Mao

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11. El interludio de Yan’an: el filósofo es el rey

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Cuatro días después, Wang fue sometido a un ficticio juicio ideológico, un prototipo, aunque atenuado, de las reuniones de confrontación de los años sesenta. Durante dos semanas, sus compañeros de partido debatieron sus errores. El secretario político de Mao, Chen Boda, comparó a Wang con una sanguijuela, al referirse a él como «camarada olor-de-mierda», un juego de palabras con los caracteres que formaban su nombre. El osado poeta Ai Qing entonó: «Su punto de vista es reaccionario y sus remedios venenosos; este “individuo” no merece ser calificado de “humano”, mucho menos de “camarada”». Incluso la rebelde Ding Ling decidió que lo más prudente era denunciarle. En la lógica de la rectificación no bastaba con que Wang fuese simplemente purgado. Sus compañeros escritores le debían humillar en público. Su «juicio» marcó el inicio de una práctica de denuncia que perduraría durante décadas como parte esencial del trato de los comunistas chinos a los disidentes.

Wang fue destituido de la Asociación Literaria, lo que significaba que no se le permitía seguir escribiendo. «Todos los demás», recordó un participante, habiéndose «liberado de su culpa ideológica» —en otras palabras, habiendo salvado su propia piel— respiraron con alivio y decidieron mantener sus cabezas inclinadas en el futuro.

Sin embargo, Mao no había quedado todavía convencido de que los escritores hubiesen aprendido la lección. El propio Wang había rechazado retractarse, afirmando que lo que él había escrito tenía como propósito el beneficio del partido. De acuerdo con Kang Sheng, el 90 por 100 de los intelectuales de Yan’an habían simpatizado inicialmente con él. De este modo se extendió la campaña de rectificación, y los esfuerzos por demonizar a Wang alcanzaron una escala mayor. Ya durante su «juicio» había sido acusado de trotskismo, de albergar «pensamientos contra el partido», poseer una «mente sucia y repugnante» y habitar en el universo mental de un «hoyo de mierda contrarrevolucionaria». Sin embargo, su caso había sido tratado como el de un camarada descarriado que todavía puede ser redimido. A partir de octubre, todo cambió. Wang fue formalmente acusado de ser un espía del Guomindang y de liderar una «banda de cinco miembros contra el partido» de orientación trotskista que se había «infiltrado en el partido para destruirlo y consumirlo».

Por consiguiente, pasó a ser custodiado por oficiales del Departamento Social, la policía de seguridad del partido, junto con otros doscientos intelectuales más, considerados políticamente poco fiables, y retenido en una prisión secreta del Partido Comunista Chino en Zaoyuan.

La «banda contra el partido» fue, pura y simplemente, una treta fraudulenta de una especie en la que Kang Sheng llegaría a despuntar. Wang y los otros cuatro supuestos miembros, dos jóvenes matrimonios, se conocían de un modo somero y compartían las mismas ideas liberales. Esa fue toda su «conspiración». El propio Mao, que había aprobado la operación, intentó posteriormente ignorarlo como un simple «error». Pero aquellos acontecimientos no fueron menos fundamentales para su estrategia que otros aspectos más sutiles de la campaña de rectificación, en tanto que mostraron al partido en su conjunto los límites de la tolerancia de los dirigentes, y que aquellos que traspasasen la empalizada —cuyos cargos, como Mao posteriormente indicaría, pasaban de ser «contradicciones entre el pueblo» a ser «contradicciones entre el enemigo y nosotros mismos»— descubrirían que el guante aterciopelado del confucianismo se transformaba en el hacha legista.

A partir de otoño de 1942, a Kang Sheng se le concedió carta blanca por vez primera (aunque de ningún modo última) para demostrar su destreza como ejecutor de Mao.

Se inició una «movimiento de criba de oficiales» para extirpar los «espías y malos elementos», con el pretexto de que el aumento de miembros del partido había permitido a los servicios de inteligencia de Chiang Kai-shek infiltrar agentes secretos. «Los espías», advirtió Mao melodramáticamente, se habían convertido en «sarro incrustado». Pero, como el caso de Wang Shiwei, la palabra «espía» se interpretaba de un modo muy libre. Reproducir opiniones disidentes, mantener una actitud «liberal» ante elementos no ortodoxos, mostrar falta de entusiasmo al poner en práctica la campaña de rectificación, tener familiares que fuesen miembros del Guomindang, todo era motivo de sospecha. De modo que, en diciembre, con la aprobación de Mao, el «movimiento de criba» se convirtió en un «movimiento de redención», en el cual los sospechosos eran torturados hasta que confesaban para poder ser «salvados». Esto era totalmente coherente con la máxima original de Mao, «curar la enfermedad para salvar al paciente», pero tergiversada de una forma nueva y brutal que pocos en el partido podían prever.

En julio de 1943 alrededor de un millar de «agentes enemigos» habían sido detenidos, y casi la mitad había confesado. Kang informó de que el 70 por 100 de los cuadros del partido reclutados recientemente eran poco fiables. En una escuela de comunicaciones del ejército, ciento setenta entre doscientos estudiantes fueron acusados de ser «agentes especiales». Incluso en el seno del Secretariado del partido, núcleo del aparato de poder de Mao, se consideró que diez de los sesenta oficiales tenían «problemas políticos». Se produjeron decenas de suicidios, y unas cuarenta mil personas (el 5 por 100 del total de afiliados al partido) fueron expulsadas.

Todos estos sucesos recordaron la campaña de Mao contra la AB-tuan en Futian de 1930. El número de muertos fue mucho menor, pero el abuso de la tortura y las confesiones fue esencialmente el mismo.

