Luna

Luna


Capítulo 7

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Esa noche llovió tan fuerte que Bea se pasó a mi cama, estaba asustada. No le ocurría con regularidad, pero cuando parecía caer un diluvio, como en ese momento, debo de confesar que yo también prefería compañía.

Los vidrios de la casa se cimbraban de una forma espeluznante con cada trueno. El agua parecía buscar por dónde meterse, pues caía sin cesar; el granizo golpeaba contra las ventanas, y sabía muy bien que si me asomaba no vería absolutamente nada, ya que el viento se escuchaba rugir tan fuerte que parecía que afuera había un animal mitológico intentando atacar.

—Odio esto… —susurró a mi lado, inquieta.

—Lo sé, Be, pero no pasará nada, intenta dormir. —Eso era prácticamente imposible con el ruido del exterior.

—No sé por qué papá se empecinó en que nos mudáramos aquí. El calor, la humedad, estas lluvias… —Cuando hablaba así no sabía qué decir. No encontraba las palabras para mitigar su frustración—. Do you miss Vancouver? —me hablaba en inglés, cosa común en ella cuando estaba nerviosa, porque en la cotidianidad procuraba hablar en español.

—Yes —susurré en el mismo idioma, miraba el techo y recordaba mi vida allá.

Claro que extrañaba, ahí había nacido. El clima era muy agradable y aunque nunca pensé decirlo, añoraba la nieve cada invierno. La playa en verano, mis amigos, la familia de mi padre, mi casa situada a tan sólo cuatro cuadras del mar. Las mil veces que mi madre nos llevó de paseo y organizaba pequeños pícnics, donde mi padre se nos unía más tarde. Mis amigos desde la infancia con los que había crecido y de los que ahora ya sólo sabía por mail o por llamadas muy esporádicas.

—¿Por qué nos hizo esto? Digo, Guadalajara me gusta, pero si era duro acostumbrarnos a estar sin mamá y luego decidir que nos vendríamos para acá tan de prisa. —Su voz sonaba apagada y triste. Lo cierto era que no podía consolarla, yo sentía lo mismo, pero de forma descomunal. Viró para verme de frente—. Sabes, Sara, lo único bueno es que tú siempre has estado a mi lado, por eso creo que, aunque su muerte me duele y quisiera que estuviera aquí con nosotras, teniéndote a ti no me siento tan sola. Te quiero mucho.

Ésta era la clase de cosas que traían consigo los «episodios» que normalmente lograba maquillar, aunque últimamente no lo conseguía, y es que sentía que me abrían el alma. Me giré también hacia ella con los ojos llorosos.

—Yo a ti también.

—Siempre he tenido una duda y…

—¿Cuál? —pregunté relajada.

—Si no quieres, no tienes que contestarme. —Apenas si podía escucharla, hablaba en susurros y con el ruido del exterior casi adiviné lo que acababa de decir—. Sara, mamá y tú, ¿habían discutido? ¿Por eso ella fue detrás de ti? —Un golpe realmente fuerte justo sobre el corazón hubiese dolido menos—. Olvídalo, olvídalo, no debí. Además, qué más da. Olvídalo.

—Bea… —musité, con voz ahogada. Me ardía eso que se atascaba en mi garganta. Ella me miraba, compungida—. Lo que… le pasó a mamá… fue mi culpa —confesé consumida. Enseguida sentí su mano sobre mi mejilla.

—No, Sara, eso no, no digas eso, fue un accidente.

—Sí, pero yo no debía haber salido así de la casa, era evidente que me perseguiría y que intentaría detenerme. No pude evitar que ese auto la arrollara. Fui inconsciente y arrebatada, todo por un estúpido permiso.

—¿No te quería dejar ir? —preguntó con suavidad. La miré a los ojos, negando.

—No era tan responsable como ahora… —Sonrió, recordándolo. Salía mucho, tenía tantos amigos que era imposible aburrirme, siempre tenía algo que hacer y, por ello, a veces descuidaba la escuela, aunque también era la típica chica que buscaba estar sola por horas, extraviada en mis pasatiempos—. Y yo sabía que con esas calificaciones no tenía derecho a salir, pero me empeciné y al no obtener lo que buscaba… Ya ves, provoqué eso.

