MEG

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BATALLA EN EL MAR

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BATALLA EN EL MAR

Momentos después de que Jim Richards fuera sacado del agua, se presentó el helicóptero de rescate aéreo del servicio de Guardacostas, que sobrevoló las rompientes a setenta metros de las olas. Tras distinguir el mortecino fulgor blanco del depredador, el aparato siguió a la hembra de Megalodon en su ruta hacia mar abierto y comunicó por radio su posición a la base de la Marina en Pearl Harbor. En cuestión de minutos, el Nautilus y el Kiku habían zarpado y avanzaban a toda máquina hacia el norte, dejando atrás Yokohama Bay. Cuando el Kiku llegó a Kaena Point era noche cerrada y la tormenta que se acercaba había adquirido proporciones de temporal.

Jonas y Terry estaban en la cabina de mando del barco cuando la puerta que conducía a cubierta se abrió de par en par acompañada del ulular del viento. Mac se coló en el compartimento seco, cerró la escotilla de un portazo y mojó todo el suelo con el agua que goteaba de su impermeable amarillo.

—El helicóptero está asegurado. La red y el arpón, también. Se nos viene encima una buena, Jonas.

—Tal vez sea nuestra única oportunidad. Los últimos informes indicaban que la mayoría de grupos de ballenas han abandonado las aguas costeras. Si no conseguimos poner por lo menos un transmisor a esa hembra antes de que se dirija a mar abierto, podríamos perderla definitivamente.

Los tres entraron en el CIM, donde Masao estaba de pie junto a un tripulante sentado ante la consola del sonar. Tanaka tenía cara de preocupación.

—El servicio de Guardacostas ha interrumpido la persecución debido a las condiciones meteorológicas. —Masao se volvió hacia el tripulante—. ¿Alguna novedad en el sonar, Pasquale?

El italiano negó con la cabeza, sin levantar la vista.

—Solo el Nautilus —respondió y se agarró a la consola cuando una ola de siete metros levantó el buque de investigación y lo zarandeó.

El capitán Barre aguantó al timón; sus piernas de marino equilibraron el movimiento del barco.

—Espero que nadie haya cenado mucho. La tormenta será de aúpa.

La vida a bordo del primer submarino propulsado por energía nuclear de la historia era relativamente tranquila cuando el buque entró en la bahía de Waimea, treinta metros por debajo de la furiosa tormenta. El Nautilus, en servicio activo desde 1954, poseía un único reactor nuclear que creaba el vapor supercalentado necesario para impulsar sus turbinas gemelas y los dos ejes. Aunque el buque había establecido muchos récords en viajes submarinos, ninguno igualaría su histórica travesía al polo Norte bajo el hielo, en 1958. Cuando fue dado de baja del servicio activo en 1980, en un principio se había previsto que regresara a Crotón, Nueva Inglaterra, donde fue construido, pero el comandante McGovern solicitó a la Marina que lo llevara a Pearl Harbor para utilizarlo como atracción turística.

Cuando se enteró del ataque del Megalodon en la fosa de las Marianas, McGovern comprendió que la crisis requería de la intervención naval. Pero también sabía que no podía justificar el uso de un submarino de la clase Los Ángeles para localizar a un tiburón prehistórico. La sugerencia de Danielson de utilizar el Nautilus era sensata y, así, el buque volvió al servicio tras diecisiete años de inactividad.

—¿Algo en el sonar, subteniente?

El hombre del sonar escuchaba por los auriculares y fijaba la vista en la pantalla de su consola, diseñada para proporcionar una representación visual de la diferencia entre el sonido de fondo y un eco concreto. Cualquier objeto al alcance aparecería como una línea luminosa sobre el fondo verde.

—Mucha actividad superficial. Es esa tormenta, señor. Nada más.

—Bien, manténgame informado. Oficial de guardia, ¿cuál es la situación de los sistemas de armas?

El primer oficial, Dennis Heller, seis años menor que su hermano Frank pero, aun así, uno de los miembros más viejos de la tripulación del submarino, alzó la vista de su consola.

—Dos torpedos Mark 48 AD-CAP dispuestos para ser disparados a su orden, señor. Torpedos programados para corto alcance, según sus instrucciones. Un poco demasiado corto, si me permite decirlo, señor.

