Luna

Luna


Capítulo 13

Página 16 de 35

Mi celular comenzó a sonar. Escucharlo en medio de ese silencio me sobresaltó. En un segundo mi mochila estaba a mi lado. Di un respingo. Evidentemente había sido él, porque yo la había abandonado algunos metros atrás.

Nos miramos fijamente durante unos segundos. Sonreí agradecida, parecía estar muy atento a cada una de mis reacciones y lo cierto era que, si bien me sentía extrañamente cómoda a su lado y serena, una parte de mí sí se encontraba nerviosa con tanta confesión.

Saqué el celular del compartimento donde solía ponerlo. Romina. ¿Quién más podía ser?

—Hola —susurré poniéndome en pie.

—¿Dónde estás? ¡Tu coche está en la escuela y tú no! ¿Dónde te metiste? Jamás haces eso. —Volteé hacia Luca, reía absorto en el paisaje. Estaba escuchándolo todo. Dejé salir un suspiro.

—Romina, tranquilízate y respira.

—No hasta que me digas si estás bien.

—Lo estoy, salí con Luca. —Dejó de respirar, puse los ojos en blanco.

—¿En serio? ¡No lo puedo creer! ¿Se saltaron clases? ¡Guau!

—Luego iré por mi auto, estoy bien.

—Sí, claro, no te preocupes por nada, solo déjate llevar. —Si supiera, pensé.

Él estaba a punto de soltar la carcajada. Era increíble lo humano que lograba verse así, a la distancia, con esos gestos tan suyos, tan impresionantes, y a la vez tan irreales.

—Ya te dejo. Espero tu llamada en la tarde y ni se te ocurra fingir que se te olvido, sé que sólo haces eso con lo que te conviene. —Luca me miró asintiendo, dándole la razón a Romina. Entorné los ojos, fingiendo molestia.

—No se me olvidará. ¡Adiós! —No esperé su respuesta y colgué—. Es de mala educación escuchar las conversaciones de los demás —le dije enarcando una ceja.

—Lo sé, pero no puedo evitarlo, y aunque quisiera Romina es demasiado escandalosa como para no oír lo que dice, incluso sin tener el oído tan desarrollado —se justificó. Tenía razón, así era mi amiga—. ¿Se conocen desde hace mucho tiempo? —preguntó de forma casual.

—Sí.

—¿Desde cuándo? —Quiso saber; seguía sentado sobre la frazada.

—Desde que llegué a vivir aquí, a Guadalajara. —Me recargué en un árbol sintiendo el peso de mi memoria. Esos recuerdos los evadía de forma deliberada, y no deseaba que aparecieran ahí, entre nosotros.

—Ya decía yo que no eras de aquí. Tu acento, tu apellido. ¿Eres de Estados Unidos? —negué sin mirarlo.

—De Canadá, nací en Vancouver.

—He estado ahí, es bonito, aunque es muy frío en ciertas épocas.

—Voy a regresar cuando termine la preparatoria.

—¿Por qué? —indagó. Giré hacia él, confusa. Estaba sentado en dirección a mí con los brazos todavía descansando sobre sus rodillas. Sus rizos se mecían con el viento, parecían ser tan suaves. Su mirada curiosa logró que mi corazón emprendiera nuevamente su marcha acelerada.

—¿Por qué? Porque soy de ahí, porque quiero regresar al lugar donde crecí.

—No es verdad, ¿por qué? Si no quieres decírmelo ahora no lo hagas, pero no me mientas y mucho menos te mientas a ti misma —me pidió. Recargué la cabeza en el roble, elevando la vista hasta el cielo, mis palmas sudaron y esa opresión regresó.

—Es… complicado —susurré.

Sin que me diera cuenta ya lo tenía frente a mí, mis ojos chocaron con los suyos como si dos astros se hubiesen impactado. Tomó, con cautela, un rizo, lo evaluó atento y lo enredó entre sus dedos.

Sólo te pido algo y después cerraremos el tema si así lo prefieres. No huyas. Sé que eres fuerte, mucho más de lo que crees, y extraordinariamente valiente. No hagas las cosas por las razones equivocadas.

Pasé saliva, mirando hacia otro lado.

Había hablado de nuevo con su pensamiento. Todavía no lograba entender cuáles eran los motivos por los que unas veces lo hacía con la boca y otras por ese medio tan extraño.

—Aún no puedo —admití observándolo otra vez, tímida.

Lo sé. Esperaré a que tú quieras decírmelo, aquí estaré.

—¿En serio? —Me miró sin comprender—. ¿En serio aquí estarás?

Sé que es el acto más estúpido que jamás he hecho o que haré, pero es mi verdad.

Comenzaba a gustarme esa extraña manera de comunicarse, era íntima.

Sonreí con nostalgia.

—Y la mía —secundé.

—Eso dices ahora, pero en unos años, no lo sabes. Eso también tienen los humanos, olvidan, cambian de parecer. —Ahora sí usó su boca.

—Yo no. —Sé que no lo creía, pero no me contradijo.

Tomó otro de mis rizos y lo enrolló en su dedo. Podía sentir el calor que irradiaba su cercanía. De pronto algo entre nosotros cambió. Esa marea líquida rugía bajo mi piel, deseando romper esa barrera y brincar hasta él. Mi boca se secó, mi respiración se ralentizó. Crecía una ansiedad doliente, desesperada y es que moría por eliminar la distancia que nos separaba y probar sus labios. Su aliento era dulce y fresco, a pesar del calor que su cuerpo despedía.

Apreté las manos con fuerza desmedida, me estaba encajando las uñas, pero la necesidad crecía de una manera hiriente y la realidad de nuestra situación, también.