—No lo repitas. Yo jamás podré creer que tú tengas la culpa. Ella fue poco precavida. Ella fue la que se cruzó sin fijarse como tantas veces nos dijo que hiciéramos. Ella era la que no pensaba con claridad, Sara. Fue un accidente, eso es todo.

Me senté rodeando mis rodillas, Bea se incorporó también.

—Bea, papá lo sabe. No me perdona lo que hice y yo jamás podré olvidar que tu vida y la de él no son lo que pudo haber sido si yo hubiera actuado con más madurez —admití, rota. Su palma cálida frotó mi espalda.

—Papá no cree eso, él te quiere. Es sólo que no sabe cómo acercarse a ti.

Se equivocaba, yo sabía que me hacía directamente responsable de su muerte y que tenía razón.

Más tarde ella se quedó dormida a mi lado; la tormenta había cedido, en cambio yo sólo pude permanecer con los ojos abiertos, abstraída en los recuerdos.

Superar esa conversación me llevó días. No lograba dejar de pensar en eso y el nudo en mi garganta parecía vivir ahí. Estuve callada, no sonreía prácticamente y me mantenía de nuevo aislada, muy aislada.

Gael, con su actitud, echó por la borda todo, se mostraba insistente, me seguía y buscaba, no me dejaba estar sola. Lo cierto es que yo ya no encontraba la manera de hacerle ver que no me sucedía nada. Así que más de una vez, escondiéndome de él, terminé en la biblioteca, sentada a un lado de la ventana, con la vista perdida en la nada.

Romina, en cambio, se portaba comprensiva y me daba mi espacio. Ella era la única con la que solía mostrarme, aunque en esta ocasión, varios pudieron notarlo.

En cuanto a Luca, después de aquella tarde, su actitud volvió a ser distante. Aunque la verdad es que varias veces pensé que me preguntaría sobre mi estado de ánimo tan taciturno y distraído de los últimos días, no lo hizo. ¡Gracias al cielo!

Por primera vez agradecí que entre él y yo las reglas estuvieran tan claras. No quería hablar con nadie de lo que me ocurría, por lo que saber que no preguntaría me permitía sentirme serena y tranquila a su lado.

Me tenía una paciencia infinita. Yo olvidaba las cosas con facilidad o me molestaba sin razón, desquitando mi frustración con él, pero Luca se mantenía impasible, como si le diera lo mismo, permitiendo que me desahogara y cuando notaba que volvía a ser yo, me sonreía pacífico y me instaba a continuar sin pedirme una explicación o una disculpa, que debo reconocer se merecía.

Ese fin de semana fue de verdad aún peor que lo que había sido la semana. Había discutido con papá cuando le había dicho que no quería ir al cumpleaños de uno de mis tíos el sábado por la noche. Gritamos, nos dijimos cosas y, al final, quedó claro que no tenía otra opción. La reunión duró hasta la madrugada, lo cierto era que no me la pasaba mal, sino que verlos aumentaba mi culpa y dolor, lo cual me dejaba regularmente peor de lo que ya estaba.

Al día siguiente no salí de mi recámara y ni Bea ni mi padre interfirieron con eso. Supongo que una depresión tocaba mi puerta y ni yo ni mi familia lográbamos notarlo. Me sentía absolutamente sumergida en los recuerdos, en los «si hubiera», en la frustración y sí, muchas veces, en el rencor hacia mí. Me reclamaba con fuerza, con ira. Me estaba hundiendo y nadie lo advertía.

Para el lunes no estaba mejor que la semana anterior. Sin embargo, intenté disimularlo con mayor ahínco, no me gustaba que me estuvieran preguntando «¿Qué te ocurre?». Así que lo mejor era disimular, como sabía hacer muy bien.

Luca, para mi asombro, fue el único que no me compró aquella actitud. El miércoles en la última clase, ésa en la que éramos pareja, me detuvo, estaba serio. Aún nos hallábamos sentados en las bancas que compartíamos, yo permanecía silenciosa, él también. Nada atípico, o eso creí.

Lo miré intrigada, aunque también turbada, no recordaba cómo era su tacto, ni lo que provocaba en mi piel. Esa marea caliente viajó por todo mi cuerpo calentándolo de una forma agradable, casi placentera. Llevaba días que un sentimiento de paz no llegaba y él, con tan sólo eso, me lo proporcionaba.

