Los mejores relatos policiacos 1

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La última cacería (Brian Garfield)

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LA ÚLTIMA CACERÍA

Brian Garfield

Brian Garfield es un escritor especial. Muy pocos autores de relatos policiacos han trabajado con tanta eficacia en el género del Oeste como este excepcional hombre; si bien gran parte de sus obras en el último género citado han aparecido bajo diversos seudónimos. Ha sido presidente de la asociación de escritores norteamericanos de obras del Oeste y de escritores norteamericanos de obras de misterio. Ganó un premio Edgar por Hopscotch, quizá su obra más conocida.

«La última cacería» combina diestramente su amor hacia el Oeste con su talento para el relato de suspense.

El guardián nocturno creyó ver una llama vacilante en los bosques. Se apeó de la plataforma y miró una y otra vez, pero no vio nada.

Podría ser una ardilla. El amanecer del domingo siempre traía algún sobresalto. Cualquier otra mañana la fábrica estaría funcionando, con los relevos entrando y saliendo, pero el domingo era silencioso porque así lo decidía la dirección de Keenmeier: respetaban religiosamente el descanso dominical.

En domingo, el único rostro que vería el guardián sería el del vigilante diurno a las ocho, y faltaban todavía tres horas para eso.

La luz rojiza se filtraba entre los árboles. El guardián consultó su reloj. Media hora más y haría otra ronda de inspección.

Se dirigió a su coche y subió a bordo. El café todavía estaba caliente, pero sólo quedaba media taza. Pensó en conservarla, pero se enfriaría, y al final se lo tomó.

Como era habitual su mirada recorrió la longitud de la fábrica de papel. Parecía nueva y ruda… No se habían molestado en pintarla bien. El humo había descolorido amplios fragmentos de las paredes. Los grandes toboganes metálicos estaban cubiertos de feas manchas. A lo largo del aparcamiento, los pinos exhibían la suciedad depositada en ellos por los vertidos de la fábrica.

Podía oír el rumor del río, cuyas aguas se arremolinaban en torno a las rocas, debajo de la fábrica. Aquellas rocas estaban coloreadas por la mugre que vomitaban los vertederos. De vez en cuando iba hasta allí y se quedaba mirando los colores de las rocas, extraños y muy bonitos… Colores metálicos, duros y brillantes.

Algo brilló de nuevo en el ángulo de su visión, y miró hacia el bosque.

Iba a abrir la portezuela para bajar del coche cuando la fábrica estalló.

El sheriff Ben Jode, que viajaba en su coche oficial del condado de Grant, giró para salir de la carretera y entrar en el nivelado camino del rancho. Llegó a una elevación y se detuvo allí para reconocer la situación.

Al otro lado del valle había una montaña cuya cresta tenía la forma exacta de una galleta, incluso con el borde acanalado, debido a las formaciones rocosas de sus laderas. Aquella cumbre en forma de meseta dominaba el valle, era el punto más elevado de la cordillera; las demás montañas iban declinando graciosamente a cada lado, hilera tras hilera. Aún había fragmentos de blancura en las cumbres, restos de la nieve invernal.

El valle era ondulante, con vegetación de alta montaña: laderas cubiertas de hierba amarillenta y salpicadas de pinos, enebros y robles. Contó más de cuarenta caballos en el pasto cercano.

La carretera bajaba al valle. La casa principal se alzaba en una colina, con una vista completa de los alrededores; debajo estaban los edificios exteriores y las dependencias; a cierta distancia los corrales, dos molinos de viento, cobertizos de herramientas, aposentos de los trabajadores, un granero y el silo. La casa estaba aislada en su colina.

Varios coches policiales con insignias diferentes estaban estacionados oblicuamente a unos cien metros de la casa. Jode puso el coche en marcha y avanzó hacia ellos. Distinguió un coche policial de la localidad de Aravaipa, dos de la patrulla de tráfico, un coche del sheriff del condado Rincón, y hasta un automóvil rural con la luz azul giratoria en el techo… Pertenecía a la policía de la reserva apache de Fort Defiance, y estaba a treinta kilómetros de la reserva, lo cual hizo sonreír a Jode.

Bajó lentamente por el camino y aparcó a cierta distancia detrás de los demás coches. Todos tenían rifles, escopetas de cañones recortados y una variedad de artillería similar. El sheriff de Rincón, tan alto como Jode y bastante más grueso, tenía un megáfono en la mano.

Alguien disparaba con un rifle desde la casa, y lo hacía pausadamente, sin precipitarse. Los estampidos se oían débilmente; la casa estaba situada a favor del viento y los disparos parecían rumores distantes, pero Jode podía ver los resplandores en las ventanas.

Se agachó y avanzó hasta donde estaba el sheriff de Rincón.

—Estás fuera de tu jurisdicción, pero me alegro de tenerte aquí, Ben.