—Tiene que ser así. No tenemos nada a lo que perseguir para afinar el tiro. Cuando el sonar localice a ese monstruo, tendremos que estar lo más cerca posible para asegurar una solución definitiva.

—Capitán Danielson —el radiotelegrafista retiró la silla de la consola—. Recibo una llamada de socorro de un ballenero japonés. No es fácil de descifrar, pero parece como si lo estuvieran atacando.

—Piloto, rumbo de intercepción. Navegante, diez grados arriba con los planos de buen tiempo. Si es nuestra amiga, quiero matarla y estar de regreso en Pearl Harbor a tiempo de tomar una última copa en Grady’s.

El ballenero japonés Tsunami se mecía con las olas inmensas y el viento y la lluvia se abatían sin piedad sobre la tripulación. La bodega del barco iba peligrosamente sobrecargada de su captura ilegal: los cuerpos de ocho ballenas grises. Dos cadáveres más viajaban atados con una red de carga al costado de babor del buque.

Agarrados a su precaria atalaya, dos vigías oteaban el mar con esfuerzo entre la oscuridad y el temporal. A ambos les había tocado la azarosa tarea de vigilar que las valiosas ballenas permanecieran aseguradas durante la tormenta. Por desgracia para los pobres hombres agotados, el foco apenas penetraba en la tormenta. Solo los destellos esporádicos de los relámpagos les permitían ver de verdad el estado de su preciada carga.

Destello. El océano desapareció de la vista cuando el barco se escoró a estribor y la red gimió con el peso de su contenido. Los marineros se agarraron mientras el Tsunami volvía a inclinarse, esta vez a babor. Destello. El mar amenazó con aspirarlos y durante un instante, la red llegó a desaparecer por completo bajo las olas. Destello. El barco recuperó la vertical y la red reapareció.

Los dos hombres soltaron una exclamación: ¡una enorme cabeza triangular había emergido de las aguas con la carga!

Oscuridad. El Tsunami dio un nuevo bandazo y los vigías siguieron a ciegas en la tormenta. Transcurrieron unos segundos en silencio. Entonces, destello, un relámpago como un tridente iluminó el cielo y la espantosa cabeza reapareció con la boca erizada de dientes afilados como cuchillas.

Los marineros gritaron pero la tormenta ahogó sus voces. El veterano indicó por señas a su compañero que iba a buscar al capitán. Destello. Las mandíbulas, inimaginablemente grandes, desgarraban ahora el cuerpo de la ballena y la cabeza del monstruo se apoyaba de costado contra el barco zarandeado por las olas.

El ballenero se escoró a babor una vez más. El marinero veterano empezó a bajar a la cubierta de madera con dificultades, entrecerrando los ojos para protegerse de la tormenta y agarrado con fuerza a la escala de cuerda. Solo pudo descender un peldaño cada vez mientras el barco se escoraba a babor… ¡y seguía inclinándose! Abrió los ojos y notó que se le revolvía el estómago. Destello. El mar seguía acercándose y la cabeza triangular había desaparecido. Pero algo empujaba el Tsunami y amenazaba con volcarlo de costado.

—Capitán, el ballenero está a doscientos metros a proa.

—Gracias. Llévenos a profundidad de periscopio, piloto.

—Profundidad de periscopio. Sí, señor.

El submarino ascendió y Danielson pegó el rostro al marco de goma del periscopio y fijó la mirada en la oscuridad. El visor nocturno convertía la negrura de la superficie en matices de gris, pero la tormenta y las olas agitadas reducían la visibilidad en gran medida. Destello. El enfurecido Pacífico se iluminó y, durante un segundo, Danielson vio la silueta del ballenero, volcado de costado. Se retiró del periscopio.

—Llame al servicio de Guardacostas —ordenó—. ¿Dónde tienen la patrullera más próxima?

—Señor —respondió el radiotelegrafista—, el único barco de superficie en treinta kilómetros a la redonda es el Kiku.

—Capitán, será mejor que eche un vistazo a esto, señor… —el encargado del sonar se puso en pie. La pantalla fluorescente mostraba la posición del ballenero… y de algo más que se desplazaba alrededor del barco, rodeándolo.

