Los mejores relatos policiacos 1

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La base Tranquilidad (Asa Baber)

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LA BASE TRANQUILIDAD

Asa Baber

Los relatos cortos y artículos de Asa Baber aparecieron en Playboy y publicaciones similares durante más de una década. Es autor de una sola novela, La tierra de un millón de elefantes. «La base Tranquilidad» quizá sea el mejor relato corto —sin duda es el más aterrador— de finales de los años sesenta, con aquel ambiente eufórico que rodeó el viaje del hombre a la Luna. Probablemente por esa misma razón, el señor Baber tardó diez años en vender el relato, y cuando lo hizo apareció en una pequeña publicación afiliada a una universidad. Aquí está, confiemos que rescatado y restaurado, para esa fracción de eternidad que nos ha dejado la base Tranquilidad.

Estación de la Unión, Chicago, pasadas las cinco de la tarde. Es un día de calor asfixiante, pero Avery se siente feliz después del trabajo y tararea mientras camina por la empinada cuesta, camino del vestíbulo abierto. Lleva la chaqueta de color canela claro echada descuidadamente sobre los hombros; el dedo índice tira del pequeño peso y ese gesto flexiona el bíceps. La camisa está demasiado arremangada, pero así puede mostrar mejor su nuevo bronceado de las vacaciones.

Una vez en la cavernosa estación, con su luz de catedral, su corriente de visitantes y sus ecos extrañamente apagados a esa hora —sólo el ruido de los zapatos que por millares cruzan el suelo—, Avery compra el periódico en un quiosco y se mezcla con la multitud que se dirige a la línea de Burlington. Hay un momento en su jornada que destaca de un modo especial: es la visión del esbelto tren plateado, con sus dos pisos, el aire acondicionado, la comodidad. Avery anhela el silencio y la concentración durante ese viaje a Highlands. Nadie le molesta, pero reconoce muchos de los rostros, de conductores y pasajeros, todos ellos hermanos en este viaje al oeste que le aleja de la ciudad y su ajetreo.

Avery se prepara, observa las señales y huele, al pasar a través del vapor que sale de los frenos de aire, ese ligero olor de ácido úrico que procede de las vías. Oye el siseo y el crujido del bastidor. A lo lejos, se unen con estrépito dos vagones de plataforma.

Calcula la distancia hacia la mitad del tren. Caminará hasta dos vagones más allá. Ése es su juego de adivinanzas con el maquinista, pues cuando el tren se detiene en Highlands, hay una sola salida para cruzar las vías. Si Avery rebasa ese punto mágico, tendrá que abrirse paso entre las plantas de algodoncillo y las cenizas para regresar a ese sitio. Si es demasiado cauto, tendrá que hacer cola mientras otros más afortunados pasan antes que él. Pero hay ocasiones en que Avery es el ganador, en que está en el punto exacto. Eso le llena de satisfacción; es el primero en bajar por la escalera de cemento, sus hijos le aplauden desde el automóvil y Ellen sonríe por su pequeño triunfo.

Hoy no se siente especialmente desahogado, aunque sabe que las cosas han ido bien, y no sólo para él, sino también para el mundo, para el universo. Sí, tararea, y se pavonea en la medida de lo posible. Es consciente de ese rodillo de grasa secreto que la chaqueta suele ocultar. Tararea para impedir el hábito (que le aqueja sobre todo cuando está cansado) de hablar consigo mismo. La semana pasada Collins —que viaja en el mismo tren, pero nunca con él— le preguntó, en la oficina, si se encontraba bien; al parecer, le había visto hablando solo cuando subió al tren. Avery restó importancia al asunto con una risotada, pero sabía que debería cuidar su imagen pública.

Viéndole caminar hacia ti por la plataforma, te parecería un hombre con el que es fácil simpatizar o no hacerle ningún caso. De altura normal y peso corriente para un hombre de treinta y cinco años; el cabello empieza a clarear y tiene algunas hebras plateadas en el castaño conjunto cortado a lo militar; los carrillos un poco fofos, y dos arrugas de preocupación que surcan verticalmente la frente y van a descansar bajo las sienes; un rostro deseoso de complacer, fatigado, cauteloso y, probablemente, orgulloso.

Todos los titulares dicen lo mismo. Esta noche el mundo se va a casa para contemplar un espectáculo especial, y los periódicos están repletos de noticias al respecto. Hay copias de documentos, artículos, biografías, fotografías, cifras de líderes y confidentes, y felicitaciones hasta en los anuncios. Uno tiene la sensación de que le han incluido, de que, con todos los demás, forma parte de la aventura.

Al pasar por el punto medio del tren, Avery oye un agudo silbido que parece perforarle los tímpanos y que le hace estremecerse. Mira a su alrededor, pero nadie más parece haberlo oído. Avery sigue andando…, y vuelve a oír el silbido. Da media vuelta: nada. Menea la cabeza y hace un gesto a un revisor que le ha estado observando. Prosigue su camino.

Entonces sucede: alguien le da una fuerte palmada en la espalda y le grita al oído:

—¡Brooks, hijo de perra!