—Oí la llamada por la radio —dijo Ben—. Parece que todo el mundo la ha oído. ¿Quién es el tipo con traje de paisano?

—Es del FBI. Se llama Vickers.

—¿Del FBI?

—También está fuera de su jurisdicción.

El rifle seguía disparando a intervalos, pero Jode observó que no apuntaba a los policías, sino a los neumáticos de los coches, casi todos los cuales estaban deshinchados. Jode miró atrás, por encima del hombro. Había dejado su vehículo bastante atrás, y la puntería de aquel rifle tendría que ser sobrenatural para alcanzarlo desde la casa. De momento, la persona que disparaba ni siquiera intentaba hacerlo… Abundaban los blancos fáciles mucho más cerca.

—La factura de neumáticos te va a subir un pico.

El sheriff de Rincón soltó un gruñido.

—¿Quién se ha hecho fuerte en la casa? —preguntó Jode.

—María Skelton.

Jode se sintió conmocionado; aquellas palabras fueron como la onda expansiva de una granada.

—Me estás tomando el pelo.

—No, señor.

—¿Y está completamente sola?

—En compañía de ese rifle, y sabe cómo usarlo perfectamente.

Jode rió ruidosamente.

—Sí, ya sé, es gracioso —dijo el sheriff de Rincón—. Como ves, tiene todos los postigos cerrados y no podemos arrojar bombas lacrimógenas al interior. Le he estado gritando durante una hora con el megáfono. No ha servido de nada, pero hace cinco minutos se le ocurrió la idea de practicar el tiro al blanco con nuestros neumáticos. Parece que tiene un montón de municiones. —Miró al extremo de la hilera de automóviles, donde estaba el tipo con un traje de paisano gris—. Vickers quiere hacerla salir prendiendo fuego a la casa.

—¿Lo ha pensado bien?

—Está muy claro, Ben, veinte policías contra una mujer, ¿y tenemos que recurrir a quemar una casa de sesenta mil dólares para hacerla salir? ¿Qué impresión va a dar eso cuando salga en los periódicos mañana por la mañana?

—No muy buena, Roy.

—Así es. ¿Qué vamos a hacer entonces? Supongo que no habrá más remedio que esperar a que salga. Más tarde o más temprano se cansará o se aburrirá.

—Eso puede tardar bastante.

—¿Se te ocurre alguna otra cosa? Te agradecería una sugerencia si tienes alguna, Ben.

—El límite de mi condado está a diez kilómetros. Ésta es tu jurisdicción, no la mía.

—No me importa delegar en ti el asunto —dijo el sheriff de Rincón—. Llevas en esto más tiempo que yo, y además…

El sheriff no concluyó la frase, pero su significado estaba bastante claro. Jode ya no estaba precisamente en la flor de la vida, pero era un líder. Todos le conocían en aquel rincón del sudoeste. Había vuelto con medallas de Corea, comenzó su trabajo reformando debidamente la misma oficina del sheriff… El condado de Grant había sido el más corrupto hasta que Jode se hizo cargo del trabajo, y ahora era uno de los condados más limpios. A los mañosos que habían tratado de montar negocios inmobiliarios los había ahuyentado, y a todo aquello había que añadir la solución espectacular que dio Jode a la serie de asesinatos de muchachas adolescentes perpetrados por un psicópata, allá por 1968. La tarde en que llevó al asesino, el joven Breucher, ante el tribunal, el césped del palacio de justicia estaba lleno de cámaras de televisión. Las emisoras nacionales recogieron las filmaciones y Jode fue objeto de la atención general. Una celebridad nacional durante dos días.

Jode tenía en su casa copias en 16 mm de aquellas películas.

Pero desde aquel episodio, años atrás, las cosas habían ido cuesta abajo. No ocurría casi nada, nadie armaba escándalo en la jurisdicción de Jode. Si sus ayudantes detenían a un grupo de atracadores de gasolineras, eso era un acontecimiento. En general, su trabajo se limitaba a mantener controlados a los borrachos en las tabernas situadas a los lados de la carretera y vigilar el tráfico.

Había personas, como el sheriff de Rincón y los campesinos, que le consideraban un cruce entre John Wayne y Buford Pusser, y que todavía reverenciaban a Jode. Él lo sabía y disfrutaba de esa fama, pero era una gloria del pasado y ahora le trataban como si ya se hubiera jubilado. A veces tenía la sensación de que las cosas se le escapaban de las manos.

Con frecuencia recordaba a los productores de Hollywood que le hablaron en 1968, cuando era noticia. Querían hacer una película sobre su vida, pero al final lo dejaron correr. Haría falta algo nuevo y fresco…, un nuevo triunfo de Ben Jode, para hacer que su nombre apareciera de nuevo en los titulares de los periódicos y los furgones de televisión viajaran al condado de Grant.

