tanto de su insignificante presencia.

Nadó lejos del sumergible, y vio unos puntos de luz en la oscuridad más abajo. Descendió unos metros y se detuvo un poco más allá para contemplar una hilera de resplandecientes objetos azules.

¡Medusas azules!

Había unas seis flotando en su camino. Esperó hasta que las letales medusas quedaron lejos, y luego continuó bajando hacia el fondo. Mientras descendía, vio que las luces que habían llamado antes su atención eran focos situados en la parte superior de cuatro grandes esferas construidas alrededor de un cubo hemisférico. Cada una descansaba sobre cuatro patas con pies en forma de disco que recordaban las extremidades de una araña.

Las superficies metálicas de las esferas eran lisas con excepción de una que tenía una cúpula transparente. Austin nadó más cerca y vio a dos personas debajo de la cúpula. Una era una mujer de pelo oscuro y la otra era Zavala.

Los dos estaban sentados, y al parecer conversaban con animación. Zavala no parecía tener ningún problema y, por la expresión de su rostro, estaba disfrutando. Austin rió, y su risa salió como una serie de ruidosas burbujas. Solo Joe Zavala podía encontrar una bella mujer en el fondo del mar.

Mientras Austin intentaba interpretar la escena que se desarrollaba debajo de la cúpula, la mujer miró hacia él y abrió mucho los ojos.

Se alejó como un caza de combate, nadó hacia el fondo y por debajo de la esfera para luego ir hacia el cubo hemisférico. Del diagrama recordaba que el cubo era el módulo de transporte. Tenía en la parte superior un compartimiento estanco para el transbordador de carga. Nadó por debajo del módulo más allá de los cuatro minisumergibles amarrados en la parte inferior del cubo y encontró la escotilla que permitía a los buceadores el acceso al módulo. Oprimió el botón de hinchado del chaleco hidrostático. El aire de la botella entró en él a través del latiguillo, y Austin comenzó a subir poco a poco. Al mismo tiempo, retiró de la cartuchera de plástico el Bowen, sin sacarlo de la bolsa estanca. De ese modo, podría tener el revólver a mano y dispuesto para disparar a los cinco segundos de emerger. Sumado al elemento sorpresa, le daría la ventaja que necesitaba.

La cabeza de Austin asomó a la superficie de la piscina del compartimiento estanco dentro del hemisferio. Se subió la máscara a la frente, miró en derredor y vio que no sería necesario el Bowen y que podía dejarlo en la bolsa estanca por el momento. La cámara circular estaba desierta.

Nadó hasta una escalerilla y puso la bolsa en el borde de la piscina, al alcance de la mano. Después se quitó el cinturón de lastre, las aletas y la botella, y lo dejó todo junto a la bolsa. Subió, sacó el Bowen de la bolsa, y colgó el equipo de buceo en un gancho junto a otros cuatro que estaban casi secos. A continuación escuchó durante un minuto junto a la única puerta.

Todo estaba en silencio. Con el Bowen en una mano, apretó el interruptor con la otra. La puerta se abrió silenciosamente. Austin caminó por un pasillo dispuesto a causar problemas.

No hubo de esperar mucho.

Vio una puerta marcada con el cartel que decía SECCIÓN DE CULTIVO DE RECURSOS. La abrió y entró en una sala circular a media luz con peceras, que contenían medusas, a lo largo de la pared. Pero fue el tanque circular del centro el que llamó su atención.

Dentro había al menos una docena de medusas gigantes. Sus cuerpos en forma de campana tenían un diámetro de casi un metro, y los tentáculos eran cortos, gruesos y mucho más correosos que los delicados filamentos de la mayoría de las medusas. Brillaban con un fantástico azul neón que proveía la única iluminación de la sala.

Vio un movimiento que no provenía del interior de la pecera. Un rostro distorsionado se reflejaba en la superficie curva. Absorto por las extrañas formas del tanque central, Austin se había descuidado.

Sujetaba el Bowen junto al muslo. Se volvió y levantó el arma, pero el musculoso guardia que le había acechado en absoluto silencio también levantó su metralleta y le golpeó en la parte interior de la muñeca con la culata metálica. El revólver voló de sus dedos y cayó al suelo, y un terrible dolor le recorrió hasta el hombro.

El brazo de Austin quedó paralizado por un momento, pero con la mano izquierda sujetó la metralleta. Cuando intentaba arrebatar el arma de las manos del hombre, su asaltante lo empujó contra la pecera. Chocó contra la pared de vidrio, aunque siguió sujetando el arma con todas sus fuerzas. Después empujó hacia arriba y lejos de su cuerpo, y alcanzó a arrebatarle la metralleta. Sus dedos carecían de fuerza para sujetarla, y la metralleta cayó a la pecera. Las gigantescas medusas se dispersaron en todas las direcciones.

Ambos miraron el arma, pero Austin fue el primero en reaccionar. Mantuvo el brazo paralizado junto a su cuerpo, agachó la cabeza y embistió a su oponente. El golpe en mitad del pecho lo empujó hacia la pared. Chocaron contra una hilera de peceras y dos de ellas cayeron al suelo para acabar hechas añicos.

Las gelatinosas criaturas se desparramaron por el suelo. Austin resbaló en el charco y cayó sobre una rodilla. Intentó levantarse, y el guardia aprovechó la momentánea ventaja para darle un puntapié en un costado del rostro. Resbaló en la masa gelatinosa en su segundo intento por utilizar la cabeza de Austin como si fuese un balón. El golpe dio de lleno en la mejilla de Austin, le hizo castañetear los dientes y lo tumbó sobre el costado derecho. El guardia recuperó el equilibrio, desenvainó un puñal de la funda sujeta al cinto y soltó un grito. Se lanzó sobre Austin con el arma en alto.

Austin levantó el brazo izquierdo consciente de que era un intento inútil de parar la hoja, pero en el último segundo su mano enguantada cogió un trozo de vidrio de unos quince centímetros de largo y lo hundió en el cuello del atacante. Oyó un grito de dolor que sonó como un gorgoteo y sintió el chorro de sangre caliente de la yugular cortada. El puñal escapó de los dedos del guardia. Intentó levantarse, pero se derrumbó cuando las piernas, ya sin fuerzas, no lo sostuvieron porque la vida se escapaba de su cuerpo.

Austin se apartó antes de que el hombre cayese sobre él y se levantó tambaleante. Le dolía la muñeca derecha y tuvo que utilizar la mano izquierda para empuñar el Bowen. Mientras pasaba con mucho cuidado junto al cada vez más grande charco de sangre y las docenas de medusas que agonizaban, echó una rápida mirada a la gran pecera. Las enormes medusas mutantes resplandecían con más intensidad. Era como si hubieran disfrutado del sangriento espectáculo.

No tardó más de unos segundos en olvidar la horrible escena. Siguió por un pasillo para ir en búsqueda de Zavala y se pregunto qué otras deliciosas sorpresas podría encontrar en el Davy Jone’s Locker.

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