Medusa

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Fue Lois Mitchell quien sugirió un lugar para formalizar la alianza con Phelps.

—He estado utilizando el despacho del doctor Kane —dijo Lois—. Los guardias tienen orden de no molestarme mientras trabajo. Allí estaremos bien, al menos durante un rato.

—¿Está de acuerdo, Phelps? —preguntó Zavala.

—Sí —respondió Phelps—, pero vamos a hacerlo a mi manera. El laboratorio todavía está controlado por los gorilas de Chang, así que no podemos salir a dar un paseo. —Dijo a Mitchell que fuera delante y a Zavala que la siguiera. Él iba último, con la metralleta preparada como si estuviese escoltando a dos prisioneros.

Pasaron junto a algunos de los hombres de Chang, que los miraron sin hacer ninguna pregunta. Evitaron la sala de control, que estaba prohibida al personal, y rodearon el laboratorio de fermentación para no despertar la curiosidad de los científicos.

A pesar de la gravedad de la situación, Zavala no pudo evitar una sonrisa cuando subió por la escalera de caracol hasta el despacho de Kane y vio la multitud de peces que tocaban la cúpula de plexiglás que era el techo y las paredes.

—¡Es fantástico! —exclamó.

—Estoy de acuerdo —manifestó Mitchell con una sonrisa—. Me gustaría pasar más tiempo aquí incluso si no fuese un refugio para escapar de los guardias. Sentaos, por favor.

Mitchell encendió las luces para evitar que los peces los distrajeran y se sentó detrás de su mesa. Zavala y Phelps se sentaron delante. Su recién nacida coalición aún tenía unos lazos débiles, y los primeros momentos de incómodo silencio se rompieron a causa de Phelps, que carraspeó y preguntó a Zavala:

—¿Dónde está su amigo Austin?

El instinto de Zavala para protegerse se remontaba a sus días de boxeador en la universidad, y dio a Phelps una escueta respuesta:

—La última noticia era que Kurt estaba en Pohnpei.

Phelps arrugó la nariz.

—Espero que Kurt se mantenga apartado de Chang. Va a por el pellejo de su amigo.

—No se preocupe por él, Phelps. Kurt sabe cuidar de sí mismo. —Después Zavala preguntó—: ¿De cuánto tiempo disponemos antes de que llegue su jefe?

—Es probable que ahora esté aterrizando en el carguero que utiliza como base. El barco parece una ruina flotante, pero puede dejar atrás a muchos de su tamaño. Dispone incluso de una piscina lunar para el transbordador del laboratorio. Lo utilizará para bajar al cráter. Se supone que yo debo ocuparme de que todo esté en orden en el compartimiento estanco. Ese lunático estará aquí en menos de una hora. No tendremos mucho espacio para movernos en cuanto se encuentre a bordo.

—¿Dónde está el personal cuando no trabaja en el laboratorio? —preguntó Zavala.

—Está confinado en los alojamientos —le informó Mitchell—. Sometido a una estricta vigilancia, gracias al señor Phelps.

—Solo hago mi trabajo —dijo Phelps.

—¿Cómo deshace su trabajo? —preguntó Zavala.

—Haré todo lo posible, Joe, pero no será fácil.

—No se preocupe —señaló Zavala—, tendrá muchas oportunidades para redimirse. Para empezar, ¿tiene alguna idea de cómo sacar al personal del laboratorio?

—Lo he estado pensando. Podemos utilizar los minisubmarinos que están debajo del cubo de tránsito. Pueden llevar hasta cuatro personas cada uno. Tenemos aquí abajo a quince científicos además del piloto del sumergible.

Zavala se olvidó del dolor de cabeza en su ansia por pasar a la ofensiva.

—Usted y yo podemos irnos por el camino que llegamos. Debemos neutralizar a los tipos del Tifón. ¿A cuántos tendremos que enfrentarnos en el submarino?

—A los trillizos de la tríada les gusta hacer las cosas de tres en tres —contestó Phelps—. Tiene que ver con el número de la suerte. Cuentan con tres equipos de tres en el submarino, lo que hace nueve, menos los dos que han bajado con nosotros. Todos están armados y son peores que serpientes de cascabel.

—Hasta ahora lo han tenido fácil —opinó Zavala—, así que ya no estarán tan alerta y preparados para un ataque. No tendrán ninguna oportunidad.