La mujer que se había hecho fuerte en la casa cerrada… ¡Eso sí que se merecía unos grandes titulares!

Jode sabía bastantes cosas de ella, como todo el mundo. No la conocía personalmente, pero estaba enterado de todo lo que se decía.

María Skelton había sido campeona de rodeo. No era india, pero había crecido en la reserva de Fort Defiance, donde sus padres eran misioneros. Conocía bien los caballos y las zonas agrestes… Se decía que estuvo relacionada con una familia india que transportaba ginebra de una destilería hasta los picos de la Galleta, y María conducía recuas cargadas de licor por los difíciles caminos rurales. Por lo menos, ése era el rumor. Tenía la reputación de haber sido una chica salvaje. Luego se dedicó a ganar concursos de equitación y a participar en rodeos.

Durante el año 1961 apareció en algunas películas del Oeste. No duró mucho como estrella de la pantalla, pero invirtió las ganancias que le proporcionó el cine y las obtenidas en los rodeos, y en 1963 compró aquel rancho. Tenía la intención de instalar allí un importante criadero de caballos y disfrutar de la vida junto a su novio, que era uno de los especialistas que doblan escenas peligrosas en las películas, en sustitución del protagonista, y al que María conoció cuando trabajaba en Hollywood. Entre los dos trabajaron para desarrollar la raza de caballos Appaloosa, confiando en que haría que su rancho fuese famoso en el mundo entero.

María tenía la reputación de ser una mujer metida en constantes líos. Decían que tenía una tendencia inveterada a emborracharse hasta perder el sentido. Para ser una mujer delgada y menuda, creaba un alboroto considerable. Había andado de parranda por algunos de los bares de más clase en California y Arizona. En cierta ocasión fueron necesarios cuatro policías de Hollywood para poner fin a sus desmanes.

Entonces, al cumplir los treinta años, empezó a sentar la cabeza; abandonó el aguardiente, estuvo más en casa y se tomó en serio su trabajo de criadora de caballos.

Su novio, hombre amante de la diversión, empezó a aburrirse. O eso era lo que se decía.

Entonces, el aserradero de Keenmeier decidió dedicarse al negocio del papel, y construyeron la enorme fábrica papelera en la orilla derecha del río que separaba las dos propiedades.

El humo y el hedor de la fábrica empezaron a impregnar la atmósfera de toda la meseta. Los vertidos provocaron efectos atroces en el río.

Fue del dominio público en toda aquella zona de alta montaña que María estaba enfadada. Había gritado a los funcionarios de la oficina estatal de protección del medio ambiente, pero en la junta figuraban varias personas que no eran dignas de crédito, y María no llegó a ningún acuerdo con ellas. Tuvo que dejar de utilizar las aguas del río para dar de beber a su ganado, y se vio obligada a abrir pozos.

Por entonces, su marido se cansó sin duda de la bucólica y rutinaria vida en el aislado rancho, con una esposa que de repente se había vuelto sobria, así que emprendió el vuelo hacia Los Ángeles. Corrió el rumor de que vivía allí con una actriz secundaria de televisión, trabajaba como especialista en las películas y se negaba a responder a las llamadas telefónicas de su esposa.

Dijeron que habían surgido unos problemas legales con respecto a la propiedad de los terrenos donde María tenía su rancho, lo cual hizo que su vida fuera todavía más desgraciada.

Hacía unos diez días que alguien había tratado de prender fuego a las balas de papel en la plataforma de carga de la fábrica, pero el papel muy comprimido no arde fácilmente, y las cerillas habían producido un daño mínimo. Todo el mundo sabía que María era la culpable, pero no había ninguna prueba.

—Esta vez lo ha hecho en serio —dijo el sheriff de Rincón—. Ha usado dinamita.

—¿Para volar la fábrica de papel?

—Eso es. Menos mal que no es experta en explosivos y no utilizó la cantidad suficiente. No colocó las cargas en los lugares adecuados, y todo lo que hizo fue derribar un ángulo del edificio.

—¿Alguien resultó herido?

—No. Supongo que por eso eligió el domingo por la mañana… No habría nadie por ahí que pudiera salir malparado. El guardián nocturno la avistó esta mañana, corriendo inmediatamente después de la explosión, y llamó a mi oficina. Nos dirigimos aquí y puedes ver el resto por ti mismo.

—¿Qué trata de demostrar esa mujer, Roy?

—¡Sabe Dios lo que hay en la cabeza de una mujer loca!

El sheriff de Rincón miró hacia la casa con avinagrada resignación.

Un policía corrió de un coche a otro, y el rifle de María reaccionó. Las balas levantaron polvo e hicieron que el policía saltara para ponerse a cubierto.

—Está haciendo un poco de deporte —dijo el sheriff de Rincón—. Si hubiera querido darle, ya le habría alcanzado.

