Los mejores relatos policiacos 1

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La última cita (Jean L. Backus)

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LA ÚLTIMA CITA

Jean L. Backus

La vejez, junto con la soledad y la infelicidad que acompañan a la edad avanzada, no es un tema exclusivo del relato corto policiaco, pero sin duda una de las mejores narraciones de ese estilo es «La última cita», de la novelista Jean L. Backus. Esta agridulce y conmovedora narración del enfrentamiento de una anciana con su pasado fue merecidamente candidata al premio Edgar para el mejor relato corto, convocado por la asociación de escritores norteamericanos de obras de misterio, en 1978.

Me molestó que la anciana se me acercara, pues no había conducido doscientos cincuenta kilómetros a lo largo de una carretera abrupta que bordeaba la costa para ser, en contra de mi voluntad, una compañera de mesa en la fonda Little Riber, sobre todo cuando llevaba tan poco tiempo allí. Pero treinta o cuarenta años atrás me habían dicho que una dama siempre tenía que ser amable con los viejos, puesto que ella misma lo sería un día, y quizá también desdichada y solitaria. Ahora había llegado a esa época y no necesitaba que me recordaran mi edad y mis circunstancias. Pero, como de costumbre, detestaba tener que rechazar a alguien.

—No —le dije mientras ella permanecía en pie junto a mi mesa—. No quiero a nadie conmigo. Estoy sola.

Era la pura verdad: mis familiares muertos, los amigos también muertos o muy lejos de mí, y todas las personas a las que había querido se habían marchado sin llevarme con ellas.

—No es bueno que una mujer coma sola —dijo ella, sentándose frente a mí—. Y las dos estamos en la misma situación. ¿Qué está tomando?

—Ginebra con tónica.

Debería haberle dicho que no estaba de humor para tener compañía, porque su voz y sus gestos me ponían nerviosa. La miré con más atención: cabellos grises y cortos, mal peinados, traje chaqueta azul, arrugado y un poco sucio. Parecía descuidada. Yo tenía el cabello blanco, pero hasta entonces no había descuidado mi aspecto.

—Yo también bebo eso —dijo ella, sonriente—. Creo que tomaré uno esta noche. ¿De dónde es usted?

—La región de la Bahía.

—He vivido en esa zona, pero ahora vivo aquí. Esto es lo más parecido a un hogar que jamás tendré, a menos que algún día me metan en el manicomio. ¿Qué va a comer?

—Lenguado.

No era la primera vez que me alojaba en la fonda y cenaba en aquella mesa. Tomaría lenguado y, a la noche siguiente, salmón. Luego me iría, dejando detrás todo lo que era querido y bueno. Ahora sólo tenía recuerdos, pero en otro tiempo un hombre se había sentado ante mí. Un hombre que venía del norte y yo, que soy del sur.

Durante catorce años nos reunimos una vez cada dos meses para pasar juntos un fin de semana. Andábamos por la playa en la desembocadura del río, íbamos en coche al cabo para contemplar las rompientes en la puesta de sol, y nos retirábamos a la misma casa de campo tras una soberbia y relajada cena.

—Y pastel de albaricoque —dije, expresando en voz alta mis pensamientos.

—Anoche tuvimos pastel de ruibarbo —dijo la camarera que estaba a mi lado, y añadió, dirigiéndose a la mujer sentada frente a mí—: Señorita Barnes, ¿le ha preguntado a la señora si le importaba que se sentara con ella?

La señorita Barnes se ruborizó.

—Sí, se lo he preguntado, y no me ha dicho que no lo hiciera.

—Quizá me excusará usted, después de todo —dije entonces—. Voy a comer muy despacio y tengo mucho en qué pensar.

Inmediatamente deseé haberme callado, pues la señorita Barnes parecía a punto de llorar. Pero era demasiado tarde. Tras una prolongada discusión, la condujo a otra mesa, a mis espaldas.

La camarera me sirvió sopa de pescado, y normalmente habría saboreado cada cucharada, pero después de aquel incidente apenas podía engullir. Sin embargo, cuando llegó la ensalada mis pensamientos habían vuelto a Jim, y recordé que él siempre pedía aceite y vinagre, mientras que yo elegía el aderezo de roquefort.