Pasquale apretó con fuerza los auriculares contra los oídos y verificó el mensaje una vez más.

—Capitán, nos llega una llamada de emergencia del Nautilus. —En la sala de control, todas las cabezas se volvieron—. Un ballenero japonés ha naufragado a doce millas náuticas al este. Dicen que puede haber supervivientes en el agua, pero no hay más barcos de superficie en la zona. Solicitan colaboración.

Masao miró a Jonas.

—¿El Meg?

—Si lo es, no tenemos mucho tiempo —dijo Jonas—. Las ballenas han huido de la zona y nuestra fiera ya ha probado la sangre humana. Estará hambrienta.

—Llévenos allí enseguida, capitán —ordenó Masao.

El Tsunami yacía sobre el costado de babor, negándose a hundirse; se alzaba y caía con las olas de siete metros. En las entrañas del barco, once hombres luchaban en completa oscuridad por escapar de una cámara mortuoria en la que no tenían manera de saber dónde era arriba y dónde abajo. El frío océano penetraba con un siseo por todas partes, llenando inexorablemente el buque.

Bajo las olas, el Megalodon enloquecido se lanzó contra la embarcación semihundida y desgarró las carnes de la segunda ballena transportada en la red. Era la presencia física del cetáceo, en gran parte, lo que mantenía a flote la nave agonizante.

El vigía veterano había caído bajo el agua con el vuelco del barco pero, sin saber cómo, había conseguido mantenerse asido a la escala de cuerda y en aquel momento luchaba contra las olas tratando de acercarse a la cubierta, ahora vertical, del Tsunami. Chapoteando, localizó la puerta abierta de la cabina de mando y se agarró al marco. Entonces oyó los gritos de sus compañeros de a bordo y vio salir despedidos por la abertura a cuatro de ellos. Agitando los brazos, todos ellos consiguieron agarrarse a los aparejos del mástil de madera y resistir en ellos.

—Capitán, capto gritos —dijo el encargado del sonar—. Ahora hay hombres en el agua.

—Maldita sea, ¿dónde está el Kikuí?

—Seis minutos, por lo menos —informó el primer oficial, Heller.

Danielson intentó pensar qué podía hacer para distraer al Megalodon y alejarlo de los supervivientes.

—Heller, empiece a lanzar ecos, lo más potentes que pueda. Sonar, observe al animal y dígame qué sucede.

—Ecos continuos. Sí, señor.

Ping… ping… ping… Los gongs metálicos resonaron por el casco del Nautilus y se propagaron a través del agua marina como sirenas que cortaran el aire de la noche.

Los primeros ecos llegaron a la línea lateral de la hembra en cuestión de segundos. Las estridentes ondas sonoras sobrecargaron sus sentidos y la llevaron a un paroxismo de rabia instintiva. Una criatura desconocida amenazaba con robarle la caza. La hembra de Megalodon pasó por debajo del semihundido Tsunami, sacudió un par de veces su cabeza inquieta y, por fin, se dirigió directamente hacia el submarino.

—Capitán, tengo un rumbo. La señal se registra a tres hercios: tiene que ser ese monstruo. ¡Hemos llamado su atención, no hay duda! —dijo el subteniente encargado del sonar—. Doscientos metros y se acerca.

—¿Heller?

—Tengo una solución provisional, señor, pero la explosión mataría a la tripulación del ballenero.

—¡Cien metros, señor!

—Timonel, cambie el curso a cero-dos-cinco; planos, veinte grados abajo. Llévenos a cuatrocientos metros; velocidad, quince nudos. Veamos si nos sigue. Quiero alejar a ese pez del ballenero.

El submarino aceleró en un descenso poco pronunciado y el Megalodon lo persiguió. La hembra medía algo menos de la mitad que el Nautilus y este, con sus tres mil toneladas, también la superaba en peso, pero el pez nadaba y cambiaba de curso más deprisa que su adversario; además, ningún Megalodon adulto ignoraría un desafío a su superioridad. Se acercó desde arriba y aceleró contra el casco de acero del submarino como una enloquecida locomotora de veinte metros.

—¡Preparados para impacto! —aulló el encargado del sonar al tiempo que se arrancaba los auriculares.

