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El osario » Capítulo 5

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Lo que escribo ahora constituye en parte un intento por entender por qué Will Stone y los demás hicieron lo que hicieron. ¿Por qué optaron por decidir que los extraterrestres, los visitantes, eran peligrosos?

Una de las cosas que menos comprendí desde el comienzo fue la mentalidad de Will Stone, y por extensión la de todos los Will Stones que atascan las burocracias del mundo.

Puedo leer sus diarios, oírlo hablar, leer informaciones sobre él, sentarme frente a él y ver cómo se consume lentamente en su cáncer, pero jamás veo al verdadero Will Stone. Cuando lo dejo es como si nunca hubiera existido. La maldición de vivir con demasiados secretos es que también se vuelve secreto el sentido mismo de la persona; se pierde en el mecanismo de sus conocimientos.

Sigo creyendo que si sólo comprendiera con exactitud qué es lo que extrañamente «no estaba formado» en ese hombre, sabría también por qué fracasó tan lamentablemente en entender el sublime objetivo de los visitantes. De alguna manera Will interpretó el ofrecimiento de ayudarnos como un reto mortal.

Yo supongo que era un ofrecimiento de ayuda; tiene que haberlo sido porque me pregunto qué nos pasaría si nos atacara un ejército cuyas armas fueran tan sutiles que ni siquiera nos diéramos cuenta de que estábamos en guerra.

Me fascina el contraste entre Stone y Ungar. La imagen de Stone, que aún está vivo, es más difuminada que la de una sombra, mientras que la de Ungar, muerto hace tiempo, está viva, llena de significado, de sentido y hasta de gracia.

Puedo imaginarme la mañana en que condujo al grupo de militares al lugar donde se hallaban los restos. El informe del comandante Gray no desvela las emociones, la fuerza y el color de la experiencia, pero yo puedo imaginarlos.

En casa de los Ungar una silenciosa animación en la cocina y el aroma de café fuerte debieron caracterizar el amanecer. Don Gray, a juzgar por la inquietud que dice que sintió, debió quedarse profundamente dormido. Quizá lo despertó el ruido de los platos. La oscuridad todavía era total pero la familia Ungar ya estaba tomando el desayuno. Con ellos estaba Walters, bebiendo café y comiendo un gran trozo de pan.

Gray despertó a los demás, se metió la camisa dentro del pantalón y se dirigió a la mesa, donde bebió café y comió pan untado con una fina capa de mermelada de uvas. Pensó en el bistec con huevos del club de oficiales. La vida en la base aérea de Roswell era buena. El lugar era bueno, las instalaciones, excelentes, y era un reto ser un oficial inteligente en un sitio donde ello tenía significado.

Café y pan; ni siquiera un vaso de agua para bajar el pan, y menos aún de leche o de zumo. Pero no hubiesen podido beber el agua aunque se la ofrecieran porque esta gente utilizaba cisternas y en la base les advertían en cuanto llegaban que bebiesen sólo agua de fuentes autorizadas. También les aconsejaban mantenerse alejados de animales que pudieran tener pulgas porque en Nuevo México se registraban entre cincuenta y cien casos de peste bubónica todos los años, sin mencionar las estadísticas aterradoras de casos de poliomielitis y la gran cantidad de casos de tuberculosis que había entre la población mexicana.

Don estaba muy tranquilo porque el café estaba bueno.

Ungar se secó la boca con el dorso de la mano.

—Vámonos; hoy tengo muchas cosas que hacer.

Trajo hasta la casa su viejo jeep y sus hijos se subieron a él. Los cuatro militares utilizaron el jeep de Walters, que en comparación con el de Ungar era nuevo. Gray y Hesseltine se sentaron en la parte de atrás, después de decidir que era mejor no llevar el coche familiar.

Durante media hora aproximadamente se balancearon por las tierras desoladas. Gray podía ver una montaña delante, pero tenía la sensación de que no se acercaban nunca. El terreno era suavemente ondulado. Las yucas y los cactos chorro rozaban los lados del jeep, las matas de pasto seco se mecían con la brisa matinal y rodaban por las tierras llanas bolas de hierbas enmarañadas.

Al llegar a la parte superior de una de las elevaciones del terreno, Gray vio el lugar del accidente. Su experiencia le dijo al instante que algo había explotado cuando se dirigía hacia el oeste. Los restos estaban esparcidos en forma de abanico unos cien metros antes de la base de una colina, cubriendo una superficie de cerca de un kilómetro y medio de largo.

—¿Qué era? —preguntó Walters.

—La ausencia de restos de gran tamaño apunta a que era un globo o algo similar —respondió Gray.