—Oye —dijo Jode—, tengo una idea.

Por la noche, acompañado de tres ayudantes, Jode se aproximó a la casa, rodeándola en un círculo amplio; mientras el sheriff de Rincón trataba de distraer a María disparando contra la fachada principal, Jode se deslizó hacia la parte trasera.

Abrió uno de los postigos con un desmontador de neumáticos. Entonces se hizo a un lado y dos ayudantes arrojaron al interior granadas de gases lacrimógenos.

Esperaron algún tiempo, hasta que el gas se extendiera, y luego se pusieron las máscaras antigás y penetraron en la oscura casa.

Se esparcieron por el interior. Abrían una puerta, lanzaban una granada de gas y esperaban. Luego entraban. Sabrían si la mujer estaba allí, oirían la tos…

Se dividieron para ir a todas las habitaciones, escudriñando a través de sus máscaras, en busca de María.

No la encontraron.

Jode registró hasta la última habitación, pero no había rastro de María. Salió al exterior y con los brazos hizo señas al sheriff de Rincón, que aguardaba en la colina. Los hombres se acercaron vacilantes, temerosos del rifle de María. Dos ayudantes salieron de la casa a espaldas de Jode, quitándose las máscaras antigás; permanecieron allí tosiendo, aspirando el aire que les limpiaba los pulmones.

Cuando el sheriff de Rincón se aproximó a la casa, uno de los ayudantes salió de ésta y pasó por el lado de Jode. Todavía llevaba puesta la máscara antigás, cosa que extrañó un poco al policía. Sospechó algo, pero entonces el sheriff de Rincón se reunió con él y los dos dieron la vuelta para entrar en la casa y llevar a cabo una búsqueda más meticulosa.

Jode entró con la máscara puesta, y abrió las ventanas para renovar la atmósfera. Escudriñó los rincones, echó un vistazo al cuarto donde estaba la caldera y el calefactor del agua. Estaba a punto de marcharse cuando algo le llamó la atención… Una bota. Rodeó la caldera y descubrió que la bota estaba unida a un cuerpo.

No era un muerto, sino un policía vivo, muy bien atado y amordazado, vestido sólo con la camisa y los calzoncillos. Era el más menudo de los ayudantes.

Jode soltó una exclamación.

Cuando llegó a la puerta principal, oyó el ruido del motor de su coche, y vio que éste se alejaba.

—Mi coche —le dijo al sheriff de Rincón—. La condenada me ha robado el coche.

—Ese ayudante con la máscara de gas que salió de la casa…

—Era ella.

El sheriff de Rincón arrojó violentamente su sombrero al suelo. Jode salió y contempló la polvareda que disminuía a lo lejos, bajo la luz de la luna, una estela plateada en las colinas.

Los dos hombres se miraron. La boca del sheriff de Rincón empezó a contorsionarse. Luego los dos hombres se echaron a reír.

Jode estaba semidormido en el sillón giratorio que había ante su mesa, Oscurecía y los ayudantes encendieron las lámparas de la sala. Después de las semanas transcurridas, seguían cuchicheando acerca de María Skelton. Había empezado a nacer una leyenda.

—Quizás haya muerto, o esté escondida en algún lugar de las colinas.

—He oído decir que está en México, organizando un ejército de mercenarios para regresar y borrar del mapa la fábrica de Keenmeier.

—No. Dicen que ha vuelto a Hollywood y se ha sometido a una de esas operaciones de cirugía estética para que nadie la reconozca. Quiere conseguir trabajo en el cine.

—Callaos todos —dijo Jode—. He oído mucho más de lo que me interesa de esa mujer.

Y entonces María entró en su oficina.

No lo hizo voluntariamente. Iba esposada a Vickers, el agente del FBI. Vickers bostezaba y parecía muy fatigado.

—Quiero que la encierre aquí esta noche, de modo que pueda dormir un poco antes de emprender el camino de regreso a Phoenix.

La encerraron en una celda.

—¿Qué hacemos con las esposas? —preguntó Jode.

—Que siga esposada. ¡Es una maldita anguila escurridiza!

El hombre del FBI dirigió una furiosa mirada a María y regresó con Jode a la oficina. El sheriff observó los arañazos en el rostro de Vickers. Éste dijo:

—La descubrí a simple vista, a plena luz del día, nada menos que en Albuquerque. Salía de un bar, borracha como una cuba. Cruzó las fronteras estatales para llegar a Albuquerque y encontraron el coche de usted en Socorro, por lo que esto se ha convertido en un caso federal… Mi caso.

Vickers miró desafiante a Jode, esperando que se lo disputara. Pero Jode no dijo nada.

