Los mejores relatos policiacos 1

Los mejores relatos policiacos 1


Y a la tercera, prepárate… (H. L. Gold)

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Y A LA TERCERA, PREPÁRATE…

H. L. Gold

Uno de los editores más famosos en la historia de la ciencia ficción, y un hombre cuya gerencia de la revista Galaxy cambió el aspecto de ese género, fue Horace L. Gold. Su buen hacer se difundió también en las revistas populares y trabajó en diferentes campos. Sus mejores relatos de ciencia ficción pueden encontrarse en The Old Die Rich and Other Stories (1955).

Los relatos que adquiría como editor estaban protagonizados con frecuencia por personajes con poderes especiales, los cuales actuaban en mundos propios que podrían ser reales o no. «Y a la tercera, prepárate…» es uno de los mejores relatos de esa clase, y demuestra que un editor puede exigir una alta calidad a sus escritores.

Generalmente, la gente ingresa en el pabellón psiquiátrico por mediación de sus familiares o de los tribunales de justicia, pero aquel tipo llegó solo y dijo que quería que lo encerraran porque era mortalmente peligroso. La señorita Nelson, la fiera que se sienta ante el mostrador de recepción, llamó al doctor Schatz, y éste me llevó con él por si acaso. Soy un enfermero del pabellón psiquiátrico, lo cual significa que soy robusto y sé el judo suficiente para hacer a esos sujetos unas llaves que no les perjudiquen pero que les impida hacerse daño o hacérselo a los demás.

Estaba allí sentado, encorvado, como si temiera hacer un movimiento que pudiera matar a alguien que estuviera cerca de él, y con un aspecto tan peligroso como el de un clavel marchito. Tampoco era mucho más corpulento que una de esas flores. Mediría poco más de metro sesenta y no debía pesar más de cincuenta y cinco kilos, hombros estrechos, manos delgadas, pies pequeños y la clase de rostro delicado que ningún tipo elegiría si pudiera hacerlo, pero con un cutis que cambiarías con gusto por el tuyo si tuvieras una barba como la mía, que necesita un afeitado todos los días.

—¿Tiene el historial de este caballero, señorita Nelson? —preguntó el doctor Schatz antes de hablar con el paciente.

Los labios prietos de la mujer se tensaron todavía más.

—Me temo que no, doctor. Él…, dice que si me diera los datos sería como cometer un suicidio.

El hombrecillo asintió con expresión compungida.

—Pero debemos saber por lo menos su apellido… —empezó a decir el doctor Schatz.

El paciente se deslizó hacia el extremo del banco y permaneció allí acurrucado, temblando.

—¡Pero eso es exactamente lo que no puedo darle! ¡Y no sólo mi nombre…, sino el de nadie!

Hay una cosa cierta en los psiquiatras: pueden sentirse sorprendidos, pero jamás lo demuestran. Diles que no puedes comer sopa con nada excepto con un batidor de huevos y hasta lograrán dar la impresión de que también ellos hacen eso. Supongo que es algo que uno aprende. También yo estoy progresando bastante en ese sentido, pero no tanto como para permanecer impasible ante algo tan nuevo como aquella chifladura. No pude evitar un fruncimiento de ceño.

En cambio, el doctor Schatz asintió, obsequió al hombrecillo con una sonrisa y le sugirió que le acompañara al consultorio de higiene mental, donde no habría tanta gente a su alrededor. El paciente no opuso ninguna resistencia. Fueron al consultorio de Schatz y yo pasé a la habitación contigua, con una puerta muy delgada a través de la que podía oír y que abriría rápidamente si ocurría algo. Es sorprendente que casi nunca sucede nada, pero es mejor no correr riesgos.

—Ahora dígame qué problema tiene —le oí decir serenamente al doctor Schatz—. ¿O tampoco eso es posible?

—Sí, eso se lo puedo decir —replicó el hombrecillo—. No puedo pronunciar mi…, mi nombre, ni el suyo, si lo supiera, ni el de nadie.

—¿Por qué?

El paciente permaneció un minuto en silencio. Podía oír su respiración pesada y sabía que estaba haciendo un esfuerzo para hablar.

—Cuando digo tres veces el nombre de alguien —susurró—, esa persona muere.

—Ya veo. —No se puede desconcertar tan fácilmente al doctor Schatz—. ¿Sólo ocurre con personas?

