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El osario » Capítulo 6

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Relato de Wilfred Stone

Es curioso cómo se vuelven vívidos los recuerdos cuando se llega a viejo. Lo noté por primera vez hará unos diez años y recuerdo que mi padre lo comentaba cuando andaba por los setenta. Cuando yo tenía cincuenta, los recuerdos de mi primera infancia eran poco más que sombras, pero ahora puedo recordar el cuello de encaje que usaba y cómo me lo sujetaba mi madre detrás, en la nuca. También recuerdo el olor de las cerillas que utilizaban para encender el gas.

Y recuerdo otras cosas. ¡Cómo las recuerdo! Son cosas horribles y no sé cómo manejarlas. ¿Son reales o comienzan a mezclarse en mi mente recuerdos e imaginación? Eso sería fatal para el entendimiento, por supuesto, y yo no puedo saber si han ocurrido.

Lo que sí sé no obstante es que lo que voy a relatar le ha sucedido a muchos niños de esta generación. Los Círculos de Niños que los extraterrestres formaban en los años cincuenta y sesenta eran parte de este fenómeno.

Yo lo sé porque acepté personalmente que se introdujesen en la vida de cincuenta de esos niños, elegidos de una lista que ellos mismos me presentaron. Y aunque pensé que sólo se trataba de cincuenta, un precio bajo, rechazando la sospecha de que utilizarían mi aceptación como excusa para afectar a miles, doy por descontado que la utilizaron.

¿Es que venían haciéndolo ya desde 1916? ¿Lo hicieron conmigo? El asunto me produce pena y dolor pero es muy importante para que yo comprenda qué me ha sucedido —qué nos ha sucedido a todos— y muy impenetrable. Todo lo que puedo hacer es concentrarme en aquellos días y repetir los recuerdos que la edad me ha devuelto.

Nuevamente nos encontramos a comienzos de julio, pero esta vez es el año 1916 y el lugar el condado de Westchester, aunque sin los centros urbanos que hoy lo pueblan.

Los campos son ondulados, con pendientes suaves y casas confortables y elegantes. Hay granjas en los valles y son más corrientes los carros tirados por caballos que los camiones y los coches. Donde en un futuro habrá grandes centros comerciales, ahora hay manzanares cuyos árboles prometen para este otoño una cosecha abundante.

Una de estas casas nos interesa de forma particular. En julio de 1916 su propietario era Herbert Stone, un hombre avezado en la aplicación de la ley a los problemas de las sociedades comerciales. Entre sus clientes figuran la National Biscuit Company y el imperio cafetero Hill.

Herbert Stone se encuentra en su casa con su mujer, Janet, y sus dos hijos: Mónica, de cuatro años, y Wilfred, de tres.

Juro por Dios que me gustaría poder volver para ponerlos sobre aviso.

Los niños juegan mientras sus padres beben

whisky escocés con agua. Los saltamontes discuten, las mariposas aletean y todo Westchester sonríe.

Al igual que su padre, Herbert es abogado. Nos ama con esa clase de pureza que tanto valoro y que no poseo. Mi trabajo me ha negado la paz en estos años de vejez y vivo como un fantasma angustiado. Ellos fueron toda la familia que tuve: mi madre, mi padre y mi hermana muerta. He tenido la maldición de sobrevivir a los de mi generación y de hacerlo sin contar con el consuelo de una familia.

Cuando apareció este joven, atraído como una trucha al anzuelo que fue la carta que envié a su periódico, me encontró tal como estoy ahora, y como estaré sin duda cuando muera finalmente. Es decir, si muero, porque hace ya dos años que el médico me dijo que la enfermedad me mataría en seis meses. Mi muerte es tan vacilante como lo fueron mis amores.

Estoy sentado en el jardín de mi casa de Bethesda, fumando y mirando crecer las malas hierbas, y escribiendo rápidamente en unas páginas de color amarillo con lo que el joven Duke llama «su escritura densa y cuidadosa».

Él no ha conocido a los jóvenes de mi oficina y no sabe por tanto cómo me llaman. Para ellos soy TOM, pero no es el diminutivo de Tomás sino que está compuesto por las iniciales de

Terrible Old Man (terrible hombre viejo). Ellos creen que tengo una infección de «aligienismo», que ya no soy verdaderamente humano; dicen que he estado demasiado expuesto a los extraterrestres.

A veces me despierto en medio de la noche y tengo una sensación de presencia efímera y debo admitir que siento unos enormes deseos de unirme a la corriente que, a la deriva, surca el cielo.

Algunos dicen que los extraterrestres devoran almas, pero no es verdad. Lo que hacen es más profundo, más íntimo, más decisivo. Mis jóvenes colegas me aconsejan que no me deje ver por ellos, porque si me ven me cogerán.

Cuando yo tenía tres años, mi voz era aguda y alegre. Llevaba cuellos de encaje y pantalones hasta la rodilla, y me lavaban con jabón Pear.

Lo que sigue es lo que recuerdo.