Sin pedir permiso, Vickers utilizó el teléfono para llamar a la oficina de su distrito, en Phoenix. Mientras le oía hablar, Jode supo lo que estaba pensando el hombre del FBI: sólo había tres horas de viaje en coche hasta Phoenix, por la autopista interestatal, y Vickers no podía estar tan cansado como aparentaba, pero era evidente que quería llegar a Phoenix por la mañana en vez de hacerlo en plena noche, porque así habría toda la luz solar necesaria para las cámaras de televisión. Quería que los medios de comunicación dispusieran de tiempo suficiente para preparar la llegada triunfal.

A Jode no le gustaba nada aquel tipo del FBI.

—Puede dormir en el cuarto de al lado. Hay un camastro para el servicio nocturno.

Vickers no le dio las gracias, y se limitó a ir a la habitación, bostezando de un modo ostentoso, y cerrar la puerta.

Jode regresó a las celdas e hizo salir a los sorprendidos ayudantes. María les miraba como un jaguar enjaulado, y cuando salieron miró a Jode de la misma manera.

—Podría usted dormir un poco —sugirió Jode.

—No tengo necesidad de dormir.

El policía vio que todavía estaba medio borracha.

—Eso de volar la fábrica de papel ha sido bastante estúpido.

—No, la estupidez ha sido otra. No la volé del todo y, además, dejé que me viera el guardián nocturno. Eso sí que ha sido una estupidez, no volar la fábrica de papel. Mire, si vuelvo a tener oportunidad, terminaré el trabajo.

—¿Qué tal lo pasaba cuando era estrella de cine? —le preguntó Jode.

—Esa repugnante fábrica de papel, que arruina la tierra y envenena el planeta…

—¿Es divertido vivir en Hollywood? ¿Es cierto que dan unas fiestas impresionantes?

—Déme otra carga de dinamita y ya me encargaré yo de esa fábrica de papel.

La oficina estaba llena de bullicio y todos los ayudantes hablaban con excitación.

—Estoy harto —dijo Jode—. Ese agente del FBI no va a poder dormir. Ahora coged vuestros coches e iros a casa, o patrullad por las carreteras del condado. Me tiene sin cuidado lo que hagáis, pero largaos de aquí.

Cuando estuvo a solas en la oficina, echó un vistazo a Vickers. El hombre del FBI fingía dormir en el camastro. Al cabo de un rato empezó a roncar. Jode hizo una mueca y cerró la puerta, aislando el sonido ofensivo. Regresó a su mesa y se sentó. Se le había ocurrido una idea. Regresó a las celdas.

María le dirigió una mirada furibunda. Él se acercó a la puerta y le dijo:

—Es curioso eso de Hollywood. Me refiero a la manera en que algunas veces las celebridades llegan a ser estrellas de cine. Ocurre con los atletas… Jim Brown, Joe Namath. Usted llegó al cine porque había sido una figura del rodeo, ¿verdad? Lo único que se necesita es ser famoso por algo, no importa lo que sea. Entonces puedes entrar en el mundo del cine. Un policía como Eddie Egan, por ejemplo… Ahora protagoniza esa serie de televisión.

—Sirve de ayuda si uno sabe actuar.

—¿Qué?

—Ese fue mi problema, el motivo de que no durase en el cine. Tenía el físico apropiado y sabía montar a caballo, pero eso era todo.

Mientras tanto Jode pensaba con mucha rapidez. Bruscamente abandonó las celdas.

Decidió lo que iba a hacer con celeridad. Cogió un rifle y una caja de cartuchos, salió y los depositó en su jeep. Separó el cristal del contador de combustible, que señalaba casi vacío, pues había tenido intención de llenar el depósito cuando fuera a cenar a su casa, pero se había olvidado. Rompió un fósforo y usó el fragmento para que sirviera de cuña, sosteniendo la aguja del indicador de combustible en la señal de «lleno». Luego colocó de nuevo el cristal. Llevó el jeep a la parte delantera del edificio y lo aparcó en la zona prohibida, dejando la llave de contacto puesta. Entonces volvió a la oficina.

Ahora Vickers estaba dormido de veras, y Jode le quitó cuidadosamente las llaves de las esposas.

Fue a las celdas e hizo un gesto a María para que se acercara a la puerta de barrotes. Ella retrocedió.

—Sólo quiero quitarle las esposas.

—¿Para qué?

—No las necesita dentro de la celda.

—¿Y qué dirá Vickers?

—¡Al diablo con ese hombre!

—En eso le doy la razón.

Abrió las esposas y las separó de las muñecas femeninas. Ella le miraba dubitativa.

Entonces higo girar la llave de la puerta de la celda. No la abrió, pero María supo que no estaba cerrada. Jode regresó a su oficina.

Entró en el cuarto donde dormía Vickers y con mucho sigilo dejó las esposas, las llaves de éstas y las de la celda sobre la manta, al lado del cuerpo dormido.

Salió del cuarto, cerró la puerta y se sentó ante su mesa.