¡BUUM! El Nautilus dio un bandazo y la tripulación salió despedida de sus puestos. La energía falló bruscamente y las planchas de acero chirriaron. Momentos después, se encendieron las luces de emergencia. Todos los motores se detuvieron y el submarino flotó a la deriva, inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

La hembra de Megalodon rodeó a su rival con cautela. La colisión le había causado una dolorosa contusión en el hocico y sacudió la cabeza. Había perdido varios dientes con el impacto, pero estos serían reemplazados casi de inmediato por los que guardaba en reserva debajo de los primeros.

El capitán Danielson notó que un líquido caliente le goteaba en el párpado.

—¡Todas las dependencias, informen! —gritó mientras se enjugaba la sangre de la frente.

Heller fue el primero en responder.

—La sala de máquinas informa que se han inundado tres compartimentos, señor. El reactor está desconectado.

—¿Radiación?

—No se registran emisiones.

—¿Baterías?

—Al parecer, funcionan y están conectadas, capitán, pero los planos de popa no responden. El impacto ha sido justo encima de la quilla.

—¡Condenada…! —Danielson echaba chispas; ¿cómo había podido permitir que un pez le averiase el submarino?—. ¿Dónde está ese bicho?

—Nada en círculos a nuestro alrededor, señor. Muy cerca.

—Capitán —dijo Heller—. Control de daños dice que una hélice está fuera de servicio y la otra estará reparada en diez minutos. Solo hay baterías de emergencia, señor.

—¿Los torpedos?

—Siguen preparados, señor.

—Inunden los tubos de torpedos uno y dos. Sonar, quiero saber cuándo tenemos una posición de disparo.

Las planchas del casco chirriaron otra vez. De pronto, el agua salada empezó a penetrar por varias rendijas en la sala de control.

—¿Sonar…?

—¿Señor? —el subteniente estaba pálido—. ¡Creo que el Megalodon intenta aplastar el casco a mordiscos!

El Kiku llegó a la última posición conocida del ballenero pero, sin el sostén del Meg, el barco japonés se había ido a pique sin resistirse.

Jonas y Frank Heller, enfundados en chalecos salvavidas y asegurados al barco con cabos atados alrededor de la cintura, se hallaban en proa. Heller apuntaba el foco y Jonas empuñaba el rifle cargado con el dardo transmisor en una mano y un salvavidas en la otra. El Kiku cabeceaba furiosamente y las olas estallaban sobre su proa, amenazando con enviar a ambos hombres al mar.

—¡Allí! —Jonas señaló a estribor.

Dos hombres se aferraban a lo que quedaba del mástil del Tsunami. Heller enfocó la luz y llamó a Barre por el intercomunicador. La proa dio un fuerte bandazo a estribor.

Jonas pasó el rifle a Heller, se agarró del pasamanos y arrojó el salvavidas a los náufragos. Entre los montes y valles del océano embravecido y el cabeceo del barco, que se alzaba y caía debajo de Jonas como un verdadero potro salvaje, no estuvo seguro de que los hombres hubieran visto siguiera el aro flotador.

—¡Olvídalo, Taylor! —le gritó Heller—. ¡No los alcanzarás de ninguna manera!

Jonas siguió escrutando las aguas mientras la proa descendía diez metros y otra ola se levantaba quince metros más allá. La proa se alzó de nuevo y Jonas vio a los hombres a la luz del foco. Uno de ellos agitaba la mano.

—¡Qué algunos hombres aseguren mi cuerda! —exclamó Jonas.

—¿Qué?

La proa descendió y Jonas puso un pie en la borda. Cuando el barco se elevó, saltó con todas sus fuerzas.

Propulsado por la cubierta que se alzaba, Jonas salió despedido y voló al mar, por encima de la ola que llegaba y mucho más allá. El contacto con el agua helada le impactó y lo dejó sin fuerzas. Se levantó con la siguiente ola, incapaz de ver nada, y nadó como pudo en la dirección que esperaba que fuese la correcta.

Sin previo aviso, Jonas se encontró volando por los aires otra vez y, a continuación, volvió a caer al mar. Sus intentos por nadar eran vanos: las montañas de agua lo zarandeaban arriba y abajo a su voluntad. Entonces, un objeto duro golpeó su cabeza y le nubló la visión.