—Está bien… —admití retrocediendo un par de pasos, sintiendo mi cuerpo arder, aunque no precisamente por lo que él era, sino por lo que provocaba en mí. Su autocontrol era impresionante, pero definitivamente el mío no. Si no me alejaba estaba segura de que terminaría colgada de su cuello, importándome muy poco si hervía por esa imprudencia.

—Lo siento —susurró observando mi reacción.

—No, es sólo que no creo tener tanta fuerza de voluntad —refunfuñé. No me entendió—. Luca… —logré decir pese a la respiración irregular. Lucía en momentos tan ingenuo; sonreí sacudiendo la cabeza—, si te acercas así me dan ganas de besarte —solté sin pena.

Abrió sus ojos ámbar, comprendiendo. De verdad, era nuevo en todo aquello para ambos, sin embargo, mi ventaja era ser humana y estar completamente familiarizada con el tema; aunque no de primera mano, ya que ese deseo jamás lo había sentido por nadie.

—Ah, entiendo… —confesó avergonzado—.

Eres rápida y directa. Continuó en mi cabeza. Reí.

—Si vamos a convivir creo que debemos tener ciertas reglas —propuse cruzándome de brazos, recargando mi peso en un pie.

¿Reglas?

Le tomó un segundo comprender.

Claro, reglas. Dame un segundo.

Sobre uno de los árboles de tronco más grande, posó las manos abriéndolas completamente. Hacía lo mismo que el día anterior, cuando Hugo le dijo que pusiera sus palmas sobre la tierra. Unos segundos después, lo noté temblar, recargó su espalda ahí, más sereno.

—Lo lamento, Sara. No sé qué me pasa, no debo exponerte —expresó frustrado. Lucía desaliñado, si eso era posible y, por si fuera poco, me miraba turbado.

Esa dualidad me enloquecía, sin embargo, era una tortura porque mis ganas de rodear su cuerpo aumentaban con cada una de sus acciones.

—Bueno, al fin algo que hago mejor que tú. Aunque no confíes mucho en mí, yo tampoco me reconozco cuando estás cerca, despiertas estas cosas que… ya sabes, sólo no dejes en mis manos mi sobrevivencia, porque podría decepcionarnos —admití con simpleza.

Sonrió más relajado al escuchar mi tono ligero. Le guiñé un ojo, restándole importancia. Caminé hasta la cobija y me senté, esperando que él se sintiera listo para regresar.

Diez minutos después lo hizo. Se acomodó a una distancia prudente y me evaluó.

—Sara, puedo tocarte siempre y cuando me encuentre tranquilo y en control. Tú podrías hacerlo por segundos, el problema es que no domino mi cuerpo ni mi ser al sentir tu proximidad. Me inunda tu aroma, escucho tu sangre correr y percibo tu aliento; dejo de pensar, lo digo de la manera más literal que existe, porque puedo asegurarte que en mí eso era imposible. Mi interior se convierte en fuego líquido y este cuerpo instintivo no me ayuda, ya que mi necesidad viene de mi esencia. Además de este quien soy, tú y yo somos lo mismo.

Inhalé con profundidad, mientras lo contemplaba. El fuego líquido me era familiar. Lo cierto es que lucía tan tenso, tan preocupado que me encontré sonriéndole con desenfado, aunque probablemente debía estar reaccionando de otra forma, no lo sé, pero sentía necesidad de calmarlo.

—Luca, no pasa nada. Creo que lo mejor será no presionarnos, ¿qué te parece sin vamos viendo qué sucede? No quiero que estar conmigo se convierta para ti en un martirio o en algo tormentoso.

Duele tenerte cerca y no poder tocarte, Sara, duele aquí.

Señaló su pecho con un puño apretado. De pronto me di cuenta de que escucharlo en mi mente ya no me parecía algo extraño, que de hecho sólo mantenía la atención fija en sus ojos, ya me daba igual.

—Dime qué debo evitar hacer. Sé que enojado eres más peligroso que yo —apunté recordando lo del día anterior. Él adivinó de inmediato a qué me refería, lo supe porque tensó cada músculo de su rostro, incluso los brazos. No dijo nada un buen rato, era como sí no supiera si debía hacerlo.

—Gael… —susurró de repente, estudiándome—. Él no se va a rendir —señaló con voz dura, llena de frustración.

—Sé que escuchaste, pero yo no siento nada por él, sólo amistad, me cae bien en realidad, aunque jamás me ha atraído. Ya te lo había dicho…

—Lo recuerdo muy bien, esas pequeñas confesiones iluminaban mi día. —Agachó el rostro, negando—. No sé cómo controlar esta parte de mí en la que siento que no puedo soportar que siquiera te toque. Ayer, ¡por los dioses!, si Hugo no llega… lo mato. ¿Entiendes lo que implica eso? Habría tomado una vida por saber que te estaba lastimando. No soy así, no soy eso, no me reconozco —admitió turbado. Comencé a jugar con las cintas de mis botas, asombrada porque la seriedad con que lo dijo no dejaba lugar a dudas y eso me asustó.

—Lo evitaré —decidí por él, también por mí, y hasta por el propio Gael, que ignorante del peligro en el que estuvo, tampoco merecía crearse castillos en el aire.

—No, no es eso lo que quiero, no es lo correcto —zanjó con decisión. No pude comprenderlo—. Sara, no será el primero, y quiero que sepas que el día que decidas aceptar a alguien, lo entenderé, lo respetaré, me alejaré y te dejaré hacer tu vida —anunció sin dudarlo.

Arrugué la frente, irritada.

