Marinka

Marinka


Marina » 12

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Cuando sale de la misa a la que está obligada a concurrir diariamente en la capilla, una mujer vestida de negro se recorta contra las blancas paredes del convento, es un faro en medio de toda tempestad, de toda destemplanza.

—¡Emilia!

—¡Chatilla!

Sólo alcanzan a decirse sus nombres antes de que el abrazo tan deseado les anude en la garganta dos décadas de palabras no dichas. Entonces hablan las manos, que se recorren en silencio, como las manos de la madre recorren el cuerpito del recién nacido para confirmar que todo está en su lugar, que no falta nada, que los rasgos corresponden a los perfiles familiares. Habla la piel, que trata de amoldar la impronta del recuerdo a los olores y texturas del reencuentro, como la madre acomoda la figura del bebé que tiene en brazos por primera vez a la del que sintió en su vientre por nueve meses pero que no podía ver. Se reconocen por el calor que irradian los latidos más que por la imagen que devuelven los ojos. Emilia, tan coqueta en el recuerdo de los días bilbaínos, está opacada en la oscuridad de esos vestidos, los cabellos cortos y veteados de blanco, ningún aro ni brillo que resalte el garbo de su figura asturiana. Y sin embargo, en sus brazos se siente el amparo, el refugio, la anhelada caricia de una madre. Marinka ya no es aquella niña que subía la planchada del Habana, es ahora una joven y hermosa mujer de mirada luminosa y mejillas encarnadas, lo que, junto a su peinado alzado, su pañuelo y sus ropas rusas le confiere una apariencia de matrioska.

Luego de que las dos mitades de tela que rasgó la guerra han comenzado a zurcir la trama de fragancias, rehilvanar cada hilacha de memoria, emparejar la tensión del tejido, reconocerse urdidas en el mismo telar, entonces sí se enhebran las palabras. Emilia da un paso atrás para contemplarla de arriba abajo y se aparta, sin dejar de sostenerla por los hombros, toda la distancia que permiten sus brazos.

—¡Venga, Chatilla, mírate! ¡Que estás hecha toda una mujer! ¡Qué porte, mi niña! ¡Estás guapísima!

—Es que ya casi cumplo treinta, Emilia.

—Tonita se muere por conocerte. Todos estos años no ha dejado de preguntar por ti. Es que eres una hermana mayor para ella. ¡Ay, Chatilla, cómo te hemos echado en falta! Pero ya me contarás en el viaje a Madrid todo lo que has pasado en Rusia. Anda, vamos por tus cosas y salgamos de este sitio que huele a cirio, a flores muertas y a Falange.

Caminan del brazo y no dejan de hablar. Los edificios, los automóviles, los autobuses de doble piso, el bullicio de la gente, los carteles, todo es extraño para Marinka, que compara las dimensiones estrechas de este paisaje con las anchas avenidas y los monumentales edificios de Moscú, los tonos luminosos de las calles valencianas con la paleta monocroma de la arquitectura soviética. Toman el tranvía hacia la estación ferroviaria. Sin dejar de prestar atención a la conversación con Emilia, ella tiene en alerta todos sus sentidos. Colores, olores, sonidos, texturas. Todo entra a su asombro a la velocidad del tranvía y todo lo contrasta con la vida rusa. No consigue verle la cara al que está sentado frente a ellas, sólo aparecen sus manos y sus piernas por los bordes del periódico que lee. Bajo el logo del Levante, acompañado del haz de flechas falangistas impresas en rojo, ella recorre los titulares. A pesar de que nunca ha dejado de leer en español debe esforzarse para seguir los caracteres latinos donde estaba acostumbrada a encontrar el alfabeto cirílico. SE CUMPLEN 20 AÑOS DE LA EXALTACIÓN DEL CAUDILLO A LA JEFATURA DEL ESTADO. Y enseguida: FRANCO SIGNIFICA UN CONSTANTE EJEMPLO DE INTELIGENCIA, ABNEGACIÓN Y PATRIOTISMO. Una foto del Generalísimo en uniforme de gala y cargado de medallas ilustra la nota. EL SEMO ES EJECUTADO A GARROTE VIL POR EL TRIPLE ASESINATO DE ALCUDIA. Más abajo: ESTADOS UNIDOS DA 16 AVIONES C-5 A MANISES. Y una noticia a toda página que la intriga como esos carteles de TV Anglo que sobresalen entre otros carteles publicitarios de Bayer, Coñac Torry, Agfa, y que coronan los edificios de la Plaza del Caudillo: ARIAS SALGADO INAUGURÓ LA EMISORA MADRILEÑA DE TELEVISIÓN. Al pie se leen las declaraciones del ministro: «LA TELEVISIÓN SERÁ UNO DE LOS MAYORES INSTRUMENTOS PARA EL PERFECCIONAMIENTO DE LA FAMILIA ESPAÑOLA». Los valencianos parecen conmovidos por la noticia a juzgar por la conversación que escucha a sus espaldas de dos señoras que avisan en voz alta, como para que todo el tranvía tome nota, que ellas ya han adquirido su aparato receptor.