La hembra de Megalodon no estaba segura de si aquella criatura estaba viva o no. Los estridentes impulsos sonoros habían cesado. Aquel pez parecía demasiado grande como para atraparlo con la boca y los sentidos le decían que no era comestible. Dio una vuelta más en torno al objeto y aún trató varias veces de abarcarlo entre sus mandíbulas hiperextendidas. El extraño ser resultaba, sencillamente, demasiado grande para ella. Entonces captó unas vibraciones familiares en la superficie.

—¡Está alejándose, capitán! —el hombre del radar indicó la pantalla.

El técnico del sonar confirmó el dato. —Así es, señor. Se dirige de nuevo a la superficie.

—Los motores tienen potencia otra vez, capitán —informó el oficial Heller. Casi como en respuesta a sus palabras, el Nautilus se equilibró.

—Así me gusta. Timonel, llévenos a rumbo cero-cinco-cero; planos, diez grados arriba. Profundidad, trescientos metros. Heller, quiero una oportunidad de disparar a ese monstruo. Cuando dé la orden, empiece a emitir ecos otra vez. ¡Cuándo descienda para atacar, quiero darle con los dos torpedos!

Heller lo miró, preocupado.

—Señor, control de daños dice que el submarino no podrá soportar otra colisión. Sugiero con insistencia que regresemos a Pearl…

—No, señor Heller. Pondremos fin a esto ahora.

Una mano agarró a Jonas por el cuello de la camisa y se aferró a él. El vigía veterano dijo algo en japonés, visiblemente agradecido. Jonas miró a su alrededor, pero el segundo marinero había desaparecido.

Notó un fuerte tirón en la cintura. Heller y sus hombres tiraban de él para devolverlo a bordo.

—¡Aguanta! —Cogió al japonés por detrás y los dos fueron arrastrados de espaldas hacia el Kiku.

El Megalodon se concentró en las vibraciones y ascendió rápidamente hacia su presa. Apenas a treinta metros de su siguiente comida, oyó de nuevo el irritante sonido de su rival. Percibió el olor a sangre caliente, pero el desafío agresivo de la llamada subacuática venció a su voracidad. El animal viró en redondo en un movimiento fácil y se convirtió en una sombra blanca que apuntaba directamente hacia su retador.

—Dos mil metros y acercándose rápidamente, capitán —exclamó el encargado del sonar.

—¿Tenemos ángulo de tiro, Heller?

—¡Sí, señor!

—Cuando dé la orden…

—Setecientos metros…

—Calma, señores.

—¡Trescientos metros, señor!

—Que se acerque un poco más…

—¡Señor, ha cambiado el rumbo! —Dennis Heller levantó la cabeza, frenético—. ¡La he perdido!

Danielson se acercó a la consola rápidamente. El sudor y la sangre casi coagulada le bañaban el rostro.

—¿Qué ha sucedido?

El subteniente, inclinado hacia delante con las manos en los auriculares, trataba de oír algo.

—Se ha sumergido muy abajo, señor, apenas la capto… ¡Espere…! Mil quinientos metros… ¡Oh, mierda…! ¡Está debajo de nosotros!

—¡Avante a toda máquina! —ordenó Danielson.

El avejentado submarino, con cuarenta años en sus cuadernas, se lanzó hacia delante en su empeño por alcanzar una velocidad superior a los diez nudos. El Megalodon se alzó desde abajo y se dirigió a lo que para el animal era la cola de su adversario. El hocico impactó en las planchas de acero a una velocidad superior a los treinta y cinco nudos abriendo una brecha en el casco ya resentido. Entre las planchas de acero, un boquete de tres metros dejó toda la sala de máquinas expuesta al mar.

La colisión también rompió los depósitos de lastre de popa. La quilla del Nautilus se llenó de agua y el habitáculo de la tripulación adquirió una inclinación de cuarenta y cinco grados. La sala de máquinas resultó ser la más afectada. El segundo maquinista, David Freyman, retrocedió trastabillando a oscuras en la sala, se golpeó en la cabeza con un panel de control y quedó inconsciente. El teniente Artie Krawitz se encontró atrapado bajo un mamparo caído, con el tobillo astillado. Mientras la sala de máquinas se llenaba de agua, Krawitz consiguió liberarse y arrastrarse hacia arriba, al siguiente compartimento, y cerró la compuerta de seguridad momentos antes de que el agua penetrara.