—¡Deja de decir eso! ¡Deja de hacerlo! —le ordené con fuerza. Mi actitud no le inmutó, sólo se dedicó a observarme serio, pareciéndose mucho al chico que conocí los primeros días de clase—. Tú… —dije señalándolo, importándome poco su postura ruda y fría—, debes meterte de una vez en esa cabeza tuya que ni siquiera sé que eres o quién eres, y no puedo dejar de pensar en ti. Que me atraes de esta forma absurda que no deja lugar a dudas. Que esto es tan nuevo para mí como para ti y que quiero comprenderlo, pero también sentirlo, lo necesito y tú también, no lo niegues. Así que no conviertas lo que nos une en dolor, porque hagas lo que hagas no dejaré de sentirlo, está bajo mi piel —le expliqué frustrada. Su expresión comenzó a suavizarse y su mandíbula a relajarse—. Te prohíbo, y ésa es la primera regla: te prohíbo que pienses en mí como en alguien que puede cambiar de sentimientos como de zapatos. Si de verdad crees eso, entonces estar aquí es más ridículo de lo que imaginé.

Lo lamento. Sonaba apagado y arrepentido.

No me importaba, yo hervía de coraje. Ciertamente había más anomalías en toda la situación que cosas que tuvieran alguna explicación, pero no había mucho que pudiéramos cambiar en ese momento. Por otro lado, crecía más esta imperiosa necesidad de él, de escucharlo, de verlo, de perderme en su aroma, de tenerlo cerca. No era muy diferente de lo que a él le ocurría, y aunque no teníamos respuestas y me asustaba todo lo que estaba ocurriendo, algo dentro de mí no me permitía dar marcha atrás, ya no.

No pienso eso. Sé que no eres así, aunque debo admitir que sería lo mejor.

Lo miré amenazante.

Pero prometo que no volverá a suceder. Si ésa es la primera regla, me quedó clara.

Minutos más tarde mi respiración volvió a ser la de siempre, regular y pausada; no fue sino hasta ese momento que me atreví a voltear. Me contemplaba un tanto asombrado y expectante.

No sabía qué sentir, ése solía ser mi carácter, quiero decir, además de impulsiva, defendía mis ideas de las formas más apasionadas, sólo que lo encerré por años y aquella puerta que contuvo eso que deseaba desaparecer de mí, se abrió, se abrió y fue gracias a eso que todas mis emociones estaban expuestas, y lo peor fue tener la certeza de que era debido él, de que por su presencia en mi vida yo volvía a ser la que intenté esconder por años.

—¿Cuál es la segunda regla? —preguntó sacándome con eso de mis cavilaciones. Sacudí la cabeza, sonriendo apenada, aunque sin arrepentimiento. El aire soplaba, fresco, me quité un rulo del rostro, reflexionando.

—La segunda… la segunda me parece que es más complicada —afirmé con suficiencia. Elevó las cejas divertido por mi expresión.

—¿De qué se trata?

—No me tocarás si yo no puedo hacerlo —advertí. Abrió los ojos de par en par, ahora sí lo había tomado por sorpresa—. Es lo justo —me defendí decidida.

—¿Quieres decir que si paso una mano por tu brazo tú puedes hacer lo mismo? —preguntó para asegurarse. Asentí segura. Me examinó unos segundos, como sopesando mi propuesta.

—De acuerdo, pero seré yo quien deba dar el primer paso. Sólo yo sé cómo anda todo por dentro. Contigo me he dado cuenta de que no siempre mi energía es igual, debo estar atento.

—Muy bien, no tengo otro remedio que aceptar. Me parece como de la era pasada que sólo tú puedas dar el primer paso, pero creo que tienes razón dadas las circunstancias —expresé con soltura. Sonrió al escucharme.

Eres compleja.

Señaló alegre.

—¿Hay más reglas? —preguntó elevando una de sus cejas negras.

—Creo que por ahora esas dos son suficientes.

Soltó el aire tranquilizándose.

—¿Qué? ¿Pensaste que habría más?

—¿Bromeas? Muchas más, sin embargo, esas dos me parecen justas y me tendrán lo suficientemente entretenido.

—¿Por quién me tomas? ¿Qué otras reglas podrían ser? —bromeé ya más tranquila; bueno, ambos. Se encogió de hombros, sonriendo.

—Que no me moviera como lo hago, que no te escuchara hablar con los demás, que no hablara en tu cabeza. En fin, no sé, muchas —conjeturó. Recargué la barbilla en mis rodillas.

—Eso no me molesta, aunque todavía no me acostumbro; pero creo que me gusta, aunque no sé por qué.

—¿En serio? ¿No te asusta?

—No, o bueno, sí, y me pone nerviosa, pero alguien como tú debía hacer ese tipo de cosas, simplemente encaja contigo.

—Realmente me encantas, Sara —musitó. Sonreí sonrojada, dedicando mi atención al paisaje que se extendía ante mí.

—¿Luca? —lo llamé sin voltear.

—Dime.

—Levitar es como… ¿volar? —continué sin verlo y es que sólo podía pensar en Peter Pan o algo similar. Lo escuché reír.

—Podría decirse.

—¿Te elevas? O también te mueves, así como en las caricaturas. —Ahora sí lo miré, mostrando los dientes en una sonrisa cargada de duda. Seguía sonriendo. Era obvio que le gustaba que le preguntara.

—Como en las caricaturas, supongo —avaló. Reí bajito, asintiendo.

—Aún no me siento lista para ver eso, pero si te lo pido, ¿podrías enseñármelo después? Es que simplemente no lo asimilo —admití señalando mi cabeza.

—Como dijiste, no nos presionemos, vamos viendo. Pero sí, te lo mostraré cuando quieras.

