Luna

Luna


Capítulo 12

Página 15 de 35

Cuando terminó la clase, guardé todo de inmediato. Gael y Eduardo salieron sin esperarme, supuse que cumpliría su palabra y me daría el tiempo que había prometido. Debía ser más clara con él, aunque no sabía si funcionaría, ya que era obstinado.

Giré la cabeza hacia la salida, un cosquilleo recorría mi cuerpo. Luca estaba ahí, recargado en la pared, esperándome con la mochila colgada en su hombro, sereno.

Me erguí y lo observé fijamente por unos segundos. De inmediato sentí una cruda necesidad de acercarme, de adentrarme en su mente, de conocerlo más, mucho más, pese a todo lo extraño que existía a su alrededor. La esencia de Luca me llamaba.

Me acerqué con mis cosas en la mano, ladeé el rostro cuando lo tuve enfrente.

—¿No traes un suéter? —preguntó de forma casual. Reí negando. ¿Suéter? Hacía calor a esas horas.

—No… —movió la cabeza de arriba abajo, sonriendo. Mis terminaciones nerviosas se dispararon de inmediato por ese simple gesto.

—¿Aún quieres hablar? —indagó. ¡Claro que sí! Respondí en mi mente, pero sólo asentí con aplomo—. Entonces vamos. —Hizo un ademán para que yo saliera primero del salón.

Bajamos uno al lado del otro sin tocarnos. Cuando llegamos a la planta baja me detuve, evidentemente no podíamos hablarlo en la cafetería, sería arriesgado y disparatado. Al notar mi confusión caminó rumbo al mismo lugar donde sucedió el altercado con Gael.

Lo seguí con las manos sudorosas y el corazón casi saliéndose de mi pecho. Pese a ello, no daría un paso atrás, ya no.

El miedo estaba ahí, sería absurdo decir lo contrario, pero lo que sentía por él era mucho más potente. Esconderme de esa realidad, que parecía querer envolverme, no me ayudaría en nada, salvo para sentir ese horrible dolor que provoca no enfrentarse a las cosas y de eso ya había tenido demasiado en mi vida.

Anduvimos un trecho más. No había nadie.

—¿Aquí? —pregunté dudosa. Negó girando hacia mí.

No, no es seguro.

Pestañeé varias veces al notar que de nuevo no movía los labios.

—¿Cómo haces eso? —tartamudeé.

Estoy averiguándolo…

Confesó sin usar sus labios. Miré alrededor, para asegurarme de que nadie estaba ahí.

Ven.

Pidió con suavidad. Lo seguí confusa.

Comenzó a caminar hacia una pequeña construcción que parecía abandonada y que estaba a unos metros. Era una especie de bodega. No contaba con vidrios, sólo con una puerta robusta y un tanto oxidada. Nunca, en todo el tiempo que llevaba ahí, la había visto, no soy de las que ando indagando los recovecos secretos de un lugar.

La rodeamos y nos ubicamos justo por detrás. Había varios robles que daban una abundante sombra. Se detuvo. Hice lo mismo, expectante y nerviosa hasta lo inimaginable.

Acércate… Me instó mirándome mientras se recargaba en el muro gris del pequeño cuarto.

Yo estaba a más de dos metros de él, dudé. Aún no me acostumbraba al hecho de escucharlo en mi cabeza, me hacía sentir una lunática.

—Sara, no pasará nada. Ven. —Me tendió su mano, ahora sí habló. Me acerqué vacilante y observando su extremidad, indecisa. Digo, me atraía, pero no era una suicida. Hugo había sido claro y ya el fin de semana había estado a punto de morir.

—Pero… —Notó mi vacilación y sonrió asintiendo.

—Serán unos segundos. Es seguro —prometió restándole importancia. Di otros dos pasos quedando a menos de cincuenta centímetros de su torso. No me atreví a levantar la vista. De reojo noté cómo tomaba uno de mis rizos entre sus dedos y se lo llevaba a la nariz, dejé de respirar cuando escuché cómo inhalaba mi aroma—. Siempre hueles tan delicioso. —No me moví. Mis mejillas hervían, mi piel rugía por contener lo que en su interior enloquecía, lo que reclamaba para sí. Dios, tantas sensaciones al mismo tiempo no podían ser sanas—. No pasará nada. Tomaré tu mano unos segundos, nada más —me explicó con calma una vez que soltó mi mechón.