Así pensaban también los compañeros de Mao. Zhou Enlai, que volvió a Yan’an desde Chongqing durante el verano de 1943, puso en duda las afirmaciones de Kang que sostenían que el partido, en la clandestinidad de las zonas blancas, estaba minado de traidores. Aquello motivó que Ren Bishi comenzase a investigar. El informe que dirigió a Mao nunca se hizo público, pero fue según parece muy crítico con los métodos de Kang, ya que, en agosto, el presidente puso freno a los investigadores del Departamento Social. Dos meses después anotó: «No deberíamos matar a nadie. La mayoría de la gente no debería ser arrestada. Ésta es una política que debemos combatir». De este modo finalizó el «movimiento de redención». En diciembre de 1943, un año después de que el movimiento comenzase, salió a la luz que el 90 por 100 de los acusados eran inocentes y que estaban siendo rehabilitados, en algunos casos a título póstumo.[144]

Los motivos de Mao para permitir que el «movimiento de redención» se le escapase con tan pésimas consecuencias de las manos ofrecen una luz esclarecedora sobre su estilo de gobernar.

La presión de los nacionalistas fue un factor, como lo había sido en Futian. Pero mucho más importante fue su convicción de que un líder no se debía mostrar débil. En 1943, mientras se preparaba para celebrar su quincuagésimo aniversario, Mao había alcanzado el final de su largo aprendizaje sobre el uso del poder. Sus reveses de los años veinte y principios de los treinta le habían enseñado que, en política, como en la guerra, el objetivo era aniquilar a los rivales, nunca dejarles heridos para que pudiesen recuperarse y continuar luchando. Esto no significaba un retorno a la vieja y desacreditada política de «dura lucha y golpes sin piedad» con la que Mao había perseguido a Wang Ming. Pero implicaba un reconocimiento de que la persuasión debía estar respaldada por el temor. La revolución no era una invitación para un banquete.

Wang Shiwei fue una víctima arquetípica de esta consciente ambigüedad.

Después de su arresto, Mao dio orden de que no fuese liberado ni ajusticiado. Continuó detenido —«un joven con una mirada gris y mortecina en su rostro» que hablaba «como si recitase un libro»— para servir de ejemplo vivo a los miembros del partido si se apartaban del camino trazado por Mao.

He Long ejercía de comandante militar local cuando, durante la primavera de 1947, los comunistas se retiraron de Yan’an. Los occidentales normalmente le describían como el Robin Hood del Ejército Rojo, una figura temeraria y romántica que odiaba a los ricos y defendía a los pobres. Pero al igual que los otros generales compañeros suyos, He Long eran un hombre tosco y despiadado. Odiaba a los intelectuales como Wang que gimoteaban por las libertades literarias mientras los jóvenes soldados morían en el frente. En cumplimiento de las órdenes de He, Wang Shiwei fue decapitado una mañana de un hachazo en un pueblo de las proximidades del río Amarillo. Cuando Mao fue informado, se mordió los labios, pero no dijo nada.

La emergencia de Mao como líder supremo del partido llegó acompañada de un creciente culto a su personalidad. Ya a finales de los años veinte, los aldeanos de lengua cantonesa del sur de China tejieron diversos mitos sobre un líder de bandidos llamado Mo Tak Chung, al que las autoridades nunca consiguieron matar. Pero la decisión de promover nacionalmente su figura como el portador del estandarte del comunismo chino llegó una década después con la publicación de Red Star Over China, de Edgar Snow. Éste escribió que percibía en Mao «una cierta fuerza del destino».

Como es evidente, Mao también lo sentía así. En verano de 1935 mostró el amplio alcance de sus ambiciones en un poema que describía el paisaje del norte de Shaanxi. Los versos iniciales rezan:

Cien leguas cubiertas de hielo,

mil leguas de remolinos de nieve…

Los montes danzan como serpientes de plata,

las laderas se revuelven como elefantes de cera blanca

desafiando los cielos.[145]

Mao pasaba después a dedicar sus pensamientos a los dirigentes chinos de la antigüedad que habían contemplado antes que él ese mismo escenario; los emperadores que fundaron las dinastías de los Qin, los Han, los Tang y los Song; y Gengis Kan, el mongol. Todos habían triunfado, escribió, pero todos habían sido derrotados. «Debemos buscar en nuestra época», declaró Mao, «para encontrar auténticos héroes».

La comparación era sobrecogedora.

En una época en que el Ejército Rojo podía reunir apenas unos millares de hombres pobremente armados, Mao se veía a sí mismo como la figura fundadora de una nueva era comunista, preparado para asumir el cetro de la grandeza heredada del pasado imperial.

De este modo, desde finales de la Larga Marcha, Mao era proclive a la idea de que él era un hombre extraordinario, destinado a interpretar un papel excepcional. Sólo faltaba dar un pequeño paso, tan pronto como la situación madurase, para iniciar un rendido culto al líder.

En junio de 1937, el nuevo semanario del Partido Comunista Chino, Jiefang (Liberación), publicó por vez primera su imagen. Se trataba de una talla de madera, con el rostro de Mao iluminado por los rayos del sol, un motivo tradicionalmente asociado en China con el culto al emperador. Seis meses después apareció impresa en Shanghai la primera recopilación de sus escritos.[146] En verano de 1938 se superó un nuevo hito cuando el fiel acólito de Mao, Lin Biao, escribió sobre su «liderazgo genial», una frase de la que se realizó un uso tan abusivo durante los últimos años de vida de Mao que incluso él mismo acabó aborreciéndola.[147]

Al mismo tiempo, las relaciones de Mao con los que le rodeaban experimentaron un cambio sutil.

