Los mejores relatos policiacos 1

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Mirando a Marcia (Michael D. Resnick)

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MIRANDO A MARCIA

Michael D. Resnick

Michael D. Resnick, el autor de Birthright y The Soul Eater, probablemente será reconocido en esta década como una de las principales figuras de la ciencia ficción. Nunca ha trabajado en el campo del suspense, y sólo en contadas ocasiones ha escrito relatos cortos. El cuento que presentamos a continuación dará una idea de lo que se pierden los aficionados a ambos géneros. «Mirando a Marcia» es un paradigma estremecedor y casi impecable que, debido a su tema y la forma de tratarlo, no podía publicarse en las revistas contemporáneas dedicadas a la literatura de misterio, cargadas de tabúes, desgraciada circunstancia que ahora remedian los editores de esta antología, publicándolo en la forma más permanente del libro. La voz de la persona que observa, el terror de la que es observada, la tenue línea divisoria entre una y otr…

Martes, 7 de junio

Marcia va de la sala de estar al baño y por un momento siento pánico, pues la pierdo de vista, pero vuelve a aparecer y la observo resueltamente a través del telescopio (un Celestron C90, doscientos treinta y nueve dólares al por menor y que vale hasta el último centavo que cuesta).

Deja caer su bata al suelo y un gemido escapa de mis labios. Luego se ducha y el baño se llena de vapor, y me parece que incluso a través del vapor puedo verla enjabonándose los pechos desnudos, deslizando las manos por su cuerpo, acariciando esa zona deliciosa entre sus piernas, con una leve sonrisa en el rostro.

Sale del baño al cabo de una eternidad, limpia, rosada, resplandeciente de salud, la piel todavía humedecida, y por un momento puedo imaginarme en el baño con ella, secándola, eliminando el agua de las zonas secretas que sólo ella y yo compartimos, lamiendo esa humedad y humedeciéndola de nuevo con mi saliva.

Esa idea me fascina y, para mi sorpresa, descubro que me he estado frotando mi propio cuerpo de la misma manera y produciendo, lo que no me sorprende, los mismos resultados.

Creo que a eso se le puede llamar amor.

Miércoles, 8 de junio

Casi ha concluido la pausa para comer y espero al lado de un estanco en el edificio donde está la oficina de Marcia. El olor de los cigarros, aunque estén envueltos en papel de celofán y metidos en cajas, me irrita las fosas nasales, y me pregunto por qué los Royal de Jamaica cuestan el doble que los Royal caribeños cuando son tan parecidos. Finalmente Marcia sale del ascensor, su culito prieto debatiéndose contra la falda ajustada y los zapatos taconeando con un ritmo casi sexual por el sucio suelo de baldosas.

Pasa por mi lado sin reparar en mí, lo cual es de esperar —después de todo, soy yo quien la observa y ella la observada—, y la sigo, sintiendo que me hipnotiza el movimiento de sus semiesferas gemelas, esas nalgas que avanzan apresuradamente delante de mí son como dos personajes condenados a estar siempre trabados en una lucha cuerpo a cuerpo. Imagino la testarudez con que ninguno de ellos pide clemencia y se me escapa una risa en falsete que atrae hacia mí algunas miradas de transeúntes. Pero Marcia, todo en ella moviéndose armónicamente, con suaves sacudidas y oscilaciones, no vuelve la cabeza.

Entra en la librería (conozco sus hábitos y podría haberla esperado allí, pero entonces no habría podido observar su manera de andar) y va directamente a la sección de novelas románticas, mientras yo introduzco la ficha en el reloj y voy a ocupar mi puesto ante la caja registradora. Se agacha un poco para mirar un título en el estante inferior de una estantería, la falda asciende por sus muslos y tengo que esforzarme para no gritar a medida que se me revela centímetro a centímetro esa piel blanca que conozco tan bien. Me pregunto si lleva bragas (esta mañana me desperté tarde y no tuve oportunidad de comprobarlo) y confío en que sí las lleve; ese suave y resbaladizo montículo de éxtasis sólo debe ser para mí. Empiezo a pensar en todas las cosas que me gustaría hacerle con los labios, la lengua, los dientes, los dedos…, y de repente me doy cuenta de que he estado contemplando el lugar vacío donde Marcia estaba, y ahora la veo delante de mí con un montón de novelas en rústica. Me entra tal acceso de nervios que he de contar el cambio tres veces antes de dárselo correctamente.