El hombrecillo acercó más su silla: pude oír el sonido del roce en el suelo de cemento.

—Mire estoy aquí porque esto me está volviendo loco, doctor. Usted piensa que ya lo estoy, así que he de convencerle de lo contrario. Debo darle una prueba de que tengo razón.

El doctor esperó. Siempre lo hacen en esas ocasiones; parece que así obligan a los pacientes a decir cosas que quizá preferían ocultar.

—El primero fue Willard Greenwood —dijo el paciente en voz baja y tensa—. Sin duda le recuerda usted… Subsecretario en Washington. Un hombre saludable, ¿eh? Tenía una buena carrera por delante. Veo su nombre en los periódicos. Willard Greenwood. Tiene un…, es un nombre que suena bien. Lo pronuncio, lo digo tres veces en voz alta mientras miro su fotografía. ¿Y qué sucede?

—Greenwood se suicidó la semana pasada —dijo el doctor Schatz—. Es evidente que tuvo dificultades psicológicas durante un cierto tiempo.

—Sí, no pensé mucho en ello. Era sólo una coincidencia. Pero entonces vi un programa informativo en televisión sobre ese submarino que botaron hace unos días, El Percebe. Dije el nombre tres veces en voz alta, como podría haber hecho cualquiera. Usted mismo lo ha hecho a veces, ¿no es cierto? ¿No lo ha hecho?

—Claro que sí. A veces hay nombres que fascinan.

—Desde luego. Bueno, pues El Percebe choca contra algo y se hunde. Entonces empecé a sospechar lo que ocurría y, digamos como un experimento, elegí otro nombre de los que salen en los periódicos. Pensé que no debería ser el de algún desequilibrado mental, como se reveló que era Greenwood, o viejo y enfermo, o el de un submarino del que podría esperarse que corriera algún peligro. Tenía que ser alguien joven y sano. Elegí el nombre de entre las noticias escolares. Una muchacha llamada Clara Newland, que estaba a punto de graduarse en el instituto Emanuel. Tenía diecisiete años.

—¿Y murió?

El hombrecillo emitió una especie de sollozo.

—Accidente de automóvil. Ella fue la única ocupante que murió. Todos los demás sólo resultaron heridos. Fue el domingo pasado.

—Mire, todo eso deben de ser coincidencias —dijo el doctor Schatz muy amablemente—. Es posible que dijera usted otros nombres en voz alta y que no ocurriera nada, pero recuerda ésos porque sí que pasó algo.

El sujeto echó la silla hacia atrás; pude oír el ruido que hizo al deslizarse. Probablemente se levantó y se inclinó sobre la mesa; hacen eso cuando están muy excitados. Puse la mano en el pomo de la puerta y me preparé.

—En cuanto supe lo que sucedía, dejé de repetir un mismo nombre tres veces. Ni siquiera me atrevía a decirlos una sola vez, porque eso podría impulsarme a decirlos otra y otra más…, y ya sabe usted cuál sería el resultado. Pero entonces, anoche…

—¿Qué pasó? —le incitó el doctor cuando se detuvo.

—Atracaron un bar. Los clientes ya se habían ido y el camarero se disponía a cerrar. Eran dos tipos. Hubo un forcejeo y mataron al camarero. Llegó la policía y cogieron a uno de los atracadores; el otro logró escapar. El tipo al que alcanzaron era…

Entreabrí la puerta y miré. El hombre le mostraba a Schatz un recorte de periódico, señalando el lugar con un dedo tembloroso.

—Paul Michaels —dijo el doctor.

—¡No lo diga! —gritó el individuo.

Me dispuse a intervenir, pero el doctor Schatz me hizo un gesto de advertencia, que al otro le pasó desapercibido, indicándome que no me necesitaba.

—¡No quiero decirlo! ¡Si lo hago, lo diré tres veces y ese hombre morirá!

—Creo que lo entiendo —dijo Schatz—. Teme usted mencionar nombres tres veces a causa del resultado y… Bien, ¿qué quiere usted que hagamos?

—Que me tengan aquí y me impidan repetir un nombre tres veces. ¡Salven de mí a Dios sabe cuánta gente! ¡Porque soy mortífero!

Schatz le dijo que haríamos cuanto pudiéramos, y dispuso que el individuo quedara internado para observación. No fue fácil porque seguía resistiéndose a dar su nombre, y el doctor Merriman, jefe del departamento psiquiátrico, casi tuvo otro ataque al corazón mientras discutía con él.