Avery refrena su feliz reacción de sorpresa de que alguien le conozca, pues al volverse se encuentra ante un grueso rostro que no reconoce. Pero mantiene la sonrisa y la mano extendida; no quiere estropearlo.

—¿Cómo ha dicho?

—¡Brooks, cabronazo! —dice el desconocido, en el mismo tono afectivo.

Avery hace un esfuerzo por recordar. Mentalmente revisa los viejos anuarios escolares y la nómina de la empresa, pero es en vano: tiene que seguir fingiendo.

—Pues sí, soy yo.

—¡Brooks Avery en el tren de las cinco veinte! ¿Así que vives por aquí?

—Así es. Nos mudamos el año pasado.

Avery busca frenéticamente: ninguna insignia especial en la solapa del traje de lino; un impermeable doblado sobre el brazo que sostiene el maletín… Hay una pista, una D grande en caligrafía gótica grabada sobre la piel clara del maletín, una piel tan brillante en ese ángulo que casi parece fosforescente. En sus rápidas asociaciones Avery supone que el material procede de algún animal exótico de Argentina o Perú. Elegantes zapatos de la misma piel misteriosa (más bien botas que zapatos), un sombrero de paja con una cinta de algodón de colores.

—Diablos, Brooksy, han pasado quince años nada menos, ¿eh?

Avery sonríe y asiente. Hay un indicio, y se centra en él: quince años atrás significa la universidad… Pero sigue sin ubicar al hombre.

El Anónimo alarga el brazo y le da unas palmaditas a Avery en la cintura.

—¡Parece que has engordado un poco, muchacho! Medio kilito al año, como yo digo siempre.

Se echa a reír y Avery le imita. Como siempre que está de pie junto a un hombre más alto, Avery yergue la espalda y apoya su peso en los dedos de los pies.

—Anda, vamos el vagón del bar. Te invito a un trago.

Avery se siente como un petimetre y se disculpa.

—Oye, lo siento, pero no hay bar en este tren.

—¡Qué me dices! ¿No hay bar para mí y mi compinche? —Pasa su grueso brazo sobre los hombros de Avery y empiezan a andar hacia la cabeza del tren—. Deberías ver el bar del Orient Express… Hasta que llega a Yugoslavia, claro, porque entonces desenganchan el vagón.

—¿De veras? —dice Avery.

No está dispuesto a hacer comentarios de pazguato como: «Desde luego, has viajado mucho».

—Claro que sí, ¡por Cristo! Nunca he visto cosa igual. Te deslizas a lo largo del Adriático y llegas a Trieste comiendo uvas y bebiendo vino, y de repente, ¡zas!, cambian unos cuantos vagones y te encuentras en Miserialandia. No exagero. ¡Un país de muertos de hambre! Nada que comer hasta que llegas a la frontera turca, y entonces tienes que arreglártelas con pan y queso de cabra. ¡Dios mío! Creí que iba a morir.

Avery se detiene, inseguro, y tiende la mano.

—Aquí es donde subo.

Pero el brazo no se despega de sus hombros, y el otro ignora la mano tendida. Suben juntos a través de las puertas dobles.

—Vamos al vagón para fumadores, ¿de acuerdo? —dice el hombre—. Me apetece fumar un poco.

—A mí también —replica Avery con una risita. Recorren el pasillo—. ¿Quieres viajar en el piso de arriba? Sólo hay asientos individuales… —Se siente bastante violento—. Pero podríamos leer el periódico.

—Claro, claro. —El tipo es bastante dócil—. Aprovecharemos para leer las noticias sobre el Gran Acontecimiento.

—Sí —dice Avery, mientras se desliza en el estrecho asiento—. Es realmente increíble, ¿no te parece?

—Ya lo creo que sí. Es algo que te hace reflexionar, ¿verdad?

Y el amigo se acomoda en el asiento de atrás.

—Desde luego. Les deseo suerte.

—Necesitarán más que suerte, mucho más.

—Habilidad —asiente Avery. Pasa la primera página por encima del hombro—. Aquí tienes.

—No, quédate con ella. Pásame la de deportes.

—No, no, puedes quedártela.

Se instalan en silencio. Avery enciende un cigarrillo y aspira la primera deliciosa bocanada. El aire acondicionado y la nicotina actúan en él, le alivian, y por un momento no le preocupa quién es ese hombre. Consulta su reloj y en el minuto justo nota la pequeña y repentina sacudida del tren al ponerse en marcha. Siente una fuerte palmada en el hombro y vuelve la cabeza. El rostro del hombre casi toca el suyo y exhala humo mientras dice:

—¡Despegue! —Entonces se ríe sonoramente de su propia gracia.

Avery sigue el juego.

—Cronómetro en marcha. Cambio.

Parecen haber agotado esa jerga, por lo que vuelven a acomodarse en sus asientos y prosiguen con la lectura. Han salido de la estación, y cuando el sol le toca el antebrazo, Avery baja la persiana, pero su copiloto la vuelve a subir. Ese podría ser un gesto belicoso, y Avery mira atrás para ver qué ocurre. Obtiene un guiño afectuoso.

—Tengo que ver la ciudad. Puede que compre una casa por aquí y he de ver el panorama.

