Luna

Luna


Capítulo 26

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El primer receso lo pasé con Luca lejos de la cafetería, bajo un árbol del jardín que estaba a un lado de las canchas. Le narré cómo era mi vida antes de que mi madre muriera. Me escuchó sin siquiera pestañear. Curiosamente a su lado la tristeza no era tan intensa y ese nudo en la garganta, que solía acompañar el recuerdo, me permitió hablar sin problema, logrando así que la sintiera realmente cerca.

En el segundo receso, Romina y yo fuimos a una agencia de autos que estaba a un par de cuadras. Sus padres le comprarían, para variar, otro auto. Al día siguiente la acompañaría a recogerlo. Escoger el color fue lo más complicado, pero después de un rato, al fin, lo consiguió.

Llegamos a casa de mi novio a las tres y media.

—Y, ¿bien? —me preguntó, acercándome a él con su gran mano envuelta en mi cintura, tomando un rulo entre sus dedos.

—Tareas —declaré arrugando la nariz.

—Tareas, entonces. No quiero que por mi culpa te quiten esa beca —musitó atrapando uno de mis labios. Me aferré a su camiseta sintiendo que si no lo hacía, caería. Adoraba lo que su boca provocaba en mí, era envolvente y delicioso.

—En mi casa —anuncié acalorada, evaluando su reacción. Si Bea me sabía un poco más ahí, probablemente se le pasaría mucho antes su enojo, o eso esperaba. Por supuesto, Luca no objetó, simplemente asintió besándome de nuevo con mayor exigencia.

Al llegar, mi hermana iba de salida para sus clases. Me ignoró, saludó a mi novio educada y cándidamente, dejándome con la boca abierta, pero le importó poco, ni siquiera me miró. Comimos solos, ellas debían salir.

Obviamente él acabó sus deberes antes que yo, así que aprovechó para indagar en internet sobre la historia del béisbol y los diferentes equipos, mientras yo iba pasando de una materia a otra sintiendo que nunca terminaría. Esto de las tareas era la muerte, no tenía idea de a quién, en qué retorcido siglo, se le había ocurrido, pero definitivamente lo odiaba sin conocerlo.

A las siete aún no había acabado.

¡Esto era una tortura!

Recargué mi frente en la mesa, cansada, sintiendo lo frío del mármol. Luca acarició mi cabellera, haciéndome pequeños masajes, sonriendo con ternura.

—Todavía me falta estudiar para los exámenes y un ensayo —expresé con frustración.

—Tranquila, yo te ayudaré.

Coloqué los antebrazos en la mesa, recargando sobre ellos mi mejilla para poder verlo.

—Los exámenes serán la próxima semana, el fin de semana estudiaremos, ¿de acuerdo? En cuanto al ensayo, dime el tema y entre los dos lo diseñamos. Yo tecleo y en unos minutos estará listo —propuso relajado. Asentí agradecida. Eso me pasaba por desobligada, pero hice una nota mental de no volverlo a hacer

Poco después de las 8, se despidió. Mi padre ya había llegado, pero no se había acercado y yo ya había terminado el ensayo gracias a su rapidez.

Bea continúo encerrada para la hora de la cena, por lo que volvimos a cenar en la cocina escuchando un canal de deportes, atentos. No me preguntó nada sobre Luca ni Bea, nuestra conversación osciló entre la nbl y nba.

Por la tarde del día siguiente, acompañé a Romina por su lujosa camioneta. La pasé bien, como siempre que estábamos juntas, riendo y bromeando, pero mi piel permaneció de nuevo como erizada y aquel dolor de cabeza apareció, aunque leve; lo cierto es que conforme pasó el tiempo se hizo más intenso. Al parecer necesitaba con urgencia un descanso de tanta situación enloquecedora o mi cuerpo se declararía en huelga.

Dimos un par de vueltas y más tarde me dejó en casa de Luca. Mis malestares desaparecieron, caí en cuenta mucho más tarde, lo cierto es que decidí no prestarle mayor atención, si enfermaba, pues ni hablar.

Después de esa tarde llena de tareas, decidimos dedicarle una hora diaria a la escuela, así no entraría en esa fase de agobio y cumpliría con mis responsabilidades.

El viernes todo continuaba igual. Bea seguía sorprendentemente firme. Mi padre y yo comenzábamos a relacionarnos por los deportes sin el mayor problema, incluso esa semana llegó temprano todos los días y cenamos en la cocina mientras contestábamos a Aurora dudas sobre lo que veíamos.

El día lo pasaba prácticamente al lado de Luca, a excepción de ese par de horas por la noche y después de que me dejara profundamente dormida en mi cama.