Lo encaré con un dejo de valentía. Sonrió complacido. Sus ojos eran muy claros y los pude estudiar mejor, sin importarme lo que pudiera pensar, pero lo cierto es que me hipnotizaban. Ese movimiento arrullador, suave, como el del vaivén de las olas en el mar, era hermoso. De repente su tacto caliente enrolló mi muñeca izquierda y enseguida me soltó.

Pestañeé confusa, ya no estábamos en la escuela, noté al girar mi rostro.

Dejé caer mi mochila alejándome de él por instinto, alterada. La tierra estaba húmeda y todo era verde, había pinos, robles y muchos tipos de árboles que no alcancé a reconocer. El aroma a tierra mojada era intenso al igual que el olor a laurel. Observé todo, perpleja, no tenía idea de dónde estábamos.

Abrí los ojos de par en par, buscando no entrar en pánico, lo cierto es que estaba a punto de hacerlo.

—Es la Barranca de Huentitán —expresó sin moverse.

No tenía idea de si lo había dicho con la boca o con el pensamiento, no me importó, no podía concebir que en menos de un segundo estuviera ahí. Eso no era posible. ¡No lo era! Ese sitio estaba en las periferias de Guadalajara y era enorme, además, jamás había ido, sólo había escuchado de él.

—¿Cómo? Esto es imposible. ¿Cómo lo hiciste? —Volteé hacia él, estupefacta.

Estaba muy tranquilo evaluándome con una ternura asombrosa, eso sí, sin acercarse.

—Es parte de mí —confesó esperando mi reacción, ladeando levemente su rostro.

El frío de la mañana me erizó la piel y me abracé, de nuevo estudiándolo todo. A menos de diez metros de mi lado derecho estaba un acantilado y se podían ver montañas y montañas de vegetación.

Atónita observé el increíble paisaje.

Caminé, me acerqué cuidadosamente hasta el límite. Nunca había estado en un lugar así.

Recargué la mano en un árbol y permanecí ahí, de pie, asombrada. El cielo estaba azul, extrañamente no se asomaba ni una nube, en medio de las colinas pasaba un río que no sabía que existiera y, a lo lejos, se vislumbraba una cascada que dejaba caer el agua sobre más vegetación.

Era hermoso.

—Sara, ponte esto. —Volteé al escucharlo. Me tendía una chamarra que no reconocí y que no habíamos llevado con nosotros.

—¿De… dónde la sacaste? —Me acerqué y la tomé por la parte baja. Me la puse enseguida disfrutando del calor que me brindaba.

—Es de Florencia, hubiera traído una tuya, pero no me gusta entrar a un sitio sin ser invitado —explicó. Subí el cierre, sonriendo por aquella muestra de educación. Lo miré, agradecida.

Un segundo después extendió una frazada felpuda de color negro que, por supuesto, tampoco había visto, se sentó en un extremo. Yo hice lo mismo, pero del otro lado.

Mi cuerpo iba tranquilizándose lentamente. El aire acariciaba mi rostro, los ruidos sedantes de aquel paraje lleno de naturaleza se calmaban, todo jugó a mi favor. Ambos nos perdimos en lo impresionante del paisaje, estuvimos sin hablar durante varios minutos.

—¿Siempre… haces eso? —comencé sintiéndome lista, o por lo menos intentándolo. Giró hacia mí, juntando las cejas sin comprender mi pregunta.

—¿Qué? —Había casi un metro de distancia entre los dos y, aun así, podía detectar su olor a hierbas.

—Desparecer y aparecer —expliqué. Sonrió asintiendo.

—Todo el tiempo —admitió con simpleza.

Suspiré, intentando concentrarme en lo que realmente importaba y no en su perfecta anatomía a un brazo de distancia. Dirigí la vista hacia el cielo despejado. Él esperó.

—¿Cómo lo haces?

—Es parte de lo que soy, puedo desintegrar la materia de la que estoy hecho o lo que toco, para cambiarlo de lugar y volverlo a integrar en donde yo quiera —respondió sin dudar. Asentí perpleja.

—Los demás, ¿pueden hacerlo?

—Sí.