Ella me sonríe, con una sonrisa divertida, y yo musito una excusa y tengo que clavarme las uñas en las palmas para no desgarrarle la blusa y cubrirle los senos de mordiscos amorosos, allí mismo, delante de todo el mundo. Ella recoge los libros y el cambio y sale, sus nalgas empujándose furiosamente para ponerse en posición. Me limpio el sudor del rostro y soy consciente de mi estupidez.

Pero eso, ciertamente, no es exacto. ¿Acaso una persona estúpida habría tenido suficiente caletre para pedirle a Marcia que anotara su número de teléfono la primera vez que pagó sus libros con una tarjeta de crédito Visa? Sin su nombre y su número nunca habría podido confirmar su dirección en el listín telefónico, y sin su dirección no habría podido alquilar el apartamento al otro lado de la calle, ni instalar mi Celestron C90, de tres pulgadas y media, refractario, con su sistema de orientación fuera de eje, ni habría visto el diminuto lunar en el interior del muslo izquierdo. Creo que eso es una muestra suficiente de mi inteligencia.

La verdad es que poseo una enorme astucia animal. Cuando empecé a escribir notas y deslizarlas bajo su puerta, no se me ocurrió hacerlo con mi propia caligrafía, ni siquiera con mi máquina de escribir. ¿Sabes el trabajo que me dio recortar las letras de los titulares de periódico para escribir «quiero COMERTE»? (Lo hice con letras de 48 puntos, llamadas Tempo, pero no pude encontrar una U mayúscula para quiero. Confío en que no crea que está tratando con una persona analfabeta).

Además, conduje hasta Greenwich, en Connecticut, para enviarle el vibrador y la jalea K-Y. Quiero decir que no me limité a ir al Bronx o a Scarsdale, sino que fui nada menos que a Connecticut.

Creo que eso basta para ver con claridad quién padece estupidez y quién no.

Jueves, 9 de junio

Marcia y yo nos despertamos a la vez…, aunque en diferentes lugares. Aplico el ojo al Celestron, enfoco y casi puedo ver su clítoris latiendo. Entonces le miro los pechos y lanzo un grito de angustia porque no tiene los pezones erectos y ella debería saber —¡maldita sea, debe saberlo!— que sólo parece media mujer cuando los tiene tan mustios. Quiero chupárselos y mordisqueárselos hasta que se pongan tiesos, pero me limito a mirar y mirar, y siento una irritación creciente.

Ella bosteza, cuelga la bata y empieza a vestirse. Se pone el sostén primero y luego las bragas, y la ira me pone fuera de mí. Todo el mundo sabe que eso se hace al revés; es un error absoluto, y si estuviera allí cogería ese condenado vibrador y se lo metería por el culo, tan adentro que le rompería los dientes.

Mi trastorno llega a tal extremo que ni siquiera la sigo al trabajo, como siempre hago. De ordinario me gusta ver cómo levanta el brazo y cómo sus pechos se agitan cuando advierte al autobús para que pare, e intento echar un vistazo por debajo de su falda cuando toma un asiento al lado del pasillo; pero hoy lo ha estropeado todo…

Si no empieza a mostrar un poco de consideración, voy a hacerle algo malo.

Sí, se lo haré.

Viernes, 10 de junio

¡Siento tal indignación que casi podría matarla!

Hoy no llevaba sostén y fue caminando a la parada del autobús, meneando sus encantos de tal manera que eran evidentes para todo el mundo. ¡Quiero decir que se le podía ver todo! El autobús se retrasó un par de minutos, y un tipo alto, de pelo gris, con un maletín, se puso a hablar con ella mientras esperábamos. Sus pezones se pusieron erectos y casi atravesaron la lana del suéter. ¡No les costó ningún esfuerzo ponerse tiesos para él!

Y el conductor del autobús, que nunca se da cuenta de nada, ni siquiera de los perros que cruzan la calzada delante de él, la obsequió con una gran sonrisa cuando ella meneó las tetas ante su cara. Si hubiera permanecido un segundo más delante de ese hombre, le corto la picha y se la tiro a esos perros a los que siempre trata de atropellar.

