Mala

Mala


Dos semanas atrás » Capítulo 11

Página 21 de 52

11

Trastévere, Roma, Italia

Tiro el bolso nuevo debajo de un arbusto. Puto Nino. Me cago en todo, qué puto asco. No me lo puedo creer: dos mil euros de la nueva temporada de Prada y me ha durado menos de tres horas. Cambio los móviles, el anillo de placer, la cartera, los condones, el maquillaje y el reloj de cuco a uno de los otros dos bolsos. Menos mal que tenía de repuesto. A este paso, voy a gastar uno al día.

Arrastro al perro de la correa y avanzo por la ciudad. ¿Qué demonios pretendía el psicópata de mi ex? ¿Por qué no me ha matado mientras podía? Atravieso la plaza que está cerca de mi apartamento y veo a alguien en quien tengo que fijarme dos veces. Es esa mujer, la dueña de mi perro, y está sentada en la terraza de la cafetería tomando una copa grande de vino blanco y comiendo patatas fritas de bolsa. Ve a Nino y Nino la ve a ella. Al perro le da la puta locura.

«GUAU, GUAU, GUAU, GUAU».

Me dirijo a ella con decisión.

—Toma. Llévatelo. Te lo doy —le digo—. Me ha estropeado el bolso nuevo de Prada.

Suelto la correa y Nino corre hasta ella.

Ella grita de alegría.

Nino, amore.

Camino malhumorada por mi calle. No puedo quedarme aquí. Ahora no.

Abro el portal y me arrastro hasta el quinto. No me siento segura, no a menos que tenga un perro guardián. Puede que ese stronzo me haya seguido sin que yo me diera cuenta, seguro que ya sabe dónde vivo. Tal vez anoche sí fuera él, puede que estuviera escondido en la escalera de incendios y me espiase mientras me masturbaba con el cepillo eléctrico. Y el muy gilipollas me hace un Super Like. Recojo la ropa nueva y los dos bolsos, el reloj de cuco y todo lo demás. Bajo corriendo la escalera y abro la página de Airbnb.

Busco un apartamento nuevo, uno de dos camas, en Trastévere. Otro quinto. Cuesta siete mil, una ganga, y parece más una galería que una vivienda. Las paredes están cubiertas de cuadros y de fotos. Hay esculturas y tallas en las estanterías. Arte por todas partes: moderno, abstracto, impresionista. Ese cuadro parece de Warhol, una lata de sopa Campbell. Lo miro, pero resulta que no es original. Es una lámina; bueno, ¿a quién le importa?

Vuelvo a la puerta y me aseguro de que esté cerrada. Coloco la cadenita. Cierro con llave. Lo compruebo dos veces. Echo un vistazo por la mirilla, pero no hay nadie. Me peino con los dedos, respiro hondo y exhalo. Por fin me siento a salvo. Más o menos. Casi a salvo. Me miro la mano y todavía me tiembla. Necesito tomar algo. Algo fuerte de cojones. Un whisky, o un vodka o, quizá, un coñac. Una mamada. Un flaming lamborghini. Algo que me quite a ese capullo de la cabeza, porque tengo los nervios destrozados. Estoy más estresada que mi madre. Me cuesta creer que haya tenido que mudarme.

Bajo todas las persianas y cierro las cortinas y los postigos, por si me espía por la ventana y me apunta con la pistola. Me dirijo a la cocina comedor. Está llena de macetas con flores y plantas demasiado crecidas, un suntuoso jardín interior que parece una selva tropical. Consigo otro cuchillo. Es el único que hay, pero al menos es más grande que el anterior. A ojo de buen cubero, diría que mide cuarenta centímetros, como el de la escena de la ducha de Psicosis.

Me siento en un sillón cómodo del salón con el cuchillo en el regazo. Es de acero inoxidable. El mango, de plástico negro. La hoja está afilada, es de sierra. Servirá. Pero eso mismo pensé del anterior, y se me cayó a la vía. Nino es muy fuerte, podría haberme matado. Yo no tengo músculos ni resistencia ni fuerza. No sé hacer llaves mortales. Al rumano lo maté porque tuve suerte, pero no puedo fiarme de la suerte. Tengo que entrenar. Entrenar duro.