Después de que dieran al hombrecillo su pijama y demás cosas y le asignaran una cama, el doctor Schatz y yo nos reunimos.

—Desde luego debe de ser horrible creer que la gente se muere cuando repites su nombre tres veces —observé—. Eso puede volver loco a cualquiera.

—Es un vestigio de la infancia —dijo él.

Me explicó cómo los niños creen de un modo inconsciente que sus deseos pueden hacer cualquier cosa.

Yo recordaba algo de eso por mi propia infancia, mi padre era terrible con la correa y muchas veces deseé su muerte… Entonces me asustaba pensando que pudiera morirse por mi culpa. Pero superé esa fase como, según Schatz, hace la mayoría de la gente. Claro que algunos no lo superan, como nuestro amiguito sin nombre, y a menudo acaban majaretas.

—Es curioso —le dije—. Ese Paul Michaels, el atracador herido, está en este mismo hospital, en cuidados intensivos.

—Es un hospital municipal —respondió, encendiendo un cigarrillo con gesto fatigado—. Aquí recibimos toda la morralla que no quieren en las clínicas privadas. Por eso tenemos también a ese paciente.

—¿Alguna instrucción especial?

—Creo que no. Estos casos no suelen desembocar en el suicidio o el homicidio, a menos que los sentimientos de culpabilidad se descontrolen. Manténgale calmado, eso es todo, y si lo requiere, aplíquele sedación.

Ya tenía demasiadas cosas que hacer en el pabellón de higiene mental para preocuparme además de aquel tipejo, pero la verdad es que no dio muchos problemas, es decir, hasta una o dos horas después de la cena. Yo tenía que arreglar unas cuantas camas y llevar a un cliente difícil a la sala de hidroterapia, por lo que no presté mucha atención al sujeto y a sus inquietos ojos.

Fue él quien se me acercó, inquieto como el azogue, y me cogió del brazo con ambas manos.

—No puedo dejar de pensar en eso… En ese nombre —balbuceó—. Siento impulsos de decirlo. ¡Haga algo! ¡No permita que lo diga!

—¿Quién? —le pregunté, momentáneamente desorientado, y entonces recordé—. Se refiere a ese chorizo, Paul Michaels…

Él palideció, dio un salto e intentó taparme la boca, pero ya lo había dicho. Traté de calmarle y al final la enfermera le dio un poco de fenobarbital, mientras yo le explicaba que se me había escapado el nombre y que lo sentía. En fin, procuré tranquilizarle como pude.

El hombre me dijo con voz temblorosa:

—Ahora voy a decirlo. Sé que no podré evitarlo.

Se dirigió a la ventana arrastrando los pies y permaneció allí, cogiéndose la cabeza y dando la impresión de que estaba mareado.

Me acosté hacia medianoche, intrigado todavía por el pobre hombre convencido de que podía matar a la gente con tanta facilidad. La mañana siguiente la tenía libre, pero no me ausenté. Había policías por todo el hospital, y el doctor Schatz parecía verdaderamente preocupado.

—No sé cómo va a tomar esto nuestro nuevo paciente —me dijo, meneando la cabeza—. Ese Paul Michaels que teníamos aquí…

—¿Teníamos? —repetí—. ¿Qué quiere decir? ¿Lo han transferido a la prisión o algo por el estilo?

—Ha muerto.

Me quedé boquiabierto unos instantes.

—¡Diantres! —refunfuñé, molesto conmigo mismo—. Por un momento casi he creído que ese tipo lo ha hecho. Michaels estaba malherido. Diablos, figuraba en la lista de pacientes en estado crítico.

—Es cierto. No habría nada notable si hubiera muerto a causa de la herida de bala, pero le degollaron.

—¿Y el hombrecillo?

—Está atiborrado de nembutal. Decía a gritos que había dicho el nombre de Michaels tres veces, que ese tipo iba a morir y que él sería responsable.

—Todavía no se lo han dicho.

—Claro que no. Es lo único que falta para dejarle completamente turulato.

Todo estaba patas arriba, desde el tejado al sótano, así que tuve que renunciar a la mañana libre. Todos los pacientes, excepto el hombrecillo, que estaba aislado, descubrieron de algún modo lo que le había ocurrido a Michaels… Es imposible evitar que esas cosas se difundan, y tuve que dedicar mucho tiempo a tranquilizarles. Pero entretanto me enteré de cómo iba evolucionando el caso.