El tranvía se detiene frente a la Plaza de Toros, que circunda sus cuatro niveles de arcadas de ladrillo y balaustradas blancas justo al lado de la terminal ferroviaria. Coloridos afiches proclaman la próxima corrida. Anuncian un grandioso acontecimiento taurino con seis bravos toros con la presencia del valiente matador Manuel Jiménez Díaz, Chicuelo. Mientras descienden junto a la mayor parte del pasaje, dos hombres comentan que la diputación estudia un proyecto para demoler el ruedo y construir otro nuevo en las afueras. Las mayólicas coloridas de los frisos de fachada de la Estación del Norte contrastan con el amarillo crema de los muros. En lo alto, un águila despliega sus alas de bronce. Custodia el tiempo del reencuentro que parece marcar el reloj de la torre central. Mientras esperan en el andén el tren a Madrid, Marinka se siente observada, estudiada, como si resultase extraña para quienes se cruzan con ellas, especialmente las mujeres, que se vuelven, la examinan de pies a cabeza con ojos de juez y se alejan con risitas de sorna sin dejar de mirarla por el rabillo del ojo.

—¿Por qué nos mira así la gente, Emilia?

—Déjalas. Es que esas ropas que traes ya no se usan por aquí hace años. Deben pensar que has venido del pasado y no de Rusia.

—¿Qué hay con mis ropas? Son ellos los que parecen venidos de otros tiempos. ¡Mira sólo cuánta sotana negra y cuánto hábito, cuánto guardia civil de tricornio hay por la calle!

—Tranquila, Chatilla, que ni bien lleguemos a Madrid te mando hacer unos vestidos nuevos.

—Que no precisas, Emilia, está bien así.

—¡Claro que sí, Chatilla! ¡Ya verán a mi niña paseando su figura!

El traqueteo del tren es la música de fondo de las palabras tanto tiempo guardadas, de las miradas reencontradas, de las manos que no quieren soltarse como aquella tarde en que prepararon la primera maleta de su vida en la casa de la calle Zabala. No les alcanza el viaje para ponerse al tanto de los veinte años de lejanía. Ella le cuenta los días de Odesa, de Sarátov, de Moscú. La guerra, los amigos, la fábrica, Juanillo. Emilia le habla de la muerte de su padre y del padre de Tonita, la dura derrota de la República, la represión y la vigilancia policial del franquismo, el traslado a la Capital buscando trabajo para criar a su hija, su pareja con Aurelio, que trabaja de taxista, el viaje de Félix a la Argentina. Y así, casi sin darse cuenta, están bajando en la estación de Atocha y tomando el Metro.

A Marinka le chocan las paredes con publicidades pegadas caóticamente unas sobre otras, los andenes con colillas y papeles en el piso, la penumbra de ese mundo subterráneo madrileño en contraste con los luminosos palacios bajo tierra del Metro moscovita. La suciedad y el barullo de la Capital española contra la pulcritud y el orden de la capital soviética. También le resulta extraño el sonido de las conversaciones en español, le falta la cadencia de las voces rusas.