Los extraterrestres llegaron cuando yo hacía rodar un camioncito rojo de bomberos por el suelo de madera del porche, produciendo un ruido que me recordaba al de uno verdadero. Eran aproximadamente las cinco y media. Hacía una media hora que mi padre había vuelto de la ciudad en su coche; todavía llevaba puesto un traje negro, corbata y chaleco. Regresaba de una reunión con Vincent Carney, un constructor de edificios de oficinas que había celebrado la firma de un contrato para construir el nuevo edificio de la National Biscuit, y el señor Stone se había ganado diez mil dólares en una tarde.

Mi padre estaba sentado en una gran silla de madera y tenía los pies apoyados en un taburete. Echó la cabeza hacia atrás imaginando que yacía en los castillos formados por las nubes estivales que pasaban. Janet también cerró los ojos.

En cuanto a ellos se refería, se encontraban dormitando apaciblemente en una tarde de verano. Ninguno de los dos pensó que alguien muy extraño y muy cercano generaba el sonido que les había causado la somnolencia, ni que los vigilaban con ojos cautelosos. Sólo nosotros, los niños, nos manteníamos activos; Mónica jugaba con un muñeco llamado Ricardo y yo con mi camión de bomberos.

La nube que mi padre había creído ver en el cielo era algo muy diferente. Aquella cosa que yacía sobre nuestra casa era gris, enorme y lenta. Si él la hubiera visto tal cual era, habría pensado en algo orgánico, algo como un gigantesco panal de avispas flotando en el aire.

¿Y cómo habría llamado mi padre a los miles de criaturas que nos observaban desde dentro, con grandes ojos negros y extremidades larguiruchas? ¿Avispones gigantes? Habría comprendido su ferocidad pero nunca habría comprendido la inteligencia que poseen.

La tarde comenzó a morir y los cencerros a sonar lentamente en el valle que quedaba al pie de la casa. Se oyó una voz de mujer que llamaba a las vacas para meterlas en el establo, pero la amortiguó un sonido que apenas podía escucharse, un zumbido que parecía palpitar en las entrañas y en el pecho, acariciar el corazón y retardar el flujo de la sangre.

La voz se apagó y los cencerros callaron. Los pájaros se detuvieron; los saltamontes y las cigarras se quedaron inmóviles; una serpiente, que pacientemente acechaba a un conejo, se detuvo y deslizó sobre sus ojos las membranas nictitantes; el conejo se paró y cayó de lado.

Pero nosotros, los niños, seguíamos jugando.

—¡Ruuuuuummm! ¡Clang, clang, clang! —decía yo.

—Ricardo, ¿te casarás alguna vez? Sólo contigo, querida. Te amo. Necesitas que te laven. Vale… —dialogaba mi hermana con su muñeco.

Nadie vio la fila de puntos que salían del objeto gris; nadie los vio retorcerse y girar en el espacio, ni moverse con la gracia de una columna de gansos, ni deslizarse rápidamente desde el reino de las nubes hasta el de las piedras.

Aquellas cosas horripilantes entraron en el jardín, avanzaron en fila india sobre el césped suave y caliente y comenzaron a acercarse cada vez más al porche donde nuestros padres dormían y nosotros jugábamos.

Eran criaturas pequeñas y frágiles, grises y larguiruchas como insectos. Sus cabezas eran enormes y tenían la textura de algo que ha sido inflado. Sus ojos prominentes brillaban con el sol de la tarde, y sus cabezas se balanceaban al moverse.

A intervalos de pocos minutos se oía un zumbido agresivo ante el cual se deslizaban unos escasos metros a saltos por el aire, dejando tras de sí un destello de alas transparentes y quitinosas.

—¡Te quiero, Ricardo!

—¡Ruuuuuummm! ¡Clang!

Se acercaron más aún. Cualquiera que estuviese observándolas podría haber pensado que realizaban un ritual. Además de moverse en fila india y pegar saltos por el aire hacían muchos gestos, movían sus delgados brazos, hacían un sonido con la boca, giraban la cabeza a derecha e izquierda y luego la dirigían hacia el sol. Después lo repetían todo, volvían a caminar, saltar, contonear las caderas, torcer los brazos y dirigir sus ojos negros hacia el sol.

—¡Ruuuuuummm! ¡Clang, clang, clang!

—Ricardo está durmiendo. Es un hombre como papá y duerme en mis brazos.

—¡Ruuuuuummm!

—Wilfred, no lo despiertes, por favor.

Ellos dieron tres pasos más hacia delante. Mónica frunció la nariz. Los bailarines despedían un olor fortísimo, un hedor como de azufre quemado.

Los padres se pusieron de pie bruscamente, atravesaron el porche caminando como robots y entraron en la sala de estar, donde se quedaron mirando al suelo como niños que han sido regañados.

—Mamá y papá se van —dijo Mónica alegremente.

Pero cuando sus padres pasaron a su lado, ella se quedó en silencio. No sentía temor, sólo confusión. ¿Por qué marchaban todos hacia la sala de estar?

