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LA INAUGURACIÓN

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LA INAUGURACIÓN

A las doce del mediodía en punto, ante un público de casi seiscientos invitados de excepción, entre los que estaba el gobernador de California, varios miembros del equipo de fútbol americano de los Fortyniners, una banda musical universitaria y equipos de cuatro cadenas de televisión, las enormes compuertas del acuario D. J. Tanaka Memorial Lagoon se abrieron al mar y millones de litros de agua del océano llenaron el hueco de la piscina más grande del mundo.

Jonas estaba con Terry Tanaka en el mirador, desde el cual admiraban aquel nuevo ejemplo extraordinario de ingenio humano. Con diseño y tecnología desarrollados durante la construcción de las grandes presas, el equipo de Tanaka había abierto un lago artificial conectado al océano Pacífico por un canal de acceso cuya anchura bastaba para que un grupo de ballenas entrara y saliera sin sentirse cohibido. Una vez en el interior, los mamíferos podían ser observados a través de las cristaleras de metacrilato de siete metros de altura que rodeaban el estanque y desde pequeños miradores construidos bajo el fondo de la instalación.

Habían pasado casi dos semanas desde el desastre marítimo. Veintinueve miembros de la tripulación del Nautilus y otros catorce del Tsunami habían muerto. Se había celebrado un funeral en su honor en Pearl Harbor, y dos días después, el capitán Richard Danielson se retiró de la Marina.

El comandante McGovern estaba en la cuerda floja. ¿Quién había autorizado a la Marina de los Estados Unidos para dar caza al Megalodon? ¿Por qué McGovern había escogido el Nautilus para llevar a cabo la misión, cuando sabía que el submarino, con sus cuarenta años, no estaba en condiciones de combate? Las familias de los fallecidos estaban furiosas y el Pentágono había ordenado abrir una investigación interna. Muchos opinaban que el comandante sería el siguiente oficial de la Marina en presentar la dimisión.

Frank Heller, por su parte, estaba loco de rabia. Su hermano Dennis era su única familia desde hacía tres años. El odio que Heller sentía hacia el Megalodon amenazaba convertirse en una obsesión y desequilibrarlo psíquicamente. Informó llanamente a Masao de que se negaba a participar en más locos intentos de capturar al monstruo y declaró que tenía sus propios planes para el «demonio blanco». Después del funeral celebrado en Oahu, Heller tomó un avión y regresó a su casa de California.

Gracias a David Adashek, los planes del Instituto Tanaka para capturar al Megalodon aparecieron en la portada del New York Times y del Washington Post a las veinticuatro horas del desastre del Nautilus. A partir de aquel momento, los medios de comunicación convirtieron la caza del monstruo en un circo. El JAMSTEC estaba secretamente encantado con la publicidad mientras esperaba llevarse su parte de los beneficios por la exhibición del Megalodon cautivo. Las brigadas de obreros de la construcción habían trabajado veinticuatro horas al día para acabar el estanque. Ahora, todo el mundo quería saber cuándo aparecería el invitado de honor.

«Doce días y ni rastro de la hembra», pensó Jonas para sí. Durante seis noches consecutivas, tras el ataque al Nautilus, Mac y él habían sobrevolado las aguas costeras de Hawai en busca del Megalodon. El aparato de detección había funcionado y permitió al helicóptero seguir al depredador en su viaje al oeste, con el Kiku pegado a su estela en todo momento. La hembra se negaba a subir a la superficie y permanecía a considerable profundidad. Entonces, al séptimo día, la señal desapareció de improviso.

Durante dos días, el Kiku y su helicóptero barrieron la zona sin volver a captar la señal. Frustrado, Jonas le comentó a Masao que el barco debería volver a Monterrey, ya que el Megalodon se dirigía probablemente a la costa de California, en pos del éxodo de la población de ballenas desde las aguas de Hawai.

Transcurrida una semana más, seguía sin noticias de la hembra. ¿Dónde se habría metido?

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