Emilia vive en el popular barrio de Chamberí, en la trastienda de un local de venta de lejía, trapos de piso, escobas y artículos de limpieza. Comparte el pequeño apartamento de un cuarto y una sala —que hace de comedor, cocina y segundo dormitorio— con Aurelio, con Tonita y su novio Ángel. Trabaja de mucama en un piso exclusivo del elegante barrio de Salamanca. Emilia le ha pedido a su patrona alojar por un tiempo a su prima-hija recién llegada de Rusia. La mujer, una actriz retirada que tiene un aprecio especial por ella, no ha puesto reparos y ha dispuesto uno de los cuartos para Marinka. Sin embargo, pasada la primera noche en ese dormitorio lujoso y ajeno, le ruega a su prima:

—Emilia, no lo tomes a mal pero prefiero quedarme aquí contigo, durmiendo a tu lado, en familia. Qué hago yo en una casa desconocida, por más cómoda que sea. Por favor, Emilia…

—Está bien, Chatilla, ya nos acomodaremos en este cuarto. Voy a agradecerle a mi patrona, no te preocupes. Te quedas con nosotros.

Con Tonita y Ángel hace buenas migas desde el primer día. La joven pareja le hace conocer Madrid, pasean por la Gran Vía; caminan los arbolados senderos de El Retiro, que encuentra pequeño al lado del Parque Gorki; visitan El Prado. En los cines se acaba de estrenar Saeta del ruiseñor, la segunda película de Joselito, el niño de voz privilegiada que es la sensación del momento. En lo oscuro de la sala, Marinka no termina de habituarse a los diálogos y las canciones en español, desconoce a todos los actores, celebrados por la platea con una familiaridad que la deja afuera, que evidencia su extranjería.

Tonita ha heredado el carácter de su madre y su convicción política. Participa de reuniones clandestinas de los socialistas que están recogiendo denuncias sobre la situación de los presos republicanos en Carabanchel y otras prisiones y de los que son obligados a trabajar en la construcción de la monumental obra del Valle de los Caídos que Franco está levantando en El Escorial, en las afueras de Madrid. Buscan atravesar la censura dictatorial para que el mundo se entere de las decenas de detenidos que están muriendo día a día por las duras condiciones de trabajo, la insuficiente alimentación y las enfermedades. Viéndola hablar y gesticular, Marinka reconoce a la fuerte mujer que la crió como su hija en los lejanos días de Bilbao.

Con quien no simpatiza desde conocerlo es con Aurelio. Se pregunta qué hace una mujer como Emilia al lado de ese hombre, que ha dejado a su esposa para irse a vivir con ella, al que ninguna bandera roja, ninguna guerra civil, ninguna mujer luchando hombro a hombro con sus compañeros ha movido un milímetro de su rígido machismo. Marinka ha sido educada en la igualdad de géneros, no siempre ejercitada en la URSS pero que se ha hecho carne en su pensamiento. No concibe a la mujer como sombra de ningún hombre. Ella se ha ganado sus derechos estudiando, cavando trincheras, trabajando fuerte sobre el torno; nadie podrá sacarle jamás las orgullosas conquistas que atesora su cuerpo. Y cuando se entera de que los setenta dólares que recibió al salir de la Unión Soviética para sus primeros gastos en España, que ella entregó a Emilia ni bien llegar a Madrid, se fueron en desayunos de chocolate con churros y en tragos del taxista con sus amigotes, traza una frontera de hielo con el desagradable personaje.

Emilia, por el contrario, se deshace en mimos para con ella. Saca de donde no tiene para que se sienta cómoda, en familia, en casa. Manda a confeccionar con una vecina costurera dos vestidos y un tapado que eligieron en una revista de modas, reemplaza sus anticuados zapatos soviéticos, cerrados y de gruesos tacos, por unos más modernos y busca complacerla en todos los gustos. Los viernes van juntas de compras a la feria.

—Cómo has cambiao, Emilia, ha tenío que vení la Chatilla pa que me compre tomate y fruta todas las semana.

—¡Qué dices, mujer, si siempre te he comprado! —rápidamente busca desmentir a la andaluza bocona de la verdulera, pero no consigue disimular que ha sido descubierta ante Marinka, que baja la vista halagada y avergonzada a la vez por los cuidados y privilegios que le prodiga su prima.