Sólo yo puedo mirar esas tetas, ese coño y ese culo… ¡Nadie más! Ninguna mujer a la que yo ame puede pavonearse por ahí como una puta de cinco dólares el polvo; eso es todo lo que tengo que decir.

Será mejor que no vuelva a suceder.

O, de lo contrario…

Sábado, 11 de junio

Hoy ha ido a la playa, y me siento en un banco a unos cientos de metros de distancia, gemelos en mano, y la observo.

Encuentra un bonito y recoleto lugar y se quita la ropa: lleva un minúsculo bikini color cobalto, y da la impresión de que en cuanto respire hondo los pechos le saltarán del sostén. Tiemblo un poco mientras la estudio a través de los gemelos (Power Optics 30 x 80, ciento sesenta y nueve dólares sin el trípode, las cubiertas para las lentes gratis), y decido que no quiero que nadie más la vea así. Los bikinis pueden estar muy bien para chicas sin compromiso, pero Marcia es mía, y hasta se le puede ver ese condenado lunar al lado del mismo coñito. ¡Por el amor de Dios! Tomo nota mental para decirle que en el futuro se vista con más recato. Me limpio el hilillo de baba que se ha deslizado sin que me diera cuenta hasta el mentón y vuelvo a mirarla.

Un joven rubio, bronceado y peludo, con la picha casi saliéndole del bañador ceñido, se acerca a hablar con ella. ¡Con mi Marcia!

Meto la mano en el bolsillo y acaricio la Beretta calibre veintidós, dejo que mis dedos se deslicen por ella y palpen todas sus hendiduras, más o menos como le haría a Marcia, y decido contar hasta veinte. Pero cuando voy por catorce, el tipo se encoge de hombros y se aleja, y Marcia se coloca boca abajo, sus nalgas doradas reflejando la luz del sol, rogando —sí, rogando— que la violen, sin saber que ha salvado la vida de ese tipo por un margen de segundos.

Domingo, 12 de junio

Me levanto a las siete y media, desconecto el despertador (un General Electric con radio incluida, AM/FM, veintidós dólares noventa y cinco en una tienda de la vecindad que vende al descuento, pero que te despierta con música y no con unos buenos timbrazos, terrible error con el que ahora he de apechugar), y enfoco mi Celestron, pero Marcia se vuelve perezosa y permanece en la cama, con los ojos cerrados y los montículos suculentos de los pechos subiendo y bajando regularmente, sumida en un sueño profundo.

Llegan las nueve, luego las diez, y sigue dormida, pero no me atrevo a apartar los ojos de ella por temor a perderme el momento en que se levante y desvele sus tesoros. De repente me sobrecoge la sensación de que me está maltratando. ¿Es que no tiene consideración hacia mí? ¿No sabe cuánto tiempo he permanecido en una silla, inmóvil, el ojo pegado al telescopio? No es justo, se mire como se mire, y tomo la decisión de remediarlo, por lo que sin apartar la mirada de su cuerpo, extiendo la mano hacia atrás y finalmente consigo localizar el teléfono.

La llamo, y un instante después ella se sienta en la cama, las sábanas le caen sobre los muslos y veo que tiene los pezones erectos, pero eso no me satisface porque sé que ha estado soñando con él, ha soñado que aplastaba sus senos en la cara del rubio, que le aferraba con su boca y hacía que las manos corruptas exploraran cada centímetro de su cuerpo. Y cuando coge el teléfono, un instante después, mi furia es tal que no puedo hablar y no hago más que respirar pesadamente junto al micrófono.

Espero hasta qué la cabeza deja de latirme y desaparece el ruido chirriante en mis oídos. Entonces vuelvo a marcar su número.

—¿Diga?

La miro y me olvido de que tengo el teléfono en la mano. Ella cuelga de nuevo. Pero ahora se ha levantado, y después de observar cómo entra y sale de la ducha, se seca y se empolva el cuerpo, llamo por tercera vez. Ahora me domino por completo. Esta vez voy a poner las cosas en claro.

—¿Diga?

—Hola, Marcia —le digo en voz baja.