Me tumbo en el suelo y hago una flexión. Un par de abdominales. Un salto con los brazos en cruz. Una zancada. Voy a ponerme en forma, haré un entrenamiento intensivo. Unos días más así y me convertiré en Serena Williams. Ya verás.

Pero de momento ya basta. Cojo el tabaco; ahora que me he ocupado de la parte física, llega la parte estratégica. La inteligencia. Me dejo caer en el sillón y cojo el móvil. Abro YouTube y «Cinco grandes técnicas de autodefensa». Vale, sí, eso. Lo pillo. Hay que cubrir el espacio. Hay que bloquear. Lo veo tres o cuatro veces más y lo apago.

Enciendo el televisor para ver las noticias. Necesito saber qué pasa. ¿Hay alguna novedad en el caso de mi hermana? ¿Todavía la busca la policía? ¿Continúa muerta Alvina Knightly? Voy pasando canales. ¿Han encontrado más pruebas? Hay imágenes de unos policías, una escena caótica en una carretera. Parece la autopista que pasa por Roma, pero quizá me equivoque. Las autopistas son todas iguales. Largas y grises, con una tonelada de coches. Podría ser cualquier parte.

Evidentemente, las noticias las dan en italiano, así que no entiendo ni media palabra. Pero cambian de noticia y veo a Salvatore en la pantalla. Salvatore, el amante de mi hermana, el escultor sexi de la casa de al lado. Esa es su cara y esa, una foto de su chalet. Muestran también una imagen del coche, el maletero del BMW abierto de par en par. La cámara ofrece un primer plano del interior y me estremezco, pero está vacío. Ahí es donde metimos el cadáver de Ambrogio. Salvo me ayudó a deshacerme de él la semana pasada, después de matarlo. Lo llevamos a un acantilado y lo tiramos al mar.

Mierda. Ahora ponen una foto de Ambrogio. (Joder, qué bueno está. Casi se me había olvidado. Es la versión italiana de Chris Hemsworth. Un Thor un poco más delgado y bronceado). ¿No habrán encontrado algún pelo en el maletero? ¿Saben que estuvo ahí dentro? Primer plano del asiento del copiloto. Beth estuvo en el coche de Salvo la noche que la asesiné. Lo recuerdo. Fue la semana pasada. Estaba sentada justo ahí. ¿Han encontrado alguna uña? ¿Piel? ¿Una pestaña postiza? ¿Una gota de sangre? ¿Es posible que haya muestras de ADN que la inculpen en el asesinato de Ambrogio?

Muestran otra fotografía de Salvatore con aspecto hostil, duro e infame. Debajo han escrito su nombre en letras mayúsculas: «SALVATORE BOTTARO». Ja. ¿Creen que me ha asesinado? ¿Creen que mató a Ambrogio? Seguro que sí. Genial. La policía busca a Salvatore (lástima que esté muerto). Ahora hay una foto mía, la de la boda de Beth. Medias de rejilla plateadas, minivestido ceñido, pelo de recién salida de la cama. Dejo que el pelo me tape la cara y me arrellano en el cómodo sillón. Me muerdo la uña del pulgar hasta el pellejo. Tanto que sangra un poco.

Busco la noticia en el teléfono de prepago. Abro BBC World y miro la lista de noticias europeas. A lo mejor han publicado algo nuevo. Busco «Elizabeth Caruso». El primer resultado es una noticia de última hora. Me muevo al borde del sillón y me muerdo el labio.