Al cabo de un rato María entró en la sala, con una expresión de suspicacia en el rostro.

—Una sola cosa —le dijo Jode—. Si alguien le pregunta, el tipo del FBI se ablandó y la dejó suelta.

Ella no respondió.

—No importa lo que diga, señora, porque aceptarán mi palabra antes que la suya. Sólo le estoy diciendo lo que debe decir para que las cosas le resulten más fáciles.

—¿Por qué?

—Quizá porque no me gusta el FBI.

—Eso es una tontería.

Jode sonrió.

—No vaya por las carreteras principales, porque voy a tener que bloquearlas. Diríjase a las colinas. Tiene algunas horas de ventaja antes de que dé la alarma.

—¿Está usted loco o qué?

—Usted sabe moverse muy bien por las colinas. Se ha criado en la reserva, ¿no? Pero yo sólo soy un poco mejor, y voy a cazarla.

Ahora ella sonrió, sin decir nada. Era una sonrisa desafiante, como si le dijera: «¿Cómo piensas cazarme con lo viejo que eres?».

Tenía cincuenta y un años. No se consideraba viejo.

Ella echó la cabeza hacia atrás y salió.

Al cabo de un rato, Jode oyó el sonido del jeep que se alejaba. Sonrió.

La concedió veinte minutos para que se alejara de la población y luego conectó la radio y dio la orden de que bloquearan las carreteras. Entraron un par de ayudantes para recibir instrucciones. Vickers se estaba despertando; Jode abrió la puerta y los ayudantes vieron a Vickers en el momento en que se erguía, mirando perplejo las llaves y las esposas sobre la cama.

—Salgo un cuarto de hora y mirad lo que ocurre —dijo Jode—. Esa mujer debe de haberle seducido o algo por el estilo.

Los ayudantes retuvieron a Vickers cuando intentó abalanzarse sobre Jode.

Cuando llegó el ayudante del sheriff, restregándose los ojos, todavía somnoliento, Jode le dijo que se hiciera cargo de la oficina.

—Tengo una idea de dónde puede haber ido esa mujer. Vigila bien los bloqueos de las carreteras. Estaré en contacto… Puede que tarde un día o dos en concluir la cacería.

Jode subió a su coche oficial y se dirigió a las montañas. Pasó por algunas carreteras secundarias, no encontró nada e intentó otros caminos. María no disponía de mucho combustible.

Pensó que probablemente se había dirigido a la reserva, y finalmente encontró el jeep al pie de las colinas, cerca de la valla de la reserva, donde María se había quedado sin gasolina. Miró el tablero de mandos y vio que la aguja del indicador de combustible seguía marcando «lleno». Levantó el círculo de cristal y quitó el fragmento de fósforo. La aguja descendió a la señal de «vacío».

Jode extrajo el rotor de su coche, de modo que si María desandaba sus pasos no podría robarlo. Probablemente sabía poner un coche en marcha conectando los cables apropiados; era una señora bastante astuta. Entonces miró las montañas que se alzaban ante él, toda una cordillera desde aquel punto hasta la Galleta.

Regresó al coche, cogió un zurrón, se lo ató a la espalda y se colgó el rifle del hombro.

Comenzó a pie la búsqueda de las huellas.

El rastro de la mujer le hizo subir a considerable altura, en dirección a los puertos de montaña. Una vez encontró un lugar donde ella se había detenido, y pensó en tenderle una emboscada. Desde aquel lugar la vista abarcaba una extensión enorme, la llanura, más allá de las vertientes, y a lo lejos la población. Así pues, María le habría observado mientras él se aproximaba. Sabía que estaba allí, pero había decidido no esperarle.

La mujer pensaba en otra cosa.

No podía ser más que en la fábrica de papel.

Jode siguió ascendiendo. Tendría que darle caza con rapidez porque él le había dado aquella oportunidad, y la mujer habló en serio cuando dijo que se ocuparía de la fábrica. El policía sintió la imperiosa necesidad de capturarla: si no lo hacía pronto, los titulares de la prensa se ocuparían de él en exceso.

Por este motivo avanzó con redoblada celeridad.

Y se metió directamente en la trampa que ella le había tendido.

El sol se ponía cuando la mujer le desarmó con eficacia. A punta de rifle le obligó a preparar una fogata; luego le ordenó que se quitara el cinto e hiciera un lazo. Hizo que se tendiera boca abajo, se sentó en su trasero y le ató con fuerza las manos a la espalda. Para los pies utilizó la correa de un rifle. Cuando el policía estuvo bien atado, María se sentó al lado del fuego.

—No veo la necesidad de que los dos muramos congelados en la oscuridad. Así puedo vigilarle y, al mismo tiempo, estaremos agradablemente caldeados. Además, usted no puso nada de comer en el jeep.