—¿Quién es?

—Marcia, no me gusta cómo han ido las cosas entre tú y yo —le digo—. Tienes que poner fin a eso.

—¿Qué es esto? ¿Alguna clase de broma?

Pero la estoy viendo a través del telescopio y sé que no le parece divertido.

—Si vamos a seguir siendo amantes, si vas a abrirme tu cuerpo maduro y jugoso, vamos a tener que llegar a un entendimiento.

—¿Eres tú, Marlene? —dice entonces—. ¡No me hace ninguna gracia tu sentido del humor, Marlene!

—¿Quién es Marlene? —le pregunto—. ¿Te estás viendo con alguien que se llama Marlene?

—¿Quién es usted? —grita.

—Quiero que te alejes de Marlene —le advierto—. No quiero volver a oírte hablar de ella.

Entonces me doy cuenta de que me estoy desviando del motivo de mi llamada y que también grito, por lo que aspiro hondo, bajo la voz y le digo con mucha naturalidad:

—Si vuelves a decirle una sola palabra a ese tipo rubio, le mataré.

Ella cuelga el teléfono y empieza a dar vueltas por la habitación. Parece preocupada.

Sonrío. Lo he dejado todo bien claro. Esto va a mejorar las cosas entre ella y yo.

Lunes, 13 de junio

Hoy Marcia lleva sostenes y unas bragas que no revelan nada. Escudriña a todo el mundo en la parada de autobús, explora cuidadosamente cada rostro, pero soy demasiado inteligente y me quedo en mi habitación, mirándola desde la ventana. Tampoco la espero al lado del estanco. Cuando entra en la librería, le dirijo una sonrisa amable, y ella no parece verme. Pasa unos minutos hojeando libros, pero no compra nada, y me doy cuenta de que sigue pensando en nuestra pequeña charla.

Muy bien. Aunque haya sido nuestra primera conversación y no nos hayan presentado formalmente, me alegra ver que es una chica seria y considera como es debido lo que le he dicho.

Creo que éste es el principio de una relación muy larga, hermosa y digna de confianza.

Martes, 14 de junio

Hoy salgo muy pronto del trabajo y corro a casa para observar el rostro de Marcia cuando abra el paquete. La espero durante una hora, pero por fin llega, deja el paquete junto al resto del correo sobre la mesa de la cocina y lo mira un poco como si pudiera contener una bomba. Finalmente lo abre y extrae el sostén negro, con los pequeños orificios para poder asomar los pezones, y las bragas negras de encaje, a las que les falta la parte de la entrepierna. Entonces ve el mensaje: ANSÍO TU CUERPECILLO CALIENTE (he abandonado el tipo de letra Tempo y he pasado al Erber de 96 puntos, que es mucho más impresionante y hace que mi mensaje llegue de veras).

Ella empieza a llorar y me inunda un delicioso calor al darme cuenta de que he hecho verter lágrimas de felicidad a la mujer que amo.

Miércoles, 15 de junio

El día comienza como todos los demás, con la revelación de los encantos de Marcia, y continúa como los otros, pero hay un momento en que algo falla, porque cuando subo al autobús para volver a casa, Marcia no está en él. Presa del pánico, bajo en la siguiente parada y desando el camino. Tropiezo con transeúntes sin darme cuenta, me tuerzo un tobillo dolorosamente en un bordillo, pero sigo adelante hasta que por fin doy con ella.

Está sentada en un bar, y al mirar a través de la ventana veo que tiene un vaso en la mano, pero debido a mi inexperiencia en tales cosas, no puedo decir, por la forma del vaso, de qué bebida se trata. Hay pocos clientes a esa hora: una pareja sentada a una mesa y tres hombres de negocios situados en diversos lugares de la barra, pero eso es todo.

Entro en la farmacia que está al otro lado de la calle, busco el número del bar en el listín telefónico y pregunto por Marcia. El camarero parece sorprendido, pero la llama por su nombre y veo que le ofrece el teléfono.

—Marcia —le digo con voz áspera—. Esto no puede seguir así.

—¿Quién es usted? —pregunta ella con voz temblorosa.

—No puedes seguir exhibiéndote de ese modo, contoneando el culo delante de esos tres hombres como una furcia. No voy a tolerarlo.

