Los mejores relatos policiacos 1

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Las tres tumbas (Edward D. Hoch)

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LAS TRES TUMBAS

Edward D. Hoch

Edward D. Hoch, actualmente uno de los autores más prolíficos y populares de relatos breves dentro del género policiaco, probablemente ha inventado más personajes de detectives de serie que ningún otro escritor, de hoy o del pasado. Más de trece han aparecido en tres novelas, cuatro series y centenares de relatos cortos publicados en Ellery Queen’s Mystery Magazine y otras importantes revistas especializadas en el género. Sin embargo, «Las tres tumbas», relato que no pertenece a una serie, es uno de los mejores que ha escrito hasta la fecha, la narración protagonizada por un periodista que está de vacaciones y una extraña joven, cuyas vidas se cruzan en un somnoliento villorrio.

Tras desviarse de la carretera principal, se encontró con un paisaje desconocido. Habían entrado allí de improviso, inesperadamente, y le maravilló que un lugar como aquel pudiera estar escondido a unos dos kilómetros de la carretera. Redujo la velocidad de su pequeño vehículo, tanto por el magnífico panorama que se desplegaba ante él, como por el súbito ruido metálico que producía el motor.

El camino se había ido difuminando hasta convertirse en una extensión polvorienta, y en cuanto el coche tocó la superficie desacostumbrada, inició sus extrañas protestas. Hampton aminoró la marcha hasta casi detenerse, y el resto del sendero lo recorrió en segunda, en dirección a una especie de valle que parecía lleno de frondosos árboles frutales. Más allá de los huertos, pasó junto a unos pastos en los que pacían unas vacas. Más adelante llegó a un cruce de caminos sin señalizar, y mientras examinaba el mapa que había sacado de la guantera, un camión de granjero se detuvo a su lado.

—¿Tiene algún problema, señor?

—El coche no funciona bien. ¿Hay algún taller cerca de aquí?

—El más próximo está en Random Corners. Siga este camino en línea recta. Está a unos cuatro kilómetros. No tiene pérdida.

—Gracias.

Hampton saludó con el brazo al amable granjero y prosiguió por el polvoriento camino.

Probablemente habría pasado de largo la tienda de artículos diversos, lo único que destacaba en Random Corners, de no haberse fijado en las viejas y gemelas bombas de gasolina, en un extremo del edificio. Supuso que el taller estaría detrás y se detuvo junto a las bombas.

—¿Quiere gasolina? —gritó alguien desde el interior de la tienda.

Un hombre de aspecto fatigado, de quijada larga y delgada, apareció en el umbral.

—El coche tiene algún fallo. Un granjero me dijo que aquí hay un taller de reparaciones.

—Sí, claro. —El hombre bajó los escalones y se acercó al pequeño coche—. Pero no tengo mucha experiencia en estos trastos extranjeros.

Hampton levantó el capó y los dos curiosearon en el motor, manoseando cables y bujías. Al cabo de una media hora, el hombre de aspecto cansado fue al taller situado en la parte trasera de la tienda y regresó con unas bujías nuevas y otras piezas.

—A ver si podemos arreglarlo con esto —le dijo—. Es todo lo que puedo hacer.

Se limpió la grasa de las manos y volvió a la tienda. Hampton le siguió, subió los desvencijados escalones y cruzó una puerta mosquitera que ostentaba un anuncio de una popular marca de pan.

—¿Qué le debo? —le preguntó.

El hombre humedeció con la lengua la punta de un fragmento de lápiz y anotó unas cifras en un trozo de papel.

—Son once noventa y cinco por las piezas y supongo que otros cinco dólares por la mano de obra. ¿Le parece bien?

—Desde luego.

Hampton echó mano de la cartera.

—Esta semana tengo una oferta especial de carbón. Para excursiones, ¿sabe?

—¿Hay muchos excursionistas por aquí?

—No muchos —respondió el hombre con un deje de tristeza—. Por eso tenemos la oferta especial.

—Ya veo.

Pagó al hombre por la reparación del coche.

—Por aquí no tenemos casi nada, excepto vacas.

—Parece un sitio bastante agradable —dijo Hampton, viendo que el hombre tenía ganas de conversar.

—En verano es bonito, pero la carretera aleja a todo el mundo. Sencillamente, pasan de largo. ¿Está de visita?

—No, sólo de vacaciones. Exploro algunas carreteras secundarias.