—¿Qué… otros poderes tienes? —No sabía de qué otra manera formular esa pregunta. Lo escuché reír levemente. Me sonrojé sintiendo como eso aligeraba el ambiente.

—No son poderes, Sara, son habilidades —me corrigió.

Estaba sentado con las piernas flexionadas y su rostro hacia mí, sus brazos descansaban sobre sus rodillas. Parecía tan humano, tan auténtico y, a la vez, tan endemoniadamente irreal.

—Pero sí, tengo otras habilidades. Varias de ellas, o casi todas, ya las has visto… —Tomó un trozo de forraje y comenzó a jugar con él—. Puedo moverme a una velocidad mayor a la que el ojo humano puede percibir, debido a mi esencia. Soy fuerte, lo que me ayuda para defenderme de ser necesario. Puedo, como ya sabes, teletransportarme, desintegrar la materia, volver a crearla de igual o diferente forma. Mis ojos y oídos son muy sensibles por lo que puedo ver y escuchar a gran distancia. Puedo mover objetos sin usar las manos. Levitar si lo deseo, aunque si lo hiciéramos aquí, sería muy peligroso. Lo que puedo hacer ustedes lo catalogarían como magia, pero forma parte de mí.

—También puedes meterte en la cabeza de los demás —lo acusé un poco molesta por haberme ocultado ese detallito. A la par quería encerrar aquella nueva y loca información en algún lugar de mi cabeza, donde no me fuera a hacer reír o llorar o gritar. Me miró torciendo el gesto.

—No es así, Sara. En realidad, eso es algo que nunca me había sucedido con nadie más —apuntó serio. Arrugué la nariz incrédula—. Entre nosotros así nos comunicamos, pero jamás nos había pasado que… un humano pudiera escucharnos —me decía la verdad, pude comprenderlo y me puse nerviosa.

—Entonces, ¿por qué te escucho? —pregunté sin entender. Fijó su mirada en el verdor, parecía preocupado.

—Aún no lo sabemos. Yori dice que probablemente cuando te salvé algo sucedió. No lo sé —murmuró.

No hablé durante varios minutos, intentando asumir esta nueva información. Mi corazón seguía latiendo como un maldito desquiciado, sin control.

—Entonces, ¿puedes escuchar lo que pienso, saber todo de mí? —inquirí. Negó un tanto divertido y más relajado.

—No, es como lo que estamos haciendo ahora; tú me dices sólo lo que quieres que escuche y yo respondo a eso. Funciona más o menos así, no puedo saber lo que piensas, ni lo que sientes, no puedo saber más de lo que tú quieras que yo sepa.

—Pero… yo no puedo contestarte. Bueno, lo que quiero decir es que tú me hablas de esa forma y yo no puedo responderte, ¿verdad?

—Yo creo que sí, que si puedes escucharme es porque también puedes responderme. Sólo que debes abrirte a mí.

—¿Abrirme? ¿Cómo?

—Supongo que con el tiempo lo sabremos.

—¿En serio no tienes idea de lo que pienso? —Lo miré suspicaz. Rio negando.

—No, no tengo la menor idea. Aunque te abrieras, tampoco la tendría, a menos de que tú quisieras que lo supiera, pero eso ya es más complejo y, en realidad, no lo hacemos. —Bien, por lo menos no lo tenía husmeando en mi loca cabeza. Eso era algo bueno dentro de aquella locura.

—¿Por qué yo? —solté de pronto. Mis palabras lo tomaron por sorpresa. Arrugó la frente observándome—. Digo, no sé cuánto tiempo llevas aquí… o si siempre has estado, pero ¿por qué te atraigo? ¿Por qué me atraes así? ¿Ya te había ocurrido otras veces? —Al parecer le había preguntado algo complejo.

—Nunca había sentido algo así por nadie. Ninguno de nosotros. Aquel día que entraste al salón ibas húmeda y agitada… Revisaste el área con esa mirada tan suspicaz que tienes y te detuviste en mí. Supuse que serías como el resto, que abrirías la boca, te asombrarías y que harías todo para llamar mi atención pero sin acercarte. Sin embargo, no hiciste nada de eso. Algo te molestó en cuanto me viste, era como si te hubiera caído mal sin haber hecho algo para que eso ocurriera. —Recordé ese momento en Artes, sonreí.