—¿Por qué no puede dejarme en paz? —grita ella.

—Sal de ahí inmediatamente o voy a enfadarme mucho contigo —le advierto, y cuelgo el teléfono.

La veo gritar algo al micrófono antes de darse cuenta de que ya no hay línea. Todo el mundo se vuelve y la mira, y de repente ella arroja un puñado de dinero sobre la barra, sale del local y para un taxi.

Debo acordarme de decirle que en el futuro no dé propinas excesivas a los camareros.

Jueves, 16 de junio

Esta mañana Marcia no sale de la cama para ducharse. Sé que no tiene la regla y empiezo a preocuparme, porque podría estar indispuesta, pero entonces salta como si hubiese recibido una corriente eléctrica y se queda mirando el teléfono. Sé por su actitud que debe de estar soñando, y probablemente teme que mi enfado con ella no haya remitido.

Cuando me conozca mejor, descubrirá que en realidad soy una persona muy afectuosa y amable, a la que casi nadie tiene animosidad. Decido llamarla y decirle que está perdonada, pero cuando suena el teléfono oculta la cabeza bajo una almohada y, como no hay nada que observar excepto unos pocos abultamientos temblorosos bajo la manta, decido ir a trabajar sin ella.

Durante todo el día me pregunto quién puede haberla llamado a las ocho de la mañana, y eso hace que esté de muy mal humor cuando regreso a casa. Miro a Marcia durante unas horas antes de ir a acostarme y me siento mejor.

Viernes, 17 de junio

Hoy, la revelación de sus encantos es gloriosa, como siempre, y me absorbe tanto que casi pierdo el autobús. Sin embargo, las acciones de Marcia son rutinarias, les falta cierta chispa, y deseo que haga algo un poco diferente, así que la llamo a su oficina poco después de la hora del almuerzo.

—¿Diga? —pregunta en tono brioso y eficiente—. ¿Puedo servirle en algo?

—Puedes, desde luego —respondo—. Te envié un regalo hace tres días y ni siquiera te lo has probado. —Me parece oír algo al otro lado de la línea, quizás un grito ahogado o un sollozo, pero ella no dice nada, así que prosigo—: Creo que deberías ponértelo esta noche al ir a acostarte, Marcia. Al fin y al cabo, pasé mucho tiempo seleccionándolo, y me parece muy poco amable por tu parte que no te lo pongas por lo menos una vez.

Ella cuelga el teléfono, o quizá nos bloquean la línea. Paso el resto de la tarde colocando nuevos títulos de misterio y policiacos en los anaqueles y apartando los viejos para que el distribuidor se los lleve. Alguien entra cuando ya es casi la hora de cierre y pierdo el autobús habitual, pero no me molesta, porque ya he visto a Marcia con el vestido que lleva hoy y espero con un anhelo casi frenético verla esta noche llevando puesto mi regalo.

Subo la escalera hasta mi piso y abro la puerta. No he comido en todo el día y de repente me doy cuenta de que tengo un hambre voraz, pero decido echar primero un rápido vistazo a Marcia. Corro al Celestron, confiando contra toda esperanza que haya decidido esperar hasta la hora de acostarse para ponerse el sostén y las bragas. Aplico el ojo al telescopio y, de repente, emito un aullido de rabia.

¡Ha bajado todas las persianas!

Me invade el horror mientras desvío el telescopio de su habitación y enfoco las demás estancias. Todas ellas tienen corridas las finas cortinas y echadas las persianas. Le llamo para pedirle una explicación, pero la operadora me dice que ha cambiado de número y no lo tienen registrado.

¡Esto es intolerable! Todos los vínculos están rotos, todas las solemnes promesas incumplidas… Y bajo precipitadamente a la calle. Sé que esa zorra ingrata, despreciativa y traidora no abrirá jamás la puerta si llamo al timbre, por lo que subo por la crujiente escalera de madera hasta llegar a la puerta trasera del apartamento. Está cerrada, pero rompo la ventana, introduzco la mano hasta coger el pomo y la abro.

Cuando llego al dormitorio, ella se dispone a huir corriendo, pero la cojo del brazo (la sensación al tacto no es tan suave como había pensado que sería) y la arrojo sobre la cama.