Aunque intenta acomodarse a esta patria tan añorada pero tan extraña, hay algo a lo que no puede acostumbrarse y que cada vez la irrita más. Los policías franquistas vienen seguido al apartamentito de Chamberí y también la citan en la comisaría. Los obsesiona la sospecha de que entre los repatriados, formados durante veinte años bajo el régimen soviético, acechen caballos de Troya dispuestos a propagar el comunismo por la España del Caudillo. Y por otro lado, tienen la oportunidad de reunir información de primera mano de la URSS, muy requerida por los servicios secretos occidentales. La dictadura franquista debe hacer bien los deberes con sus nuevos aliados que, pese a que no exigen certificado ideológico en su lucha contra el peligro comunista, siempre recordarán el pecado original de su alineación con Alemania e Italia durante la guerra. Luego de una de sus periódicas visitas a la policía, Marinka sale mordiéndose la rabia y con ojos de trueno. Emilia, que la ha estado esperando en la puerta, no consigue seguirle los enfurecidos pasos.

—¿Qué pasa, Chatilla? Anda más despacio.

—Es que estoy cansada de responder siempre las mismas preguntas. Que si pertenezco al Partido Comunista, que si he trabajado en Sarátov, que si no les dibujo la planta de la fábrica militar de aviones, que quiénes de los españoles que han sido repatriados y de los que han quedado allá tienen actividad comunista… Saben más de nosotros de lo que puedo acordarme. Yo respondo que no, que no recuerdo, que era una niña cuando la guerra. Hoy les he dicho que ya me dejen tranquila, que sólo he regresado a reencontrar a mi familia, que si tienen tanta curiosidad por qué no van ellos a enterarse, como fueron los de la División Azul.

—¡Bien dicho! ¡Me cago en todos los muertos de estos malditos fascistas! ¡A ver si se piensan que eres una chivata! ¡Como si no hubieras sufrido ya bastante con estar lejos de los tuyos por veinte años!

—Antes muda que chivata.

—Mira, Chatilla, yo me he prometido que viviré aunque sea un día más que este grandísimo hijo de puta y te pido a ti lo mismo que le he pedido a Tonita. El día que me muera me envolvéis en la roja, gualda y morada y me cantáis La Internacional. Pero no te preocupes, no pienso morirme antes de los noventa y no creo que el Generalísimo pueda aguantar tanto. La tormenta más negra no dura para siempre.

Los interrogatorios policiales no cesan, pero se hacen más espaciados. Los de la Brigada Político-Social se convencen de que nada útil pueden sacar de los labios de esa vasca empecinada y de que no constituye peligro alguno. La citan de vez en cuando, burocráticamente, sólo para que sienta que sigue vigilada y que no piense que les ha doblado el brazo. Al cabo de un tiempo, recibe su pasaporte español, que viene sellado con una advertencia explícita: Válido para todos los países excepto la Unión Soviética.

Se encuentra confortada en la casa de Emilia, ha vuelto a tener una familia. Sin embargo, una desazón le va ganando el ánimo. En la URSS nunca ha dejado de sentirse española, los propios soviéticos hicieron todo para que no rompiera lazos con su patria, pero España hace lo imposible para que se sienta rusa. Stalin no la dejaba salir, ahora Franco no la deja entrar. Hija de la derrota, huérfana de padres, huérfana de patria, lleva escrito en la frente su destino errante. Ha recibido noticias de algunos repatriados que han llegado con ella en el Krym y en expediciones posteriores. Casi todos comparten ese desasosiego, inclusive sabe de muchos que quieren regresar a la Unión Soviética porque no se han adaptado, no han conseguido trabajo o vivienda. Y de algún otro que ha sido rechazado por su familia, que lo ve como un extraño. Luisa le escribe desolada desde Bilbao, a donde ha regresado hace poco con toda su familia. «Para qué has vuelto, mejor te regresas», le han soltado sus propios padres.

Fuera del refugio de la casa de su prima, Madrid se le hace cada vez más hostil. El corsé policial que mantiene el franquismo sobre la vida cotidiana la agobia, le quita el aire. Se fastidia con las citaciones de la policía que, aunque más espaciadas, no han cesado; con las miradas inquisidoras; con la sombra de la Iglesia que todo lo impregna. Pareciera que los madrileños, por temor o por cansancio, han terminado adaptándose a que les controlen cada uno de sus actos, su moral, sus opiniones. Esa actitud de rebaño la subleva y en su rabia arremolina víctimas y victimarios. El sereno del barrio es la primera línea de su lucha personal contra el fascismo. Para entrar a casa, cada vez que llega de noche, debe buscar su figura uniformada en capote gris y gorra de visera, porque es quien guarda las llaves de cada una de las puertas de calle del vecindario. Seca, cortante, le pide que le abra y ni se molesta en contestarle el Buenas noches. ¡Vé a informarle a los de la Brigada a qué hora llega la rojilla que volvió de Rusia, chivato de mierda!, mastica sus puteadas cerrando los dientes para que no escape palabra.