El hombre miró más atentamente a Hampton, ajustándose las gafas para verle mejor.

—¿No le he visto antes? ¿Cómo ha dicho que se llama?

Hampton esbozó una sonrisa. Siempre ocurría, más tarde o más temprano.

—No se lo he dicho, pero me llamo Steve Hampton. Probablemente me ha visto en la televisión.

—¡Usted es ese reportero!

—Eso es, pero este mes estoy de vacaciones.

—¡Ya verá cuando diga a la gente que he reparado su coche!

Se abrió la puerta mosquitera y entró otro cliente. Era una joven rubia, con una larga melena cubriéndole media espalda. No usaba maquillaje, ni le hacía falta. Hampton calculó que tendría diecinueve o veinte años, aunque parecía más joven. Llevaba una camisa de corte varonil limpia y ceñida, con los faldones metidos en unos tejanos limpios pero muy gastados.

—¡Buenos días, Harry! —saludó, haciendo caso omiso de Hampton.

—¡Hola, Janie! ¿Cómo van las cosas por el bosque?

Se sonrojó un poco al darse cuenta de que Hampton la miraba.

—Lo mismo que aquí, Harry. ¿Has preparado mi pedido?

—Espera un momento. —Comprobó una lista que tenía delante, escrita a lápiz en un trozo de cartón gris—. Todo menos las patatas, Janie. ¿Quieres cogerlas tú misma del almacén?

—Claro.

La muchacha cruzó la tienda con un vivaz movimiento de caderas y desapareció por la puerta del fondo.

—Guapa chica —dijo Hampton.

A los cuarenta y un años todavía se fijaba en las chicas guapas.

—Desde luego —convino el hombre—. Se llama Janie Mason. Vive en el bosque, completamente sola. Es una lástima.

—¿Qué es una lástima? —preguntó Hampton, sintiendo el inicio de un escalofrío en la nuca.

—Ha tenido una vida dura, y eso le hace ser un poco… Rara, ¿sabe? Vive en su propio mundo y nadie se preocupa mucho de ella.

—¿Quiere decir que es mentalmente retardada?

—Retardada, trastornada… No sé cómo lo llaman ustedes en la ciudad. Eran cuatro hace diez años, y ahora está ella sola. Su padre, su madre y su tío murieron.

—¿Murieron?

Se disponía a averiguar más cuando la chica regresó con un saco de patatas.

—Creo que ya está todo.

Sacó dinero y le pagó a Harry.

—¿Podrá llevar todo eso, señorita Janie?

Ella asintió y levantó las dos bolsas con dificultad.

—Yo la ayudaré —dijo Hampton, por ningún motivo salvo porque era una chica guapa.

Ella esbozó una sonrisa de gratitud.

—Muchísimas gracias.

—¿Dónde está su coche?

—No tengo coche. Voy andando.

Él parpadeó y se la quedó mirando.

—Bueno, yo…, me temo que no me di cuenta… —Pero no había más que una salida—: Ahí está el mío. La llevaré a su casa si no teme usted a los desconocidos.

—Gracias. Hace mucho tiempo que dejé de tener miedo a nada. —Le siguió al pequeño coche y esperó mientras él colocaba las bolsas en el asiento trasero. Entonces le dijo—: Es usted Steve Hampton, ¿verdad? Le veo cada noche por televisión.

—Es el precio de la fama —dijo él con una sonrisa—. La verdad es que estoy de vacaciones. Elegí este pequeño valle porque supuse que aquí nadie me reconocería.

—Tenemos televisores —dijo ella un poco indignada—, lo mismo que en la ciudad.

—Lo sé, me merezco la reprimenda. —Puso el motor en marcha y pisó el pedal del acelerador, satisfecho porque el coche parecía funcionar bien de nuevo—. Bueno, ¿cuál es la dirección de su casa?

—Por este camino en línea recta. No está lejos.

—¿Vive sola?

—Sí. Usted es reportero, ¿verdad? —La brisa que entraba por las ventanillas abiertas hacía flotar sus cabellos—. He oído en la tienda que usted y Harry hablaban de mí.

Ahora le tocó a él sonrojarse, y confió en que la muchacha no se percatara de ello.

—Lo siento. Normalmente no hablo de la gente a sus espaldas.

La chica se volvió hacia él.

—¿Por qué no? Todo el mundo lo hace.