—Fuiste grosero —lo corregí. Sonrió entornando los ojos.

—Debía serlo, es nuestra forma para alejarlos. Funciona, salvo contigo. Fue raro porque cuando te acercaste lo hiciste con mucha cautela y hastío. No son los sentimientos que suelo despertar.

—Qué arrogante —apunté aligerando el ambiente que, a decir verdad, ya no se sentía tan tenso.

—Sí, así suena, pero es la verdad. De hecho, de una manera absurda llegué a sospechar que sabías quién era o qué era… No era normal tu mirada.

—No tenía ni idea, no la tengo en realidad —admití.

—Lo sé, pero me desconcertaste como nadie lo había hecho nunca. Tus ojos tan llenos de extraña nostalgia, tu forma de caminar tan ligera y ágil, tus rizos así, alborotados, sin que les prestaras la menor atención… —Volvió a perderse en algún punto del hermoso lugar—. Fuiste atenta y valiente, te sentaste a mi lado, hiciste lo que debías sin temor, sólo molesta por ese rechazo que experimentabas sin conocerme en realidad.

—Fui chantajeada, seguro lo notaste, por eso no te respondí como debí hacerlo; fuiste un maleducado —murmuré.

—Qué bueno que no lo hiciste, estaba tan ansioso que no sé qué te hubiera contestado. Algo con la cercanía de tu cuerpo encendió interruptores que ni siquiera sabía que existían. Fue muy extraño. Por lo mismo no pude evitar mirarte y por eso noté tu enorme esfuerzo para reproducir ese caracol maya —admitió.

No sé por qué en medio de esa confesión casi aplaudo al escuchar lo último. ¡Por fin sabía qué era eso que la maestra nos había puesto a dibujar aquel extraño día!

—Por eso te quisiste ver bondadoso y te ofreciste a darme tu dibujo.

—Sara, no eres buena en eso… —recalcó, divertido. Resoplé.

—Lo sé, nunca se me ha dado.

—Lo que me llamó la atención es que fuiste sincera; no aceptaste el mío y continuaste haciendo «eso» en tu hoja.

—¡Ey! Que a ti todo te salga perfecto, no quiere decir que puedas burlarte.

—No todo me sale «perfecto» —imitó mi tono, era tierno y fuerte; esa dualidad me atolondraba—. He enredado las cosas de una forma extraordinaria. —Su gesto se endureció y guardó silencio. Cuando volvió a hablar, incluso me sobresaltó—. Después de eso me di cuenta de que compartíamos casi todas las clases y que tú no saltabas precisamente de la emoción, al contrario… parecías odiarme. Yori pidió mi cambio, pero todo estaba lleno —me informó. Arqueé las cejas—. Y luego, como para coronar la torcida situación, esa materia de Desarrollo Humano. Ese odio y rechazo tan potente que buscabas ocultar comenzó a intrigarme y ya no pude sacarte de mi mente. Te estudiaba todo el tiempo; tan desinteresada para las pequeñeces y tan observadora de lo que realmente te importaba. Tus cambios de estado de ánimo me desconcertaban. Un día estabas bien y, de pronto, regresabas con tu mirada triste, aunque buscando que nadie lo notara, ocultándola detrás de esa fachada indiferente que sueles manejar. Tus palabras, tu risa. Las charlas en la biblioteca, tu temperamento… Enojada eres temible. —Quise darle un pequeño empujón, pero no quería arruinar el momento. Así que lo fulminé con los ojos. De pronto volvió a ponerse triste al recordar algo—. Insistías tanto en que fuéramos amigos… Era evidente que a mí me interesabas y también me daba cuenta de lo mucho que te confundía cada vez que te alejaba. Estaba hecho un lío, nunca lo he sido, pero ahora no sé cómo no serlo.

—Yo misma no lo entendía, bueno, aún no lo entiendo en realidad, pero de alguna manera dolía que fueses así —admití.

—Me habría gustado poder explicarte.

—Luca, ¿por qué dice Hugo que no puedes tocarme si ya lo has hecho?

—Han sido roces… Roces en los que he puesto toda mi concentración para no hacerte daño. No podía evitar querer conocer la textura de tu piel, lo sentía como una urgencia. —Observó su palma, afligido.