Los visitantes occidentales de los primeros tiempos de Yan’an se habían sentido fascinados por la naturalidad del lugar. Mao aparecía sin previo aviso para unírseles durante la cena o en medio de una partida de cartas. «Allí desarrollaba», escribió el consejero del Comintern, Otto Braun, «lo que se podría casi denominar una vida social»[148]. Se celebraban bailes los sábados por la noche, que Mao —a pesar de que Agnes Smedley comentó que no poseía «ritmo»—[149] paladeaba con fruición por las oportunidades que le proporcionaban para cultivar las compañías femeninas. El comunista norteamericano Sidney Rittenberg recordaba una ocasión en que llegó tarde, al anochecer:

Pude oír desde el exterior el sonido de un bajo, un par de violines y quizá un saxofón y un clarinete … Alguien empujó, abriendo la puerta, y eché una ojeada al interior. Allí, justo al otro lado de la habitación, vi un retrato de tamaño real del presidente Mao Zedong. Reconocí inmediatamente la amplia frente y el entrecejo, y la boca minúscula, casi femenina. Enmarcada por el portal, sobre los muros blanqueados, su leonina cabeza se mostraba severa, casi funesta. La viveza del cuadro sólo duró un momento fugaz. Entonces la banda entonó un foxtrot, y el retrato tomó vida, se revolvió, se dirigió a su pareja, y comenzó a deslizarse sobre el pavimento.[150]

Pero en aquella época, detrás de la fachada del compañerismo —el ambiente de resurgimiento norteamericano, plagado de palmadas en la espalda y buenos deseos, tal como lo describió un visitante—, comenzaron a desarrollarse unas formalidades hasta entonces desconocidas.

En la primavera de 1938, Violet Cressy-Marcks, perteneciente a la destacada generación de intrépidas viajeras que dedicaron los años de entreguerras a vagar en solitario por Oriente, fue escoltada al patio de Mao en Fenghuangshan y halló la entrada exterior vigilada por un soldado armado con una ametralladora y un segundo guardia en la puerta interior, blandiendo «la más grande espada desenfundada que jamás hubiese visto en mi vida».[151] Habían pasado a la historia los días de Jinggangshan, o incluso Ruijin, menos de diez años antes, cuando Mao y los otros dirigentes vivían junto a los campesinos. Se había instaurado un penetrante sentimiento de jerarquía. Mao ya no visitaba a los demás; ellos acudían a él.[152] Posteriormente, aquel mismo año, requisó el único vehículo de la ciudad, una camioneta Chevrolet fruto de una donación, adornada con las palabras «Ambulancia: obsequio de la Asociación de Salvación Nacional de los Lavanderos Chinos de Nueva York», para usarla como medio de transporte personal.[153] El resto del Politburó iba a pie.

No todos recibieron con agrado la plétora de superlativos —«el más creativo», «el más cualificado», «el más talentoso», «el más autoritario»— que les vinculaba con Mao. Incluso Liu Shaoqi, que se contaba entre sus más acérrimos seguidores, lanzó una cauta advertencia. Al significar el marxismo, escribió, «no debemos someternos ciegamente ni venerar ídolo alguno».

Pero en noviembre de 1942 llegaron noticias desde Europa que silenciaron las dudas. La batalla de Stalingrado, el «Verdún rojo», como la calificó Mao, representó un punto de inflexión en la guerra, anunciando el inminente derrumbe del Eje fascista y la aproximación del momento en que se reanudaría el conflicto entre los nacionalistas y los comunistas chinos.[154]

Aquello dirigió la atención en ambos cuarteles hacia la necesidad de construir una capital simbólica para la futura batalla por la fidelidad del país. El 10 de marzo de 1943, Chiang Kai-shek publicó su obra El destino de China, en la que proclamaba sus pretensiones de convertirse en el líder de China. La ascensión de Mao para transformarse en presidente del Politburó, y así en el paladín del Partido Comunista, llegó unos pocos días después. La extensión de territorio y población que cada bando controlaba se decantaba todavía con mucha diferencia en favor de Chiang. Pero la distancia se iba recortando progresivamente. El libro de Chiang se convirtió en lectura obligatoria en las escuelas y universidades de las zonas blancas. Y los escritos de Mao sobre la sinificación del marxismo pasaron a ser las doctrinas impuestas en las áreas rojas.[155]

Dos meses después, la posición de Mao se fortaleció aún más cuando Stalin, en una concesión a los aliados occidentales, disolvió el Comintern. El Partido Comunista Chino se convirtió entonces, en la teoría y en la práctica, en un partido nacional independiente.

Mientras los aspectos personales de la rivalidad entre los dos partidos se agudizaban, el culto a la personalidad de Mao alcanzaba nuevas cimas. En julio, Liu Shaoqi, apaciguadas sus dudas, encendió la mecha de la adoración sin freno. En un artículo hagiográfico, afirmó que la única manera de garantizar que el partido no cometiese errores en el futuro era asegurarse de que «el liderazgo de Mao Zedong penetrase hasta la última capa».[156] Aquello fue la señal para sus compañeros del Politburó, de Zhou Enlai y Zhu De hacia abajo, para unirse a un delirante coro de alabanza. Dos periodistas norteamericanos, Theodore White y Annalee Jacoby, que visitaron Yan’an unos meses después, informaron que Mao «se había instalado en un púlpito de adoración», y era objeto de «panegíricos de la más excelsa y casi nauseabunda elocuencia servil». Incluso más sorprendente, escribieron, era la práctica de los dirigentes, compañeros de Mao, «hombres de alto rango, de realizar ostentosos ademanes ante los improvisados discursos de Mao, como si estuviesen bebiendo de la fuente de la sabiduría».

Fue en esta época cuando se acuñó la expresión «pensamiento de Mao Zedong» (Mao Zedong sixiang), y se compilaron las primeras versiones de sus Obras escogidas.[157] Fue entonces, también, cuando se escribió el himno maoísta, El Este es Rojo:

El Este es Rojo, el sol se eleva.

En China ha nacido un Mao Zedong.

Procura por la felicidad del pueblo.

Es el Gran Sabio del pueblo.