—Sara… —habló despacio, con aquella voz gruesa. Su iris verde oscuro, como últimamente lo había notado.

—¿Qué pasa? —pregunté con suavidad, fatigada, pues tenía muchas noches sin dormir bien, llenas de pesadillas, de momentos crueles.

—Sea lo que sea que te tiene así, no lo permitas… —murmuró como un ruego. Desvié mi atención, repentinamente me sentí vulnerable y muy agotada de tanto disimular—. Sé que no debo inmiscuirme, pero has estado así más de una semana.

—Luca… —susurré, encarándolo de nuevo, afligida.

Sus ojos eran como un líquido, parecían moverse como el agua en el río; no pude evitar perderme en ese cauce agradable, arrullador y anormal hasta lo impensable, pero que me hacía sentir extrañamente mejor.

Lo tenía a menos de cincuenta centímetros de mí, más cerca de lo que en general podía estarlo, por lo que mi corazón comenzó a saltar ansioso, mis pulmones a contraerse, mi saliva a escasear. Levantó una mano y muy despacio la fue acercando hasta mi barbilla. Esperé sin moverme, deseosa de que lo hiciera.

—Si supieras lo que provocas cuando estás así, dejarías de hacerlo —murmuró apesadumbrado, con un dejo de preocupación. No pude hablar, estaba paralizada, no quería que se alejara y temía que si me movía lo hiciera. Luca era extraño y atípico en todos los sentidos, por lo que era imposible saber cómo actuaría al segundo siguiente—. Sonríe de nuevo —suplicó con un gesto contraído.

Me soltó con delicadeza, sin dejar de observarme, la carencia de su tacto generó, de forma inexplicable que eso que luchaba por no mostrar, emergiera, que las fuerzas para disimular se agotaran. Bajé la vista con la mirada empañada, apreté los puños, buscando que de esa manera el llanto no llegara, no frente a él, no así.

Estaba enamorada de Luca, de su manera de hablarme, de observarme, de escucharme, de estar a mi alrededor tan silenciosamente, tan suavemente, de sus ojos cambiantes, de lo que despertaba en mí que, aunque lo había querido esconder todos esos años, con su presencia emergía proporcionando un alivio que no sabía necesitaba; de su paciencia, de su manera de ser tan pacífica, serena y a veces tan lejana. Semanas a su lado sólo habían desembocado en esa realidad.

Reconocerlo no me golpeó como lo había hecho el descubrimiento de que me gustaba, sin embargo, dolió, pues sabía que no sentía lo mismo por mí o que si lo hacía, por alguna razón que no comprendía y que tenía que ver con su presente o pasado, no sucedería nada.

Un chasquido de sus labios hizo que lo mirara, mis mejillas ya estaban húmedas y no me había percatado.

Su mano me rodeó de pronto con una dulzura inaudita y con urgencia. Tembloroso me acercó a él. No lo pensé y con mis brazos respondí el gesto. Lo escuché suspirar de manera entrecortada. Su calidez traspasó mi ropa llegando directamente hasta mi piel. Su tórax me envolvió por completo, haciéndome sentir más tranquila de lo que me había atrevido a soñar los últimos tres años. No se movía, apenas si respiraba, sin embargo, sentía sus brazos en torno a mí, seguros y fuertes.

Escondí mi cabeza en su pecho y me dejé llevar por primera vez por mi dolor. Su aroma, con cada bocanada que daba, se implantaba más profundo; hierbabuena y menta funcionaban como un poderoso bálsamo para esas heridas que estaban de nuevo expuestas, abiertas. Mis manos estaban sobre su espalda, podía sentir su piel tensa y musculosa bajo esa camisa gris oscuro.

Duré así más de un minuto, llorando en silencio, limpiando de alguna forma todo aquello que me atormentaba. Pero de pronto llegaron unas extrañas náuseas y me comencé a sentir mareada. Mi cuerpo tenía fiebre, el líquido caliente estaba alojado en todo mi cuerpo, incluso empecé a percibir una quemazón en todas las partes donde él tenía directamente puesto su tacto. Respirar comenzó a costar trabajo, el fluido parecía haberse alojado también en mis pulmones, ardían.