—Entonces, ¿no vives por aquí? —le pregunta Avery.

—Sí, vivo en esta zona —dice el otro, con un gesto de asentimiento.

Avery no puede enfrentarse a esa paradoja, por lo que la deja de lado. Mira el deprimente y familiar paisaje del otro lado de la ventanilla: desvencijadas escaleras de terrazas traseras que trepan tres o cuatro pisos, subiendo por los feos muros de los edificios como si fueran soportes independientes que se apoyan para descansar en los oscuros ladrillos; viejos frigoríficos atados con cuerdas, carbonilla y cámaras de neumáticos, el centelleo de la tierra en los patios traseros, brillante como una superficie lunar; vallas de madera putrefacta y, rodeando los terrenos de fábricas y almacenes, oxidadas vallas de tela metálica, coronadas de alambre espinoso; chatarra de automóviles y raíles torcidos; estructuras de acero en el horizonte; niños saltando a la cuerda, corriendo por los callejones o mirando a través de las ventanas; todos los elementos viejos y bien conocidos de esa parte de la ciudad.

—¿Cómo está Ellen? —pregunta la voz tras un largo silencio.

El tono y el contenido asustan a Avery. ¿Cuánto sabe ese interrogador?

—Está bien, muy bien.

—Catorce años es mucho tiempo.

La observación queda flotando un momento, y Avery está a punto de volverse y preguntarle al hombre quién es, pero la voz le susurra al oído:

—No le digas al viejo Dave que catorce años no es mucho tiempo. —Y le da un suave codazo en el hombro a Avery—. ¿Eh? ¿No es cierto? Las ganas de echar una canita al aire cuando han pasado catorce años son el doble que a los siete años, ¿eh?

Avery tiene que reír, con una risa mesurada y sagaz.

—Pues sí, a veces uno tiene ganas de echar una canita al aire. —Y su risa también es de alivio, pues ahora tiene un nombre en el que pensar, y lo usa de inmediato—. Sí, señor Dave, de vez en cuando uno tiene ganas de eso. Supongo que lo sabes bien, ¿eh?

—No me mires, Brooksy, que yo nunca hice la hazaña. Me paso el tiempo viajando, muchacho. —Grandes risotadas—. Supuse…, supuse que si un hombre se casa permanece confinado en la órbita terrestre, ¿sabes? —Ahora se ríe hasta que se le saltan las lágrimas—. ¡Ni apogeo ni perigeo!

Sus grandes manos trazan toscos círculos en el aire.

Avery tiene que reírse con él.

—Supongo que te escapaste de eso.

—Allá lejos con los púlsares, Brooks, ¡invisible!

Sus risas ceden lentamente y vuelven a la lectura, meneando la cabeza por lo bien que lo pasan y su entendimiento, y dando de vez en cuando manotadas a las páginas del periódico.

Una vez pasados los angostos hogares del Cicero, al otro lado de las ventanillas el paisaje empieza a adquirir verdor. El cielo amarillento y pesado se eleva lentamente, y cuando llegan a Cissna Park el aire está limpio y hay árboles en abundancia.

Avery se prepara para bajar. Se aprieta el nudo de la corbata y se baja las mangas de la camisa. El aire acondicionado le ha hecho sentirse de nuevo elegante y quiere saludar a su familia vestido como es debido. Apaga el último cigarrillo y adopta un falso aire amistoso.

—Bien, Dave, ha sido estupendo.

El hombretón suelta una risa estrepitosa.

—¿No quieres que tomemos un trago, Brooksy? No irás a escaparte de mí, ¿verdad?

Avery se encoge de hombros, incómodo.

—La próxima es mi parada, Dave. Tengo que reunirme con mi mujer y los niños.

—Mucho mejor. ¡Tomaremos un trago todos juntos!

—Los niños no beben, Dave. No quiero crearte ningún problema.

—¡Ninguno en absoluto, muchacho!

Le da un golpecito no muy suave en el mentón. Antes de que Avery se dé cuenta, están bajando juntos los escalones.

—Vamos a ver, ¿con qué frecuencia nos encontramos? ¿Una vez cada quince años? ¿Crees que no tengo tiempo para tomar una copa con un amigo al que no veo desde hace quince años?

Avery abre las puertas correderas y permanece en el vestíbulo del vagón. Saluda con un movimiento de cabeza al revisor.

—Mira, Dave, Ellen y los chicos… Sabes, ésta es su peor hora… En casa es un verdadero caos.

—¡No hay ningún problema! Me encantará conocer a tus hijos. ¿Cómo están? ¿Se portan bien?

—Oh, son estupendos, Dave, de veras. Unos chicos magníficos.

El tren cruza el puente que hay sobre la autopista de peaje. El brazo vuelve a posarse sobre el hombro de Avery, y un suspiro da paso a una afirmación:

—Si hay algo que me hace lamentar no estar casado, Brooks, es no tener hijos. Me encantan, los cabroncetes. —El brazo hace un gesto y sofoca ligeramente a Avery—. ¿Para qué construimos carreteras como ésa si no es para nuestros hijos, eh?