—¡Informe de daños! —ordenó Danielson.

—La sala de máquinas está inundada —dijo el primer oficial Heller—. No puedo…

Un potente ulular de sirenas y unos destellos rojos interrumpieron a Heller.

—¡Hay filtraciones en el núcleo! —exclamó—. ¡Alguien tiene que bajar a apagarlo!

—Timonel, inyecte aire a presión en los tanques de lastre. Llévenos arriba. Heller, baje a la sala del reactor…

—¡Allá voy!

El Nautilus se dirigió a la superficie, inclinado todavía a estribor y con un ángulo de ascenso de cuarenta y cinco grados. Heller avanzó por un laberinto en completo caos. En todos los compartimentos, los tripulantes atendían a los heridos e intentaban cortar el flujo de agua que penetraba por mil grietas.

La mitad, al menos, de los cuadros eléctricos había dejado de funcionar.

Cuando Heller entró en la sala, encontró al teniente Krawitz pulsando interruptores frenéticamente para apagar el reactor nuclear. El primer oficial le ayudó con los tres últimos y desconectó la alarma.

—Informe, teniente.

—Aquí hemos tenido cuatro muertos. Toda una sección de tubo se aplastó con el impacto. Todos y todo lo que queda a popa de la sala de máquinas está bajo el agua.

—¿Radiación?

El oficial miró a su superior.

—Señor, este barco tiene más de cuarenta años. Hemos perdido la estanqueidad del casco y las planchas de acero se desmoronan como un montón de guijarros. Antes de que nos mate la radiación, nos habremos ahogado.

Jonas fue izado a cubierta y llevado al puente de mando. Momentos después, Frank Heller y sus hombres sacaron también al marinero japonés.

—¿Te has vuelto loco, Taylor? —aulló Heller.

—Silencio, Frank —intervino DeMarco—. Acabamos de recibir una llamada de auxilio del Nautilus.

Heller entró en el centro de mando.

—¿Y bien?

Bob Pasquale se llevó las manos a los oídos e intentó captar algo.

—¡Emergen a la superficie sin energía y necesitan nuestra ayuda inmediatamente!

El capitán Barre dio las órdenes para cambiar de rumbo. El Kiku viró, en dura pugna con las incansables olas.

David Freyman había recuperado la conciencia y apretaba la mejilla con fuerza contra la puerta estanca, donde quedaba una pequeña bolsa de aire. La sala estaba bañada en una luz roja. La sangre manaba de su frente.

Cuando el Nautilus emergió, el Pacífico empezó a llenarse de restos que salían por el boquete del casco. El Megalodon ascendió con el submarino lanzando dentelladas a todo lo que se movía.

El depredador olió la sangre y embistió con la cabeza contra la abertura, separando las planchas de metal ya sueltas y ampliando el boquete considerablemente. Su mortecino fulgor blanco iluminó de repente, desde abajo, todo el compartimento donde se hallaba Freyman.

El marinero introdujo la cabeza en el agua, miró abajo… ¡y lanzó un grito! Las fauces de tres metros de ancho del monstruo llenaban el compartimento entero, con la mandíbula superior echada hacia adelante como un monstruo salido de una película de terror en tres dimensiones. Sus dientes triangulares estaban a menos de metro y medio del marinero. Freyman notó que su cuerpo era aspirado al vórtice letal y se agarró a la puerta.

El mar ahogó sus gritos. Incapaz de detener el descenso, agachó la cabeza y aspiró el agua salada intentando darse muerte antes de que lo alcanzaran aquellas dagas de un palmo.

La hembra aspiró el cuerpo al interior de su boca, lo aplastó y lo tragó de un solo bocado. La sangre caliente la hizo entrar en un renovado frenesí. A continuación agitó la cabeza, se separó de la abertura del casco y, de nuevo, nadó en círculos en torno al Nautilus, que a duras penas flotaba en la superficie.

—¡Abandonen el barco! ¡Toda la tripulación, abandonen el barco!