—¿No es raro que hagas eso si puedes transportarte de esa manera en la que lo haces? Quiero decir, ¿para qué lo necesitas? —lo interrogué. Torció los labios, sopesando su respuesta.

—Levitar sucede porque mi esencia lo necesita, está dentro de mí, circula en mis células, neuronas y en cada rincón, y esa esencia así se desplaza, como flotando —explicó con sus manos—. Pero no es con el fin de ir de un lugar a otro, porque para ello puedo transportarme. Es como una manera de estar, como para ti permanecer de pie o caminar, porque no siempre necesitas eso. Espero explicarme.

—Sí, eso creo. Es algo loco, la verdad. Quizá nunca me acostumbre, pero me gusta estar contigo —confesé con simpleza. Él sonrió con ternura.

—Es loco, sí, pero definitivamente a mí también me gusta, Sara, más de lo que pensé.

Minutos más tarde, hablábamos sobre la vegetación de aquel hermoso lugar, parecía un experto. Mi estómago gruñó, no lo pude evitar.

—¿Aceptarías una invitación a comer? —me preguntó galante, con esa postura tan suya, entre desgarbada y contenida.

—¿Cómo «compañeros de equipo»? —pregunté, juguetona. Rio al escucharme.

—Como Sara y Luca. —Asintió serio.

—Como tú y como yo, eso me gusta —acepté perdiéndome en su mirada. Sus ojos comenzaron a cambiar de color dramáticamente, de nuevo se tornaban ámbar y abandonaban ese verde limón que habían mantenido la mayoría del tiempo.

—¿Sientes eso? —quise saber intrigada.

—Sí… —musitó sin dejar de verme.

—Tus ojos cambiaron de color —señalé tranquila.

—Lo sé, son ámbar, ¿no es cierto? —asentí.

—¿Cómo supiste?

—Porque… deseé probar a qué sabe tu boca —admitió sin rodeos. Mi pulso de nuevo se puso frenético, el rubor se apoderó de mis mejillas y sentí cómo mis labios se ponían ansiosos—. Sin embargo, ahora que comienzo a familiarizarme con la sensación creo que podré ser más precavido y conocer mis límites —murmuró, derramando instantáneamente hielo sobre mí. Quizá debía agradecérselo, pero era frustrante.

—Eso es bueno —logré decir, buscando esconder mi decepción y ganas de que algo semejante ocurriera.

Dobló sin tocar la frazada y, de pronto, como si algo la llevara, viajó hasta su mano, todo en una fracción de segundo. Parpadeé azorada.

—No entiendo para qué necesitan tanto músculo si prácticamente todo lo hacen sin mover un dedo —expresé medio en broma, medio en histeria. Sonrió, esa tarde lo había hecho tanto que olvidé lo que hizo con la cobija.

—Podría elevarte si lo deseo… —murmuró divertido. Retrocedí negando, aunque su jovialidad quitaba lo tétrico de la situación, era un adolescente como yo, y eso era evidente, pero uno muy diferente a mí—. Es broma, Sara, jamás lo haría.

—Sólo si te lo pido alguna vez —completé relajándome.

—Sólo así, anda, vamos.

Me colgué la mochila, despidiéndome de aquel lugar tan majestuoso que siempre recordaría. En él mi vida había cambiado, lo entendía de esa manera, aunque ignorara del todo las implicaciones.

—Regresaremos, te lo prometo. —Me tendió la mano, se la tomé sin dudar. Un segundo después aparecíamos de nuevo en la escuela. Me revisé por instinto para verificar que estaba completa, no había sentido nada y no era algo a lo que podía acostumbrarme, porque ni siquiera lo entendía. Sonrió ante mi gesto.

—Anda, ve tu primero. Te encuentro en el estacionamiento —me pidió. Salí de ahí fijándome que nadie me viera.

La escuela estaba semivacía, como siempre a esa hora.

—¿A dónde te gustaría ir? —Ya estaba de nuevo a mi lado sin la cobija, sólo él y esa bella sonrisa.

El clima ahí era más caluroso. Me quité la chamarra e intenté dársela.

—A Flore no le molestará que la tengas un rato más.

—De todas formas, hace calor, gracias.

—Pero lloverá en una hora —anunció, elevando sus ojos al cielo claro. No quise preguntarle cómo lo sabía, lo sabía y punto, le creía. Sería ridículo tener dudas de esa índole cuando se trataba de él.

—¿Una ensalada, carne? No sé, elige —sugirió mientras andábamos.

—Hamburguesa. —En cuanto lo dije mi estómago brincó extasiado.

—¿Hamburguesa? —preguntó desconcertado.

—Sí, ¿no te gustan? —cuestioné, decepcionada.

—En realidad me da igual, aunque pensé que por tu complexión ese tipo de comidas no eran parte de tu dieta, los humanos se fijan mucho en esas cosas —expresó pasándose una mano por la nuca. Solté la carcajada.

—Creo que te llevarás un chasco, como demasiado, siempre me lo dicen. Sé que no lo parece, pero puedo terminar yo sola con un gran trozo de carne y un postre.

—Eso suena interesante, me agrada.

—Menos mal, porque eso si ni tú lo podrás evitar. —Mi confesión le hizo gracia.

—Eres imposible… y muy hermosa —lo último lo dijo serio. Nos detuvimos, era evidente la tensión entre ambos, entre nuestros cuerpos, la ansiedad en los bordes de mi piel, aquella vitalidad que quería saltar sobre él de una vez.

Acercó lentamente su dedo hasta mi mejilla, mis manos comenzaron a sudar y mi pulso se disparó dramáticamente. Cuando sentí su tacto cerré los ojos, humedeciendo mis labios. Deseaba vivir la experiencia sin limitarme. Era tibio, casi caliente, volví a sentir aquel líquido correr dentro de mí y apoderarse de mi cuerpo de una manera exigente, aunque delicada.

