Mao

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11. El interludio de Yan’an: el filósofo es el rey

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Después de haber asumido plenos poderes en verano y haber alcanzado una significación casi divina en un partido más liberado que nunca del control soviético, descubrió repentinamente que, después de todo, se sentía impotente, atado de pies y manos por los intereses dominantes de las grandes potencias. El tratado de agosto entre Stalin y Chiang había bloqueado una guerra civil para la que, psicológicamente, estaba preparado, y le había despojado de todo su ropaje político para enfrentarse al generalísimo Chiang en Chongqing. Las únicas opciones políticas que se abrían ante él —luchar contra el Guomindang intentando evitar el enfrentamiento con Estados Unidos; o procurarse el apoyo soviético para impulsar una política que los dirigentes soviéticos desaprobaban— eran tan flagrantemente contradictorias que estaban destinadas a fracasar.

Mientras Mao languidecía presa de la depresión, Liu Shaoqi continuaba como sustituto en el cargo de jefe en funciones del Comité Central. Se explicó a los visitantes que Mao sufría de agotamiento.[185] «A lo largo de todo el mes de noviembre», recordaba su intérprete, Shi Zhe, «le veíamos, día tras día, postrado sobre la cama, tembloroso. Sus manos y sus piernas se movían convulsamente, bañado en frío sudor … Nos pedía que le pusiéramos toallas frías en la frente, pero no servía de nada. Los doctores no podían hacer nada»[186].

Fue el presidente Truman el que finalmente sacó a Mao del agujero negro en el que estaba sumido.[187]

El Congreso de Estados Unidos había caído presa de la ansiedad ante el espectáculo de unos marines norteamericanos que se estaban viendo succionados por la guerra civil de un país extranjero. El 27 de noviembre, Hurley presentó su renuncia, enojado tras una resolución del Congreso que reclamaba la retirada inmediata del conflicto de Estados Unidos. Truman anunció el nombramiento del general George C. Marshall, artífice del programa de préstamos destinados a Europa, para ocupar su lugar. La nueva política que seguiría Marshall tenía dos principios cardinales: un alto el fuego entre los nacionalistas y los comunistas que desembocase en un acuerdo político; y la expulsión de los rusos de Manchuria.

Cuando estas noticias llegaron a Yan’an, Mao pudo contemplar por primera vez desde hacía meses un resplandor de esperanza.[188] Si los norteamericanos buscaban la paz de China, tendrían que presionar a Chiang para que detuviese su ofensiva contra las posiciones comunistas.

Marshall llegó a Chongqing el 21 de diciembre.[189] Diez días después había logrado persuadir a ambos contendientes de que pusiesen sobre la mesa sus propuestas de paz. Zhou Enlai, siguiendo las instrucciones de Mao, aceptó la principal condición de los nacionalistas: libertad de movimiento de las tropas del gobierno para poder atacar las áreas de control soviético de Manchuria y desarmar las fuerzas japonesas en el sur.

El 10 de enero de 1946 se firmó un alto el fuego, que tres días después comenzó a tener efecto. Mientras tanto, en un nuevo guiño a Marshall, Chiang Kai-shek convocó la Conferencia Política Consultiva, a cuya creación había dado su consentimiento el pasado octubre pero a la que todavía no había permitido reunirse. Pretendía que fuese una hoja de parra que concediese al gobierno un aura de legitimación democrática. Pero, en lugar de ello, una improbable coalición de comunistas, figuras de terceros partidos y moderados del Guomindang consiguió arrebatarle el control de las manos y, valiéndose de la situación originada con el acuerdo de alto el fuego, aprobaron resoluciones que reclamaban, entre otras cosas, una asamblea nacional electa y la participación de los comunistas en un gobierno de coalición, en el cual no se aceptaría que el Guomindang controlase más de la mitad de los cargos ministeriales.

Mao estaba extasiado.[190] Sus intuiciones sobre la misión de Marshall se habían mostrado acertadas. El péndulo había oscilado desde la confrontación militar hasta la política. «Nuestro partido se unirá pronto al gobierno», proclamó en una directriz de principios de febrero de 1946. «En líneas generales», la lucha armada había llegado a su fin. La mayor tarea que debían afrontar ahora, aseveró Mao, era superar la pertinacia que provocaba que «algunos camaradas» dudasen de que «había llegado una nueva era de paz y democracia».

Aquella noche ofreció un banquete a un periodista norteamericano, John Roderick, de Associated Press, el primer reportero extranjero que veían desde hacía varios meses. Fue un encuentro festivo, y Mao se deshizo en elogios a Truman, cuya iniciativa, dijo, había contribuido enormemente a la amistad chino-americana. Roderick quedó sorprendido por la manera en que Mao dominaba a los que le rodeaban, mostrándose henchido por «un aire de confianza en sí mismo y autoridad, sin arrogancia alguna». Era la clase de hombre, pensó Roderick, que sobresaldría en una estancia repleta de gente, cualquiera que fuese el lugar, por el aura de liderazgo que exudaba, similar a la «que debieron de emanar hombres como Alejandro Magno, Napoleón o Lenin».[191]

Muy a pesar de esta imagen heroica, los partidarios de la política de la puerta cerrada resultaron estar en lo cierto. Chiang Kai-shek no estaba dispuesto a poner en práctica las resoluciones del Partido Comunista Chino, y Estados Unidos no estaba dispuesto a obligarle a hacerlo. Mao había cometido un grave error de cálculo.