Había un viejo policía, Slattery, al que tenemos generalmente para casos como el de Michaels, sentado en el exterior del pabellón de vigilancia intensiva. Alguien más participó con Michaels en el atraco y logró huir mientras echaban el guante a su compañero, y la policía no quiere correr el riesgo de que el cómplice o alguien del hampa intente despachar al paciente cuando está postrado e impotente. Siempre asignan un guardia.

Pues bien, Slattery es un buen tipo, pero quizás ya no vigila tanto como debiera, y anoche alguien se deslizó por delante de él, le cortó el cuello a Michaels, probablemente con una hoja de afeitar, y salió sin que Slattery se diera cuenta. Todos los demás pacientes estaban bajo sedación o dormían, por lo que no podían dar ninguna información. Pero Slattery juró que nadie, excepto las enfermeras que estaban de guardia en el pabellón o en la planta, había pasado junto a él. Aseguró que no se había dormido ni una sola vez durante toda la noche, y lo curioso es que las enfermeras dijeron lo mismo. O quizá no sea tan curioso: el viejo policía les caía bien y quizá mintieron un poco para sacarle de un aprieto.

Claro que eso puso a las chicas en un aprieto peor. Si decían la verdad, que Slattery había estado despierto toda la noche, entonces una de ellas debía haberlo hecho, puesto que el policía había dicho que sólo las enfermeras entraron y salieron del pabellón. El capitán Warren, encargado de homicidios, se agarró en seguida a ese clavo e hizo que las chicas se alinearan delante del policía.

—Bien, Slattery —dijo Warren—. Una de estas enfermeras tiene que haber sido la asesina. ¿Reconoce a la que entró ahí, aunque no tuviera nada que hacer en el pabellón? ¿O alguna de ellas actuó de un modo sospechoso? ¿Cuál es?

Slattery parecía mortificado mientras pasaba ante la hilera y miraba los rostros de las chicas. Meneó la cabeza, imaginando, supongo, que ahora tenía un problema realmente grave.

—Había muy poca claridad en el pabellón —musitó—. Por la noche sólo hay una pequeña luz de emergencia encendida…, suficiente para que las chicas puedan moverse sin tropezar, pero no lo bastante intensa para impedir el sueño a los pacientes. Ni siquiera puedo estar seguro de qué enfermeras entraron y salieron.

—¿Nada sospechoso? —preguntó Slattery.

—Puede registrarme. Ellas son enfermeras y mi trabajo consiste en impedir que entre nadie más que ellas. Teniendo en cuenta que las únicas personas que entraron eran enfermeras, unido a la escasa luz que hay ahí, alguna de ellas podría haber entrado con un rifle militar bajo el uniforme y yo no me habría enterado.

El capitán Warren interrogó a las chicas, no llegó a ninguna parte e hizo que las investigaran para ver si alguna de ellas conocía lo suficiente a Michaels como para querer eliminarle.

Todo eso me lo dijo Sally Norton, una de las chicas del pabellón de higiene mental, cuando regresó del severo interrogatorio para iniciar su turno. Fue a su armario para cambiarse y echó a correr, chillando, hasta dar con el doctor Schatz. Sostenía el uniforme ante ella, como un escudo, y lo agitaba enfurecida.

—¡Mire esto, doctor! ¡Ayer lo traje limpio de la lavandería, aún no me lo había puesto, y mire cómo está!

—Si tiene alguna queja de la lavandería, dígaselo a ellos —replicó el médico, enojado—. Ya tengo bastantes problemas para calmar a mis pacientes con todo este jaleo por lo de Michaels.

—Pero de eso se trata precisamente. No me sorprendería que tuviera algo que ver con Michaels.

Y le mostró la manga del uniforme; tenía manchas rojas cerca de uno de los puños.

Schatz llamó al capitán Warren y al doctor Merriman, jefe del departamento psiquiátrico del hospital. Merriman parecía más enfermo de lo habitual y mantenía la mano debajo de la chaqueta, sobre el corazón. Toda aquella excitación no le hacía más bien del que les hacía a los pacientes.

Como es natural, Warren estaba interesado. Dado que estábamos en un hospital, resultó muy fácil hacer un análisis y determinar que las manchas eran de sangre, humana y del grupo B…, que era precisamente el grupo sanguíneo de Michaels. No era el único en el hospital que tenía ese grupo, desde luego, pero no es tan frecuente como para que el capitán Warren lo pasara por alto.

