Marinka

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Epílogo

Conocí a Marina hace diez años. Cuando mi amiga Graciela me presentó a su madre nunca pensé que iniciaría este viaje. Me enamoré de esa vasca medio rusa, bajita y pechugona, mirada chispeante donde no cabe la tristeza y una sonrisa a prueba de tragedias. Habla un castellano castizo que no le borraron sus veinte años en la Unión Soviética. La única española que conozco que, por haber pasado entre la escasez y las bombas la edad en la que se aprende a cocinar, no sabe cocinar. Comidas. Porque lo que es historias…

Esperaba cada encuentro en lo de Graciela y Daniel para escuchar los relatos de Marina, que comenzaban con un coro de invitados y finalizaban sólo con nosotros, ella contando y yo puro oídos, pidiéndole que las relatase otra vez y otra vez y otra vez. Al enviudar, se fue a vivir con Graciela y los encuentros se hicieron más frecuentes. Entonces maduró la idea de este libro.

Cuando yo nací, la Segunda Guerra Mundial aún estaba tibia. Estuvo presente en mi infancia en los juegos y los soldaditos de plomo, en las armas de madera que me fabricaba, en las historietas, en las películas del cine de mi pueblo, más tarde en las series de televisión. La efervescencia revolucionaria de los ’70 aportó a mi adolescencia las canciones de la Guerra Civil Española y las historias heroicas de milicianos y brigadas internacionales. Me atrajeron desde siempre los breves relatos que se les escapaban a los tanos, gallegos y alemanes sobrevivientes de ambas guerras que habían buscado refugio en estas tierras. Toda vez que podía les preguntaba, pero ninguno contaba demasiado de lo que había vivido. No querían hablar. No querían recordar.

Marina sí. En su boca aquellas guerras adquirieron carnadura humana. Cruda, dolorosa y cotidiana, pero a la vez empecinadamente optimista. Habla de su historia en presente, como si todo estuviera sucediendo en el mismo momento que lo cuenta. Su palabra atraviesa el tiempo y el océano y brota fresca y viva, con múltiples registros simultáneos. En su relato veo, escucho, huelo, toco, siento, palpito. Es imposible no estar allí con ella. Correr con ella al refugio cuando suena la alarma, subir con ella la planchada del Habana, sentir el hambre pegado a las entrañas, la ansiedad del regreso, el reencuentro. Nunca le escuché una pizca de melancolía, ni de heroicidad, ni de lamento, ni de épica. Simplemente es lo que le tocó vivir y con eso vive, sin pretender olvidar ni dejar de contarlo. Y además guarda en una vieja valija, como aquella con la que salió de Bilbao a los diez años, un tesoro de recuerdos. La tarjeta con su número de embarque y su nombre, el alfiler de gancho que la prendía, tres álbumes de fotos, postales, recortes de periódicos, el fascímil del Pradva con su rostro en la portada.

Supe desde el primer momento que esta historia debía ser contada. Pensé en proponerle a alguno de mis amigos periodistas y escritores que lo hiciera. Finalmente, cuando me dio por andar atreviéndome a la palabra, oficio que heredé de mi madre, Miruh Almeida (a quien pertenecen los tres poemas que inician cada parte del libro), decidí escribirla. Con el hilo de la ficción fui cosiendo los retazos, zurciendo la trama, las imágenes, los recuerdos; agregué remiendos de contexto histórico. Todo lo que aquí se cuenta sucedió, aunque no obligadamente con la exacta fidelidad de fechas y lugares. Cualquier semejanza con la realidad es pura y deliberada coincidencia. Recurrí para documentarme a las valiosas investigaciones publicadas sobre los «Niños de la guerra». Las cartas, fotos, dibujos y documentos que aparecen en esos trabajos sirvieron para completar con otras voces y otras imágenes los relatos de Marina. Situaciones que viven algunos personajes y sus palabras surgen de esos testimonios, aunque sin correspondencia necesaria con sus nombres reales y con los lugares donde transcurrieron sus historias. Este libro no tiene ambición biográfica, es apenas mi manera de agradecer a una maestra de la vida.

Rodolfo Luna Almeida

Villa Elisa, junio de 2017

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