Durante unas semanas más, el impulso que había suscitado Marshall permitió que las negociaciones continuasen avanzando. A finales de febrero, ambos bandos se sorprendieron mutuamente cuando alcanzaron un acuerdo sobre la integración de las fuerzas comunistas en un nuevo ejército nacional no partisano, una cuestión que, incluso en el período álgido del frente unido en tiempos de guerra, se había mostrado inabordable.

Pero pronto aparecieron señales de alarma indicando que el proceso de paz se estaba descomponiendo.

En marzo Winston Churchill pronunció el discurso sobre el «telón de acero» en Fulton, Missouri. Las tensiones globales entre Estados Unidos y la Unión Soviética comenzaban a agudizarse. Cuando los rusos iniciaron su retirada de Manchuria —que había quedado excluida del alto el fuego de enero—, Chiang convenció a la Casa Blanca de que, a menos que los ejércitos nacionalistas avanzasen para asegurar la soberanía china en aquellos territorios, todo el noreste de China caería bajo el dominio de los comunistas. Mao, obsesionado todavía por la posibilidad de un acuerdo político inminente, pensó inicialmente que el Generalísimo sólo intentaba fortalecer su posición negociadora. Pero el 16 de marzo, mientras continuaba el avance nacionalista, se refirió por vez primera a la posibilidad de la reanudación de las hostilidades.[192] Una semana después expidió instrucciones a Lin Biao para lanzar una contraofensiva, sin importarle las consecuencias que aquello pudiese tener para las negociaciones de paz.[193] El 18 de abril, Changchun caía a manos de las fuerzas de Lin; al igual que Harbin, diez días después.[194]

La lucha por Manchuria había comenzado, pero no se trataba todavía de un conflicto generalizado. Durante un mes más Mao continuó insistiendo a los comandantes comunistas de otras regiones en que no abriesen fuego a menos que los nacionalistas atacasen primero.[195]

«El Guomindang se prepara activamente para iniciar una guerra civil de alcance nacional», escribió en una directriz del Comité Central del 15 de mayo, «pero Estados Unidos no está de acuerdo con ello … La política de nuestro partido debería [por lo tanto] consistir … en prevenirla o, por lo menos, aplazarla». Pero, dos semanas después, incluso estas últimas esperanzas habían sido abandonadas. El esfuerzo mediador de Marshall había resultado un fracaso. Los «reaccionarios del Guomindang» gobernaban China mediante el terror, y Estados Unidos les apoyaba.

En junio estallaron graves enfrentamientos. Un mes después, tras otra breve tregua, la lucha se extendió hasta inundar toda la China norte y central.[196]

Considerándolo en retrospectiva, Mao había superado un año profundamente insatisfactorio.

Su liderazgo continuaba intacto. Para el partido en general, así como para el campesinado que constituía la masa de sus seguidores, era todavía la «estrella de la salvación», el Sol Rojo del Este. Sus compañeros podían murmurar, lejos de oídos indiscretos, sobre la actitud zigzagueante de su política —que pasaba de la guerra a la paz, para volver de nuevo a la guerra—, pero nadie le desafiaba. Mao se había vuelto indispensable, la guía irreemplazable y el símbolo del futuro de la causa comunista.[197]

Pero su inexperiencia en el trato con las grandes potencias, que durante el otoño y la primavera le había llevado de un error a otro, le había dejado mortificado.

Chiang Kai-shek, que encabezaba un gobierno reconocido, había dispuesto de quince años para aprender a utilizar las potencias una en contra de la otra. En cambio, Mao dirigía un movimiento rebelde. Nunca había viajado al extranjero. No había mantenido ningún contacto personal, ni siquiera con los dirigentes soviéticos. Hasta la llegada de la misión Dixie, dieciocho meses antes, nunca había tratado con un representante occidental. Pasados veinte años, todavía le dolía su ingenuidad al haber creído que los norteamericanos forzarían al gobierno nacionalista a asumir un compromiso, y es una de las razones que explican sus precauciones en los contactos con las potencias occidentales cuando, una vez derrotado Chiang, surgió la cuestión de las relaciones diplomáticas.[198]

Desvanecida la neblina de la política extranjera, completada la retirada soviética, y el foco de rivalidad entre las grandes potencias trasladado hasta Europa, retornó la vieja seguridad en las aptitudes de Mao. Se sentía a sus anchas enfrentándose a un enemigo —los nacionalistas— en un terreno —el campo chino— que conocía a la perfección. En una serie de directrices del Comité Central reiteró los viejos principios de batalla, largamente puestos a prueba, que se habían mostrado tan efectivos en Jiangxi y contra los japoneses; engañar al enemigo, y concentrar las fuerzas más capaces para enfrentarse con las más débiles. Abandonar un territorio para preservar la integridad de las tropas era «no sólo inevitable, sino necesario», dijo aquel verano a sus compañeros, «de lo contrario será imposible alcanzar la victoria final».[199]

Durante la primavera siguiente, cuando incluso la ciudad de Yan’an resultó amenazada, su intérprete, Shi Zhe, le preguntó abatido qué podían hacer para evitar la caída de la ciudad. Mao lanzó una carcajada. «Lo que dices no es muy inteligente», dijo. «No deberíamos intentar detenerles … Chiang cree que cuando haya tomado la guarida de los demonios habrá ganado. Pero, en realidad, lo perderá todo. [Está escrito en las Analectas:] “Si algo viene a mí, y no ofrezco nada a cambio, es contrario al decoro”. Vamos a darle Yan’an a Chiang. Y él nos dará China»[200].

Dos semanas después, en el crepúsculo del 18 de marzo de 1947, la columna que escoltaba a Mao y los otros dirigentes del Comité Central abandonaba la capital roja.[201] El interludio de Yan’an había llegado a su fin. Había comenzado la batalla final.

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