Se alejó en menos de un segundo. Abrí los ojos con lentitud, estaba aún más cerca, aguardaba. Era mi turno y lo sabía.

Comencé a elevar mi mano sin perder su atención. Él contenía la respiración y sus ojos ya eran de color ámbar líquido, que se fusionaba con el verde limón como si estuvieran librando una épica batalla. Cuando por fin llegué al borde de su mandíbula, la recorrí con mis dedos. Era cálida, pero no quemaba. Su piel era lisa y un poco rasposa donde se había rasurado. Sonreí complacida. Dejé que mis yemas viajaran desde su oído hasta su barbilla, apenas rozándolo, despacio, disfrutando de ello. Cuando vi que el ámbar se comenzaba a tornar amarillo, me quité.

—¿Estás bien? —Quiso saber unos segundos después. Le mostré mi mano para que lo comprobara, aunque algo me decía que eso no era una prueba. Asintió sereno, respirando más profundo—. No ha habido, en toda mi existencia, algo tan asombroso como lo que acabas de hacer. Tu tacto sobre mi piel es incomparable con nada que me haya sucedido hasta ahora. Siento demasiado por ti, y sé que apenas es el comienzo —confesó robándome con ello el aliento.

—También siento demasiado, más de lo que debería —murmuré. Nos miramos un momento, absorbiendo nuestras palabras. De pronto, mi estómago traidor volvió a reclamar nuestra atención, fruncí el ceño llevándome la mano hasta mi vientre. Mostré los dientes, riendo—. Creo que si no nos vamos me hará pasar más vergüenzas —le expliqué palmeando la zona.

El resto de la tarde se había comportado casi como cualquier otro chico, con la diferencia que de vez en cuando hablaba sin mover los labios y no me tocaba. Mientras conducía mi auto, examinó mi música, sonrió negando al descubrir que mi reproductor estaba abarrotado de rock.

—¿No es muy ruidoso todo eso? —preguntó desde la penumbra, aún dentro de mi auto, ya estaba estacionada justo frente al portón de su casa. Eran poco más de las siete.

—Me calma —acepté.

—¿Cómo puede calmarte ese ruido? —preguntó arqueando una ceja. Solté la carcajada. Romina me dice lo mismo desde que tengo memoria.

—No sé, pero lo hace. A ti, ¿te gusta la música? —Deseé saber. Se recargó en el asiento, se veía muy grande ahí, dentro de mi auto.

—La que es de verdad —dijo. Entorné los ojos.

—¡Eh! Cada uno sus gustos —me defendí. Rio sin verme, observaba la calle adoquinada, los árboles.

—Indudablemente. Es sólo que con el oído tan sensible hay sonidos que me resultan abrumadores, entonces busco algo más sereno.

—¿Música clásica, instrumental?

—Sí, eso me sirve. Aunque el silencio me agrada más. Leer es algo que me ayuda a calmarme. Escriben cosas realmente interesantes, no los que van más allá del saber, sino del sentir —admitió con tranquilidad. Yo no era la típica chica lectora, debo confesar, prefería algo al aire libre y el ruido, mucho ruido. Lo miré asintiendo.

—Hasta en eso somos muy diferentes —musité con un dejo de frustración. Volteó, serio, atrapando con sus ojos claros los míos, los sujetaba con fuerza.

—Eso es lo fascinante de todo esto. Pero, además, podríamos compartir aficiones, quizá nos guste más de lo que pensamos —propuso señalándonos. Sonreí asintiendo.

—Podría intentarlo.

Un segundo después nos bajamos, en la puerta negra de su casa me detuve, jugando con mis labios. Él la abrió con tan sólo acercar la mano, sin tocar nada.

—Fue un día… interesante, Luca.

—Fue un día asombroso, Luna —Ninguno de los dos nos movimos, pero yo no pude evitar saborear aquel apelativo tan extraño que, de cualquier forma, me encantó, más por la manera en la que salía de su boca, como una promesa, como una brisa de aire fresco en verano.

—¿Nos vemos mañana? —pregunté pateando una piedrita con mi bota. Era tan extraño, sabía que no era humano, que hacía miles de cosas que creí eran imposibles, producto de la fantasía, pero en ese momento lo que me tenía así, tímida, era esa atracción, lo que sentíamos, el hecho de que me gustara tanto.

—¿Permitirías que pasara por ti? —preguntó. Abrí los ojos, torciendo el gesto, recordaba bien las palabras de mi padre.

—Mi papá es algo especial, Luca. No le gustaría ver mi auto estacionado fuera de la casa —admití.

—Entonces te veo aquí, lo guardas y nos vamos en el mío, o en el tuyo… Como prefieras. —Sopesé su propuesta durante unos segundos.

—Aquí, a las siete, en el tuyo. Descansar del volante unos días no me vendrá mal, así examino ahora yo tu música. —En respuesta me mostró esa perfecta y blanca dentadura.

—Bien, hazlo.

Dio un paso hasta quedar a unos centímetros de mí. Con cuidado tomó un mechón de mi cabello y se lo llevó a la nariz, cerrando los ojos. Su rostro me quedaba tan cerca, no tendría que hacer mucho esfuerzo para darle un pequeño beso, sin embargo, decidí disfrutar lo que veía. En cuanto terminó su labor, me miró lánguido.

—Tu olor es único —musitó aún cerca de mí.

—Es vainilla —susurré con la boca seca.

Sí, lo sé, pero hueles a algo más; a ti, supongo. Tu aroma viaja a través de todo mi cuerpo, me encanta.