El granjero caminó entre los restos.

—Quiero que le echen una mirada a esto. —Señaló hacia la tierra—. Esas cosas.

Gray vio unas tiras de balsa, algunas en forma de I; otras de T. Cogió una que tenía jeroglíficos de color morado.

—¿Cirílico? —preguntó Hesseltine.

—No —dijo Walters mientras lo examinaba.

—¿Japonés?

Gray miró la escritura. Le recordaba vagamente a la egipcia, pero no tenía las usuales formas animales.

—Jamás he visto nada igual.

La niña sostenía lo que a Gray le pareció pergamino, con filas de garabatos de color rosa y morado, pero tampoco pudo entender lo que era.

—Quizá sean números; están dispuestos en columnas —dijo Hesseltine.

La niña elevó otro trozo de pergamino en dirección al sol, que acababa de asomar en el horizonte.

—Dentro se ven flores amarillas; es muy bonito.

Abundaban los trozos de pergamino y los cuatro militares cogieron algunos y los pusieron contra el sol.

—Flores de aciano —dijo Gray.

Walters lanzó un gruñido.

—Primaveras. Las flores de aciano son azules.

—No se puede quemar, ni doblar, ni romper, ni nada; como el papel de estaño —comentó el granjero.

—Creo que todo esto son restos de uno de esos platillos volantes que la gente ha estado viendo —dijo el soldado con tono lento y pesado.

Nadie dijo nada. De pronto Walters cogió un trozo grande de papel de estaño y comenzó a luchar ferozmente con él: tiró de él, intentó romperlo en pedazos; se detuvo y trató de estirarlo. Nada. Por último sacó la pistola.

—Bueno, amigos, ahora veremos lo fuerte que en realidad es esta cosa.

Puso en el suelo el trozo de material, de casi un metro cuadrado, y le disparó. El papel trepidó bajo la bala.

—Seguro que lo ha partido —dijo el soldado raso.

Entre él y Walters lo recogieron del suelo. La bala, aplastada, yacía en medio del papel, que no tenía ni un rasguño.

Gray se sintió tan impresionado que casi se cayó. Se sintió mareado.

—¿Estáis seguros de que lo que hay escrito allí no es cirílico?

La bala estaba allí, aplastada, y el papel brillaba al sol. Gray sacó su cajetilla de cigarrillos Old Golds, y con manos temblorosas extrajo el papel de estaño que rodeaba los pocos cigarrillos que le quedaban Lo sostuvo en una mano mientras que en la otra puso un trocito del metal extraño. El metal era mucho más delgado.

Pero Gray era un hombre metódico que no sacaba conclusiones precipitadas. Volvió a poner con cuidado el papel del paquete de cigarrillos en su lugar y se lo metió en el bolsillo. Luego cogió un trozo de pergamino e intentó quemarlo con su encendedor, pero no ardía.

—Nada se quema y la madera no se rompe —dijo el granjero.

Walters cogió un trozo de madera del suelo. Se doblaba como si fuera de goma, pero hiciera lo que hiciese no se partía. Finalmente lo arrojó al suelo.

—¿Qué diablos es?

Gray miró al soldado.

—Creo que tiene usted toda la razón, soldado. Creo que lo que tenemos ante nosotros son los restos de un platillo volante que explotó.

—¡Oh, Dios! —exclamó Walters—. ¿Qué hacen aquí? ¿Qué traman?

—Quizá sólo están de paseo —respondió Hesseltine.

—¿En la oscuridad de la noche? ¿En secreto? Me cuesta mucho creer que eso sea todo lo que estén haciendo —respondió Walters, que parecía inexorable. Había sacado la pistola de la pistolera y se la había sujetado bajo el cinturón.

—No sabemos qué es lo que hacen —dijo Gray con un tono de voz enojado.

No le gustaba especular al azar y ni siquiera estaban preparados para especular con cosas como intenciones.

—Lo que debemos hacer es recoger todos los restos que podamos y llevarlos inmediatamente a la base —añadió.

—Deberíamos hacer un reconocimiento de todo el lugar —sugirió Hesseltine.

Los cuatro lo recorrieron a pie, tomaron medidas aproximadas y removieron con los pies las láminas de metal, las vigas de madera y los trozos de pergamino en busca de objetos de mayor tamaño. Les llevó casi una hora revisar todo y llenar los vehículos con todos los restos que podían transportar sin problemas.

Luego trasladaron parte del material a la parte trasera del coche de Gray y emprendieron el camino hacia la base. El resto quedó en manos de Walters.

