Mala

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Dos semanas atrás » Capítulo 10

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Pago la ropa, los zapatos y los bolsos.

¡Ping, ping, ping!

DIOS MÍO, ¿QUÉ ES ESO?

Cojo el móvil y contemplo la pantalla. Es Tinder. Tengo un Super Like y sé de quién es incluso antes de mirarlo. Pero lo compruebo. Tenía razón. Sí que es.

«Nino Brusca, 39, que está a un kilómetro de distancia, te ha hecho un Super Like».

Mierda. Joder. Mierda, joder, mierda. ¿Cómo ha sabido que soy Beyoncé?

Genial. Nino me ha encontrado en Tinder. Creo que no se ha dejado engañar por el nombre falso. La aplicación dice que está en un radio de un kilómetro, pero podría ser menos, ¿no? Esa es la distancia mínima, joder. Podrían ser cien metros. O seis. Un escalofrío me recorre la espalda. ¿Qué demonios hace tan cerca? Nino está por aquí. ¿No estará… no estará siguiéndome?

Me escondo detrás de un maniquí en el escaparate de la tienda. Observo el gentío de la calle, pero no lo veo en la vía Condotti. A lo mejor está de compras como yo. Él es el que tiene dos millones de euros: pasta para dar y regalar.

Cojo las seis bolsas de Prada y salgo corriendo a la piazza. Subo los escalones de la interminable escalinata de la piazza di Spagna de dos en dos, de tres en tres. (Este calzado es genial: zapatillas planas de cuero negro, perfectas para salir corriendo. Me encantan las bolsas, que son estilo baguette con pedrería, la forma ideal para el cachorro. Cuero de color crema, cadenas de oro, unos logos de Prada muy bonitos. La chaqueta y los pantalones a juego son un poco exagerados. Son de cuero suave italiano, pero demasiado estrechos. Ni que decir tiene que me hacen un culo fenomenal, pero ahora mismo estoy muy pegajosa). El sol ardiente de mediodía reluce mientras yo resoplo por la escalinata antigua. Debe de hacer cuarenta grados.

Esquivo turistas y voy renegando entre dientes, pero por fin llego arriba del todo y me fijo en las vistas. Desde aquí lo veo todo. Abajo, la plaza llena de gente. Toda la calle mayor. Uy, mira, ahí está Dolce & Gabbana. Luego me paso por ahí (cuando Nino esté muerto). Más allá está Moncler. Y Gucci. Es mejor que Westfield. Es como Bond Street, pero continental. Como Oxford Street, pero con clase. Escudriño la multitud buscando a Nino.

Me siento en el último escalón con las bolsas de Prada esparcidas a mi alrededor y me coloco las gafas de sol en la cabeza mientras recupero el resuello. Esto no es fácil con tantas bolsas. La escalera es muy empinada. ¿Dónde narices está? No puede ser muy lejos. Necesito avistarlo antes de que me descubra él a mí.

Turistas que posan para selfis con la V de victoria. Parejas de la mano en su luna de miel. Ninos que lamen helados de vainilla. ¿Qué haré con él cuando lo encuentre? Saco la lista: disparo, puñalada, atropello, despeñamiento por un acantilado… Busco a tientas la hoja del cuchillo que llevo escondido en el bolso. Menos mal que llevo un pedazo de cuchillo, joder.

Escudriño la muchedumbre de la piazza di Spagna forzando la vista. ¿Estará en las inmediaciones de esa barca de mármol? En la plaza hay una fuente. El museo de Keats queda a mi izquierda, mientras que a mano derecha hay un salón de té que se llama Babingtons. ¿Habrá entrado a tomar un té? ¿Es posible que esté ahí dentro degustando un goolong?

Entonces, no me lo creo: lo avisto.

.

Es él.

En la plaza. Pelo negro, chaqueta de cuero negro, bigote de herradura. (No lleva sombrero porque lo tengo yo en el bolso hecho un gurruño). Dios mío, por fin he dado con él. «¡Oh, infame, infame; risueño y maldito infame!» Saco el cuchillo y lo agarro con fuerza. VAMOS A ELLO.

Cojo las bolsas de la tienda, corro escaleras abajo y me abro camino entre la aglomeración. Jadeo, sudo, reniego, tropiezo. Ahora va en serio. Esta es mi única oportunidad, como en la canción de Eminem. Puede que no tenga otra ocasión. No puedo permitir que se me escape.