Se decoraron las murallas de los pueblos y los edificios públicos de toda China con el retrato de Mao.[158] Las escuelas tomaban su nombre: la Escuela Zedong de Jóvenes Cuadros en Yan’an, la Escuela de Jóvenes de Shandong.[159] Se enseñó a los niños la salmodia: «Somos los obedientes retoños del presidente Mao».[160]

Al invierno siguiente, los héroes obreros lanzaron mensajes saludando a Mao como «la estrella de la salvación» de China, un término que, en las mentes chinas, conjuraba la antigua unión entre el emperador y el Cielo. Durante la primavera de 1944, Mao fue invitado a plantar los primeros granos de mijo, al igual que el emperador, en épocas pasadas, había arado simbólicamente el primer surco.[161]

No obstante, aún faltaba un elemento.

A lo largo de la historia de China, la asimilación del pasado había jugado un papel fundamental en la creación de la base política necesaria para la asunción del poder de una nueva dinastía.[162] Mao contaba además con el ejemplo añadido del gobierno de Stalin en Rusia. Una de las primeras acciones del dictador soviético después de la Gran Purga, en la que perecieron sus últimos adversarios, había consistido en publicar su propia versión, en 1938, de la historia del partido soviético, Breve curso de la historia del PCUS (Bolchevique). Fue traducida al chino y señalada, un año más tarde, para el estudio de los cuadros en Yan’an. Consecuentemente, se incluyó entre los textos usados durante la campaña de rectificación, un mensaje que no pasó inadvertido entre los colegas de Mao.

Pero la «clarificación de la historia del partido», como fue delicadamente llamada, seguía sin hacer alusiones a él.

El quid de la cuestión era que Mao, de igual modo que Stalin —y los dirigentes chinos de todas las épocas—, no estaba dispuesto a tolerar ninguna fuente rival de autoridad.[163] No era suficiente que los primeros dirigentes del partido, Chen Duxiu y Li Lisan, hubiesen sido ya desacreditados (al igual que sin duda lo habría sido Qu Quibai, si no hubiese muerto como un mártir). Ni era suficiente que la línea política de Wang Ming y Bo Gu hubiese quedado repudiada. El desenmascaramiento y la refutación de las ideas alejadas del maoísmo debían llevarse hasta las últimas consecuencias. No faltaban precedentes en el pasado imperial de China. El gran emperador de la dinastía Qing, Qianlong, en el siglo XVIII, dirigió una de las más terribles inquisiciones literarias de todos los tiempos para acabar de raíz con todo pensamiento sedicioso. Del mismo modo, Mao comprendía instintivamente que su dominio no estaría asegurado hasta que todas las alternativas intelectuales dentro del partido quedasen clausuradas, y los oficiales más veteranos, comenzando por sus propios y más íntimos compañeros, confesasen públicamente sus errores del pasado, cuando apoyaron las equivocadas políticas asociadas a sus rivales.

Pasarían otros dieciocho meses antes de que finalmente se sintiese plenamente seguro de que poseía el grado de control que él deseaba.

Desde finales de 1943 hasta la primavera de 1944, Liu Shaoqi, actuando como un arma en manos de Mao, dirigió un ataque contra el Cuarto Pleno, el mismo que había encumbrado a Wang Ming en el poder. Todos los que habían estado asociados en alguna ocasión con Wang, comenzando por Zhang Wentian y Zhou Enlai, tuvieron que enfrentarse a una humillante autocrítica, además de ser en su momento criticados por sus compañeros.

En el caso de Zhou, el proceso fue particularmente doloroso. Por lo menos en dos ocasiones, Mao en persona dirigió furibundos ataques contra la trayectoria de Zhou, su falta de principios y su predisposición a apoyar cualquier facción que ostentase el poder. En Jiangxi, Zhou había estado del lado de los estudiantes retornados. Después de 1937 apoyó a Wang Ming. Mao albergaba la firme voluntad de que Zhou aprendiese la lección de una vez por todas.[164] A Ren Bishi, entonces uno de los más íntimos aliados del presidente, se le requirió igualmente que repudiase sus antiguos lazos con Wang Ming. Kang Sheng fue criticado por la manera de organizar el «movimiento de redención», junto con otras figuras menores como Deng Fa (su predecesor como jefe de Seguridad, y arquitecto en Fujian de la sangrienta purga de 1931). Exceptuando los miembros ausentes, como Wang Jiaxiang (que estaba de nuevo en Moscú) y Wang Ming (enfermo), todos los líderes pasaron por el ritual de arrepentimiento y obediencia a las ideas de Mao, con una sola excepción: Liu Shaoqi que, en un anuncio de la arrogante presunción que con el tiempo causaría su caída, alegó haber estado del lado de Mao desde el principio.

En abril de 1944, con toda la oposición apaciguada, Mao estaba ya preparado para poner fin a la orgía de autoflagelación. Wang Ming y Bo Gu, anunció, no serían castigados por sus crímenes contra el partido, a diferencia de lo ocurrido con los viejos bolcheviques rusos. La política del partido giraba para retroceder hacia una nueva conciliación.

Mao realizó además una disculpa tácita por los excesos del «movimiento de redención», postrándose ante los cuadros reunidos como signo de expiación. El hecho de que, a pesar de su estatus divino dentro del partido en aquel período, Mao tuviese que humillarse, no una sino tres veces, antes de que la audiencia aplaudiese, como muestra de que sus disculpas eran aceptadas, fue una muestra de la profundidad del odio que aquella campaña había sembrado.

En la nueva versión autorizada de la historia del partido, la lucha de Mao contra las «ideas equivocadas» de Chen Duxiu, Qu Qiubai, Li Lisan y Wang Ming, y el triunfo a partir de 1935 de su propio y certero pensamiento, fueron descritos como elementos unidos entre sí en un proceso único y continuo. El mito que en aquellas circunstancias se creó resonaría incluso hasta los años sesenta y, para muchos chinos, aún más allá de aquel período: si Mao se había mostrado siempre acertado en el pasado, ¿como podía no estarlo en el futuro?