—Es una gran carretera, Dave. Va hasta Milwaukee.

—Los hijos… Me parece que ésa es la única razón para casarse.

—Desde luego, es una de las principales.

—Tienes toda la razón; algo por lo que vivir. —Señala los titulares del periódico doblado—. Algo por lo que correr riesgos.

Avery trata de pensar en lo que va a ocurrir. Su mujer estará esperándole en el aparcamiento. ¿Cómo encajará la novedad? Es hábil para captar sus señales, y si él lo hace bien no hará demasiadas preguntas ni le pondrá en una situación embarazosa. Pero eso va a requerir cierta diplomacia. Detesta los días así, cuando las obligaciones nunca terminan y el descanso no llega jamás.

Baja del tren casi en el lugar correcto, cruza las vías y baja rápidamente la escalera, confiando en que tendrá tiempo para advertir a su mujer. Pero no hay manera de dejar rezagado al hombretón. A través del parabrisas, Avery puede ver el rostro de Ellen, y ve que los niños le hacen preguntas. Se acerca por el lado del asiento del conductor y ella baja el cristal de la ventanilla.

—¿Recuerdas a Dave, cariño?

Sólo una ligera pausa por parte de ella, sólo el movimiento de una ceja y del labio antes de que ella actúe a la perfección.

—¡Dave! ¿Cómo estás? Me alegro mucho de verte.

Avery se hace a un lado y oye el sonido de un beso cuando Dave mete su cabeza por la ventanilla.

—Ellen, ¡que me maten si has cambiado lo más mínimo!

Ella replica, ahora con mucha cautela:

—Lo mismo te digo, Dave.

Ellen lanza una mirada frenética a Avery, el cual se encoge de hombros y le hace un guiño tranquilizador.

Avery abre la portezuela y Ellen empieza a descender, pero la manaza que se abre paso para sentarse detrás, entre los niños, le hace volver a sentarse. Avery se aclara la garganta y hace rápidamente las presentaciones.

—Niños, este señor es un viejo amigo mío. Se llama Dave. Dave, te presento a Tony y Mark.

—¿Dave qué? —pregunta Tony.

«Diablo de crío», piensa Avery, pero las risotadas de Dave encubren su azoramiento.

—¿Dave qué? ¡Dave quienquiera que sea, ése soy yo! —dice la voz en el asiento trasero.

—Es un apellido muy raro —dice Mark—. Dave Quienquiera que sea.

Avery conecta el acondicionador de aire y lo pone al máximo. Quiere cubrir con alguna charla el trayecto hasta su casa.

—Tony tiene once años y Mark seis.

Ellen recobra su locuacidad e interviene también.

—Están muy excitados por lo de esta noche, Brooks, y les prometí que podrían quedarse a verlo si eran buenos chicos. Pueden mirar la tele hasta que uno de ellos empiece a hacer el tonto. Cuando uno va a acostarse, el otro le sigue.

Avery quiere seguir hablando; ya ha esbozado lo que piensa decir, pero la voz le interrumpe.

—Son unos chicos estupendos, ya lo creo. Claro que era de esperar. ¡Son de buena casta!

Ellen se ruboriza.

—Dave, por favor…

—¡No seas tonta! Buena casta, ¡por Dios! Llenitos y saludables. ¡La flor y la nata! —Coge la cabeza de Tony como si fuera una pelota de baloncesto—. Me encantan los niños, te lo aseguro.

Los chicos se apartan de él.

—¿A qué te dedicas estos días, Dave? —pregunta Ellen.

Todavía está incómoda, y se le quiebra la voz.

—Cosas diversas, aquí y allá. —Un silencio—. Finanzas, sobre todo, finanzas internacionales. Ventas, un poco de cabildeo…

—Dave se mueve mucho, cariño —dice Avery—. Me ha estado hablando de Turquía.

—¡Qué interesante! —Ellen se vuelve para poder vigilar a los niños—. ¿Cuánto tiempo has estado allí?

—Voy casi cada año. Hago una escapada a Oriente Medio aproximadamente cada seis meses. Hay buenas ganancias por allá.

Avery se ríe.

—Apuesto a que haces buenos negocios en todas partes.

—Eso es cierto —responde Dave, seriamente.

El automóvil se desvía de la carretera Conty Line y entra en la calle Oak.

—Es agradable ver que algunos de mis compañeros de clase han tenido un gran éxito profesional —dice Avery.

Dave se encoge de hombros, revuelve el pelo de Tony y pellizca las mejillas de Mark.

—¿Habéis oído eso, chicos? Vuestro padre quiere dárselas de modesto. Vive en un barrio residencial como éste, tiene una esposa maravillosa y unos hijos magníficos, y habla de mi éxito. ¿Qué os parece eso, muchachos?

Los niños se limitan a mirarle.

—Vamos, Dave, probablemente ya has reunido tu primer millón.

Dave se echa a reír y se frota el estómago.

—¡Bueno, sabía que estaba gordo, pero no tanto! No, señor, no creía que se me notara.

Avery reacciona a su descubrimiento riendo entre dientes.

—¿Lo ves, Ellen? ¡Un hombre realmente dinámico!