Me quejé ante tanto malestar. Luca se separó de mí, aterrado, su mirada desorbitada me asustó más que lo que sentía. Lucía horrorizado, me examinaba respirando con irregularidad, temblando y pasando saliva con miedo. Yo ya no lloraba, sólo tenía húmedo el rostro, sus ojos como si fuese magia de ámbar se tornaron a casi negros. Gemí ante eso, parpadeando, pero no pude ni preguntar porque de un salto se puso de pie, alejándose, negando.

—No debí… lo lamento —susurró sin dejar de examinarme, muy alterado. Se colgó la mochila, molesto. No entendía nada.

—Luca… —giró hacia mí desde la puerta, cerrando con fuerza los ojos antes de posar su mirada en mí, era como si la culpabilidad e ira se arremolinaran en su sistema y lo consumieran—. Está bien. Yo… lo necesitaba —admití con voz serena.

Mi cuerpo debía estar alrededor de los cuarenta grados, sudaba como si hubiera estado bajo el sol más de tres horas, pero me sentía serena y relajada. Y de alguna manera sabía que se lo debía a esa conexión anormal que existía entre ambos, no podía catalogarla de otra forma.

Bajó la mirada sin decir nada, asintió y desapareció.

Sonreí dejando salir un suspiro cargado de cansancio. Me toqué la frente, me dolía la cabeza. Debía ir a casa, mis escudos estaban peligrosamente bajos, más después de eso. Necesitaba un baño, dormir, olvidar esto e intentar comenzar de nuevo. Pronto regresaría a Vancouver, haría todo mejor. Ya no deseaba continuar así.

Mientras conducía, sonreía con pesar.

Lo quería, era tan él que me abrumaba. Siempre parecía estar tan tenso, pero a la vez, siempre tenía una actitud desgarbada y despreocupada, que sabía bien era una fachada que los demás se tragaban.

Tantas semanas juntos me habían ayudado a descubrirlo. Todo en él me llamaba, me atraía desde la primera vez, aunque si era sincera, también me asustaba, eso no lo podía negar. Lo realmente asombroso, y que no dejaba de parecerme irreal, era la Sara en la que me convertía con él; era como si no tuviera que actuar, como si pudiera mostrarme como era en realidad y sin tener que disimular. La verdad es que era maravilloso no tener que pensar en lo que decía; me hacía enojar en segundos y también en segundos lograba que mi interior rebosara de alegría y tranquilidad. Era toda contradicción, pero también podía exponer toda mi verdadera personalidad ante él.

Cuando entré en la cocina, Aurora frunció el ceño, luego sonrió al notar que la nube negra se había disipado y es que así era. Ya no estaba.

—Veo que ya salió el sol —expresó risueña, mientras terminaba de poner la mesa.

—Supongo —acepté, dejando la mochila a un lado de la mesa.

—Esos ojos tan hermosos nunca deberían estar tristes, tienes muchas razones para sonreír —dijo. Asentí tomando de un solo trago un vaso de agua fresca. Tenía mucho calor. Aurora me estudió curiosa, con un plato en la mano.

—Tienes las mejillas coloradas. ¿Hace tanto calor afuera? —preguntó relajada. Negué torciendo la boca. De pronto, la fatiga me embistió como un toro en faena. Me senté, la cabeza me punzaba. Llené de nuevo el vaso y volví a beberlo de un trago. Bea entró a la cocina en ese momento. Parecía feliz, como siempre.

—Hola, Sara —Me dio un beso en la mejilla, cariñosa, y enseguida se apartó desconcertada—. Estás hirviendo… —Me toqué el rostro. Mi hermana tenía razón. Aurora rodeó la mesa y se acercó a mí, arqueando una ceja. Tocó mi frente y mis mejillas. Su tacto se sentía fresco, casi helado, lo que me provocó escalofríos.

—Bea… ve por el termómetro, llamaré al médico —ordenó. Mi hermana se levantó de inmediato y salió corriendo de ahí con Aurora detrás, pero en dirección contraria, supuse que en busca de su celular, ahí tenía esos datos.