Transcurrió todavía un año más antes de que la «Resolución sobre ciertas cuestiones de la historia del partido», que abrazaba este principio, quedase formalmente aprobada, en abril de 1945, por el pleno del Comité Central. Necesitó ser revisada hasta en catorce ocasiones, ya que casi todos los comunistas veteranos mantenían su propia posición sobre la interpretación de unos hechos de los que habían participado personalmente. De hecho, algunos de los detalles fueron objeto de tal disputa que el debate tuvo que ser trasladado del Séptimo Congreso, donde originalmente se debía mantener, al pleno posterior, de menores dimensiones y de más fácil control. En interés de la unidad, Bo Gu fue designado miembro de la comisión de redacción (lo que significaba que se adhería al criticismo contra su antigua política), y se persuadió a Wang Ming para que escribiese una carta reconociendo sus errores. El sentimiento de unidad restablecida impregnó el congreso. Bajo la insistencia de Mao, tanto Bo como Wang fueron reelegidos miembros del Comité Central, si bien es cierto que en último y penúltimo lugar. El ausente Li Lisan, denunciado por sus desviaciones izquierdistas, entonces en la Unión Soviética, donde había estado viviendo relegado al ostracismo durante los últimos quince años, y desconocedor incluso de que se estaba celebrando el congreso, también conservó su afiliación.

Mao se convirtió en el presidente del partido, no sólo, como hasta entonces, meramente del Secretariado y el Politburó. Liu Shaoqi fue ratificado como segundo de a bordo y heredero putativo. Zhou Enlai ocupó el tercer lugar del orden de rango, a pesar de que, como señal de que todavía continuaba en período de observación tras la campaña de rectificación, Mao se las ingenió para que fuese incluido en una posición bastante más rezagada dentro de la lista del Comité Central, en un recordatorio no muy sutil de que Zhou mantenía su cargo por voluntad del presidente, no porque él contase con el suficiente apoyo. Zhu De, comandante en jefe, era el cuarto, y Ren Bishi, el quinto.

Cuando el Séptimo Congreso llegó a su fin, Mao había finalmente conseguido la fusión de poder, ideología y carisma que había estado anhelando desde Zunyi. A lo largo de los años, los más avispados de sus visitantes habían percibido oscuramente los cambios que se estaban gestando. Edgar Snow, en 1939, le describió adquiriendo la serenidad de los sabios.[165] Evans Carlson se refirió a su aire de abstracción.[166] Pero Sidney Rittenberg dio en el blanco cuando comparó a Mao y Zhou Enlai. «Con Zhou», escribió, «me sentía como con … un camarada. Con Mao, me sentía como si estuviese sentado junto a la historia»[167].

Durante el verano de 1944, la corriente de la guerra en Europa fluía a favor de los aliados. Italia había capitulado. Las fuerzas comandadas por norteamericanos y británicos habían desembarcado en Normandía. El otrora invencible ejército alemán estaba siendo arrinconado desde el este hacia sus propias fronteras por las irresistibles fuerzas rusas. En Asia, también Japón comenzaba a vacilar. En territorio chino continuaban los nipones con su descomunal ofensiva, pero en todos los otros rincones del escenario del Pacífico las fuerzas del emperador emprendían la retirada. Mientras la Alta Comandancia de Tokio comenzaba a considerar lo impensable, la defensa del propio archipiélago, Stalin y Roosevelt centraban su atención en la conformación del nuevo orden que emergería al terminar la guerra.

El 22 de julio de 1944, un avión con el emblema de Estados Unidos apareció en los cielos de Yan’an.[168] Provocó casi la misma expectación que la llegada, cinco años y medio antes, de Wang Ming, porque cuando se disponía a aterrizar, la rueda izquierda golpeó contra una sepultura ubicada justo en la entrada de la pista de aterrizaje, obligándolo a inclinarse violentamente hacia abajo, mientras el propulsor izquierdo se desprendía, chocaba con fuerza contra el compartimento del piloto y provocaba un enorme agujero en el fuselaje, forzando al avión a detenerse en medio de un gran estrépito. Así comenzó la llamada «misión Dixie», el primer y último intento oficial norteamericano (hasta principios de los años setenta) de establecer líneas de comunicación oficiales con los comunistas chinos. Sorprendentemente, nadie resultó herido, y después de ser recibidos por Zhou Enlai, el pequeño grupo de oficiales de enlace norteamericanos fue escoltado hasta sus aposentos, donde comenzó una experiencia de aprendizaje en ambas direcciones. Fue necesario recordar a los norteamericanos que no vociferasen «¡chico!», cada vez que necesitaban alguna cosa, sino que avisasen educadamente a sus zhaodaiyuan, los «oficiales de recepción». Los chinos se encontraron por vez primera inmersos en una relación semidiplomática con un grupo de occidentales no comunistas. Mao ordenó que las palabras «Nuestros amigos» fuesen insertadas en el titular del Jiefang ribao, dando la bienvenida a la misión.[169] Él y el resto de dirigentes fueron invitados a presenciar pases de musicales de Hollywood en un proyector alimentado con petróleo, y durante algún tiempo películas como Tiempos modernos de Charles Chaplin sustituyeron los bailes del sábado por la noche como la principal atracción social de Yan’an.

La decisión de enviar la misión de observación de Estados Unidos, como fue oficialmente designado aquel grupo, formaba parte de las maniobras a tres bandas entre Roosevelt, Stalin y Chiang, cuando cada uno de ellos procuraba imponer sus intereses en detrimento de los otros dos.

Los norteamericanos se sentían frustrados ante la incapacidad mostrada por el corrupto, autoritario y cada vez más impopular régimen del Generalísimo para proseguir con la guerra. Deseaban que nacionalistas y comunistas llegasen a un acuerdo, para que en lugar de andar mermando unos las fuerzas de los otros, unieran sus contingentes para expulsar al invasor.