—Lo siento, me olvidé.

Ella saqueó el zurrón en busca de alimentos.

—¿Y yo? —preguntó Jode.

—Sufra. No voy a desatarle las manos, y que me maten si voy a ponerle la comida en la boca.

Así pues, el policía tuvo que pasar hambre.

—Supongo que podría usted matarme —dijo él al cabo de un rato.

—¿Para qué?

—Si no lo hace, le voy a causar problemas.

—Quizá, pero yo no mato a la gente. ¿Por qué cree que lo hago?

—No le importa hacer saltar edificios por los aires.

—Hoy es viernes, Jode. El domingo es mi día para volar edificios, cuando no hay nadie que pueda salir perjudicado.

—Tiene la dinamita a mano, ¿verdad?

—En el mismo sitio donde la dejé. A unos doscientos metros de la fábrica, río arriba, oculta en la madriguera de un castor, a la orilla del río.

—Vaya, entonces lo tiene todo bien planeado, ¿no es cierto?

—Desde luego.

—Excepto una cosa.

—¿Cuál?

—Yo. No tengo intención de permitirle hacer eso.

—Creo que no tiene mucha elección, Jode.

Él permaneció unos momentos pensativo.

—Bueno, mire, estoy de acuerdo en que puede usted volar el edificio, pero más tarde o más temprano, iré a por usted.

—Alguien lo hará, pero dudo de que sea usted. No es lo bastante rápido.

María engulló el resto de la comida tomando un trago de café, miró al policía, hizo una mueca y le llevó el café. Él inclinó la cabeza hacia atrás y la mujer le dejó beber todo lo que quiso. Vista tan de cerca, parecía una mujer pequeña y frágil, y a Jode le maravilló su vigor físico. Era una mujer bien parecida, eso no podía negarlo. ¿Qué edad tendría? No debía de andar lejos de los cuarenta, pero podría haber pasado por bastante menos.

—Si sabe usted que, de todos modos, le van a echar el guante, ¿por qué lo hace?

—Porque es preciso hacerlo. Las malditas fábricas de papel que hay en el mundo están destruyendo todo aquello por lo que siempre ha valido la pena vivir. Créame, la fábrica de papel es el peor engendro del mundo. La dirigen con un gran ordenador que no hace caso de nada. Los ordenadores dirigen a los industriales y a los contaminadores… Se creen que son seres humanos. Los ordenadores dirigen también al gobierno, y el gobierno se queda sentado mientras la fábrica de papel arruina mi matrimonio, mi rancho y todo el maldito mundo.

—¿Va usted a reñir con todo lo que ha sucedido desde 1812?

—Le estoy hablando de las fábricas de papel y todo lo que representan. Naturalmente, entre otras cosas sirven para hacer papel, y el mundo se está asfixiando, Jode, en una maraña de papel burocrático. ¿Cuántos formularios e informes tiene que cumplimentar cada vez que detiene a alguien por rozar el coche de su vecino o dejar suelto a su perro en una propiedad privada?

—Sí, en eso tiene razón.

—Alguien tiene que levantarse y afirmar en voz alta, aquí y ahora, que las fábricas de papel que hay en el mundo hacen mucho daño. Porque si dejamos que sigan como hasta ahora, el mundo entero se ahogará en un mar de papel y morirá envenenado por la porquería que esas fábricas vierten en los ríos y los humos que enturbian la atmósfera. Y yo soy la persona apropiada para decir eso. Tengo mucha experiencia como persona ruidosa, revoltosa y ofensiva. He fastidiado a todo el mundo que me ha conocido. Ahora tengo la ocasión de purgar por mis culpas, y la aprovecho. Ojalá pudiera tomar un trago. ¿No tiene por casualidad una botella de aguardiente?

—No. Tenía un par de cervezas, pero me las tomé por el camino.

—Es un desconsiderado.

—Sí, claro que de haber sabido que tendríamos una comida campestre las habría reservado para la ocasión.

—Esa fábrica de papel está arruinando todo el valle.

—Ya lo ha dicho.

—Quizás esta vez me escuchará.

—¿Y qué importa que esté de acuerdo con usted, señora? Tengo que hacer cumplir la ley.

—¿Por qué? Esa ley está equivocada, Jode, y usted lo sabe. Cualquier ley que permita que un ordenador envenene la Tierra está mal.

—Los hermanos Keenmeier no son ordenadores, sino seres humanos. Los conozco.

—Los hermanos Keenmeier son contables que sólo entienden de números. ¿Usted le llama a eso un ser humano?

—Bueno…

—¿Cree acaso que soy algún bicho ecologista?

—No lo sé, María. Lo único que sé es que soy el sheriff y usted ha de responder de acciones delictivas, tengo que arrestarla y entregarla a la justicia.

—Pues la verdad es que no ha hecho muy buen trabajo, ¿no le parece?