No quiere seguir en lo de Emilia sin aportar nada para la casa. En esta España es nulo el dicho «Donde comen cuatro, comen cinco». No se siente cómoda sin procurar su sustento, trabaja desde los catorce años y nunca ha dejado de hacerlo. Ni las bombas, ni el hambre, ni el frío han podido interrumpir sus labores. Si trabajó hasta el mismo día en que salió de la Unión Soviética, horas antes de embarcar en el Krym. Hace meses que intenta encontrar algún empleo en Madrid, pero no hay vacantes en ninguna empresa. No salen avisos pidiendo oficial tornero. De todas maneras le han dicho que ni lo piense, que las metalúrgicas no toman mujeres para ese puesto. Busca todas las mañanas en el periódico anuncios de operaria de lo que fuese, pero si aparece algo, luego de horas de fila y entrevistas interminables, siempre salta su pasado ruso en los informes que requieren las Oficinas de Personal a la policía. Ni siquiera su prima puede conseguirle un empleo de limpieza, pese a que las domésticas están emigrando a Francia, donde ganan mucho más que en España. El humor de Marinka se ensombrece como los días por venir, un horizonte lejano donde sólo brilla la lucecita del reencuentro más deseado.

Emilia, que la quiere con el alma y la conoce desde pequeña, se adelanta a ella y le saca de encima el peso que viene abrumándola.

—Chatilla, sabes que eres una hija para mí y que daría cualquier cosa por verte feliz. Hace días que tus ojos vienen hablando antes de que tú digas una palabra.

—Es que…

—No digas nada, niña. Sé que esta España no es lo que esperabas y quisiera tenerte junto a nosotros por siempre, pero también sé que tu lugar está junto a Félix. Tienes que ir con él, no lo dudes más. Por nosotros no te preocupes, lo mejor para ti es lo mejor para nosotros.

Una nube que no termina de deshacerse en tormenta ensombrece la ilusión del reencuentro con su hermano. Hace apenas unos meses que ha podido reunirse con Emilia, que ha conocido a Tonita y a Ángel y su alma golondrina ya agita alas para seguir viaje. Qué ilusión le hace reunir a todos los que quiere en una sola casa, en una sola ciudad, en una sola familia; como cuando niños en la calle Zabala. Pero la guerra los ha dispersado por el mundo y ahora debe elegir. ¡Cómo habrá sufrido padre para soltarnos la mano! ¡Cuánta lágrima habrá mordido en el muelle de Santurce! Y lo que más le duele es dejar a su prima, tan fuerte para todo pero tan frágilmente expuesta al maltrato de un taxista sin cojones que lleva un pedo perdido por toda sombra. Tiene una deuda de protección con Emilia, más ahora que ha desnudado sus flaquezas ante sus ojos de mujer. Nunca entenderá qué la mantiene unida a Aurelio, qué secretas llaves posee éste de la intimidad profunda de su prima para lograr someterla a sus manipulaciones. Y aunque, en estos breves meses en Madrid, nunca se ha atrevido a encarar el tema con ella, lo importante es que la ha recuperado. Espera que antes de que puedan charlarlo algún día, ella se haya librado de ese lastre que apesta a alcohol barato, a sobaco agrio y a cigarro negro. Ahora, el deseo urgente es abrazar a Félix y con él, la memoria de su padre.

—¡Ay, Emilia! Es tan difícil para mí tomar esa decisión, pero hace veinte años que no veo a mi hermano. ¿Tú me comprendes?

—Venga, Chatilla —abre sus brazos para contenerla—. Cómo no voy a entenderte si casi puedo decir que te he parido.

El abrazo se extiende sobre las tejas del invierno madrileño, olvidadas del sol, las entibia con la fuerza de ese amor que ha resistido almanaques y distancias, sobrepasa los límites de la ciudad, saltea el Manzanares y luego el Tajo, sube los montes de Toledo, corre hecho lava por la meseta castellana y con un paso de danza pasa al otro lado del Guadalquivir, llega con todo el ímpetu a la costa del Atlántico y se lanza al océano siguiendo el rastro del atardecer hacia el oeste y luego enfila hacia el sur, hacia el vértice remoto del mundo donde un latido espera los acordes de su misma sangre.