Hampton desvió un poco el coche para evitar una vaca que estaba a un lado de la carretera.

—¿Cómo se las arregla para vivir aquí completamente sola?

—Salgo adelante.

—¿No quiere irse, conocer gente de su misma edad?

—Prometí que me quedaría —dijo ella en voz baja—, cuando los demás se fueran.

Había algo extraño en su voz cuando pronunció estas palabras, y él decidió, por el momento, dejar aquel tema. Después de todo, sólo llevaba a la chica a su casa.

—¿Estamos cerca?

—Un poco más arriba, a la izquierda.

Pasaron ante un tramo boscoso que terminó de súbito para revelar una pequeña extensión de tierra de cultivo, una casa de aspecto desvencijado y un establo. La antena de televisión parecía el único objeto moderno a la vista, e incluso estaba colocada en un ángulo precario.

—¿Cómo se las arregla para cuidar usted sola de todo esto? —le preguntó Hampton cuando frenó el coche.

—No resulta fácil. Tuve que vender todas las vacas y los cerdos. Quizás algún día tenga que deshacerme del resto. —Se había puesto seria, pero en seguida volvió a sonreír—. Bueno, muchas gracias por traerme. Son casi dos kilómetros y estas bolsas pesan bastante.

—Ya que he venido hasta aquí, podría llevárselas hasta la casa.

—Gracias.

Una vez dentro, ella le indicó una mesa y dijo:

—Por lo menos tomará usted una taza de café, ¿verdad?

Él titubeó, pero supo que aceptaría. Al cruzar el umbral había sentido algo que le hizo decidirse. El lugar tenía algo extraño, indefinido, que despertaba su curiosidad. Era como entrar en otro mundo, un mundo que él nunca había conocido.

—De acuerdo —le dijo—. Un café solo.

La muchacha se apresuró a colocar la cafetera en el fogón de una cocina más bien primitiva.

—Estará listo en un minuto.

—Así que realmente vive aquí sola.

—Ya lo ve. Desde hace algún tiempo.

—Pero esta casa es tan extraña… Tiene cerrados los postigos de todas las ventanas.

—Los vecinos fisgonean —respondió ella sencillamente—. Usted es un auténtico periodista, ¿verdad? Siente curiosidad por todo.

—Pero espero no ser un fisgón, por lo menos mientras esté de vacaciones. —Tomó un sorbo de café—. Está muy bueno.

—Déjeme fisgar un poco a mí. Sé por las revistas que usted está casado y tiene hijos. ¿Dónde están?

—Sí, estoy casado y tengo hijos, pero en estos momentos también me he tomado unas vacaciones de ellos.

—¿Ha dejado a su mujer?

Él tomó otro sorbo de café.

—Es una historia larga y aburrida, como mi matrimonio. Hablemos de algo más agradable. De usted, por ejemplo.

Ella sonrió, complacida por el cumplido, gozando quizá de su papel de mujer, al que no estaba acostumbrada.

—Pero, ¿por qué ha venido a Random Corners? Aquí no suele venir la gente a pasar las vacaciones. ¿Va en busca de una noticia?

—¿Hay por aquí algo que contar?

Su expresión se hizo de súbito conspiratoria, como si la joven de hace un momento hubiera sido sustituida por una chiquilla.

—Podría enseñarle algo —le confió—. Podría enseñarle dónde están enterrados.

—¿Quiénes? ¿Su familia?

—Sí.

—¿Y dónde está eso?

—Cerca de aquí, en el bosque.

Empezaba a pensar que el tendero podría estar en lo cierto con respecto a la chica.

—¿Quiere enseñármelo?

—Podría…, si me promete que no lo dirá por televisión.

—Lo prometo.

—Entonces iremos ahora mismo.

«Allá vamos», se dijo. «Por el agujero del conejo con Alicia, por el camino lleno de penosos obstáculos con Dorothy, hacia los bosques con Janie Mason».

En el exterior, las nubes de una posible tormenta se acumulaban en el horizonte occidental, como un borrón en el espléndido día veraniego.

—¿Está lejos? —preguntó a la chica cuando echaron a andar por el campo. No quería que les sorprendiera la lluvia.

—No mucho.

Ella le precedió por una extensión de hierba que llegaba hasta las rodillas y que parecía descuidada desde hacía años, y de súbito se sintió transportado al pasado, a alguna tarde de su juventud olvidada hacía mucho tiempo. ¿Era sólo la casualidad lo que le había llevado a Random Corners y a aquella muchacha?