—El día que… me abrazaste. —Su rostro se contrajo con culpa.

—No, eso no puede volver a suceder, Sara.

—Enfermé por eso, ¿verdad? —reafirmé. Asintió con los ojos bien abiertos, clavados en el suelo—. Sin embargo, no pasó de ahí. O sea, sí subió mi temperatura, pero no me quemaste ni me hice cenizas —le recordé. Tenía la mandíbula tensa, y yo no me sentía cuerda hablando de todo aquello, pero necesitaba comprender en qué me adentraría.

—Todavía no comprendo por qué. Fui impulsivo y extraordinariamente egoísta. Supongo que de algún modo logré controlar mi interior, aun así, no fue suficiente y te dañé. No puedo perdonarme haberte hecho eso. Pudiste haber caído en coma, morir. Fui inconsciente, estúpido. No concibo cómo solté el control y lo hice.

—Pero… —No seguí debido a esa mirada color ébano.

—No, Sara, el hecho de que sienta esto por ti no cambia nada, al contrario, lo hace más complicado, más difícil. Contigo no puedo pensar con claridad y pierdo el control. Cuando estás cerca, como ahora, no sabes lo que daría por tocarte, dejar una mano sobre tu mejilla, rodear tus dedos con los míos. No puedo. Me importas de una forma absurda, ilógica, que no logro entender, pero sé que no podría vivir sabiendo que te hice daño o, peor aún, que terminé con tu… vida —confesó, tenso.

No habló durante varios segundos, yo ni siquiera me atreví a respirar. Un nudo en la garganta se instaló ahí, provocándome dolor. No me gustaba en lo absoluto el rumbo de la conversación, ni la realidad que surgía entre ambos. Dolía, dolía pese a comprenderla un poco más, pese a que entendía que debía dejarlo ir. Debía pedirle, por el bien de ambos, que se alejara.

—Ese día no pude evitarlo, llevabas una semana deprimida, me asombraba que nadie lo notara, aunque tú intentabas ocultar tu tristeza, para mí era evidente. Parecías tan vulnerable y afligida, que por una exigencia de mi interior te acerqué a mí. La verdad es que ya no soportaba verte así…

Un pesado silencio se instaló, ahí, en medio de los dos.

—Durante estos años no he podido comprender del todo a la humanidad —expresó sonriendo con tristeza—. Siempre tan posesivos, tan volátiles, buscando el contacto físico con los demás como si en eso se les fuera la vida, como si no pudieran vivir sin eso. Si me hubieras preguntado en aquel momento, te habría dicho que era ridículo —se mofó evocando su pensar, pero enseguida su gesto se contrajo.

—Luego apareciste tú… y todo cobró sentido. Tu presencia iluminaba mis días, ni siquiera daba crédito de eso, pero era real. Y junto a eso, apareció algo todavía peor: los celos… Sabía de ese sentimiento, lo había visto en películas, incluso presencié peleas en algún sitio público, y debo admitir que me parecía penoso e innecesario, porque para mí eran muestra de debilidad e inseguridad. Lamentablemente, ahora sé lo que son. ¡Por los dioses! Respeto profundamente a los de tu especie, porque son atroces y te confunden. Fue así que comprendí el motivo de su necesidad de contacto físico. No tocarte… duele, duele en serio. Quisiera poder tomarte de la mano y mostrarles a todos que estamos juntos, como lo hacen el resto de ustedes. No puedo, no sin lastimarte. Sara… —susurró girando hacia mí con los ojos oscuros, pero plagados de tristeza, tanta que sentí un gran nudo justo en medio de la garganta.

—Perdóname, no tienes que pasar por todo esto. Tú te mereces una vida plena, llena de satisfacción. Eres humana, eres maravillosa. Yo no puedo darte eso… Nunca podré —zanjó abatido, con la mirada apagada.

Tragué saliva, puse mi atención en el roble que estaba a unos metros detrás de él, con los ojos entrecerrados me esforzaba para que las lágrimas no salieran.