El capitán empezó a hacerle pasar a Sally un mal rato, pero el doctor Merriman intervino y le habló del hombrecillo y de su manía de que decir un nombre tres veces tema fatales consecuencias.

—Pero ¿qué clase de idiotez es ésta? —replicó Warren—. Estoy buscando pruebas, no un absurdo cuento de hadas inventado por un chiflado.

—Exactamente —se apresuró a decir el doctor Schatz; había intentado atajar a Merriman, pero no se atrevió a interrumpirle—. Es una ilusión bastante típica sin más base que la que tienen las brujas o los duendes. No puedo aceptar que se interrogue a un paciente trastornado por una cosa así.

—No tiene usted que molestarse —dijo Warren—. Tengo cosas más importantes que…

—La cuestión es —siguió diciendo el doctor Merriman— que ese hombre dijo que temía mencionar concretamente, fíjese, el nombre de Paul Michaels. De hecho, ese es el motivo por el que quería que le internáramos aquí.

Warren pareció desconcertado.

—¿Quiere usted decir que pronunció tres veces el nombre de Michaels y ese hombre murió?

—Desde luego que no —dijo rígidamente Merriman—. Es una notable coincidencia que bien merece investigación, eso es todo. O quizá mi idea del trabajo policial difiere de la suya.

No sé cómo se las ingenió Schatz, pero le hizo saber al capitán Warren que el doctor Merriman estaba envejeciendo y había que seguirle la corriente. Así pues, fui con ellos hasta la cama del hombrecillo, que en aquel momento despertaba de los efectos del sedante. Aún estaba bastante atontado, pero nos vio llegar y metió la mano izquierda bajo la manta.

Eso es todo lo que hay que hacer para despertar las sospechas de un policía: un movimiento repentino, como salir corriendo de un banco a mediodía o esconder una mano bajo la manta. Warren la sacó de allí, mientras el hombrecillo se resistía y trataba de esconder el dedo meñique en la palma. El policía extendió el dedo: había una mancha roja bajo la uña.

—¿Sangre? —pregunté, confuso.

Entonces tuve trabajo, porque el individuo intentaba zafarse mientras el capitán Warren raspaba la mancha.

Según el análisis del laboratorio, no era sangre sino rojo de labios.

—¿Ve usted? —dijo Schatz, satisfecho—. Ha trastornado a mi paciente, ¿y para qué?

—Sí, lo he trastornado —dijo Warren entre dientes—, y voy a hacerlo todavía más.

Me obligó a sujetar al hombrecillo —yo no quise hacerlo hasta que el doctor Merriman descartó las objeciones de Schatz y me ordenó que lo hiciera— mientras dos policías le vestían con el uniforme manchado de Sally Norton y le pintaban los labios.

La verdad es que con su figura liviana y la toca de enfermera no estaba mal del todo, incluso mejor que Sally.

—Muy bien —dijo Schatz—, pudo haber pasado por delante de Slattery bajo aquella luz tan tenue, lo admito. Pero, ¿qué le hace pensar que hizo eso? ¿Y por qué lo habría hecho?

—El rojo de labios en el meñique —dijo Warren—. Si usted quiere hacer un buen trabajo, no se limita a aplicarse el color, sino que le da forma con el dedo meñique. ¿Por qué? Eso depende. Si el tipo es un psicópata, podría haberse cargado a Michaels porque sí. Pero supongamos que es el tipo que estuvo con Michaels en el atraco… Michaels era el único que podría haberle identificado, pero estaba en coma. Así que este personaje tenía que entrar en el hospital de alguna manera y degollar a Michaels para impedir que hablara. Puede ser cualquiera de las dos cosas.

El doctor Merriman asintió.

—Esa era también mi opinión, capitán.

—¡Usted miente! ¡Usted miente! —gritó el hombrecillo—. ¡Dije su nombre tres veces y murió! ¡Siempre mueren! ¡Es la maldición que he de soportar!

—Ya veremos —dijo el doctor Merriman—. Diga mi nombre tres veces.

El hombrecillo retrocedió.

—No…, no puedo. Ya tengo suficientes muertes en mi conciencia.

—¡Ya me ha oído! —gritó el doctor Merriman, y su rostro enrojeció de un modo peligroso—. ¡Diga mi nombre tres veces!