—¿Qué le ocurrió a su familia, Janie? —le preguntó cuando llegaron al borde del bosque—. ¿Cómo murieron?

Eran preguntas que debía hacer, aun cuando casi temía las respuestas.

Ella se detuvo junto a un árbol y pasó los dedos por la áspera corteza, como si nunca lo hubiera hecho hasta entonces.

—¿Cómo murieron? Creía que Harry se lo había dicho. Fueron asesinados. Todos ellos fueron asesinados.

Se adentraron en el bosque, y entonces Hampton apenas pudo distinguir el cielo con sus nubes cada vez más densas. De vez en cuando, la marcha briosa de la chica le obligaba a detenerse y recobrar el aliento, pero Janie Mason parecía tan fresca como cuando se pusieron en camino.

Finalmente, la muchacha se detuvo y se llevó un dedo a los labios, como si entraran en una gran catedral que imponía silencio.

—Hemos llegado —le susurró.

Más adelante, en un pequeño claro, Hampton distinguió, entre las hierbas, las cruces de tres rudas tumbas. Se acercó un poco más, con reverencia, para corresponder a la actitud de la muchacha, hasta que pudo leer los nombres grabados en las lápidas:

HENRY MASON, PADRE ABNEGADO

ANNA MASON, MADRE AMOROSA

ROBERT MASON, TÍO LEAL

También el año de su muerte estaba grabado en las piedras, y era el mismo para cada uno de ellos… Tres años antes. Por entonces, el padre y la madre tenían poco más de cuarenta años. El tío era unos años más joven.

—¿Quién los mató? —le preguntó.

—Yo —respondió ella llanamente, pero añadió—: o usted, o todos nosotros. ¿Ha pensado alguna vez que un delito tan personal como un asesinato pudiera ser obra de tantas manos?

La niña Janie había desaparecido, y volvía a ser una adulta, una joven encantadora de pie en el claro de un bosque.

—Parece una filósofa —le dijo—. Lo único que le pregunto es quién los mató.

—Fue un miembro de la familia.

Volvió el rostro mientras hablaba.

—¿Qué edad tenía usted entonces, Janie?

—Diecisiete. Aquel verano cumplí los diecisiete.

—¿Y un miembro de la familia los mató?

—Sí.

—¿Pero sólo estabais los cuatro?

—Sí, no había nadie más.

—¿Fue un doble asesinato y un suicidio?

—En cierto modo podría considerarse así.

—¿Quién los enterró aquí?

—Yo lo hice.

—¿Usted? ¿Sola?

—Sí.

—Pero ¿no hubo funeral?

Ella sonrió ligeramente.

—Hubo un funeral, pero nadie asistió. Los traje aquí en la carretilla, uno tras otro, y dije unas oraciones. Luego los enterré.

—Comprendo —dijo él en voz baja, y añadió—: Será mejor que regresemos pronto. Va a llover.

Ella alzó la vista al cielo y vio la luz grisácea que se filtraba a través del cortinaje vegetal.

—Sé un sitio adonde podemos ir. Está allí.

Le llevó al lado opuesto del claro, donde una roca plana sobresalía en el flanco de un cerro. La muchacha se deslizó bajo la roca y le hizo una seña para que la siguiera. Había empezado a levantarse el viento.

—¡Es una cueva! —exclamó él, sorprendido.

—No tanto, es sólo un pequeño refugio. No se adentra más de tres metros en el cerro. Lo excavé hace tres años, cuando solía venir aquí y me sentaba junto a las tumbas. Yo misma lo hice, utilizando una pala. Cuando llueve puedo resguardarme aquí y ver las tres tumbas.

—¿Por qué quiere verlas? —preguntó él, tendido boca abajo junto a ella.

—¿Por qué? Supongo que es porque debemos honrar a los muertos, al margen de lo que hicieran en vida.

La luz cegadora de un relámpago que pareció abatirse entre los árboles iluminó la escena ante ellos, y el trueno que siguió de inmediato se fundió con el torrente de lluvia que cayó sobre las hojas. Hampton se volvió para mirar a la extraña muchacha que estaba a su lado, y vio que un segundo relámpago blanqueaba su piel y le daba un resplandor misterioso. En aquel instante podría haber sido una bruja o una asesina, pero un instante después no era más que una muchacha llamada Janie Mason. Pasó un brazo suavemente alrededor de su cuerpo tenso.