La comida era una de las cosas que teníamos en común; él estaba casado y era comerciante de lencería en Eureka, mientras que yo era soltera y bibliotecaria de Concord. Tema aficiones y amigos, estaba al día en noticias, las obras de teatro y los conciertos, leía mucho y me sentía satisfecha. Cuando le conocí, a él no le interesaba más que su trabajo y sus hijos, a los que adoraba y por los que mantenía un simulacro de matrimonio. Periódicamente tenía que alejarse de su mujer, y una vez coincidimos aquí, cada uno por separado, en esta fonda. Por casualidad, nuestras habitaciones eran contiguas y cuando íbamos a cenar tropezamos al cerrar nuestras respectivas puertas.

Pero nos sentamos a comer en mesas distintas. Desde luego, no pensé en una posible amistad, ni mucho menos en una aventura en aquel primer encuentro. No obstante, como reconocimos más tarde, ambos experimentamos el impacto de mirar a un desconocido y pensar en lo agradable que sería poder estar juntos.

Llámesele suerte, como hice yo, o el destino, como lo consideró Jim, lo cierto en que también tropezamos al día siguiente, en el pueblo, más arriba del cañón Fern, y finalmente en el cabo, durante la puesta del sol.

—Esto es una bobada —dijo Jim, cuando dejó su coche para sentarse en el mío—. Mañana pasemos el día juntos.

Fue necesario otro fin de semana accidental antes de que yo aceptara lo que Jim dijo que le había parecido evidente e inevitable desde el principio. Es probable que fuera su inmediata sinceridad acerca de su situación familiar lo que me persuadió para dejar que mis fantasías inesperadamente insistentes se convirtieran en realidad. Yo nunca dudé de la fuente de su interés por mí y, si he de ser sincera, tampoco la de mi interés por él. Vivíamos una aventura sin peligro, excitación sin consecuencias, amor sin responsabilidad…

A mis espaldas, la señorita Barnes pidió una bolsa para guardar sobras porque, según dijo, su perrita se estaba muriendo de hambre y, además, no podía terminarse ella sola el lenguado. De repente, tampoco yo pude terminar el mío.

Llegó la camarera para llenar de nuevo mi vaso.

—Siento lo ocurrido —dijo en voz baja—. La pobre señorita Barnes tiene la costumbre de acercarse a los demás huéspedes y esta noche la eligió a usted. Debe de haber sido muy molesto. Le pido disculpas.

—No se preocupe. Me da pena porque parece muy sola y… Bueno, ¿no está un poco ida?

—Sí, es senil, la pobre —dijo la camarera—. Me temo que tendremos que tomar alguna medida.

Di un respingo y lo disimulé tosiendo. Entonces la camarera añadió:

—Pero si no ha comido casi nada. ¿Es que no está a su gusto el pescado?

—Está perfecto, gracias.

Ella asintió y se marchó. Mientras, yo tomaba otro bocado de lenguado recordando que Jim lo llamaría ambrosía, y decía que nosotros éramos los dioses. Dejé el tenedor en el plato y saqué un cigarrillo y el encendedor.

—¿Podría darme ese trozo de pescado que no se va a comer? —me preguntó la señorita Barnes, a mi lado—. Es para mi perra.

—¿Y las espinas? Nunca le doy pescado a mi perro, por temor a que se ahogue con una espina.

—Mi perra come cualquier cosa que le dé —dijo la señorita Barnes, abriendo la bolsa donde había guardado sus sobras. Entonces se acercó más a mí y añadió en un tono apenas audible—: Eso no es cierto. Quiero el pescado para la comida de mañana, ¿sabe? La pensión de los jubilados no es lo que era en otros tiempos.

Sin decir nada eché el resto de mi lenguado en la bolsa; me alivió que la camarera hiciera volver a la señorita Barnes a su mesa.

Pensar en mi propia jubilación, que ya no estaba tan lejana, era tan desalentador que dejé el postre, apuré el café y, cruzando el bar, me dirigí al porche de la vieja fonda donde las rosas trepaban por el calado de las ventanas y los aleros con gablete. Delante, en la zona de aparcamiento, mi coche estaba entre otros automóviles y, más allá, la carretera se deslizaba por debajo de la zona donde el mar rompía contra las rocas de la orilla, bajo los oscuros cipreses agitados por el viento.

Reflexioné sobre lo que deseaba hacer y decidí ir en busca de mi perro y darle de comer antes de pasear colina abajo hasta la playa.

La señorita Barnes estaba a mis espaldas.

—¿Ha traído a su perro?

—Está encerrado en el coche.

—¡Dios mío! Dicen que es peligroso dejar niños y animales encerrados en los coches.

—He dejado la ventanilla un poco abierta. Además, voy a darle de comer y luego iré a acostarme.

Su sonrisa se desvaneció.