Cuidadosa y lentamente comencé a acercar una mano hasta su cabello. ¡Al fin! Llevaba días soñando con enredar mi mano en él. Sujeté un mechón negro que rondaba por su sien. Su textura era como la que había imaginado, suave y fuerte al mismo tiempo.

—Desde hace tiempo quería averiguar cómo se sentía… —susurré absorta con lo que tenía en mi mano. Bajé la mirada, complacida, y noté cómo contemplaba mi boca, era como si tuviese frente a él un delicioso caramelo que moría por probar. Lo solté, alejándome—. Muy cerca —logré decir con voz estrangulada. Asintió perdiendo la vista en la oscuridad de la calle, retrocediendo también. Su mandíbula estaba tensa, se concentraba en respirar compasadamente, su postura era rígida.

Es mejor que entre. Parecía agitado.

Asentí alejándome más, nerviosa. Era muy duro no dejar que los instintos comandaran, más para alguien como yo que se regía por ello, y más porque a últimas fechas, esa parte de mí había retornado.

—Sara, me gustas en exceso, aprenderé a controlarlo —su voz se tornó de nuevo cariñosa y tierna.

—Espero que yo también —confesé, abrazándome para no cometer una estupidez.

—Vamos con el momento, nunca lo he hecho; sirvo para anticipar, pero deseo intentarlo, ¿sí? —Ésa era nueva información, no obstante, asentí.

—Nos vemos mañana —acepté al fin, inhalando todo el oxígeno que podía. Ambos deseábamos un beso, un estúpido beso y… no era posible, quizá jamás sucedería y el comprenderlo pesó más que cualquier cosa.

—Me encantas… —susurró junto a mi oído y desapareció. Su aliento cálido quedó suspendido provocándome pequeños temblores por todo el cuerpo. De manera torpe me subí al auto, conduje hasta mi casa sin saber muy bien cómo.

Después de pasar un tiempo con Bea a solas, pues mi padre no estaba, caminé hasta mi recámara y me encerré sin prender la luz. Me cambié atolondrada y me tumbé en la cama, todavía anonadada por lo que había ocurrido en el transcurso del día.

Sabía que debía pensar en mil cosas más, pero lo único que de verdad me importaba era saber que él sentía lo mismo que yo. Eso, aunque absurdo, provocaba que un ejército de hormigas viajara por todo mi cuerpo.

Me metí bajo las colchas cuando apenas iban a dar las nueve. Prendí mi reproductor y me puse a escuchar música pensando en él, recordando su opinión sobre mis gustos. Sentía tanto, en tan poco tiempo, que parecía ridículo, pero también era real e inexplicable.

Lentamente el peso de todo me comenzó a abrumar.

Di mil vueltas en mi cama sin poder conciliar el sueño, otra vez.

¿Qué iba a pasar? Me pregunté de pronto, temerosa.

La seguridad que me daba su cercanía se estaba desvaneciendo y podía sentirlo tanto como el calor de la noche. Había llovido, como vaticinó, y ahora el ambiente sofocaba.

Comenzó la ansiedad, la preocupación; apareció un enorme agujero en medio del estómago producto de la angustia que estaba creciendo a pasos agigantados.

Quizá después de todo no era tan estúpida, tan tonta, quizá sí tenía instinto de supervivencia. No debí dejarme llevar, no debí ser tan inconsciente. Seguía sin saber de dónde provenía, no sabía nada de su vida.

¿En qué diablos estuve pensando durante todo el día? Me pregunté sentada en el tapete junto a mi cama, perdida en el cielo oscuro. Las cortinas permanecían abiertas, así que podía ver perfectamente la claridad de la noche, pero ni eso lograba despejar mi mente que iba de una idea a otra sin cesar, lastimando mi seguridad, mi equilibrio emocional.

Empecé a mecerme sintiendo que mi cordura estaba peligrando. Sentí miedo de él, de mí, de lo que sentíamos, mas no de su verdad.

¡Dios! Quería gritar, romper algo, correr, sacar todo eso que me estaba carcomiendo. Era de noche, no podía salir, no podía buscarlo. Me sentía atrapada. Tomé mi celular, eran las once. Observé el aparato por unos minutos, sin notarlo mis mejillas comenzaron a humedecerse, creo que estaba en medio de un ataque de ansiedad o algo así.

Resuelta, me atreví a buscarlo.

«Luca?». Escribí a su mensajería instantánea. No decía si se había conectado, no tenía foto de perfil, nada. Esperé un segundo, mordiendo el labio con fuerza, limpiándome las lágrimas que salían sin lograr contenerlas. Cuando me leyó, contuve el aire. Estaba en línea.

«¿Luna? ¿Estás bien?».

Sonreí al leerlo. Sorbí el llanto, tecleando.

«Creo que no…».

Admití sin mentir. Sólo a él podía hablarle de mis miedos, así que no me detendría.

«No me digas eso… ¿puedo ir?».

Arrugué la frente, riendo, aunque lagrimeando.

«Mi papá te mata si timbras».

«No necesito el timbre, sólo tu permiso».

Mis mejillas se sonrojaron. Lo sopesé un segundo, él continuaba en línea. Mi corazón rugió y lo que sentía bajo mi piel me exigió que respondiera.

«Sí, ven».

Escribí al fin.

«Sólo no te asustes».

Hipando negué, aunque él no podía verme.

«No, sólo ven».

Recargué la cabeza en el colchón, dejando el celular a un lado, cerré los ojos intentando tranquilizarme. No podía estar así, pese a que era absurdo y completamente fundamentado a la vez, sin embargo, no podía evitar que esa angustia me consumiera.

¿Sara?