Ellen se mueve en su asiento, dando un golpe al volante.

—Bueno, creo que Dave tiene razón, Brooks. No deberías desprestigiarte delante de los niños. —Mira de nuevo hacia el asiento trasero—. Brooks se desenvuelve muy bien.

—No sigas, Ellen, por favor.

—Desde luego, no debería decirte esto, Dave, pero Brooks va a dirigir la sección de tarjetas de crédito del Banco Central.

—Eso todavía es confidencial, Ellen. —Mira a su invitado por el espejo retrovisor—. No la escuches, Dave, está predispuesta.

Ellen le golpea el antebrazo.

—Estoy orgullosa de ti, no predispuesta. A veces crees que soy…

—… mi crítico más severo… Lo sé, cariño. Dejemos de hablar de nuestras profesiones.

Dave sienta a Mark sobre sus rodillas y se inclina hacia delante.

—Vamos, Ellen, dime qué hace Brooks.

—Ya lo he hecho. Lo de la tarjeta de crédito del Banco Central, para todo el medio oeste. ¿La conoces?

—¿La conozco? —dijo Dave, y dirigiéndose a Mark—: ¿La conocemos? —El pequeño se echó a reír—. ¡Puedes estar segura de que la conocemos! ¡La tarjeta de crédito que acabará con todas las demás!

Avery menea la cabeza.

—Y también pondrá fin a unas cuantas carreras. Deberías ver a la gente que la solicita. No te lo creerías. Con deudas, antecedentes penales, divorciados y pagando demasiado de pensión, gente salida directamente de los guetos… No tienen sentido del dinero, no lo tienen en absoluto.

Dave golpea el estómago de Mark con el dedo índice.

—Tu papá los seleccionará, ¿eh, muchacho?

El chiquillo vuelve a reír.

El coche entra en el sendero. En pleno verano, húmedo y fragante, los robles y los olmos parecen rezumar savia, y el arbusto de lilas aún está florecido, mientras las rosas languidecen. Las puertas del garaje se abren mediante una señal enviada desde el coche. Aparcan al lado del Volkswagen. La puerta del garaje se cierra y se encienden las luces. Cuando se dispone a pasar a la sala de estar, Avery nota el olor de la hierba recién cortada, mezclado con efluvios de gasolina.

—¡Tony! ¡Cuántas veces he de decirte que limpies la segadora de césped después de usarla!

Pero no está en el ánimo de Avery ser un padre severo esta noche. En primer lugar, tiene la norma de no reñir a los niños delante de invitados y, en segundo lugar, quiere ver la televisión. Coge el mando a distancia y oprime el botón.

Los demás le han seguido al interior. Todos permanecen en pie mientras el aparato se calienta y la pantalla se colorea. Ven una película de dibujos animados que describe lo que sucederá.

—¡Están aterrizando! —exclama Tony.

Dave atrae al muchacho hacia él y le frota los hombros.

—Todavía no, amiguito. Esto es sólo una especie de caricatura.

Tony no se aparta de inmediato y Mark se acerca para obtener también atención. Dave se da cuenta y sostiene contra su cadera la cabeza del niño pequeño.

—Nos entendemos bien, ¿eh, chicos?

Avery y Ellen sonríen. Él se frota las manos, como si se las lavara.

—¿Te apetece un trago, Dave?

—Cualquier cosa, camarada.

—¿Bourbon? ¿Escocés?

Dave va con Avery a la cocina.

—Te diré lo que me gustaría de veras… Es posible que lo tengas o puede que no.

—Dime cuál es el nombre de tu veneno.

—Bueno, la última vez que estuve en Bangkok tomé un licor de plátano…

Avery tropieza con sus palabras.

—Me temo que no…

—Era dulce como leche materna.

—Dave, no tenemos…

—No importa. Ponme un tequila. Y si no tienes eso, un poco de bourbon estará bien.

Avery exhala un suspiro.

—¡Marchando un Daniels etiqueta negra!

Dave regresa a la sala de estar. Ellen entra en seguida y aborda a Avery.

—¿Quién es?

—Ellen, ¿por qué no funciona el aparato de hacer hielo?

—Hay hielo en el cubo, Brooks. ¿Quién es ese hombre?

—Es quien dice ser. Dave, un compañero de clase.

—¿Pertenecía a tu club?

—Creo que no, Ellen. Dame el vasito de medir el licor.

Ella golpea el suelo con un pie.

—¡Estoy tratando de hablar contigo, Brooks Avery! No tengo nada para dar de comer a ese hombre. No me gusta que se presente así, de buenas a primeras.

—¡Chisss! Cálmate, dale lo mismo que íbamos a cenar nosotros y pórtate como la buena chica que sueles ser. Vamos a ver la tele y a disfrutar de la vida, ¿de acuerdo?

—¿Por qué le has traído a casa? ¿Por qué no me llamaste?

—Ellen, no es la primera vez que traigo a alguien a casa. Es un viejo amigo mío, y rico, además. ¿De acuerdo? En mi trabajo no dejas a la gente importante con un palmo de narices ante la puerta de tu casa. Anda, vamos.