—Tú crecerás y querrás tener una familia, desearás que cuando estés triste alguien pueda acurrucarte contra su pecho y decirte que todo estará bien, alguien que pueda… besarte, acariciarte… —enunció. Mis ojos ardían ante lo que escuchaba—. Demostrarte con su tacto lo mucho que le importas y lo invaluable que eres en su vida; y te juro que daría toda mi existencia por llegar a ser yo ese alguien, por envejecer a tu lado, por saber que tenemos que vivir al máximo porque nuestro tiempo en este mundo es muy corto como para desperdiciarlo en peleas o desavenencias. No puedo, no pertenezco aquí y… tú tienes que hacer tu vida —finalizó.

No me di cuenta de que mis mejillas estaban húmedas, hasta que lo vi alargar un dedo hasta mi rostro, con lentitud. Sin tocarme, tomó una lágrima para examinarla con suma atención. Cerró los párpados un segundo, fuerte.

—No llores… no cuando no puedo hacer nada para consolarte —suplicó acongojado. Me limpié con la manga de la chamarra, negando.

—Luca… —susurré llorosa, mirándolo suplicante, consciente de lo que eso implicaba, de lo que estaba a punto de decir—. No te vayas… —pedí en un ruego. Cerró de nuevo los ojos, soltando un largo suspiro. Cuando al fin los abrió, eran casi ámbar.

—No lo haré, no hasta que tú me lo pidas —prometió. Volví a limpiar mis lágrimas, pero seguían brotando.

—¿Por qué debo ser yo quien tome la decisión? Siento que dejas en mí la carga de lo que sucederá.

—No quiero que lo veas así, no es mi intención, pero tú eres la que corre peligro a mi lado… Así que a ti te corresponde decidir si vale la pena, si puedes con ello. Yo sé que no podría alejarme sabiendo que sufres. Lo intenté y lo único que logré fue obsesionarme más con la idea de verte, de estar cerca.

—¿Cuando me evadiste en lo del proyecto? —adiviné.

—Sí, debía poner distancia. Yori y yo comenzamos a buscar otro sitio donde instalarnos, no pude. Al final la distancia para mí es relativa y no cambiaría nada. Pensarte lejos era como imaginarme sin calor. Así que prometí ser cuidadoso. No lo hice. Aunque tampoco me arrepiento por salvarte. Pero, Sara, si tú en algún momento cambias de opinión, lo respetaré, ¿comprendes? —Su voz se quebraba, me daba cuenta de que haría lo que yo decidiera, haría a un lado sus sentimientos por mí, precisamente por lo fuertes que éstos eran.

¡Dios! No tenía lógica que ambos sintiéramos esto de una manera tan rotunda y potente, sin embargo, era lo más real que había vivido jamás. ¿Cómo enfrentar todo eso?

—Luca, sé que soy egoísta y muy inmadura… pero quiero estar a tu lado. No sé, es como una urgencia, algo que me define, necesito entenderlo —confesé asombrada por mis palabras, que sin comprenderlo iban cargadas de toda mi verdad. Me miró cariñoso.

—Que me aleje es algo que ocurrirá en algún punto, Sara. Eso es inevitable.

—Sí, pero no ahora, por lo menos.

—Estaré a tu lado hasta que tú quieras lo contrario.

Nos observamos intensamente durante varios minutos más. Sabía que cumpliría su promesa, ahora todo dependía de mí.

—Tus ojos… —susurré cambiando de tema—, siempre cambian de color, aunque nadie parece notarlo y… creo que ya sé de qué va cada tono. —Pestañeó nervioso, arrugando la frente.

—¿De qué… hablas? —pregunto extrañado. Sonreí sacudiendo la cabeza.

—De tu iris, cambia de color, es como un líquido que se mueve —le expliqué alzando un dedo hasta mi ojo derecho, haciendo círculos para que comprendiera a lo que me refería. Apretó los labios, tenso.

—¿Puedes ver eso? —Parecía incrédulo. Asentí mordiendo el interior de mi labio.

—No debería, ¿cierto? —conjeturé gracias a su gesto. Negó desconcertado, frotándose el cuello.

—¿Y cuál crees que es la razón? —me preguntó intrigado.

—Bueno, creo que cambian según tu estado de ánimo —aseguré con suficiencia. Alzó las cejas un poco confundido—. ¿Sabes? Me preguntaba por qué nadie lo notaba, para mí es muy evidente, desde siempre.

—¿Desde el primer día? —Quiso saber.