Me recargué en el respaldo de la silla, cerrando los ojos. El dolor en la sien aumentaba de forma escandalosa y, de repente, la luz que entraba del exterior comenzó a lastimarme. ¡Dios! Gemí, cubriéndome los ojos con el antebrazo.

—¿Sara? —Abrí los ojos sintiendo que el músculo ocular se me desgarraría del esfuerzo. Era Aurora, lucía muy preocupada. Tomó el termómetro y me lo acercó a la oreja. Era digital, por lo que en menos de un minuto dio el resultado.

—¡Dios! —susurró Aurora con tono histérico, raro en ella, que solía tener bajo control todo.

—¿Qué? ¿Está muy alta? —quiso saber Bea.

—Vamos a llevarla arriba, el médico no tarda en venir. Tiene casi cuarenta y uno, es demasiado —anunció.

Entre Rita y ellas dos me subieron, yo ya no podía caminar, mi energía simplemente había desaparecido, era como si la hubiesen drenado, eso sin contar la manera cruel del dolor de cada hueso. Mi piel se sentía irritada y mi cuerpo pesaba.

Abrieron la regadera. Me desvistieron entre mi hermana y Aurora, porque por mucho que lo intentaba no lograba moverme; cuando me metieron grité debido al contacto del agua fría sobre mi ardiente temperatura.

—Sara, tranquila, tranquila, corazón —rogó Aurora sujetándome bajo el chorro, probablemente empapándose completa. Yo seguí gritando sin poder acostumbrarme y es que era como si me estuvieran clavando agujas de hielo. La tortura la sentí infinita, lloré, gemí, me quejé y de nada valía. Al terminar me vistieron con algo muy ligero. Volví a sentir mi cama demasiado fresca bajo la espalda. Temblé, encogiéndome.

No sé cuánto tiempo me estuvieron poniendo paños húmedos sobre la frente, lo cierto es que en mis delirios yo sólo podía pensar en él, en sus manos, en sus ojos, en ese dulce abrazo.

Escuché la voz del médico. Enseguida sentí su tacto frío sobre una de mis muñecas. Era tan molesto.

—¿Cuánto tiempo lleva así?

—Desde que llegó, hace cuarenta minutos o más, casi cuando le hablé. —Sus manos frías siguieron explorándome.

—¿Sara, me escuchas? —Asentí sin poder mover mucho la cabeza—. ¿Te duele algo, cielo? —Volví a confirmar—. ¿La cabeza? —Acepté de nuevo—. ¿Puedes abrir los ojos? —Negué sintiendo que ese movimiento taladraba mi cerebro—. De acuerdo, te haré una prueba para descartar influenza, bajaremos esa fiebre. Tu pulso está algo débil, pero tu corazón y pulmones se escuchan bien.

—¿Entonces?

—Voy a recetarle un medicamento que debe ayudarle mientras tenemos los resultados, con eso bajará lentamente. Si no hay cambios en ese tiempo o aumenta, habrá que llevarla al hospital.

—De acuerdo —aceptó Aurora, nerviosa.

—Manténganla fresca, ventilen la recámara. Estas cosas suelen pasar cuando las defensas están bajas. Si no fuera influenza, esperamos a ver si se manifiestan los síntomas, esta edad es algo vulnerable, hay muchos cambios en el cuerpo.

Minutos después me levantaron para que me tomara la medicina. El agua viajaba por mi esófago refrescándolo deliciosamente.

Desperté al ser consciente de una mano sobre la mía. Abrí los ojos sintiéndolos muy pesados, era de noche, comprendí cuando noté que se filtraba por la puerta abierta la tenue luz del pasillo.

—¿Cómo te encuentras? —Era papá, sentado a un lado de mí sobre la cama, preocupado. Tenía la garganta tan seca que no pude responder. Se dio cuenta y me acercó un poco con agua, le di varios tragos, disfrutando cómo se humedecía mi interior.

—Bien… —susurré con voz pastosa. Asintió mientras acariciaba mi rostro. Su puro contacto me provocó otra vez ganas de llorar, pero ahora porque no comprendí, hasta ese momento, cuánto lo había extrañado.

—Me alegro. Descansa, cualquier cosa estaré al pendiente —hablaba muy bajito. Asentí con la mirada vidriosa, aún muy agotada. Me acurruqué hacia el lado contrario y sin que me diera tiempo de pensar, volví a caer profundamente dormida.