El asunto queda zanjado y regresan sonrientes a la sala de estar. Dave dirige a los niños para que éstos reciten un poema que les ha enseñado. Los pequeños tratan de hacerlo, mientras él les pellizca y hace cosquillas:

¡Oh!, me está comiendo una boa constrictora,

una boa constrictora, una boa constrictora.

¡Oh!, me está comiendo una boa constrictora,

y creo que voy a morir…

¡Oh!, no, me está comiendo los dedos del pie.

¡Oh!, chiquilla, me llega a la espinilla.

¡Oh!, chiquilla, me llega a la rodilla.

—¿Un trago, Dave? —Avery trata de darle el vaso por encima de los niños que se contorsionan.

—Todavía no, gracias. Déjalo sobre la mesa. Aquí estamos ocupados.

El grueso rostro está enrojecido y tiene una expresión feliz.

¡Oh, qué susto, ya me llega al muslo!

¡Oh, mi tía, me llega a la barriga!

Aquí los dos niños se desternillan de risa, pues Dave les hace cosquillas en el estómago.

¡Buen provecho, ya me llega al pecho!

¡Qué degüello, ya me llega al cuello!

¡Mi cabeza, me llega a la oreja!

Y entonces los tres payasos se derrumban con ahogados sonidos de sofocación:

¡Glub, glub, glub!

Avery sosiega a los niños y hace que se sienten ante el televisor.

—Ahora, chicos, mirad esto porque es historia. El primer aterrizaje del hombre en la Luna.

Pero en realidad no hay mucho que ver, excepto largas tomas de la sala de control. Los niños entran y salen mientras Avery intenta hacer de anfitrión.

—Me siento un poco sentimental, Dave. Les deseo suerte a esos tipos esta noche.

—Beberé por ellos, y por la máquina que los ha llevado hasta ahí y que ha de traerlos de regreso.

—Sí, señor, por eso también.

—¿Crees que no hay dinero metido en ese lanzamiento? —pregunta Dave, casi con mezquindad.

—Claro que lo hay. Lo sé perfectamente.

—Mira, algunas de las personas a las que represento en estos momentos tienen el corazón en la garganta.

—También los bancos están implicados —dice Avery con cierto orgullo.

—La gente tiene que soñar, Brooks. Necesitamos esto. Va a abrirnos los ojos.

—Es cierto, Dave. Soñar el sueño imposible.

Ahora, con el sabor del buen whisky en la boca, Avery se siente relajado y con los sentidos bien despiertos. Ellen llega y se sienta a su lado. Beben y charlan de cosas intrascendentes.

Cenan casi sin darse cuenta, absortos por la excitación del momento: se llevan la comida a la boca sin mirarla, y casi derriban las mesitas al buscar en sus superficies, con gestos vagos, las galletas saladas, el arenque, el jamón, el queso y el vino, aguzando la vista y los oídos para no dejar de ser sociables y, sin embargo, no perderse la maravilla en blanco y negro que aparece en la pantalla. Los muchachos miran fascinados e inmóviles.

—¡Buena imagen, gran imagen…, fantástica! ¡Y pensar que hay por medio todos esos miles de kilómetros!

Dave muestra con gruñidos su aprobación. El rostro se le hincha cuando bebe.

Ellen trae pastel de fresas y una lata de nata batida. También hay café, pero los hombres prefieren seguir con el whisky. Tras dos horas de espectáculo, la pantalla vuelve a llenarse de color y comentaristas. Ellen hace salir a los niños de la sala, pero antes hace que se despidan de Avery y Dave con cariñosos abrazos.

La estancia gira suavemente para Avery, en ese familiar inicio de la intoxicación etílica. ¡Las cosas han ido tan bien! No puede reprimir los cumplidos.

—Dave, eres magnífico con los chicos. Magnífico.

Dave extiende las manos en un gesto de humildad.

—Como te he dicho, Brooksy, son mi vida.

—Deberías casarte, Dave. Lo digo en serio. Casarte y tener hijos.

—Bueno, de momento ya me las arreglo.

Avery toma esto como una confesión de vida sexual muy activa y mira al otro de reojo.

—Muchas historias de guerra, ¿eh? Estoy seguro de que te las arreglas.

Pero esa clase de confianza no provoca ninguna reacción en el otro. Avery se siente un poco azorado por su propia rudeza y da marcha atrás, planteando un tema serio.

—Bueno, hablemos de cosas importantes, señor financiero. Hablemos un poco de trabajo antes de que nos emborrachemos.

Dave vuelve a extender las manos.

—Pregunta lo que quieras.

—Dave, Dave —musita Avery con afecto—. Soy un profesional sin importancia, no pertenezco a tu esfera. Mira, abre tu maletín y dime cómo conseguiré mi millón.

El otro se pone el maletín sobre el regazo y Avery se siente fascinado por el objeto, que parece recoger los colores del televisor y mezclarlos en una mágica paleta de dibujos y estructuras móviles.

—Dave, ése es el cuero más fantástico que he visto en mi vida. ¿Qué diablos es?

A Dave se le escapa una risita.

—Si te lo dijera, no te lo creerías.

—Ya lo creo que sí, te lo aseguro.