El capitán Danielson dio la orden a gritos mientras el submarino, a merced del oleaje, daba un poderoso bandazo a estribor.

El agua entraba en el casco a borbotones cuando estallaron tres compuertas exteriores y otras tantas bengalas fosforescentes rosa taladraron la oscuridad. Tres balsas amarillas, cada una de tres metros de diámetro, se desplegaron como si estuvieran vivas. Minutos más tarde, los supervivientes estaban a bordo y trataban de mantener el equilibrio en el mar embravecido. El Kiku se acercaba y sus luces les servían de guía.

Los relámpagos iluminaban el mar y Danielson, que se encontraba en la última balsa, se volvió a contemplar el submarino. En cuestión de segundos, las olas se tragaron al Nautilus, que se hundió boca abajo en su última inmersión hacia el lugar donde reposaría finalmente, bajo el Pacífico.

Destello. La primera balsa había alcanzado el Kiku, y quince hombres escalaban la red de carga por el costado de estribor. Una ola golpeó el barco, lo levantó diez metros y lo dejó caer. Destello. La fuerza de la ola había devuelto al mar a algunos tripulantes del submarino.

Jonas apuntó el foco y localizó a un marinero. Era Dennis Heller. Frank vio a su hermano menor debatiéndose por mantenerse a flote a menos de cinco metros del Kiku y le arrojó un salvavidas mientras se acercaba la segunda balsa.

Dennis se agarró del salvavidas y resistió mientras su hermano tiraba de él hacia el barco. Los ocupantes de la segunda balsa habían subido ya y el último grupo estaba a menos de tres metros del Kiku. Dennis había alcanzado la red y empezaba a escalarla. Estaba a media altura cuando se le unieron sus camaradas de la tercera balsa.

Una ola monstruosa levantó el barco y este se encabritó. Los hombres colgados de la borda se agarraron con todas sus fuerzas. Frank Heller se tumbó boca abajo en cubierta, bajo el pasamanos, agarrado con una mano a la barra de metal; la otra, la tenía extendida hacia su hermano, del cual le separaba apenas un metro.

—¡Dame esa mano, Denny!

Por un instante, llegaron a tocarse. La torre blanca se alzó de la ola en vertical y agarró a Dennis Heller entre sus mandíbulas. Frank se quedó paralizado, incapaz de reaccionar mientras la punta del hocico pasaba a menos de un palmo de su rostro. El Megalodon dio la impresión de quedarse colgado en el aire, suspendido en el tiempo. Luego, el monstruo desapareció de nuevo bajo el mar, arrastrando consigo a Dennis.

—¡No! ¡Nooo…! —clamó Frank, impotente, y se quedó mirando el mar como si esperase que la fiera volviese con su hermano.

Danielson y los demás habían presenciado la escena y subieron el resto de la red escalando con frenética temeridad, pues les iba la vida en ello.

El Megalodon se alzó de nuevo con los restos sanguinolentos de Dennis Heller hechos trizas todavía entre sus filas de dientes. Danielson se volvió y lanzó un grito al tiempo que se aplastaba contra el casco.

Jonas asió el foco y lo dirigió hacia el monstruo con la mano zurda mientras, con la diestra, apuntaba el fusil. Estaba cerca, a solo diez metros. Tiró del gatillo casi sin apuntar. El dardo salió del cañón del arma e impactó en la gruesa piel anclándose firmemente detrás de la aleta pectoral derecha de la hembra.

El potente haz de luz pasó sobre el ojo derecho del depredador nocturno y laceró el sensibilísimo tejido ocular como si fuera un láser. El tremendo dolor hizo que el monstruo retrocediera y se internara en el mar, renunciando a su ataque apenas a unos palmos de la espalda de Danielson. El Meg se retiró con el ojo herido y desapareció bajo las olas.

Danielson y sus hombres se derrumbaron en la cubierta y fueron conducidos, uno a uno, al abrigo del puente de mando. Jonas agarró a Frank, tirando de él hacia atrás, pero Heller se negaba a soltarse del pasamanos.

—¡Estás muerto, bicho! ¿Me oyes? —gritó Heller a la noche, pero el viento amortiguó sus palabras—. ¡Esto no ha terminado! ¡Date por muerto, maldita sea!

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