—¿Quién es usted? —balbucea, mientras las lágrimas corren por su rostro y se mezclan con el maquillaje—. ¡Nos hemos visto en alguna parte! ¿Qué quiere de mí?

—¡No puedes tratarme así! —le grito—. ¡No después de todo lo que significas para mí y yo para ti!

—¡Dios mío! —exclama ella, y abre mucho los ojos, inundados súbitamente de horror—. ¡Usted es la extraña mujer de la librería!

Saco el cuchillo de mi bolso.

—¡Puta! —le grito, y se lo hundo en el vientre.

Ella aúlla de dolor y escupe sangre.

—¡Asquerosa! —exclamo mientras le atravieso la garganta.

Ella intenta gritar de nuevo, pero no produce más que un gorgoteo húmedo.

—¡Te quería! —le digo, hundiéndole el cuchillo una y otra vez—. ¡Podríamos haber sido tan felices! ¿Por qué tuviste que estropearlo? ¿Por qué todas tenéis que echarlo siempre a perder?

Ella no dice nada, claro. Ya nunca dirá nada más, y antes de que pueda llorar en privado por mi amor perdido, debo desembarazarme del cuerpo. Abandono su piso, regreso al mío, cojo dos grandes bolsas de plástico y un rollo de cinta adhesiva, y voy con mi Volkswagen (un «escarabajo», dos mil doscientos dólares nuevo y, a pesar de todo, un gran coche) al callejón que está detrás de su edificio.

Entonces voy arriba, deslizo una de las bolsas sobre la cabeza del cadáver y le introduzco las piernas en la otra, uno ambas bolsas con la cinta adhesiva, me echo la carga al hombro, bajo al callejón y la deposito en el portaequipajes del coche.

Me dirijo al supermercado de la vecindad y voy a la parte trasera, donde tienen un gran vaciador metálico de basuras, y echo el cuerpo entre los demás desperdicios y basuras que recogerán mañana por la mañana.

(Confieso que la primera vez que lo hice me sentí preocupada, pero nunca manos humanas tocan ese vaciadero de basura. El camión tiene unos largos brazos mecánicos que cogen el recipiente, lo elevan en el aire y lo vuelcan, y puesto que nunca han encontrado a Phyllis, ni a Joan, ni a Martha, sé que tampoco encontrarán a Marcia. Esa zorra egoísta e insensible será aplastada y convertida en un cubo diminuto y compacto, junto con las latas y cajas rotas, y será depositada en algún agujero maloliente abierto en el suelo: eso será todo, y nadie sabrá jamás lo que le ocurrió. Aunque si ella trató alguna vez a otros amantes de la misma manera altiva y desatenta, habrá alguno que quizá aventure una suposición, y quizá incluso me felicitara si lo supiera).

Y en caso de que se presentara la policía (cosa que, naturalmente, nunca ha ocurrido), me limitaría a parecer asombrada y diría que sí, que la había visto en alguna ocasión, y que, la verdad, parecía un poco rara.

¿Amantes?

Sonreiría, menearía la cabeza, y diría que no, que ella no era el tipo de mujer que tiene amantes.

Además, ¿qué podría saber de eso una vieja y encanecida vecina?

Miércoles, 6 de julio

Creo que estoy enamorada.

Se llama Sharon y es mucho más sensible que Marcia. No le interesan las estúpidas novelas románticas, no: entra a las dos en punto cada tarde y va directamente a la sección de poesía. Es cortés y refinada, y tiene las piernas más largas y bonitas que he visto jamás. (Y apuesto a que no tiene un lunar vulgar y feo como el que tenía Marcia).

Sus pechos son altos y firmes, y sé que los pezones sobresalen orgullosamente.

He soñado con ella cuatro noches seguidas, y creí que me volvería loca cuando el cuatro de julio cayó entre semana y tuvimos que cerrar la tienda. Me paso la mayor parte del día de pie al otro lado de la calle, confiando en que Sharon pase y eche un vistazo a la nueva disposición de nuestro escaparate. No podemos seguir separadas de esta manera. No es justo.

Me pregunto si tendrá una tarjeta de crédito Visa.

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