Phelps soltó una carcajada.

—Como dijo el oficial de los marines Chesty Puller en Corea cuando le comunicaron que estaban rodeados: «Esta vez no se nos escaparán».

—Así es. —La mente de Zavala ya corría desbocada—. Vale, llevamos a los científicos a los minisubmarinos y abandonan el laboratorio… ¿adónde van?

—A través del gran túnel a un costado del cráter —respondió Phelps—. Tienen potencia suficiente para ir más allá del arrecife, dejar atrás el carguero de Chang, donde podrán salir a la superficie y enviar una llamada de socorro.

—Tendremos que ponernos en contacto con el personal y explicarles lo que se prepara —dijo Zavala.

—Yo me encargo —se ofreció Lois Mitchell—. Los guardias están habituados a verme por el laboratorio.

Phelps consultó su reloj.

—Tendrá que esperar a que vuelva. He de poner las cosas en orden para la llegada de Chang. ¿Por qué no aprovechan para conocerse mejor?

—Las damas primero —dijo Zavala después de que Phelps hubiese cerrado la puerta al salir.

Mitchell le hizo un breve resumen de su trabajo con el doctor Kane y el Proyecto Medusa, que se remontaba hasta Bonefish Key.

—Hay que felicitarla por el éxito del proyecto —manifestó Zavala.

—Nunca soñé que llegara de esta manera. Y usted, señor Zavala, ¿cómo ha venido a parar a este horroroso lugar?

—Soy ingeniero de la NUMA. Mi jefe, Kurt Austin, y yo recibimos la petición de la marina para ayudarlos en la búsqueda del laboratorio. Por eso estoy aquí.

Se sorprendió cuando Lois Mitchell no le hizo más preguntas. Parecía distraída, con una mirada distante en sus ojos, una indicación de que sus pensamientos estaban en otra parte. Tuvo la sensación de que ella le ocultaba algo. Pero luego la científica parpadeó y miró más allá de Zavala.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Zavala se volvió y solo vio los peces atraídos por la luz del despacho.

—¿Ha visto algo? —preguntó.

—Me ha parecido ver a alguien nadando. —Lois sonrió—. Lo siento, he estado aquí abajo demasiado tiempo. Lo más probable es que fuese un pez grande.

El incidente pareció devolverla a la realidad. El encanto y la voz suave de Joe penetraron el caparazón de Lois, y comenzó a relajarse. Sonrió hasta que Phelps regresó con la noticia de que su jefe llegaba acompañado por alguien llamado el doctor Wu.

Mitchell se tensó al oír el nombre.

—No es un doctor —afirmó—, es un monstruo.

—Quizá sea el momento de que enseñe a Joe el vídeo —sugirió Phelps.

Mitchell mostraba una expresión impertérrita cuando cogió la llave de la cadena que le rodeaba el cuello y abrió un cajón de su escritorio. Metió la mano y sacó una caja donde había varios discos de CD ROM. Cogió uno con la etiqueta que decía: «Back up del programa». Le temblaba la mano cuando colocó el disco en el lector de CD y giró la pantalla para que los dos hombres la viesen. El narrador hablaba en chino.

—¿No hay subtítulos? —preguntó Zavala.

—No los necesitará cuando comience —dijo Phelps—. Lo he visto antes.

—Wu es un títere de Chang —comentó Mitchell—. Su trabajo es controlar nuestros avances. Cuando está aquí, me echa de mi despacho. Por fortuna, no le gusta estar en el laboratorio. Encontré el disco en el ordenador después de su última visita. Debió de repasar el contenido. Hice una copia, y después dejé el disco puesto. Cuando recordó que lo había olvidado envió a uno de sus matones a recuperarlo.

Una imagen apareció en la pantalla. La cámara mostró a Wu con una bata blanca hablando con un hombre trajeado y luego pasó a una panorámica de unas personas acostadas en camas cubiertas con cilindros transparentes. Unas figuras con trajes aislantes se movían entre los cilindros. El teleobjetivo de la cámara hizo unos primeros planos de las personas en el interior. Algunas parecían dormidas o quizá muertas. Otras tenían los rostros con manchas de color caoba y estaban transidos de sufrimiento.

—¿Es un hospital? —preguntó Zavala.