La policía de Taormina, Sicilia, busca a Salvatore Bottaro, de treinta y un años, en relación con el asesinato de la ciudadana británica Alvina Knightly. El señor Bottaro lleva desaparecido desde el 28 de agosto y se sospecha que podría estar armado y ser peligroso. También se lo busca en conexión con el posible asesinato de su vecino Ambrogio Caruso, cuñado de la señorita Knightly. Se recomienda a la ciudadanía que, si lo ve, no se acerque al sospechoso. Deben llamar al número de emergencias de inmediato o contactar con la policía local si el sospechoso se encuentra fuera del país.

No puedo evitarlo, se me escapa una carcajada. ¿Armado y peligroso? ¿Salvatore? Tiene que ser una broma. Era artista, un alma sensible. Qué perdidos están. Estudio la foto de Salvatore que tiene la BBC. Sí, estaba en forma y bien mazado (y tenía un lío con mi hermana), pero ¿asesino? Diría que no.

Apago las noticias. No tengo de qué preocuparme: están buscando en el sitio equivocado. Estoy descartada. Libre de castigo. Si la policía todavía quiere hablar con Beth, será más bien para conocer su versión de los hechos. Querrán verlo desde su (o mi) punto de vista. Soy más testigo que sospechosa.

Miro Tinder de nuevo, pero Nino no me ha mandado nada. Tengo que pensar en otra forma de localizarlo… Piensa, Alvina. Piensa.

Tinder me aburre, así que entro en Bristlr: «Unimos a la gente con barba con personas que quieren acariciar barbas». He leído sobre la aplicación en una revista y me apetece explorar un nuevo fetiche.

«¿Tienes barba? SÍ/NO».

No.

«Buscas: HOMBRES/MUJERES/TODOS».

Hombres.

«Lista de personas con barba a menos de dos kilómetros de distancia».

Examino las fotos. Todos los hombres llevan barba, supongo que se trata de eso. Puedes darles una puntuación de entre cero y cinco estrellas, decir «Eso no es una barba» o, simplemente, «Pasar de esta barba». Voy pasando pantallas hasta que me duelen los dedos y me sangra el pulgar que me he mordisqueado.

Sin embargo, lo que yo quiero no es una barba…

Es un bigote de herradura.

—Hola. Quiero hacerme un tatuaje.

—Perfecto. Acompáñame.

La mujer del estudio es alta y guapa. Lleva el cuello y la espalda cubiertos de estrellas de tinta. Tiene el pelo teñido de azul y recogido con un pañuelo muy chulo con calaveras dibujadas. La sigo por el estudio. Huele al sudor de desconocidos. Las paredes están forradas de fotos de clientes, dibujos hechos con bolígrafo o con tinta, diseños disponibles. Alguien se ha hecho un tatuaje excelente en el vientre con la cara de O. J. Simpson. Pues vaya. Debe de ser un gran admirador. Hay instantáneas de varios penes adornados con Britney Spears, además de una selección más inusual: retratos en tamaño natural de la princesa Ana, de Ozzy Osbourne y de Donald Trump tatuados en el pecho o en la espalda de diversas personas. Ellie Goulding me mira desde el muslo afeitado de un tipo. (¿Qué pasará cuando le crezca el pelo? Se convertirá en una mujer barbuda. De esas no había en Bristlr. Sería un nicho de mercado…)

—¿Quién es? —pregunto mientras señalo un tatuaje en color en una espalda.

Es una mujer con una sonrisa amplia y carmesí, flequillo recto rubio y ojos color turquesa.

—Ah. —Sonríe—. Es Cicciolina. Aquí es muy famosa. Bueno, Cicciolina es su nombre artístico.

—¿Nombre artístico? ¿Quién es? ¿Una cantante o algo así?

—No, no, es una política.

—Ah, vale.

—Fue diputada en los noventa. Pero antes de eso fue estrella del porno.

—¿Estrella del porno?

—Sí. Hizo muchos muchos pornos.

La miro de nuevo.

—Tiene las tetas enormes.

—¿En tu país hay actores exóticos en el poder?

Pienso en Michael Gove y en Boris Johnson.

—No creo, pero nunca se sabe.

(Esa película no querría verla. Espero no toparme con ella en YouPorn).