—¿A menudo vienes aquí con hombres? —le preguntó, sin que realmente le importara.

Su esposa estaba muy lejos de allí, en otro mundo.

—¿Importa eso?

—No.

—¿Importa si yo los maté?

Un trueno restalló por encima de los árboles. Hampton cambió de postura y atrajo más a la muchacha hacia él.

—No mataste a nadie.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé. He conocido a algunos asesinos en mi vida, y no eres una de ellos. ¿Cómo ocurrió?

Ella se quedó mirando la lluvia, quizá viendo algo que estaba más allá de la visión de Hampton.

—Mi padre los sorprendió juntos y luego los mató.

Él asintió. Era la historia más antigua del mundo, la del hermano contra el hermano, tan antigua como la de Caín y Abel.

—Háblame del día que murieron, dime por qué, en vez de llamar a la policía, los enterraste.

—Sí —dijo ella vagamente—. El día que murieron.

Guardó silencio y, por un momento, no se oyó más que el ruido de la lluvia. No se oía nada más, ni los pájaros ni los demás animales. Todos esperaban en silencio a que cesara la lluvia.

—El día que murieron —dijo al fin, rompiendo el silencio—. El día que murieron el sol brillaba, era primavera. Recuerdo que estaba en el campo, trabajando con mi padre, y que mi tío estaba en casa con mi madre.

—¿Y qué ocurrió? —le apremió.

—Hubo algo…, algún sonido que yo ni siquiera oí, pero mi padre sí que lo oyó. Aguzó un poco el oído, como un perro que oye uno de esos silbidos estridentes. Se volvió y miró hacia la casa, y entonces, sin decir ni una palabra, dejó la azada en el suelo y echó a andar por el campo. Yo no sabía qué hacer, así que me quedé allí, trabajando, hasta que oí gritar a mi madre.

—Entonces supiste lo ocurrido.

—Pues no; no podía imaginar que se tratara de algo más grave que la presencia de un ratón.

—A las campesinas no les asustan los ratones.

—No, supongo que no.

—¿Cómo lo hizo? ¿Cómo los mató?

Ella miró fijamente la lluvia.

—Con un hacha, como los Borden.

—Pero a los Borden los mató probablemente Lizzie, su hija.

En lo alto brilló de nuevo un relámpago, y luego el trueno estalló con un bramido y pareció abalanzarse contra ellos, como una ola gigante en una playa lejana; la lluvia empezó a ceder a medida que la tormenta se trasladaba hacia otra parte.

—Yo no maté a nadie —dijo la muchacha.

—Sé que no lo hiciste, ya te lo he dicho. Pero, ¿y el funeral? ¿Es que no hubo una investigación de la policía?

—En Random Corners no hay policía. Habría tenido que avisar a la policía del estado.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Había razones… —Le miró a los ojos—. Para los forasteros como usted puede existir un misterio que es sólo una curiosidad pasajera para los residentes locales. Aquí a nadie le preocupó que no se avisara a la policía ni que no hubiera un funeral.

—¿Cuánta gente vive aquí?

—Cerca de una docena, y se ocupan de sus propios asuntos. No les gustan los desconocidos, y menos la policía.

—¿Me incluiría eso a mí?

—Quizá.

Casi había dejado de llover, y Hampton salió de la pequeña cueva. Ella le siguió; los dos permanecieron un momento mirándose.

—¿Ocurrió tal como has dicho? —preguntó él.

—Sí. Mi padre los descubrió y los mató.

—Y tú los enterraste.

—Eso es.

—A los tres, ¿verdad? Así, sin más.

—Sí.

—No te creo. No puedo creer que una chica sea capaz de enterrar a sus padres y a su tío y seguir viviendo aquí como si nada. ¿Cuál es la verdad, Janie? Una de esas tumbas está vacía, ¿no es cierto?

—¿Qué quiere decir?

Su expresión se heló al oír aquellas palabras.

—Tu padre no se suicidó, ¿verdad? Su tumba está vacía. ¿Me equivoco?

—Si quiere cavar, tengo una pala —dijo ella—. La tengo en la cueva.

—¿Para qué? ¿Para exhumarlos o para enterrar a otros?