Stalin, que temía la creación de un protectorado norteamericano en China, quería establecer relaciones, reguladas mediante tratados, con el gobierno nacionalista que garantizasen la neutralidad de China en cualquier futura disputa entre potencias, así como el reconocimiento de los «intereses especiales» de Rusia en Manchuria, especialmente en forma de concesiones ferroviarias y portuarias. También él estaba a favor del acuerdo entre el Guomindang y los comunistas.

La posición del Generalísimo era diametralmente contraria a cualquier negociación entre el Guomindang y el Partido Comunista Chino. Pero bajo las presiones tanto de Washington como de Moscú, aunque a regañadientes, accedió a ello. El 7 de noviembre de 1944, el emisario personal del presidente Roosevelt, el teniente general Patrick J. Hurley, partió hacia Yan’an para iniciar su trabajo de mediador.[170]

Desafortunadamente, nadie recordó ponerles sobre aviso de que el general estaba en camino. Cuando llegó como cada semana desde Chongqing un aeroplano de Estados Unidos con las provisiones de la misión Dixie, Zhou Enlai, que se encontraba casualmente en la pista de aterrizaje, quedó desconcertado al ver emerger de su interior a «un hombre alto, de pelo cano, militar y realmente atractivo, enfundado en un uniforme bellamente confeccionado … con suficientes galones en su pecho como para simbolizar, parecía, todas las guerras … en las que Estados Unidos había participado». Al ser informado de quién era el distinguido visitante, Zhou se apresuró en busca de Mao, y ordenó reunir una compañía para formar una improvisada guardia de honor. Pero las sorpresas del día apenas habían comenzado. Hurley, un huérfano de Oklahoma convertido en magnate del petróleo, era la encarnación del capitalismo estadounidense, vanidoso como un pavo real, y amante de actuar ante las cámaras. Al oír las salvas, recordaban algunos miembros de la misión, «se irguió con su impresionante altura, se hinchó como un cachorro rabioso, [agitó su sombrero en el aire] … y quebró la quietud del norte de China con un alarido de los indios choctaw, un “¡yahuuu!” que nos heló la sangre». Mao y Zhu De le observaban boquiabiertos con asombrada incredulidad.[171]

Los tres días de la visita de Hurley resultaron ser una lección paradigmática sobre la falta de comprensión de la realidad china que caracterizó la política de Estados Unidos hasta que Richard Nixon se convirtió en presidente, veinticinco años más tarde.

Hurley ofreció a Mao una propuesta de pacto, repleta de frases grandilocuentes sobre «el establecimiento de un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo» que él mismo había redactado, al parecer convencido de que si los comunistas lo firmaban, Chiang, con la presión norteamericana, no tendría más opción que hacer lo mismo. Pero la premisa era falsa. El Generalísimo pronto dejó claro que él no estaba dispuesto a aceptar algunas de las estipulaciones del texto de Hurley —como la legalización del Partido Comunista o la distribución igualitaria de los suministros militares entre las fuerzas comunistas y nacionalistas— y mucho menos la versión revisada de Mao, que proponía un gobierno de coalición. La metedura de pata de Hurley quedó aún más al descubierto por el hecho de que él había afirmado públicamente en Yan’an que consideraba las contrapropuestas de Mao «razonables y justas», y ambos habían firmado el texto final como muestra de buena voluntad.

Dos semanas después, los intentos de llegar a un acuerdo se estancaron. Cuando el comandante de la misión Dixie, el coronel David Barrett, hizo en diciembre un último esfuerzo para revivirlos, fue objeto de desatadas recriminaciones por parte de Mao:

El general Hurley llegó a Yan’an y preguntó en qué condiciones cooperaríamos con el Guomindang. Le ofrecimos una propuesta de cinco puntos … El general Hurley estuvo de acuerdo en que las condiciones eran eminentemente justas … El Generalísimo ha rechazado esas propuestas. Ahora Estados Unidos llega y nos pide encarecidamente que aceptemos unas contrapropuestas que nos obligan a sacrificar nuestra libertad. Es para nosotros muy difícil de entender … Si … Estados Unidos desea continuar respaldando la cáscara podrida que es Chiang Kai-shek, están en su derecho … No somos como Chiang Kai-shek. No es necesario que nación alguna nos sostenga. Podemos mantenernos erguidos y avanzar por nuestros propios medios como hombres libres.

La actitud de Mao, informó Barrett, era «en extremo recalcitrante», y en varias ocasiones estalló violentamente presa de la rabia. «Continuaba imprecando, una y otra vez, “¡no cederemos más!”, “¡ese bastardo de Chiang!”, y “¡si estuviese [él] aquí le respondería en su mismo rostro!” … Zhou Enlai respaldaba con palabras calmadas y frías todo lo que apuntaba el presidente Mao. Salí de la entrevista con la sensación de haber estado hablando infructuosamente con dos líderes inteligentes, despiadados y decididos que se sentían plenamente seguros de la firmeza de su posición»[172].

Ésa era precisamente la impresión que pretendía provocar la actitud histriónica de Mao. Pero las conclusiones de Barrett daban demasiado crédito a los comunistas. A finales de 1944 poseían apenas setecientos mil soldados y el territorio que controlaban albergaba una población de noventa millones. Las tropas de Chiang Kai-shek llegaban al millón y medio, y su control se extendía sobre doscientos millones de habitantes. Las fuerzas del Guomindang «seguían siendo formidables», advirtió Mao unos meses después, y el Ejército Rojo no acertaba a valorar el auténtico peligro que representaban.[173]

Ante esta situación, las acciones del general Hurley en favor de la paz, por muy torpes que fuesen, hicieron un gran servicio a Mao. Sumieron a Chiang en discusiones que contribuyeron a legitimar la causa comunista y de las que no se pudo librar sin enfrentarse tanto a sus aliados norteamericanos como a todos aquellos chinos que le apoyaban por motivos más patrióticos que políticos.