Por fin llego a la fuente de mármol. Estaba aquí. Justo aquí, junto a la barca. Pero ¿adónde ha ido? Las gotas de agua fresca me salpican la cara. Hago un giro de trescientos sesenta grados y alcanzo a verle la nuca. Él se vuelve y nos miramos a los ojos, solo una fracción de segundo. Se me olvida que puedo respirar. El mundo se detiene. Se me para el corazón. Se vuelve de nuevo y se marcha.

Mierda, ¿y ahora qué?

El stronzo me ha visto.

Ahora que sabe que estoy en Roma, no me cabe la menor duda de que vendrá a por mí.

—NINO, ¡NO! ¡ESPERA! —exclamo, y estiro el brazo.

Entra en el metro y desaparece. No, por favor, el metro no. Allí abajo nunca lo encontraré. Atravieso la plaza adoquinada a la carrera.

Un segundo… ¿Dónde está el perro?

Me detengo. Miro a mi alrededor. ¿Dónde está mi cachorrito? Lo veo bebiendo agua en la fuente de mármol; su lengüecita rosa hace slurp, slurp, slurp. Por el amor de Dios, no puedo abandonarlo.

—¡Nino! —Doy un silbido—. ¡Ven aquí!

Él da un saltito y menea la cola. Corre hacia mí con las orejas ondeando y un brillo en los ojos mientras sortea pies y piernas. Pongo las bolsas de ropa en el suelo y él me salta a los brazos y me lame la cara. Me la seco y lo meto en el bolso de Prada.

—¿Listo? Venga, vamos.

Cojo la ropa y corro al interior. Mierda. Tengo que comprar el billete, pero no hay tiempo para eso. Salto el torno y bajo la escalera mecánica. Creo que lo he visto al fondo. Mis bolsas arremeten contra Ninos y turistas; aquí hay demasiada gente. Me arden los músculos por culpa del ácido láctico. Respiro trabajosa y ruidosamente. Corro, corro, corro. Creo que voy a perder la cabeza.

—¡Aparta! ¡Oye! ¡Quita de aquí!

Maldita sea, ¿por qué no se mueve la gente? ¿Es que no ven que tengo prisa?

Por fin llego abajo, donde hay hordas de pasajeros haciendo cola. Y alguien con un loro. Una silla de ruedas. Un carrito. Un árbol en una maceta. Un tipo con una mochila más grande que él. Una mujer cargando con una caja de cartón cuyo lateral dice: «Frágil». Pues buena suerte, señora. La adelanto a codazos y escudriño la multitud. La mitad de los hombres se parece a Nino. Pelo negro. Chaqueta negra. Cara de italiano… Ay, no. Espera… Ese sí es él.

Me oigo gritar: «¡NniIIIIIIIIINOOOOOOOOOO!».

Las paredes me devuelven el eco.

Él gira y entra en un túnel. Desaparece entre la turba. ¿Adónde lleva el pasillo? ¿A la línea A o a la línea B? Joder, joder, joder, joder.

Hago un esprint en dirección al túnel. Está lleno de gente y el ambiente es pegajoso. Húmedo. Hace calor. Más que en un burdel del trópico. No hay aire acondicionado. Los graffiti se curvan con las paredes. Alguien ha dibujado un corazón con espray, «Te quiero», solo para tocarme las narices. Oigo el rugido de un convoy, el chirrido agudo de los frenos, el zumbido lejano de los raíles de metal.

Llego al final del estrecho túnel y me enfrento a dos escaleras que se dirigen hacia abajo. ¿Cuál escojo? Parecen iguales. Estudio el cartel de la pared, un mapa multicolor. Pero no entiendo nada. Los trenes van en direcciones distintas: norte o sur o este u oeste. Miro a mi alrededor, pero Nino no aparece. No sé hacia dónde ir.

—¡AAAAAAAARGH!

«Alguien está a punto de morir».

Me hierve la sangre.

¿Izquierda o derecha? No tengo ni idea. Nino (el perro) ladra en el bolso, nota que la tensión va en aumento. Los animales saben de eso. Está volviéndose loco ahí dentro, removiéndose como un frijol saltarín. Abro la cremallera del bolso y le digo:

—¡CHISSS!

—GUAU, GUAU, GUAU.

Saco el cuchillo y lo agarro bien. Cierro la cremallera del bolso y corro escaleras abajo. (He escogido la de la izquierda, pero cualquiera de las dos habría valido). Llego abajo, irrumpo en el andén y derrapo en el borde. Se oye el ruido característico de las puertas y el convoy parte justo cuando lo alcanzo. Maldita sea. No queda nadie en el andén. Estoy sola. Meneo la cabeza con incredulidad, Nino debe de habérseme escapado por los pelos.

Me quedo allí plantada, jadeante y sudorosa.