Un par de veces durante la noche sentí cómo mi padre me levantaba y me hacía beber agua para pasar el medicamento. Me tomaba la temperatura, pasaba una mano por mi rostro y se iba.

Por la mañana desperté casi a las once. Era como si un tractor hubiese pasado sobre mí.

—¿Sara? —Era mi nana. Asomaba la cabeza por la puerta.

—Aurora… Hola —la saludé sonriendo, incorporándome. ¡Dios! Cómo dolía cada uno de mis músculos. Recordé la manera en la que me sentía cuando patinaba horas por las calles, muchos años atrás. Un recuerdo de tantos que se había quedado ahí, suspendido en lo que solía ser. Entró prácticamente corriendo.

—No te levantes —suplicó.

—Me siento mucho mejor, no te preocupes. Creo que ya pasó —expuse tranquila. Se sentó a mi lado.

—Qué susto me sacaste. Nunca te habías enfermado desde que te conozco.

—Sí, fue raro —admití sonriente.

—Debes tener mucha hambre.

En cuanto le dije lo que deseaba, me dejó sola.

Me recargué en las almohadas, pensativa. Fue todo tan extraño y lo peor fue que sin poder evitarlo recordé el abrazo de Luca. Mi piel ardió cuando me había rodeado, recordaba las náuseas, el mareo, pero eso no podía ser. Nadie se enfermaba por un gesto como esos, ¿o sí?

Sacudí la cabeza intentando pensar con más coherencia. El hecho de que me encontrara ridículamente enamorada de él no tenía nada que ver con esto. Quizá mi estado anímico de los últimos días había bajado mis defensas, y pesqué algún virus, aunque la influenza, como alcancé a escuchar entre sueños, había quedado descartada.

Aurora, cuando me llevó el desayuno, me rogó que le marcara a Romina, estaba preocupada. Ya la imaginaba, era dramática hasta lo imposible. Le mandé un mensaje.

«Ya estoy mejor, no te preocupes, seguro mañana nos vemos, besos».

Iba a lavarme los dientes cuando sonó el celular. Sonreí, entornando los ojos, era ella.

—Hola.

—¿Qué te pasó? Aurora no supo decirme. ¿Cómo que enfermaste?

—Tuve fiebre, eso es todo.

—¿Fiebre?

—Sí, pero ya pasó, mañana seguro estaré ahí.

—No digas tonterías, descansa, seguramente lo necesitas. El que no te molestara no quiere decir que no me diera cuenta de lo mal que estabas, aunque lo escondas tan bien, yo te conozco. —Sonreí apenas, claro que ella debía de haberse percatado.

—No quiero hablar de eso —musité. La escuché suspirar.

—Lo sé, y por tu voz creo que ya pasó, aunque ahora duró más que en otras ocasiones.

En fin. Sé que odias la insistencia. Pero, dime, ¿no te dijeron si tenías una infección o algo, no te mandaron a hacer unos análisis? Esas cosas no dan porque sí…

—El doctor me revisó, estoy bien. Dicen que a nuestra edad a veces pasa por el crecimiento, qué sé yo, es más, no voy hoy a la escuela porque sé que no me van a dejar salir —bromeé, la verdad sí me sentía bien, pero también seguía agotada.

—¡Estás loca! Quédate ahí, yo les avisaré a los maestros. Tú mejórate, recuerda que el sábado tenemos fiesta, te quiero ver ahí sin pretextos.

—Ya te dije que sí —refunfuñé. No tenía remedio, me había insistido tanto que sabía que si esta vez no acudía me iba a ganar una temporada de indiferencia. Conversamos un rato más hasta que tuvo que colgar.

Una vez bañada, recostada de nuevo, pensé en él. Lo del día anterior me tenía aún estremecida. Podía recordar sus palmas firmes sobre mi espalda infundiéndome esa seguridad y fuerza que tanto me hacían falta. Sus ojos; esa marea líquida de la que nadie parecía percatarse, pero que para mí era tan evidente y la cual aún no me atrevía a indagar.

¿Se habría dado cuenta ya de que no fui? Probablemente, pero eso no indicaba nada. Esto de estar enamorada no era como imaginé.

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