—Desde que hablamos para ponernos de acuerdo para lo del trabajo, ahí fue la primera vez y luego cada vez que te veía, habláramos o no.

Asintió despacio.

—Nadie lo ve, Sara, para los humanos sólo tengo un color. Y debo decir que, para ser tan despistada, te fijas mucho en los detalles —apuntó torciendo los labios. Sonreí, su tono buscaba aligerar la situación, aunque quedaba claro que eso obedecía a otra anomalía entre nosotros—. Explícame esa hipótesis que tienes sobre lo tonos, me intriga —instó.

—Cuando estás molesto o triste, se oscurecen; cuando estás tranquilo o alegre, se aclaran. Entre más sientes, más marcada es la tonalidad.

—Así que soy un libro abierto para ti en cuanto a mis emociones —murmuró aún desconcertado. Me encogí de hombros, con timidez.

—Eso parece, aunque… hay un color que no logro descifrar —admití. Arqueó una ceja.

—¿Cuál?

—El ámbar, hay veces que se ponen de ese color —dije. Frunció el ceño.

—¿Ámbar?

—Sí, tengo la impresión de que ha sucedido cuando te he tenido más cerca y entonces tu iris se torna de ese color, cambia como con las demás emociones —expliqué con sencillez. Sonrió al fin.

—Qué vergonzoso —cuchicheó desviando la vista, sacudiendo la cabeza.

—¿Qué? ¿Por qué? —pregunté. Me encaró divertido.

—Sara, eso es porque… siento placer al estar junto a ti.

—Oh… —logré decir ruborizada. Negó cerrando los ojos, sonriendo. No quise decir más, por primera vez sí lo noté apenado y eso aligeró de nuevo la situación.

—Creo que debería comprarme unos lentes de contacto —bromeó, fingiendo sopesarlo. Sonreí—. En serio, así no sabrías todo el tiempo lo que tramo. —Y movió los dedos de arriba abajo. Me hacía sentir ligera el que estuviese haciendo aquello, era como restarle importancia a todo.

—¿Te molesta que lo sepa? —lo cuestioné. Negó con firmeza, serio.

—No, tú puedes saber de mí todo lo que desees.

—Eso me agrada —acepté ruborizada y embobada—. Me gustan tus ojos —solté arrugando la nariz.

—Y a mí, tú, completa, desde adentro hasta afuera; tus ojos también son hermosos, de un color extraño. —Señaló con su dedo. Asentí, bajando la mirada.

—Sí, es raro, dice mi padre que se parecen a los de mi bisabuelo, no lo sé. Pero son muchos colores en un solo iris.

—No me suelo fijar mucho en las personas, la verdad, menos en algo tan íntimo como eso, pero sí, es llamativo. Me gusta —expresó guiñándome un ojo. Acomodé un rizo tras mi oreja, sonriendo.

—Luca, por lo que entiendo ustedes buscan no llamar mucho la atención, pero ¿cómo lo logran con esos físicos? Su altura, su estructura, su rostro… Quiero decir, no tengo la menor idea de qué seas ni qué escondas, pero son en serio impresionantes —señalé. Curvó la comisura de los labios, estudiándome.

—Este cuerpo es el reflejo humano de lo que soy. De donde venimos somos lo que ustedes conocen como «energía», es decir, amorfos y sin átomos —explicó. Abrí los ojos asombrada y horrorizada, he de admitir.

—Entonces… tú no eres esto. —Le apunté con un dedo.

—Sí y no.

—¿Cómo?

—Tú también eres energía, Sara, todo es energía, sólo que ustedes se materializaron, por decirlo de algún modo, y mi especie no. Un cuerpo limita; nosotros podemos ser prácticamente lo que queremos, hemos decidido continuar así, etéreos.

Fijé la vista en el paraje, intentado imaginar cómo era en realidad y qué implicaba el hecho de que ése no fuese él. ¿O sí? Ay, me sentía confundida en demasía.

Por un momento, inmersa en mis ideas, pensé que probablemente tuviera esquizofrenia y nadie se había dado cuenta. Sin embargo, era consciente de que él continuaba mirándome. No, Luca era real, lo que sentía también. Necesitaba ir poco a poco para entenderlo.

Ir a la siguiente página

Report Page