Tendré que coger el siguiente, enseguida llegará uno. Observo los carteles rasgados y la pared de ladrillo visto de color negro. Las lámparas fluorescentes me molestan a la vista, la luz es demasiado blanca en comparación con la penumbra de alrededor. Estamos a cien metros bajo tierra, la sensación es apocalíptica. El andén no tarda en llenarse. Espero al borde de las baldosas con el cuchillo escondido bajo el brazo y sin apartar la mirada del túnel. Venga, venga, venga.

Noto el tacto áspero de una mano en el cuello. Estoy a punto de proferir un grito cuando de pronto me falta el aire. Un brazo me rodea la cintura con fuerza y el cuchillo cae a las vías.

Dios mío, es él.

Me susurra al oído. Un sonido sibilante, aliento demasiado caliente.

—Shhhh.

No puedo volverme. No puedo mover la cabeza. Huelo la chaqueta de cuero y noto el calor que le emana del pecho. Su cuerpo, magro y tenso como el alambre de espino, presiona contra mi espalda. Noto los latidos de su corazón: PUM PUM, PUM PUM, PUM PUM. Su respiración jadeante. A lo lejos, se oye el zumbido grave de un metro que se acerca. El andén tiembla. HOSTIA PUTA. Piensa arrojarme a las vías. Forcejeo y me resisto, pero no puedo mover ni un músculo. Me tiene atenazada.

«Te va a matar», dice Beth.

Me entran sudores fríos, se me nubla la vista, tengo la cabeza hecha un lío. El primer vagón del metro emerge de la oscuridad a toda velocidad. Ruido. Aire. No puedo hablar ni respirar.

«Te hará papilla».

Me sujeta más allá del borde del andén, en la trayectoria del convoy.

«Por favor, por favor», quiero suplicar. Quiero chillar que no. Abro la boca, pero no me salen las palabras. Doy patadas al aire. El corazón me va a toda velocidad. Fogonazos de mi vida.

Tres metros, dos metros, un metro…

Abro los ojos y veo al conductor asustado, que me mira con unos ojos como platos. Hasta aquí hemos llegado. Voy a morir, coño. Cierro los ojos y aguanto la respiración.

Oigo la risa de Beth en la cabeza.

Una ráfaga fuerte de aire.

Me aparta en el último segundo, y el tren pasa a tan solo unos centímetros de mí. Una corriente de aire viciado me azota la cara y me entra algo en el ojo. Joder, ha ido de un pelo. Noto el sabor del polvo y de la sal del sudor y de las lágrimas que me surcan las mejillas. Me derrumbo y lloro y lloro y lloro. Me seco los ojos y miro a mi alrededor. Nino ha desaparecido.

La gente me mira y empieza a congregarse a mi alrededor.

Tutto bene?

Stai bene?

—Sí, estoy bien. He tropezado.

Intento levantarme. Alguien me ayuda. Miro con mala cara a la muchedumbre que me rodea, y enseguida captan el mensaje y me dejan tranquila. Noto el corazón en la garganta, martillea y martillea como un martillo pilón. Nunca me había asustado tanto. Cinco centímetros más y me habría convertido en pesto. Todos los centímetros cuentan.

«¿Por qué te ha devuelto al andén? —pregunta Beth—. Debería haberte soltado».

—¿Cómo cojones quieres que lo sepa? Muchas gracias por el apoyo moral, por cierto.

Cuando me he repuesto lo suficiente para respirar y mirar alrededor, el metro ya se ha marchado y el andén está vacío. Estoy sola. Ya está, se ha ido. Me he quedado sola. Sola con un perro salchicha…

¿A qué juega Nino? Primero el atracador y ahora esto. Ese payaso juega sucio. No me cabe duda. Creía que si me veía en persona se daría cuenta del error que ha cometido. Que volvería a mí de rodillas con el rabo entre las patas (y con rabo me refiero a esa boa del pantalón): «Cariño, te echo de menos». Sin embargo, no veo las disculpas por ninguna parte. No ha demostrado ni pizca de vergüenza ni de remordimiento. Juro por Dios que la próxima vez que lo vea, se acaba todo. DEP.

Busco un banco en el andén y me siento, temblorosa. Agotada. El bolso me está dando calor en las costillas. Me llega un tufillo asqueroso.

—¡NINO! ¿QUÉ COÑO HAS HECHO? MALDITA SEA. El dachshund se ha cagado.

Salgo de la penumbra de la estación de metro y parpadeo ante el sol de Roma. Me llega otra notificación de mensaje. Lo saco del bolso nuevo. Está un poco pegajoso, pero bien. Me lo limpio en la camisa.

 

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