La mediación de Estados Unidos concedió a Mao una oportunidad para depurar la imagen de los comunistas fuera de las fronteras de China, persuadiendo a los extranjeros que aterrizaban en Yan’an y cortejaban la misión Dixie de que el Partido Comunista Chino era un partido moderado, constituido esencialmente por reformadores agrarios que eran poco más que comunistas de nombre. La liebre la había soltado Stalin seis meses antes, cuando comunicó al embajador de Estados Unidos, Averill Harriman, que Mao y sus compañeros eran buenos patriotas, pero «comunistas de mantequilla»,[174] dejando entrever que no eran marxistas-leninistas auténticos (una idea que no sólo se ajustaba a sus intentos de llegar a un acuerdo de paz entre el Partido Comunista Chino y el Guomindang, sino que además reflejaba sus dudas reales sobre la ortodoxia doctrinal de Mao). Ello estaba de acuerdo, además, con la plataforma de la «Nueva Democracia» de Mao, que afirmaba que el objetivo inmediato del Partido Comunista Chino no era el comunismo de estilo soviético, sino una economía mixta. Después de los intercambios con Hurley, esta «campaña de moderación» adquirió un vigor renovado, y siguió una tendencia fuertemente proamericana. Mao se cuestionaba en voz alta si «no sería más apropiado que nos denominásemos partido democrático», despojándose completamente del término «comunista».[175] Opinaba que Estados Unidos era «el país más adecuado» para contribuir a la modernización de China, y sorprendió a un periodista norteamericano al preguntarle si pensaba que a Sears Roebuck le interesaría ampliar sus negocios de envíos postales hasta China.

Sus palabras eran completamente insinceras. Pero resultaron una propaganda muy efectiva. En enero de 1945 se realizaron aproximaciones secretas hacia el Departamento de Estado, proponiendo que Mao y Zhou visitasen Washington para entrevistarse con Roosevelt.[176] La pretensión de Chiang de ser el único líder de China que cualquier país extranjero que se preciase pudiese apoyar comenzaba de repente a mostrarse deslavazada. Mao comenzó a albergar la esperanza de que Estados Unidos quizá se mantuviese neutral ante el conflicto entre los comunistas y los nacionalistas que en uno u otro momento acabaría por llegar, estaba convencido, después del fracaso de la misión de Hurley.

Un mes después, la conferencia de Yalta enturbió aún más las aguas.[177]

Roosevelt y Stalin acordaron tratar al régimen de Chiang como un estado tapón que separaba el Pacífico, dominado por los norteamericanos, del noroeste de Asia, dominado por los soviéticos. Como parte del acuerdo, el líder soviético, sin conocimiento de Mao, prometió no ofrecer su apoyo a los ataques del Partido Comunista Chino contra el gobierno nacionalista. De acuerdo con ello, Estados Unidos y Rusia comenzaron a presionar a sus respectivos clientes para que aceptasen algún tipo de coalición.

Mao se mostró receptivo, fijando en su informe al Séptimo Congreso una estrategia global para una vía alternativa y pacífica hacia el poder.[178] Pero su escepticismo era demasiado evidente. Aquel mismo día, en una charla distendida y confidencial con los delegados, comparó a Chiang —al que describió como un «sinvergüenza»— con un hombre con la cara sucia. «Nuestra política ha sido, y todavía sigue siendo», declaró, «invitarle a lavarse la cara [en otras palabras, a reformarse] y no la de cortarle la cabeza … [Pero] cuanto mayor se hace uno, menos dispuesto está a cambiar sus hábitos y más improbable es que lo haga. [De modo que] decimos, “si te limpias, podemos casarnos, porque todavía nos amamos ardientemente” … Pero debemos mantener alta la guardia. Cuando seamos atacados … debemos acabar completamente con el enemigo, a conciencia, con resolución y premura».

Con aquel fin, el congreso impulsó el crecimiento del Ejército Rojo, desde los novecientos mil (en julio de 1945) hasta el millón de hombres; promovió la organización de alzamientos urbanos; y puso un énfasis renovado en la guerra móvil, en detrimento de la guerra de guerrillas. Mao advirtió, en telegramas codificados a los comandantes militares, que era inevitable una nueva guerra civil.[179] Tenían que aprovechar el tiempo que todavía quedaba para llevar a cabo los arreglos necesarios.

Tres meses después, cuando todos los preparativos estaban en su apogeo, los rusos finalmente declararon la guerra a Japón. Al día siguiente, el 10 de agosto, Zhu De ordenó que las tropas comunistas aceptasen la rendición de las tropas japonesas. Chiang entonces dio instrucciones a los comandantes japoneses para que se rindiesen sólo a las fuerzas nacionalistas. Mao no cedió y telegrafió a Stalin en busca de apoyo. A continuación, el día 15, el líder soviético lanzó una granada. A las tres de la madrugada, hora de Moscú, apenas horas antes de la capitulación japonesa, Wang Shijie, ministro de Asuntos Exteriores de Chiang, y Vyancheslav Molotov firmaron un tratado de alianza.

Para Mao, aquello era una repetición de la perfidia mostrada por Stalin en 1936, cuando pidió la liberación de Chiang durante el incidente de Xi’an. Una vez más, el dirigente soviético había vendido al Partido Comunista Chino en favor de los intereses nacionales de Rusia. Mao tenía conocimiento de las conversaciones entre los rusos y el Guomindang. Pero ignoraba el acuerdo a que habían llegado en Yalta. Ahora, finalmente, todo estaba muy claro: si estallaba una guerra civil, el Partido Comunista Chino estaría solo.