Pero él está mirando unos papeles y no responde. Avery no insiste, porque quizás el otro esté a punto de darle alguna noticia importante. Finalmente, Dave alza las manos con un gesto de impotencia.

—Mira, Brooks, no sé por dónde empezar. Estamos extendidos por todas partes, ¿sabes? Podría hablarte de la teca de Camboya, el petróleo de África del Sur o los armamentos de aquí. ¡Estamos tan diversificados!

—Muchacho —dice Avery en la cámara de resonancia de su vaso—. No hay duda de que te van bien las cosas.

La conversación pone un contrapunto a las voces del televisor. Avery no puede recordar todo lo que se dice. Una o dos veces sus ojos reflejan una pequeña contrariedad. Observa que Ellen entra en la sala y baja el volumen del televisor. Y ve dos cabezas que se asoman desde el rincón de la escalera.

—¡Volved a la cama! —exclama.

Entonces se apodera de él un curioso estado de ánimo. Las imágenes del televisor, con sus cambios bruscos, desafían a Avery. Se levanta y extiende nata batida sobre la pantalla del aparato. Siente una sensación deliciosa, una especie de libertad que le inunda de repente. Ellen intenta coger el bote, pero es inútil, y en el forcejeo la nata le cubre un ojo. Sale corriendo de la habitación, llorando. Avery pinta un bigote de nata sobre el cristal de la pantalla, añade dos puntos a modo de ojos, una línea quebrada que representa el pelo y una boca desgarbada.

Naturalmente, lo lamenta en cuanto lo ha hecho. Algo produce un chasquido en su cabeza y se da cuenta de su absurdo. Permanece inmóvil, con la lata de nata goteando. Intenta reír, pero no lo consigue. Cruza despacio la alfombra.

—No ha sido el licor, no estoy tan borracho. —Se vuelve y ve a su mujer limpiando el televisor con una toalla de papel. Está llorando—. Ellen, cariño, sólo era una broma.

—¿Cómo esperas que los niños se vayan a dormir? ¡Como si no hubieran tenido ya suficiente excitación! ¿No oyes cómo dan saltos sobre sus camas?

—Así serán buenos astronautas —improvisa Avery—. Irán a Marte, Venus y Saturno.

—A Saturno no —dice Dave con una sonrisa, y da un ligero codazo a Avery.

Éste le devuelve la sonrisa y finge hablar en serio.

—¿Por qué a Saturno no?

Dave empieza a reír, con una risa profunda y contagiosa, y le saltan las lágrimas de los ojos mientras trata de responder. Incluso Ellen se ríe.

—¿Por qué a Saturno no? —insiste Avery.

Dave se lleva un pañuelo a los ojos.

—¡Porque…, porque se come a sus hijos!

Y no importa que el chiste no tenga nada de divertido, porque la visión de ese hombre enorme que se desternilla de risa es hilarante, y Avery y Ellen se unen a él, liberándose de su nerviosismo. Es una diversión especial, como hacer un recorrido por las montañas rusas, y alcanzan los puntos culminantes y decrecientes en distintos momentos, por lo que cuando uno termina de reír, otro empieza, y los niños saben por los sonidos que ocurre algo y vuelven a bajar la escalera y se mezclan con esos histéricos, que los abrazan.

—¿De qué os reís? —pregunta Mark, inquieto al cabo de un rato, y su pregunta provoca otra oleada de risas, pero no dura mucho.

—¡Por última vez, es hora de ir a la cama! —dice Ellen severamente.

Dave cruza la estancia y coge a cada niño de la mano, con una actitud seria y digna.

—Déjame que haga los honores, Ellen.

Ella jadea y finge que se siente azorada.

—¡No, no permitiré tal cosa! Eres un invitado en esta casa…

Avery levanta las manos.

—¡Ellen! Ellen, este es un hombre que adora a los niños y no tiene una oportunidad como esta con frecuencia. Deja de ser la madre cuidadosa.

Pero lo cierto es que la situación está fuera de sus manos. Dave se lleva a los niños escalera arriba, dando unos bonitos pasos de danza que sincronizan con el poema que entonan de nuevo.

La puerta se cierra en lo alto de la escalera y Avery abraza afectuosamente a su mujer.

—También es tu hora de acostarte, cariño.

—Pero tengo que lavar los platos, Brooks.

—¿No puedes aceptar nunca un favor? Yo limpiaré los platos y los pondré en el lavavajillas. Dave hará dormir a los niños. Ahora aprovéchate de nuestra hospitalidad antes de que se funda.

Ella bosteza y sonríe dulcemente.

—Dave tendrá que dormir…

—En el sofá cama del cuarto de los juguetes.

Ella sube la escalera lentamente, bajándose ya la cremallera del vestido.

—Las sábanas están en…

—Ya lo sé, Ellen.

—Dales un beso a los chicos de mi parte.

Ése es su último recordatorio mientras rodea el ángulo en lo alto de la escalera.

Avery se sirve otro vaso de whisky, y esta vez lo rebaja con agua. La televisión emite un resumen de las noticias del día. Avery se ríe de su propia estupidez al embadurnar la pantalla con nata. Todavía puede ver algún filamento blanco en los ángulos. Se sienta y mira las imágenes embotado, sin escuchar apenas las voces que brotan del aparato.