—Lástima. Pensé que quizás usted y yo podríamos dar un paseo juntas.

—Esta noche, no.

Y me apresuré a darle las gracias.

—Lo siento. —Sus ojos se volvieron acuosos y pareció a punto de llorar—. Soy una pesada, ¿verdad? Es propio de la vejez no saber cuándo una se pone pesada. Eso y la jubilación. ¿Y usted? ¿Está jubilada?

—Todavía no.

Pero lo estaría, y muy pronto.

Ella meneó la cabeza.

—Cuando lo esté, no le parecerá sencillo. La gente se muere o se aleja de una y, finalmente, te quedas sola, sin nada más que las penas para sostenerte. —Miró el mar; a lo lejos un pesquero navegaba en dirección al puerto—. En otro tiempo fui joven, ¿sabe? Y hubo un hombre que me encontró atractiva, pero no llegamos a nada.

—¿Por qué no? ¿Se pelearon?

—Fue por mi culpa. —Se puso frente a mí, los labios le temblaban—. Mire, no confiaba en él. Dijo que abandonaría a su mujer por mí, pero pensé que él sólo intentaba… Bueno, ya sabe. Luego murió y descubrí que había iniciado los trámites del divorcio. De haber vivido, creo que me habría buscado de nuevo. Cuando averigüé lo que yo quería realmente, ya era demasiado tarde.

—Lo siento —le dije.

E incapaz de consolarla, di media vuelta y fui al coche.

Le puse la correa a Star, lo llevé a mi habitación y le di de comer. Engulló la comida como de costumbre, sin que le extrañara el olor de fenobarbital que le había puesto en los alimentos traídos de casa.

Cuando estuve segura de que la señorita Barnes no estaba al acecho, llevé a Star por el sendero, entre los alisos rojos, los abetos jóvenes, más allá de las mahonias y los saúcos, crucé la carretera y bajé a la playa, junto a la desembocadura del pequeño río. Allí el agua estaba en calma, y dejé que Star correteara por la orilla, ya con sus ladridos débiles e inseguros. Cuando le llamé con un silbido y le puse de nuevo la cadena, estaba empapado y se sacudió débilmente.

Era mi segundo perro ovejero. Jim me regaló los dos para que, según dijo, me acordara de él durante nuestras separaciones. Cuando el primer Star enfermó y murió, me quedé desconsolada y creí que era un mal augurio. Pero Jim se limitó a comprarme otro cachorro. Ahora, el segundo Star tenía doce años y yo no soportaba verle envejecer, porque era como un reflejo de mi propio estado.

Fuimos hasta el lugar donde yo permanecía hipnotizada por el oleaje que rompía contra las rocas negras y brillantes y retrocedía, dejando blancos rizos de espuma…

—Los caballitos de mar cabalgan a mucha altura esta noche —me dijo Jim al oído.

Sentí que su brazo me rodeaba y me incliné hacia atrás, deseosa de preservar y extender el amor y la seguridad que me daba. A medida que transcurrían los años lo deseaba con más intensidad y frecuencia, temiendo que se cansara de mí, resentida por los dos meses estériles entre nuestros fines de semana, desconfiando a menudo de sus verdaderas intenciones. En eso yo no era razonable, pues sabía desde el principio que el nuestro sería un amor sin responsabilidad, pero de todos modos me arrastraba la fuerza del resentimiento.

Y él, al notarlo, trataba de tranquilizarme.

—Dios mío, daría mi vida por ir al sur contigo mañana mismo.

—Entonces hazlo.

—No puedo. Sabes que no puedo, a menos que…

—A menos que ella se divorcie de ti, lo cual no hará, o que los niños maduren lo suficiente para que vuestro divorcio no les haga sufrir.

Éstas eran las palabras que él mismo decía siempre que le hablaba del futuro. No es que lo hiciera a menudo, porque respetaba el amor que sentía por sus hijos, su deseo de protegerlos y la imagen que tenían de él. Pero eso no impedía que la lenta putrefacción de la desconfianza avanzara en mi mente…

Suspiré y me volví para marcharme, pensando en la señorita Barnes.

«Pensé que él sólo intentaba… Bueno, ya sabe».

Mi pobre y viejo Star vino tambaleándose hacia mí, ya amodorrado a causa de lo que le había echado en la comida. Al fin tuve que cogerle en brazos como a un bebé. Murió una hora después de que entrara en mi habitación, y me pasé toda la noche llorando porque me faltaba el valor para terminar lo que había comenzado.