Cuando se levantó para seguirlos, meciendo cariñosamente a Ricardo, se encontró ante un par de enormes ojos negros. De pronto sintió un intenso mareo y se tambaleó hacia atrás, retorciéndose como si hubiese recibido un balazo en plena cara, hasta quedar tendida, inmóvil, con el muñeco a su lado. La extraña criatura, con un movimiento demasiado rápido para que pudiera notarlo, se había enroscado alrededor de ella con brazos y piernas.

Mónica se dio cuenta. Hay que tener en cuenta que ella estuvo consciente durante toda esta dura prueba. Su mente no se alteró en absoluto. Ella sintió, oyó y vio todo lo que le sucedía. También sufrió. Este fue el primero de los recuerdos secretos y reprimidos que acabarían por destruir a Mónica Stone.

Con un fuerte zumbido se la llevaron hacia el cielo.

Yo había dejado de hacer rodar mi camioncito de juguete y contemplaba a las criaturas que me rodeaban. Estaba totalmente tranquilo. A mi mente de tres años no se le había ocurrido sentir miedo.

—Monos —dije alegremente, y supongo que sonreí.

Después apareció alguien más, alguien con mucha más gracia que los hombrecillos con las cabezas tambaleantes. En un instante esta persona había llegado al porche, como una sombra fugaz, y se encontraba de pie ante mí. Medía alrededor de un metro y medio, su cara era larga y angosta, y los brazos y piernas delgados. La textura de su piel era la de un recién nacido, más suave aún que la de los niños.

—Mi madre está adentro —dije.

—Ven conmigo.

Me abrazó, y después recuerdo un torbellino de techos, nubes y cielo.

Luego vi todo gris. Se oían zumbidos y rasguños y frecuentes aleteos. Yo no sabía dónde estaba, y por primera vez sentí miedo.

Vi a Mónica tambalearse al recibir destellos de luz tan brillantes que me parecieron cuchillos. Cuando la luz la tocaba, ella gritaba y se sacudía. Yo intenté socorrerla pero la dama delgada me cogió entre sus brazos; luché por desasirme de ellos pero eran fuertes como el acero y recuerdo que su respiración parecía un zumbido sibilante. ¡Le hacían daño a Mónica! Era terrible oír sus gritos, tan potentes que me lastimaban los oídos. En mi corta vida jamás había escuchado nada semejante.

Cuando la luz le daba en el cuerpo, ella elevaba los brazos, gritaba e intentaba escapar, entonces la luz volvía a tocarla desde otra dirección y ella se giraba y corría, y así sucesivamente.

Me metieron algo en la cabeza, a través de las sienes, que dolía terriblemente. Yo quería quitármelo pero ella me sostenía, respirando sibilante. De pronto vi la vívida imagen de mi madre cuando yo era muy pequeñito; se dirigió hacia mí como si viniera del cielo, me levantó con unas manos que me hicieron estremecer el cuerpo entero de gozo y vi todo de color oro.

Mónica chilló y yo la vi envuelta en una llamarada de fuego y sentí el olor a pelo y a ropa quemados.

En 1977 mi hermana murió al incendiarse su dormitorio. El efecto de una píldora para dormir fue más rápido de lo que esperaba, y su último cigarrillo cayó de sus dedos, encendido, sobre las sábanas.

Nos devolvieron al porche entre un gran zumbido de alas. A mí me sentaron en la silla de mi padre y arrojaron el

whisky de su copa sobre el césped; a Mónica la dejaron junto a su muñeco. Un momento después habían desaparecido y el objeto gris se convirtió en apenas un reluciente punto blanco hasta esfumarse.

La mujer que cuidaba las vacas volvió a llamarlas, y éstas trotaron hacia el establo, mugiendo. Los pájaros comenzaron a cantar, los saltamontes y las cigarras a chirriar y la serpiente cogió al conejo; las truchas saltaban de nuevo en los arroyos cristalinos.

Nadie notó que a esa tarde le habían robado quince minutos. ¿Y por qué habrían de notarlo? Habían entrado en la casa y habían comentado las noticias. ¿Qué noticias? ¡Qué casualidad, no podían recordarlo! Pero eso se olvidó con rapidez porque tan pronto como regresaron al porche se les presentó un problema. Al parecer yo había bebido la copa de mi padre y me había emborrachado.

—La luna vino volando por el campo y los monos querían enseñar a Willy… —dije yo.

—¡Oh, Herbert, dejaste tu copa aquí!

Nuestra madre se mostraba risueña y enfadada a la vez.

—Podrías llamar al doctor Hovermanns, cariño, pero creo que te diría que lo mejor es que le dejes dormir la mona.

Por la noche cenamos jamón con patatas dulces y judías verdes y después mi padre nos leyó parte de un libro.

Cuando mi hermana y yo nos hubimos acostado, mis padres se sentaron bajo las estrellas y pusieron discos en el fonógrafo. Mientras escuchaban La Pastoral, la sexta sinfonía de Beethoven, contaban las estrellas que caían.

Mónica se sintió enferma esa noche, pero pronto le pasó y a la mañana siguiente todo había vuelto a la normalidad.

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