Ella no respondió. Había regresado a la cueva, y cuando salió llevaba en la mano una pala oxidada, de mango largo.

—¡Tenga, cave si quiere!

—No quiero hacerlo. Tengo que regresar.

Oyó el ruido de un avión y por un momento volvió al mundo de la realidad. El sonido se desvaneció gradualmente, dejándole ante aquella extraña muchacha que le tendía una pala.

—Cave —volvió a decirle.

Él cogió la pala y la hundió en la tierra húmeda que cubría la tumba del padre.

—Si viviera aquí lo sabría, ¿verdad, Janie?

—Sí.

—Sabría lo que todo el mundo sabe en Random Corners…, que tu padre los mató y luego los enterró aquí, cavando una tumba más, vacía, para él.

Los ojos asustados de la muchacha se desviaron del rostro de Hampton y miraron hacia el bosque por donde habían venido. Él siguió su mirada y vio que ahora los rayos del sol iluminaban las hojas empapadas de lluvia. Eso y algo más… Un hombre que caminaba hacia ellos, con un hacha de leñador en la mano derecha.

—No —susurró Janie, y la palabra se atascó en su garganta.

—Habría sabido que tu padre sigue aquí, en Random Corners, Janie. Habría sabido que, aunque se llamara Henry, todo el mundo, cuando iba a comprar a su tienda o a su gasolinera, le llamaba Harry.

El hombre de aspecto fatigado y de quijada larga y delgada entró en el claro y se detuvo ante ellos, con el hacha en la mano.

—¿Cuánto sabe, Janie?

—Todo —dijo ella, sollozando—. Sabe que tu tumba está vacía y que siempre has estado aquí.

—Hola, señor Mason —dijo Hampton serenamente, notando la madera suave del mango de la pala contra las sudorosas palmas de sus manos—. Me advirtió de que la muchacha estaba un poco trastornada, pero no le hice caso, ¿verdad?

—Mi mujer y mi hermano eran malos —dijo él—. Eliminarlos fue hacer cumplir la justicia de Dios, no la mía. Fue una auténtica amabilidad por mi parte, y todo el mundo en el pueblo lo sabía. Por eso nadie se lo dijo a la policía. Hice una tumba más para mí, me trasladé a la tienda y nadie dijo nada… —Cambió el hacha de mano y empezó a levantarla—. Hasta hoy.

—¡No le mates, papá! —gritó la muchacha—. ¡No se lo dirá a nadie!

Pero el hacha siguió subiendo hasta que estuvo al nivel de la cabeza de Henry Mason.

—Se lo dirá a todo el país por televisión. ¡Ese es el motivo que le ha traído hasta aquí!

Hampton vio que el hacha se aproximaba y se echó a un lado: la hoja rozó la hombrera de su chaqueta. Entonces, con un movimiento que había practicado innumerables veces en el campo de golf, hizo girar la larga pala en un amplio arco antes de que Henry Mason pudiera descargar el hacha de nuevo. Apuntaba al arma, o al hombre, o a ambos… Y el filo de la pala golpeó la sien izquierda de Mason y produjo un sonido sordo.

No parecía que fuera un golpe suficiente para matar a un hombre, pero quizás Henry Mason ya había vivido demasiado.

—Tendremos que llamar a la policía —le dijo Hampton a la chica.

Ella estaba en el suelo, con la cabeza de su padre entre sus brazos, y alzó la vista.

—¿De qué serviría eso? Le enterraremos en esta tumba y nadie lo sabrá jamás.

—¡No podemos hacer eso, Janie!

—Sí que podemos, y lo haremos. Usted es sólo un forastero que pasaba por aquí. ¿Por qué habría de preocuparse por esto?

«¿Por qué, en efecto?». De repente sintió deseos de volver con su familia, de regresar a la relativa normalidad de Nueva York donde, por lo menos, la locura se presentaba en unas variedades más familiares.

—No sé…

—No piense en ello. Lo haremos así.

Siguió de pie, contemplando el cuerpo del hombre al que había matado. Al cabo de un rato su mirada se posó en la lápida de la tumba que aguardaba. Sabía que lo que estaba haciendo no era correcto, pero sabía también que no tenía otra salida. Nadie había acudido al primer funeral de Mason y ahora nadie le echaría de menos. La gente de Random Corners nunca hacía preguntas.

Se agachó y recogió la pala.

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