No sabe cuánto tiempo transcurre. Le despierta el ruido de unas pisadas que bajan por la escalera. Se vuelve hacia el televisor y oye el himno, ve la bandera, y entonces la imagen desaparece, sustituida por una especie de neblina cuajada de impurezas.

Dave entra lentamente en la sala, arreglándose el nudo de la corbata, y Avery se pone en pie, todavía somnoliento. Apaga el receptor.

—¿Qué te parece una última copa, amigo?

—No, gracias —dice Dave, en voz baja—. Estoy más que servido.

Avery se rasca la nuca y bosteza.

—No lo tomes a mal, Dave, pero ha sido un día muy largo. No te importará dormir en el cuarto de los juguetes, ¿verdad? Lo tenemos bien arreglado y hay un sofá… —Avery ve que Dave recoge su maletín y se pone el impermeable y el sombrero. Se queda un momento perplejo—. Gran idea, Dave. Caminar nos hará bien.

Empieza a ponerse la cazadora, pero le detiene la mano extendida de Dave.

—Me he alegrado mucho de verte, Brooks.

Avery no le estrecha la mano. No comprende lo que ocurre.

—Eh, espera un momento, hombre, no puedes irte ahora. ¡Es más de la una! Esto no es Nueva York, ¿sabes? Aquí no hay taxis recorriendo la calle de Oak a estas horas. Vamos, Dave, esto es absurdo.

—Lo siento, Brooksy, pero tengo que irme. No te preocupes por mí.

—Claro que me preocupo. —Avery se está enojando un poco—. No hay ninguna razón para que te vayas corriendo de este modo.

La gran mano se posa en su hombro y Avery ha de admitir que le transmite consuelo y poder.

—¿Quién corre, Brooks? Hoy a mediodía he de estar en Atlanta. —Avery está cariacontecido—. No me da miedo la oscuridad, Brooks.

Avery se da cuenta de que ha perdido.

—Al menos déjame que te lleve hasta la parada de taxis en LaGrange.

—Ni hablar de eso, Brooksy. No quiero hacerte perder tiempo.

—¡Esto es absurdo, Dave!

El hombretón ríe y le da otra palmada.

—Quizá nos veremos dentro de otros quince años, ¿eh?

—Quizá —dice Avery fríamente.

—Despídeme de Ellen, y transmítele mi agradecimiento por la comida. —Se frota el estómago—. Ha sido estupenda.

—No ha sido nada, Dave. —Se estrechan la mano con firmeza—. Y escucha, escucha… —Avery habla lentamente porque esto le emociona—: Sólo quiero decirte que has sido estupendo con los niños.

Dave le da un golpecito en el bíceps.

—Puedes estar seguro, Brooks, de que son unos niños encantadores. De los mejores.

—Siempre que estés por esta parte del mundo, Dave…

—Claro que sí, Brooks. —Ya ha cruzado la puerta y se desliza por las losas—. ¡Buenas noches!

Avery observa cómo la gran espalda blanca desaparece en las sombras. Cierra la puerta suavemente y permanece allí un momento, expresando su afecto con un movimiento de cabeza. Entonces su mirada recorre la sala y apaga las luces.

La luna ilumina su camino escalera arriba. Cuando llega arriba se siente un poco mareado, va directamente al baño, se toma dos tabletas de bicarbonato, se cepilla los dientes y se obliga a beber un vaso de agua.

Abre la puerta de su dormitorio y oye los ronquidos espasmódicos de su esposa, que se imponen al rumor del aparato de aire acondicionado. Ríe para sus adentros y piensa que alguna vez grabará los sonidos nocturnos de Ellen.

Recorre el pasillo y hace girar con cuidado el pomo de la puerta de los niños. Se imagina sigiloso como una serpiente o un ladrón mientras abre la puerta sin hacer ningún ruido.

Su primer pensamiento es: ¡Qué gran truco! Pero eso no dura más que una milésima de segundo, pues hay algo definitivo y real en los dos esqueletos tendidos sobre las camas, algo que la luz de la luna no puede ocultar. Esos son los huesos de sus hijos, desarticulados pero dispuestos adecuadamente, como rifles desmontados para inspección. No hay en ellos la menor afectación; yacen rígidos como objetos exhibidos, mondos, completamente descamados.

En medio de su náusea y su incredulidad, Avery empieza a llamar a gritos a su esposa, pero controla ese impulso y trata de pensar, lucha para no perder el conocimiento. Cierra la puerta, baja la escalera tambaleándose, abre la puerta y sale al patio. Sus instintos no pueden evitar que tiemble violentamente. Se desploma en la acera y su corazón late desbocado. Pide ayuda, gritando una y otra vez, espera que sus ecos se disipen, que se enciendan las luces en las casas del otro lado de la calle. No obtiene respuesta, así que grita otra vez, y su voz se quiebra en un falsete que le sorprende. Su voz suena inútilmente en la cuidada belleza del barrio residencial iluminado por la luna llena.

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