La política comunista cambió de la noche a la mañana. Se puso fin a todas las críticas al Guomindang, así como a Estados Unidos. Los planes de alzamientos urbanos quedaron congelados. Se indicó a las unidades del Ejército Rojo que cooperasen con las tropas norteamericanas en el desarme de las formaciones japonesas. El 28 de agosto, Mao partió hacia Chongqing a bordo de un avión de las fuerzas aéreas de Estados Unidos, acompañado por el general Hurley, para iniciar las negociaciones de paz con los nacionalistas, dejando a Liu Shaoqi al mando del partido mientras él estuviese ausente. Pyotr Vladimirov, un corresponsal de TASS que actuaba como representante de Moscú en Yan’an, escribió en su diario que Mao se asemejaba a un hombre dirigiéndose a su propia crucifixión.[180]

Tenía por delante un duro papel que interpretar. Chiang contaba con el apoyo férreo de Estados Unidos y la benevolente neutralidad de la Unión Soviética. Durante todo el tiempo que duraron las conversaciones, los ejércitos del Guomindang pudieron avanzar gradualmente hasta tomar posesión de las zonas ocupadas por los japoneses, mientras el Ejército Rojo no avanzaba más allá de sus territorios. Y si las negociaciones fracasaban, Chiang podía acusar a los comunistas de intransigentes y optar por una solución militar.

Su último encuentro había tenido lugar en Cantón, cuando Mao dirigía el Instituto de Instrucción Campesina del Guomindang, diecinueve años antes. Nada había ocurrido desde entonces que posibilitase un acercamiento en sus posiciones. Sus personalidades eran muy diferentes: los fotógrafos contemporáneos mostraban a Mao enfundado en un amplio traje añil de cuello redondo estilo Sun Yat-sen, y un casco rígido gris lustroso muy poco apropiado cubriendo su enmarañada y larga cabellera, mientras el generalísimo Chiang, ataviado inmaculadamente, iba engalanado en un tieso y ajustado uniforme militar.[181] Sus políticas eran diametralmente opuestas. Y, en buena medida, se detestaban mutuamente. Mao, le acusaba Chiang, era un traidor: si individuos como él no recibían castigo alguno, nadie obedecería su gobierno.[182] A Chiang le irritaba en especial que, aviniéndose a negociar, se había visto forzado a admitir —en palabras de Mao— que existía «un patrón de igualdad» entre ambos partidos, lo que los comunistas valoraron como un logro significativo.

Durante las seis semanas que duraron las conversaciones, los dos hombres se reunieron en cuatro ocasiones, aprobando un memorando de entendimiento mutuo, en el que ambos convinieron «evitar decididamente la guerra civil»;[183] y Chiang se comprometió a convocar un Congreso Consultivo Político con la participación de todos los partidos para debatir una nueva constitución. Pero la insistencia de Chiang, y el rechazo de Mao, en que el Partido Comunista Chino pusiese bajo control del Guomindang el ejército y los gobiernos locales que controlaba como condición previa a un arreglo global impidió que se alcanzasen mayores acuerdos.

Aún más importantes, no obstante, fueron los cambios acaecidos en el contexto internacional mientras se llevaban a cabo las reuniones.

En agosto, cuando se iniciaron las negociaciones en Chongqing, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética se comprometieron a no intervenir en los asuntos de China. En octubre, cuando finalizaron los encuentros, cincuenta mil marines de Estados Unidos habían comenzado a tomar tierra en la costa del norte de China, supuestamente para colaborar en el desarme de los japoneses, pero en realidad para ocupar Pekín, Tianjin y otras ciudades importantes en nombre del Guomindang, previniendo el avance ruso hacia el sur; al tiempo que las tropas rusas consentían discretamente la toma comunista de Manchuria. Ocho meses después de Yalta, la idea de una China neutral taponando las ambiciones soviéticas y norteamericanas había comenzado a perder su significado. La guerra fría, concebida en Europa, avanzaba a pasos agigantados hacia el este.

Manchuria se convirtió en el punto caliente de esas nuevas rivalidades.

El 14 de noviembre, las tropas nacionalistas, con el apoyo militar de Estados Unidos, atacaron las unidades comunistas que defendían Shanhaiguan, el estratégico enclave situado al final de la Gran Muralla que controla la principal ruta terrestre hacia el norte. Seis días después, Lin Biao informó que la ciudad había caído y que no podía ser recuperada. La situación volvía a estar en el mismo punto que en el verano anterior. Ambos bandos avanzaban inexorablemente hacia una guerra civil.

Una vez más, Stalin minó el terreno que se extendía ante los pies de los comunistas.

En esta ocasión su preocupación consistía en reducir las tensiones que se habían desarrollado entre la Unión Soviética y Estados Unidos a lo largo de los dos meses anteriores. Había llegado el momento, decidió, de mostrar a Washington su buena voluntad, en detrimento del Partido Comunista Chino. Se ordenó a los comandantes soviéticos que informasen a sus camaradas chinos de que se debían retirar de todas las ciudades y vías de comunicación principales en el plazo de una semana. «Si no os marcháis», advirtió un general soviético al líder de la China del norte, Peng Zhen, «emplearemos los tanques para echaros». A los zapadores comunistas, enfrascados en tareas de sabotaje de las líneas de ferrocarril para ralentizar el avance nacionalista, se les comunicó que desistiesen o serían desarmados por la fuerza.

Por aquel entonces, los dirigentes del partido chino ya estaban acostumbrados a las traiciones soviéticas. Pero, aun así, aquello fue un golpe difícil de encajar. Peng, normalmente el menos visceral de entre los hombres, explotó: «¡El ejército de un partido comunista utilizando los tanques para expulsar el ejército de otro! Nunca habían ocurrido semejantes barbaridades». Pero no había nada que pudiese hacer el partido chino. Al igual que en agosto, tuvo que aceptar la situación.

Mao tuvo un papel menor en todos estos sucesos. Había vuelto a caer preso de su neurastenia.[184]

Por vez primera desde 1924, cuando se había retirado desesperadamente de Shaoshan, el embrujo político de Mao le había abandonado. Era incapaz de divisar una salida.

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