Cuando amaneció, envolví el cuerpo en una manta, fui al coche y lo deposité en el asiento contiguo al del conductor. Luego permanecí allí sentada, hasta que llegó la hora en que abrían el comedor.

No podía comer, pero el café me ayudó, y también el hecho de sentarme a la mesa, cerca de la chimenea, donde Jim y yo nos sentábamos siempre. Incluso en la última mañana, cuando fui allí sola mientras él aún dormía en la casa de campo que compartimos las dos noches anteriores.

Luego volví al coche y, con el cuerpo de Star a mi lado, fui a visitar nuestro cabo favorito y, durante el resto del día, me senté a contemplar el agua que rompía contra las rocas. Habría dado cualquier cosa por enterrar a Star allí, bajo una alfombra de escrofularia, altramuz y amapolas, pero era de propiedad pública.

Regresé a la fonda cuando el sol se ponía, y apenas me había sentado en el comedor y pedido una bebida, cuando la señorita Barnes se acercó a mí.

—Buenas noches —me dijo, con el rostro radiante—. ¿Cómo está hoy su perrito? Espero que no lo tenga otra vez encerrado en el coche.

—¿Mi perro? ¿Star? —Tragué saliva—. Oh, murió anoche.

—¡No me diga! ¡Pobrecillo! ¿Qué le ocurrió?

—Por favor, si no le importa, no quiero hablar de eso.

—Claro que no. Me sentaré y le haré compañía.

—Le ruego que no lo haga, señorita Barnes. Déjeme sola, por favor.

La camarera me oyó y se llevó a la anciana.

Pedí salmón, pero apenas lo toqué. Rechacé el pastel de moras y fui a mi habitación, donde me senté para pensar en lo que haría con el cuerpo de Star que todavía estaba en el coche. No se me ocurría adónde llevarlo, ni a quién pedir ayuda. Sólo podía pensar en la pobre señorita Barnes y en cómo en cierto sentido, me parecía a ella. Todavía no me acercaba a los desconocidos en el comedor, eso no, pero sí me parecía por dentro, donde verdaderamente importaba, donde me había esforzado durante ocho años por contenerlo. Ahora, si pudiera, tendría que recordar la última noche que Jim y yo pasamos juntos. No como me gustaría recordarla, sino de la manera que realmente ocurrió…

Me había dicho que su mujer, si no me abandonaba, se lo diría a sus hijos.

—¡No, Jim, ella no! ¡Ella no haría eso!

—Asegura que sí, y eso destrozaría a los chicos. El pequeño aún no tiene quince años, y no puedo soportar la idea de su decepción y su dolor.

—Entonces, ¿qué le has dicho?

—Que lo pensaría.

No me miró mientras me hablaba, y yo, creyendo que ya había tomado su decisión, perdí el dominio de mí misma. Le dije cosas horrendas, hice acusaciones y formulé amenazas irracionales. Estaba fuera de mí; todo el resentimiento y la desconfianza que se encontraban en mi mente emergieron hasta que al fin nos enfrentamos, pálidos y temblorosos, extenuados. Y ambos lo supimos.

Jim fue el primero en romper el silencio.

—Antes de salir de casa, pensé en otra posibilidad, si estás dispuesta. Preferiría morir antes que vivir sin ti.

Estremecida en lo más hondo, finalmente accedí.

Así que hicimos nuestro pacto y nos acostamos por última vez, juntos y calientes, como si nada hubiera cambiado. Sólo que por la mañana él no se despertó…, y yo sí.

Después de pasar un rato llorando, fui a desayunar, aunque no probé bocado, y luego me dirigí directamente a casa, viaje que no recuerdo. Nadie me buscó, aunque supongo que su esposa debió de tener dificultades para convencer a las autoridades de quién era, porque nadie la habría reconocido como la mujer que con tanta frecuencia se había registrado como la esposa de Jim en la casita de campo.

Más tarde, cuando fui a Eureka y leí su esquela en el periódico local, descubrí que la mujer había tenido suficiente influencia para silenciar las circunstancias de su muerte. Según la prensa, había muerto de un ataque al corazón. Pero debería haber dicho asesinato, porque en el último momento, y sin decírselo a Jim, cedí al pánico y no mantuve el pacto de suicidio que habíamos hecho…

Al fin me moví, tranquila y no desconsolada, mientras cogía el frasco y me tragaba el resto de las tabletas de fenobarbital que Jim me había dado ocho años antes, aquella noche, cuando en mi locura creí que sólo pretendía que yo muriera…

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