—¿Qué quieres tatuarte? —me pregunta.

Coge la máquina de tatuar y sonríe.

—Estaba pensando en ponerme «MUÉRETE, NINO» en el culo. En mayúsculas. Con letras grandes y negras, ¿no?

—Vale, por supuesto.

—Guay.

—Una idea genial.

—¿Ah, sí?

—Sí, muy popular.

Me tumbo boca abajo sobre la camilla y me bajo los pantalones.

—¿De verdad? ¿«Muérete, Nino»?

Assolutamente. Nos lo piden mucho: «Muérete, Dory», «Muérete, Marlin», «Muérete, señor Ray»… Te sorprenderías —me dice—. No te muevas. La aguja no duele.

Enciende la máquina y se oye un chirrido agudo, como un martillo neumático.

Zzzzzzzz.

—Au.

—No te muevas tanto. Tienes que estar quieta.

—Dios mío. Es que duele mucho, joder.

—Todavía no he empezado.

«Menuda cobarde», dice Beth.

—¿Tienes vodka o ketamina?

Se vuelve y remueve el interior de un cajón. Saca una botella medio vacía de tinto.

—Puedes tomarte un valpolicella.

Lo abre. Lleva tapón de rosca.

Le doy un sorbo a la botella. Sabe a medicamento y a ciruela pasa. Bebo un poco más y, para prepararme, aprieto los puños. Pone la máquina en marcha.

Zzzzzzz.

—Au. ¡AU!

—Ni siquiera he acabado la eme.

—No, mira. Da igual. Ya puedes parar.

—¿Quieres irte con una eme tatuada en el culo?

—Sí, genial. Es justo lo que quería. Eme de mar. Me encanta el mar.

Me levanto de la camilla y me acerco al espejo. Doy media vuelta y me miro el culo. La letra está en la nalga izquierda, roja, en carne viva y sin acabar.

«Vaya gilipollez más grande», dice mi hermana en mi cabeza.

—Vale, de acuerdo. Dame el vino. Te dejo seguir. Pero con cuidado.

¿Quiénes son esos bichos raros a los que les gusta el placer y también el dolor? Los amantes del bondage. Los sadomasoquistas. (Yo no valgo para Anastasia Steele. Yo le diría a Christian dónde meterse los cacharros). ¿Cómo puede ser que tantas chicas sean adictas a los piercings? ¿Cómo pueden tatuarse todo el cuerpo? Yo no corro el riesgo de acabar así. Sería la peor masoquista del mundo. Prefiero provocar el dolor.

—Y ve rápida —ordeno—. Como un rayo.

Me agarro al borde de la camilla y clavo las uñas en el relleno. Se oye el zumbido de la aguja: el torno de un dentista demente.

Zzzzzz.

—Au.

—¿Quieres que pare?

—No, sigue.

Bebo otro trago de vino. Me sale un poco por la nariz. Me lloran los ojos y me escuecen.

Zzzzzz.

—Au.

Zzzzzzz.

—Au.

(Sigue así durante un buen rato).

Es como si tuviera a los Borrowers o a una horda de elfos o liliputienses acuchillándome. Un ejército de personas diminutas y rabiosas, cada una con su cuchillo afilado. Me encantaría atar a Nino a la camilla y tatuarle «CAPULLO» en la cara. Después le llenaría hasta el último centímetro cuadrado de piel de miles de puntos inútiles. Sí. Eso sería muy divertido. Acabo de inventar una tortura nueva. Debería hablar con un abogado, patentarla y presentarme a «Tu oportunidad». Se volverían locos con mi idea. Podría trabajar en la bahía de Guantánamo.

—Ya está —dice tras una eternidad—. Mírate, a ver qué te parece.

Salto de la camilla y me miro en el espejo.

El tatuaje dice: «MUÉRETE, NEMO».

—La verdad es que Nino no se escribe así. Pero, por lo demás, estupendo.

Ir a la siguiente página

Report Page