El hombrecillo dirigió una mirada de súplica al doctor Schatz y éste le dijo en tono consolador:

—Hágalo. Sé que usted está convencido de que ocurre así, pero es completamente contrario a la lógica. Los deseos no pueden matar, y esto se lo demostrará.

El tipo dijo tres veces el nombre de Merriman, pálido y tembloroso, parecía como si estuviera a punto de vomitar a causa del terror.

Warren apostó a Slattery y a otro guardia en el pabellón psiquiátrico, y empezó a investigar las huellas dactilares del hombrecillo.

Al día siguiente, cuando llegué al trabajo, el pabellón era una tumba. Sally Norton lloraba, el doctor Schatz tenía una expresión acongojada y el hombrecillo iba de un lado a otro de la habitación, gritando desaforadamente que no debían haberle obligado a hacerlo.

—¿Hacer qué? —quise saber.

—El doctor Merriman murió anoche —me dijo Schatz.

Miré al hombrecillo horrorizado.

—¿Ha sido él?

—No, no, claro que no —dijo Schatz, pero con la voz apagada, no del modo impaciente con que me lo habría dicho el día anterior—. El doctor Merriman tenía una lesión cardiaca y podía fallecer en cualquier momento. Incluso es posible que tuviera un profundo deseo inconsciente de librarse del dolor y el temor, y la ilusión de este paciente pudo haber dado a Merriman una escapatoria psicológica. Es el principio que hay detrás del culto vudú. El hechicero se limita a proporcionar la sugestión y la víctima se suicida.

Pasamos un rato bastante malo, hasta que apareció el capitán Warren, sonriente. Su expresión se agrió al enterarse de que el doctor Merriman había muerto, pero rechazó la idea de que el hombrecillo hubiera sido el causante.

De hecho, ordenó a los policías que le cogieran y le dijo:

—Arnold Roach, le arresto por complicidad en el asesinato…

Y el resto de la acusación.

El hombrecillo, cuyo nombre resultó ser el que Warren había dicho, había tenido la desgracia de dejar algunas huellas dactilares por ahí. Le habían cazado, desde luego, pero él se aferró a su historia y contrató a un buen psiquiatra, el cual consiguió que el tribunal dictaminara su trastorno mental. Así que volvimos a tenerle con nosotros en el pabellón psiquiátrico. Y si crees que ha dejado su manía y no le importa ya mencionar nombres, una o tres veces, es que estás más chiflado que él. Grita como un condenado cada vez que alguien menciona cualquier nombre. Es un esfuerzo tremendo recordar que no debe llamarse a los pacientes por su nombre cuando él está presente.

—Bueno, ¿qué le parece? —le pregunté al doctor Schatz—. ¿Ese tipo es un psicópata o ha tenido suerte con su alegato?

El doctor Schatz se pasó la mano por la boca y habló a través de los dedos.

—Creo que está loco. Nunca se puede tener una prueba, claro, pero su comportamiento lo confirma. Definitivamente, es un psicópata.

—¿Y qué me dice de ese cuento de los nombres repetidos tres veces? De acuerdo, quizá tramó todo eso antes de aparecer por aquí… Al fin y al cabo, ya estaban muertos y nadie podría asegurar que había dicho o no sus nombres tres veces antes de que murieran. Y Michaels…, el hombrecillo le ayudó a irse al otro barrio cortándole el cuello con una hoja de afeitar. Pero, ¿y el doctor Merriman?

—Ya se lo he dicho —dijo Schatz en tono fatigado—. Lesión cardiaca e hipotético deseo de muerte desencadenado por sugestión.

Metí la fregona en el cubo y empecé a escurrirla, tras un rápido fregado del suelo. No estaba convencido y lo mostraba.

—Eso es una suposición —repliqué—. ¿Y si el hombrecillo tuviera razón y la gente muriese realmente cuando dice sus nombres tres veces?

—¿Por qué no lo prueba usted mismo?

Casi derribé el cubo.

—¿Yo? Usted es el psiquiatra. ¿Por qué no lo prueba usted?

—Porque sé que es un engaño puramente infantil. No necesito ninguna prueba.

—Eso no es una actitud científica, doctor —comenté, apoyándome en el mango de la fregona.

—¡Al diablo con ello! —gruñó enojado—. Si tanto le preocupa, yo lo haré.

Pero siempre parece tener algo urgente que hacer cada vez que se lo recuerdo.

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