Lo escuché ahí, a mi lado. Observé alrededor, buscándolo. No estaba. Un segundo después se materializó justo frente a mí. Traía puestos unos pants oscuros y el cabello húmedo. Contuve el aliento durante unos segundos, contemplándolo. Me miró preocupado.

¿Qué pasa?

Pestañeé, sintiéndome absurda y ridícula, pero más tranquila también. Estaba en cuclillas frente a mí, desconcertado, en realidad preocupado. De nuevo no podía pensar.

—Yo… no sé. Soy una tonta, me abrumé. Lo lamento —logré decir en susurros, con miedo a que me escucharan, con voz quebrada. Extendió su brazo y lo pasó rápidamente por mi mejilla.

Lloras.

Musitó acongojado. Asentí cerrando los ojos y escondiendo, vencida, mi rostro entre las piernas, sollozando un poco. No podía ocultarlo, tampoco quería, todo lo ocurrido era demasiado pese a que pretendiese negarlo, aunque estuviera dispuesta a asumirlo, a vivirlo.

Lo escuché suspirar.

Luna, mírame.

Lo hice, tenía lágrimas.

Sea lo que sea, puedes decírmelo. Esto es asunto de ambos, no dudes en hablar conmigo.

—Estoy bien, es sólo que fueron demasiadas cosas. No podía dormir y apareció esta ansiedad, la angustia.

¿Y estás asustada?

Asentí, ya más tranquila. Se sentó frente a mí evaluándome con tristeza.

—Ya lo pensaste mejor —dedujo, hablaba igual de bajito que yo. Papá veía el televisor, ya había inspeccionado que estuviese dormida, cosa que fingí, y Bea seguro ya estaba en el quinto sueño, como solía.

—Luca, sé que es absurdo, pero tengo miedo, y no de lo que debería, sino de mí. —Frunció el ceño confuso—. Lo que siento me asusta. No es normal, porque me atropella, es una urgencia que me absorbe. Tengo miedo de… —me detuve avergonzada.

¿De qué?

—De olvidarme de todo y lanzarme sobre ti. Dios, Luca, te deseo y duele —confesé al fin, cerrando las manos.

No habló por varios segundos, no me atreví a mirarlo. Se acomodó a mi lado, con las piernas flexionadas, respirando pausado.

Puedo entenderte, porque siento lo mismo; tampoco lo comprendo, me abruma y me somete, es como si a mi esencia le atrajeras tanto que mi cuerpo también te desea de esa manera, mis sentidos están en un punto en el que no los reconozco. Tienes razón, ésas son suficientes razones para sentirse de esa manera.

—Lamento hacerte venir, a lo mejor estabas en medio de algo. —Tomó mi barbilla con un dedo, dejé de oxigenar, hizo que lo mirara quitando su mano enseguida.

Nada es más importante que tú, ya no, y tenerte cerca también me tranquiliza.

Confesó con dulzura. Asentí perdida en sus grandes ojos, adornados de esa forma tan espectacular.

—¿Sabes por qué no te pregunté más sobre ti? Sobre lo que eres.

Negó cariñoso.

—Porque el saberlo no cambiará ni lo que siento ni esta situación, y eso me hará sentir aún peor —admití arrugando la nariz. Ya no lloraba.

¿Estás arrepentida?

—No, y eso es precisamente lo que me atormenta. Soy una inconsciente, ¿verdad? —pregunté acongojada. Sonrió, negando, pasándose una mano por el cabello negro, brillante y ya menos húmedo.

Entonces somos dos, Luna…

Recargué la nuca en el colchón, mirando la noche, pensativa. Su presencia había logrado el efecto de un poderoso calmante. No tenía idea de cómo lo conseguía, pero me agradaba mucho, debo admitir.

—¿Por qué «Luna»? —pregunté ya con la mente más despejada. Dejó salir el aire, sabía que me miraba, lo encaré, sonriendo apenas, deteniéndome en cada uno de los rasgos de su rostro.

Porque la luna es un monumento a una enorme colisión que transformó la primera versión del planeta Tierra en esta segunda y diferente, que es en la que hoy vives. Eso es lo que me pasó a mí cuando apareciste. Porque para lo que yo soy, ella es lo opuesto. El sol y ella nunca aparecen juntos, salvo en una situación completamente anormal. Porque increíblemente sin ella, sin ese satélite que gira alrededor de tu planeta, ustedes y tu mundo serían un caos, y porque hasta que te vi, no me había dado cuenta de que vivía en la oscuridad, Sara. Refrescaste mi existencia tal como ella lo hace cada noche con tu planeta.

Mi corazón se detuvo, dejé de respirar tanto que incluso mi cabeza se quejó. Sus palabras me envolvieron de una forma tal que no necesitaba una declaración de amor, con eso bastaba y sobraba.

Su analogía era asombrosa, sin embargo, dolió comprender lo que en realidad encerraba; no debíamos estar juntos, no había manera de que eso fuera posible. La luna, a pesar de reflejar la luz del sol, jamás lo vería cara a cara, porque siempre que salía uno, el otro se escondía.

Sentí un nudo en la garganta que me esforcé por tragar.

Durante varios minutos no nos dijimos nada, las palabras sobraban, sin embargo, nuestras miradas no se apartaron.

Casi es medianoche, debes dormir. Señaló con voz arrulladora.

Negué decidida. Sabía que en cuanto se fuera todo se me vendría encima, lo cierto es que no podía tenerlo ahí hasta que amaneciera.

¿Quieres hacer algo? Propuso más ligero. Arrugué la frente.

—¿Algo?

—Toma una prenda que te cubra bien, ponte unos tenis. Anda —me apremió.

—Pero acabas de decir que es medianoche —dije. Sonrió.