Félix salta de felicidad cuando recibe carta de su hermana anunciándole que quiere reencontrarse con él. Le contesta diciéndole que no se preocupe por el pasaje, que él se lo manda desde la Argentina, que ya tiene hablado a un amigo para que empiece a trabajar en una fábrica de oxígeno hospitalario ni bien llegue, que por el alojamiento tampoco se preocupe porque se quedará con él y con Teresa en su departamento y que cuenta las horas que faltan para verla nuevamente. Marinka no lo sabe pero en el armario interior de su futura cuñada ya ocupa todo el cajoncito donde se guardan los celos y bastante espacio en el que almacena el rencor. Es que Félix le ha dicho que pospone el casamiento que venían planificando hace meses hasta que Chatilla no llegue a Buenos Aires. Pero, paradójicamente, por el mismo motivo encuentra en Teresa a la principal impulsora de su viaje. Es así que en un par de semanas llega el pasaje a su nombre en el Highland Princess, un transatlántico inglés de la Royal Mail Lines que cubre la ruta Vigo - Río de Janeiro - Buenos Aires y que sale el 14 de junio.

Mientras arma la valija con Emilia, no hay promesas de que sólo será por un tiempillo, ni justificaciones para sobrevivir, ni alegatos de un futuro mejor. Marinka lleva vividas muchas rondas de junios y de eneros, de pájaros y nieve, de lágrimas y abejas; ha aprendido que la vida no acepta garantías. Que su frágil barco traza rumbo sobre el mar pero es el mar el que dispone; tempestades, sorpresas, buenos vientos. Que la tierra firme es apenas una ilusión entre océanos. Que el único puerto seguro es el próximo y que la única certeza es la estela que deja sobre el agua, fugaz como su espuma, que pareciera desaparecer tras la popa, pero de la que el mar guarda memoria, huella profunda debajo de las olas para permitir el regreso. Sola otra vez, sola como ha estado siempre, ahora sabe que la soledad no es su enemiga sino su compañera de viaje, su amiga, su confidente. El latido del pecho y el latido de las estrellas son su guía y cuando pase el Ecuador y el mapa de la noche se inaugure de brillos desconocidos, sólo su pulso marcará el trayecto.

En el muelle nuevamente, esta vez en el gallego puerto de Vigo. Otra planchada, otro barco, otro océano. Ahora más grande, más lejano, más abierto. Tal vez sólo sea el mismo barco y sea el mismo mar que juegan a cambiarse nombres y colores para hacerle creer que son distintas las travesías y las aguas, mientras dan vueltas como el carrusel de la infancia que conoció de la mano de su padre. Quizás sean uno, como ella. Y como ella sólo sea el tiempo el que transcurre sobre el eje de su cuerpo y su pensamiento. Tiempo que gira alrededor, pero no como un cojinete sino que asciende en espiral como un resorte. No para rodar y avanzar en línea recta sino para impulsarse y salir proyectada hacia lo impredecible. Tal vez nunca se haya ido de Bilbao y la guerra, las guerras, hayan sido un mal sueño en alas de pájaros negros. O quizás lo soñado sean los días del amor y la sonrisa y la realidad huela a pólvora y espanto.

Río de Janeiro acrecienta a su geografía la noción de los verdes húmedos, selváticos, abrevando aupados en los morros de la orilla azul verdosa del Atlántico. Tan diferentes a los verdes fríos de la tierra rusa y a los escasos verdes secos de España. Es el toque de intensidad necesario para bajar a la mansedumbre del Plata. No percibe cuándo el mar deja de serlo y se dulcifica en el Río de la Plata, para ella sólo cambia de color, se amarrona, se vuelve tan perezoso que ni olas encrespa, ni sabores de sal esparce por el aire. Y ese horizonte que se estira, que se aplana en siesta de río y de pampa la acaricia con perfumes nuevos, la aquieta, la apacigua, la calma. Félix le ha dicho que bajo el sol generoso de este sur, la tierra da tantos frutos como el trabajo, que aquí son las balas las que mueren, oxidadas en la boca de los cañones, y los niños desconocen orfandades. Mientras Buenos Aires crece en la proa, Marina quiere creer que así sea, aunque a ella sólo le baste el abrazo.

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