—Ni por asomo —dijo Mitchell con una voz tensa—. El narrador es el doctor Wu. Por lo que he podido deducir, el vídeo fue filmado en un laboratorio chino donde estaban experimentando con las vacunas creadas por la tríada. No sé quién es el hombre del traje. Utilizaron cobayas humanos, y por supuesto tuvieron que inyectarles el virus. Puede ver los resultados en la pantalla. Es peor que aquel nazi… Mengele, el Ángel de la Muerte de Auschwitz.

—La doctora me mostró todo esto hace un tiempo —intervino Phelps—. Entenderá por qué me he pasado a su bando.

La furia comenzó a crecer en el pecho de Zavala, y cuando acabó el vídeo, dijo:

—Alguien tendrá que pagar por esto.

—Es curioso oírte decir eso —manifestó una voz conocida—. Yo pensaba lo mismo.

Las tres cabezas se volvieron a la vez. Tres pares de ojos se abrieron de par en par ante la visión de Austin, en el umbral, apoyado en el marco de la puerta. Empuñaba el Bowen en su mano izquierda.

Zavala miró a su amigo. No le sorprendía del todo verle: Austin tenía esa manera de aparecer cuando menos te lo esperabas, pero el traje de neopreno de Austin estaba cubierto de sangre y de restos de medusa.

—Por lo visto has estado luchando con un bote de mermelada —comentó Zavala—. ¿Estás bien?

—Tengo el brazo derecho un poco magullado, pero la sangre no es mía. Cuando me dirigía hacia aquí, me he detenido en una sala con una gran pecera redonda. Un tío se me vino encima, y estábamos bailando cuando dos de las peceras más pequeñas se rompieron y derramaron el contenido por el suelo.

—Las peceras pequeñas contenían organismos en diversas etapas de la mutación —dijo Mitchell—. Ha tenido suerte de que la pecera grande no se rompiese. Aquellas criaturas estaban en la última fase mutante, la utilizada para hacer la vacuna. Cada tentáculo contiene miles de nematocistos, diminutos arpones que inyectan la toxina en la presa.

—Me disculpo por los daños, pero no lo he podido evitar —manifestó Austin. Se presentó a Lois Mitchell—. Cuando la he visto a través de la cúpula me he dicho que solo Joe Zavala podía encontrar una bella mujer en el fondo del mar.

Los ojos de ella se abrieron todavía más.

—Así que era usted la persona a la que vi…

Austin asintió.

—Les estaba mirando a usted y a Joe y me he descuidado.

Se volvió hacia Phelps.

—Por la conversación que he oído hace unos minutos, al parecer ha regresado desde el lado oscuro.

—Fue el vídeo el que me convenció —dijo Phelps—. Joe parece estar de acuerdo con el trato.

Austin no tenía tiempo para someter a Phelps a una prueba con el detector de mentiras. Miró a Zavala, que asintió, y luego se dirigió de nuevo a Phelps.

—Bienvenido a bordo, soldado. ¿Cuál es la situación?

—Chang viene de camino al laboratorio para recoger la vacuna —respondió Phelps.

—Estará aquí en cualquier momento —añadió Mitchell.

—Eso es una buena noticia —manifestó Austin, sin pestañear—. Chang y las personas responsables de las escenas de ese vídeo están muertos.

De pronto, Lois comenzó a sollozar.

—Yo soy una de esas personas. Colaboré en la fabricación de la vacuna.

—No se puede castigar por eso, doctora Mitchell —dijo Austin, con el propósito de suavizar la dureza de sus anteriores palabras—. La obligaron a trabajar en la vacuna. Usted y los demás científicos habrían sido asesinados de no haberlo hecho.

—Lo sé. Pero me pasé de la raya para asegurarme de que el proyecto fuese un éxito. Fue como si quisiese demostrar que podíamos responder al desafío.

—Ahora que la vacuna es un hecho —señaló Phleps—, no necesitarán al personal ni el laboratorio. Joe y yo tenemos un plan para sacarlos a todos de aquí.

Austin no respondió de inmediato. Miraba a través de la cúpula, donde había visto un destello. Al recordar la visibilidad del interior, pulsó el interruptor de la luz y dejó el despacho en tinieblas.

—Su plan tiene que ser muy bueno —dijo—. Miren.

Todos se volvieron y antes sus ojos apareció el sumergible que transportaba a Chang y al doctor Wu, que descendía hacia el laboratorio como una estrella cayendo en cámara lenta.

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