Don Gray se sentía casi jubiloso. Había olvidado los gritos de la noche y ahora sólo pensaba en el increíble hallazgo que habían hecho. Se trataba de uno de los descubrimientos trascendentales de la historia y era él quien lo había hecho. ¡Increíble!

—Vamos a tener muchísimo que hacer con todo esto —le dijo a Hesseltine.

—¿Hacer qué? Esto será asunto de la octava división de la Fuerza Aérea; asunto del Pentágono.

Nuestro trabajo termina aquí, ya verá. Serán los de la plana mayor quienes se hagan cargo de esto.

—¡Quién sabe!

Yo creo que éste fue el momento en el que Don Gray se convirtió en héroe. Descubrió sorprendido que lo había invadido una poderosa convicción sobre este asunto: no sería un secreto militar.

—¿Y qué hay de la amenaza a la 509? Quiero decir: ¿por qué vienen a este lugar dejado de la mano de Dios? Quizá sea por la proximidad a la escuadrilla —dijo Hesseltine suspirando—. La bomba atómica es cosa seria. Quizá tan seria como para preocupar a la gente de otros planetas.

Los dos cayeron en un largo silencio. Estaban tratando de asimilar la importancia de lo dicho. Después Hesseltine encendió la radio y escucharon las noticias transmitidas desde Albuquerque, a las que siguió un culebrón. Gray escuchó sin interés las complicaciones de la vida del médico protagonista.

Era cerca de la una cuando llegaron a las afueras de Roswell.

—Detengámonos en mi casa para comer. Quiero que mi hijo vea estos restos —dijo Gray.

—¿Está seguro?

—Seguro.

—Será material secreto.

—Sin duda, pero ahora no lo es y quiero que mi hijo lo vea y lo toque. Será algo que podrá contar a sus nietos.

—Sólo tiene doce años. Digamos que si tiene nietos a los cincuenta, es decir, veamos…, en 1985. Para entonces todo el mundo conocerá esto. Probablemente hasta haya extraterrestres viviendo entre nosotros, y el que haya visto trozos de un platillo destruido en 1947 no tendrá ningún valor.

—De acuerdo, pero los bocadillos de jamón que hace Jennine todavía son más sabrosos que los del club de oficiales.

—Yo sería capaz de comerme un jamón entero, o dos. Esos pobres diablos viven de habas y pan.

—Tengo seis botellas de cerveza White Label.

—¿Dónde diablos las consiguió?

—Atención del servicio aéreo 390. Algunos de la tripulación las trajeron de un viaje a la capital.

—¿Jennine sabe hacer un

hoagie?

—¿Qué es eso?

—Un verdadero bocata de Filadelfia: medio metro de pan repleto de diversos embutidos.

Pusieron sobre la mesa parte de los restos y Gray llamó a Don hijo, que estaba en su cuarto armando un modelo de avión con madera de balsa.

En la actualidad, Don hijo es médico y reside en el sur de California. Su consulta está llena de pacientes; ha tenido mucho éxito y es respetado por todos. Cuando le pregunté si aquello había sucedido de verdad, me miró fijamente a los ojos y me dijo: «Sí, señor Duke, es verdad». Dicho esto procedió a contarme cómo había ocurrido.

—Identifica esto —le dijo el comandante a su hijo.

—¿Un avión privado? —aventuró el niño después de mirarlo y tocarlo.

—Observa las partes hechas de balsa.

—¿Es escritura egipcia?

—No.

—¿Qué es entonces, papá?

Jennine había cogido el papel encerado que utilizaba para cocinar y lo comparaba con el de los restos.

—Esto no es papel encerado normal —dijo.

—Donnie, te daré una moneda de diez centavos si aciertas. Los restos son parte de algo que se estrelló cerca de Maricopa.

—No es de un globo ni de un avión, —miró a su padre y sonrió— ¿un platillo volante?

—Inteligente —dijo Hesseltine.

—No seas tonto, hijo; tu padre quiere que aprendas estas cosas —dijo Jennine.

—Mujer, el niño acaba de ganarse diez centavos, ha acertado totalmente. Nosotros pensamos que éstos son restos de un platillo volante como los que han venido informando los diarios.

Donnie quedó maravillado —lo está aún hoy—, y tocó cautelosamente algunos de los trozos de madera.

—¿Qué pasó con el piloto? —preguntó mirando a su padre.

Éste recordó el alarido salvaje y terrible.

—No había rastros del piloto.

Pensó en el pobre granjero que estaría solo con su mujer y sus hijos, noche tras noche, con lo que fuera que había pegado aquellos alaridos. Pegó un mordisco al bocadillo que Jennine le había preparado y lo comió con la fruición de un hombre victorioso, o de un hombre condenado.

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