—Es perfecto. Sólo será un rato, y tu padre ya duerme. —Se puso de pie, ladeando el rostro. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que estaba en piyama, pero a él no parecía importarle.

—Mira cómo estoy. —Le hice ver al levantarme. Me evaluó, serio, pero deteniéndose en mis piernas más de la cuenta. Reí.

—Estás perfecta. Sólo ponte algo encima, grueso, que te cubra bien —musitó, alejándose. Sin hacer ruido le hice caso, busqué con cuidado en mi armario. Al estar hurgando, algo llamó mi atención. Me detuve en seco, me agaché y dejé salir un suspiro, no había reparado en ellos durante años. Los tomé con cuidado, seguro ya no me quedaban. Sentí a Luca muy cerca, pero no volteé.

¿Son tuyos? Preguntó interesado. Volví a dejar los patines ahí, suspirando, había tantos recuerdos en esas ruedas.

—Sí —y me levanté para continuar con mi labor.

Encontré un abrigo y, por las dudas, me puse un pantalón grueso. Cuando estuve lista, me revisó, cerró bien el cierre, acomodó un gorro sobre mi cabeza que no tenía idea de dónde sacó y me miró complacido.

¿Lista?

Pasé saliva, asintiendo. Apenas si tomó mis dedos, apreté los ojos. No registré nada raro, salvo el aire frío golpeando mi cuerpo. Jadeé apartándome.

Era una montaña, o algo similar, porque escuchaba al mar rugir a lo lejos, giré aturdida, pestañeando sin parar. Un acantilado, comprendí. Amanecía, o pronto lo haría, porque el cielo estaba teñido de ese color que lo vaticina. Mis ojos lagrimearon por el viento. No podía creerlo. Me llevé las manos a la boca, con un poco de vértigo.

—Es Irlanda, el Moher —habló a mi lado, contemplando el cielo. Mi corazón se detuvo. Hacía frío, mucho, y aire, pero yo solo podía pensar en que estaba a kilómetros de casa, con él, del otro lado del mundo, en menos de un segundo—. Quería que vieras este amanecer, es algo de lo que deben estar orgullosos. Podría contemplarlo mil veces y no me cansaría —admitió, acercándose más.

—No puedo creer que esté aquí —logré decir, abrazándome. Sonrió, estaba casi tras de mí, como cubriéndome. Se lo agradecí, el aire se sentía durísimo. Sin embargo, no tuve remedio y me perdí en lo que tenía frente a mí. El mar, el sol deseando dejar su guarida, el ruido del viento, la extensión interminable de acantilado, lo alto.

Somos ese momento, justo ahora… cuando la luna se va y el sol aparece, son segundos, quizá menos y, aun así, son perfectos. Luego él estará solo y ella irá a otro lugar, alumbrará otra noche.

Aunque murmuró, entendí muy bien lo que quería decir y, pese a lo bello que podía escucharse, era consciente del dolor que me causaba aceptarlo.

Perdida en la avalancha de sensaciones, recargué mi espalda un poco sobre su pecho. No llevaba más abrigo que esa camiseta ligera, aquel pantaloncillo de algodón y ese calzado deportivo. No me rodeó, pero permaneció ahí. Quizá el clima ayudaba.

—Es hermoso, Luca —dije serena. Había algo, no sé si era el estar ahí, el sentirlo tan cerca, el conocerlo de esta manera, el saberme ajena a todo, que fuera tan irreal, pero logró hacerme sentir parte de aquello, del paisaje, de los olores, del viento, del frío y del mar.

—Comprenderemos todo esto, lo prometo, Luna —asentí, creyéndole. Por ahora era todo lo que podíamos hacer. Sólo quedaba preguntarle poco a poco hasta que todo en mi mente lograra acomodarse, hasta que encontrara un lugar que no me hiciera sentir como una loca. Pero había tiempo, o eso parecía.

—Confío en ti —acepté al final.

Vimos cómo poco a poco el sol fue derramando su incandescente luz dorada sobre aquel asombroso lugar, sin prisa; estaba tan lejano de mi hogar. Fueron minutos, pero para mí se sintió como una eternidad, como mi vida. Él tan cerca, juntos, enfrentando aquello que no entendíamos, que no conocíamos, sin embargo, sabía que a su lado estaba mi sitio.

Cuando llegamos a casa, mis labios temblaban. Los de él también.

—¿Por qué no te cubriste? —pregunté, frotándome. Sonrió; sin tocarme acercó sus manos a mi rostro. Se sintió una onda cálida, deliciosa. Cerré mis ojos. Abrió con cuidado mi abrigo, bajo mi mirada, me lo quité e hizo lo mismo, con tranquilidad recorrió mi cuerpo, por encima, irradiando esa sensación que me fue entibiando, deshaciéndose de los temblores.

Si lo hubiera hecho, no habría podido permitir que te recargaras en mí como lo hiciste; no hubiera podido acercarme tanto.

—¿Por el frío? —adiviné. Asintió—. ¿No debes guardar tu calor? —indagué, ya calientita, y con él a un par de pasos.

Estoy bien, sólo deseaba hacerlo. Ahora deberías meterte a la cama, aquí me quedaré hasta que te duermas.

Arrastrando los pies debido al cansancio generado por tantas emociones en un solo día, asentí. Me acosté soltando un suspiro, él me cobijó con ternura. Se sentó a mi lado y comenzó a acariciarme el cabello, sin tocar mi piel. Los párpados comenzaron a pesarme cada vez más.

Descansa, Luna, todo estará bien. Prometió con voz dulce.

Quizá eso era imposible, pero ya no podía pensar en nada más.

Ir a la siguiente página

Report Page