Mi necesidad crecía de una forma absurda, ridícula, tanto que me avergonzaba siquiera decírselo y reconocerlo en mis propios pensamientos. Era vergonzoso y, por lo mismo, buscaba luchar contra ello pasando tiempo con Romina y con los demás; lo cierto es que invariablemente terminaba con sus brazos alrededor de mi cintura, besándolo con brío.

Era evidente que para todos no éramos más que un par de chicos de diecisiete años muy enamorados, o bueno, bastante enamorados, pero nada que rayara en algo atípico, menos por nuestra edad.

Esos días no habíamos hablado de nada, salvo de lo cotidiano, incluso por momentos podía olvidar quién era él y las consecuencias de seguir pasando cada vez más tiempo juntos. De hecho, de alguna manera, ambos evadíamos el tema y nos sentíamos mejor así.

Aquel domingo, Romina llegó a casa; Bea decidió salir de su recámara así como hablarnos lo necesario a mi padre y a mí. Pero la presencia de mi amiga sólo sirvió para que ambas se aliaran y confabularan, dejándonos a mi padre y a mí solos sin mucho que decirnos. Al final, sin remedio, buscando desesperadamente que el tiempo pasara más rápido, comencé a ayudarle a preparar la lasaña para esa que se decía mi amiga, pero que en realidad era una traidora. Él me dirigía cauteloso, mientras yo seguía sus instrucciones con obediencia. Estuvimos ahí más de una hora, lo cierto es que el tiempo logró pasar un poco más veloz.

La sensación en mi piel comenzó de nuevo, no era dolorosa, pero sí algo molesta y desconcertante. Para las cinco de la tarde, ya tenía un agudo dolor de cabeza como los que solía tener los primeros meses después de que mi madre muriera. Decidí tomarme un par de analgésicos y continuar jugando Turista con ellos en la mesa del comedor. Ese maldito resfriado no me daba, pero tampoco se iba.

Mi amiga se marchó a las ocho, yo ya no podía estar quieta. Daba vueltas por toda la casa, ansiosa, frotándome el cuerpo una y otra vez para poder quitarme esa sensación tan desagradable. El analgésico había hecho su trabajo, pero tal parecía que el efecto ya estaba desvaneciéndose. Me tumbé sobre mi cama, sin moverme, en la oscuridad logré que las sensaciones menguaran. Creí que me quedaría dormida, pero no ocurrió, ya me sentía un poco desesperada. Me cambié de ropa y me alisté para dormir. Deseaba verlo, pero como dije antes, peleaba contra ese sentimiento de necesidad. A las diez tomé mi celular, todo se escuchaba en silencio.

«Estás ocupado?».

Le pregunté, enseguida me leyó.

«¿Bromeas?».

Sonreí, me froté los brazos, apretando los dientes, sentía escalofríos.

«¿Vendrías?».

«Sólo si me lo pides».

Entorné los ojos.

«Ahora te harás del rogar».

«Eso no me dice nada…».

«No puedo dormir… y quiero verte».

Adjunté un emoji que se cubría el rostro con vergüenza.

El peso sobre el otro lado de mi cama me hizo soltar el celular y girar. Sonreí sobresaltada. Lucía tan apacible, relajado.

—Yo también quería verte, Luna —declaró, y con un movimiento me colgué de su cuello y lo besé. Como solía, me recibió entusiasmado, devolviendo mi gesto.

—Creo que me dará un resfriado —murmuré alejándome de pronto, frunció el ceño—. ¿Puedo contagiarte? —pregunté intrigada, algo agobiada también. No tenía idea de cómo se manejaba eso. Negó de manera extraña.

Mientras mantenga mi cuerpo con los óptimos cuidados y mi carga esté bien, no. En realidad, somos inmunes a sus bacterias o virus.

Suspiré aliviada. Me tomó por la cintura para acomodarme como solía sobre sus piernas. Me acurruqué en su pecho.

—Me alegra, porque creo que con tanta cosa pescaré un resfriado de esos grandes. —Aunque ya no me sentía tan mal, o en realidad ya no sentía nada, salvo las ganas de besarlo y ese calor delicioso que irradiaba.

—Entonces será mejor que descanses, yo también creo que ha sido demasiado —sugirió con dulzura. Negué aferrada a su camiseta blanca de algodón.

—Quiero estar aquí un poco más.

Me rodeó de forma protectora, besando mi cabeza una y otra vez.

—¿Qué tal tu día? —Quiso saber, mientras acariciaba mi cadera con suavidad. Conversamos durante un rato sobre ello, de él, y de tonterías, hasta que sin percatarme, ahí en medio de sus brazos, me quedé dormida.

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