—Todavía estamos muy lejos del final —dijo él.

Y entonces se dio cuenta de lo que sucedía. ¡Cómo trataba aquella mujer de despistarle! Intentaba que bajara la guardia, que estuviera demasiado ocupado viendo las cosas desde el punto de vista de ella y simpatizara con su situación, y así no se preocupara de que pudiera escapar.

Volvió a pensar en todas aquellas cámaras de televisión, en Hollywood, y ese pensamiento le hizo volver a la realidad. Empezó a estrujarse los sesos pensando en una manera de liberarse y capturar a María. Tenía que haber alguna manera.

Pero al alba seguía atado.

—Hasta la vista —le dijo María.

Y emprendió la marcha cuesta abajo, hacia el paso entre las montañas y el valle… Hacia el rancho, el río y la fábrica de papel Keenmeier.

Ardorosamente, Jode trató de liberarse. Empezó a despellejarse las muñecas, pero las ataduras eran fuertes.

Tardó casi dos horas en romper el cinturón a fuerza de frotarlo contra un trozo afilado de cuarzo que sobresalía de una roca. Se desató los pies y se levantó, un poco tambaleante y acalambrado. Golpeó el suelo con los pies para restablecer la circulación.

Entonces inició el descenso de la montaña.

No dejaba de imaginar los titulares y su futuro cuando en Hollywood rodaran La historia de Ben Jode, con él mismo como principal protagonista. Corrió alocadamente por los pasos angostos.

«Basta ya», se dijo, «no seas tan estúpido. Como te tuerzas un tobillo, nunca la alcanzarás». Así pues, se obligó a aminorar la marcha y avanzar con más cuidado por entre las rocas.

Aún tenía en su poder la correa del rifle. Había dejado el zurrón casi vacío en la montaña, porque sólo le habría obstaculizado el avance; había comido y bebido lo que pudo, y ahora se movía con ligereza. La correa del rifle podría servirle; todo lo demás era superfino.

Tardó el resto del día en descender hasta el pie de la Galleta, con sus altos farallones. El valle estaba aún a quince kilómetros de distancia, pero siguió andando en la oscuridad: la luna creciente proporcionaba la suficiente claridad para ver, y sabía muy bien que María no se detendría. El domingo por la mañana tenía su cita en la fábrica de papel y, de todos modos, Jode no necesitaba demasiada luz para seguir sus huellas. Sabía adónde se dirigía la mujer.

Debían de ser las tres de la madrugada cuando por fin llegó al valle. Le dolían tanto los pies que le costaba moverse, pero lo hizo.

Desde una ladera escudriñó la noche. Los puntos oscuros más allá de las colinas podrían ser arbustos o caballos que pastaban; siguió mirando hasta que uno de los arbustos se movió, y supo que era un caballo. Estaba a menos de un kilómetro. Fue en aquella dirección.

A aquellas horas de la noche un caballo debía de estar nervioso al percibir algo inhabitual, y Jode avanzó con cautela, andando en la dirección del viento, mientras hacía un lazo con la correa del rifle. Una emboscada no saldría bien; rodeó lentamente un pino y se acercó al caballo de frente, hablándole en un tono suave y persuasivo.

—So, muchacho, tranquilo, so.

Siguió hablando mientras el animal le miraba con suspicacia. Relinchó un par de veces y escarbó la tierra. Era un caballo castrado, corpulento, con un hermoso pelaje moteado y los ojos brillantes. Siguió hablándole amistosamente.

—Cálmate, chico, vamos.

El caballo relinchó y en seguida se encontró con el lazo alrededor del morro. Jode le dio unas palmadas en el cuello y le habló un rato, antes de montar a pelo, aferrado al extremo de la correa del rifle que se había enrollado en los nudillos.

El caballo le derribó, pero Jode hizo un esfuerzo para no perder el extremo de la correa. Volvió a intentarlo y una vez más dio con sus huesos en el suelo, pero al tercer intento el caballo se resignó a la idea y sólo dio unas sacudidas simbólicas antes de tranquilizarse.

Con la cadera dolorida, Jode se instaló sobre el animal y cabalgó torpemente, sentado casi totalmente en un anca, haciendo andar al caballo durante unos dos kilómetros. Entonces supo que aquello no le serviría de nada. No era el único que tenía motivos para robar un caballo… Y aquellos eran los animales de María. Sin duda ella habría escogido uno mucho más rápido, por lo que debía de llevarle una considerable ventaja. Jode tenía que avanzar tan rápidamente como se lo permitiera el caballo.

Llegó a la última colina, desmontó, dejó suelto al animal y se ató la correa del rifle a la muñeca, por si más adelante pudiera servirle de algo. Corrió hacia los árboles, orientado por el rumor del río que se deslizaba entre los pinos.

Penetró en el bosque y descubrió a María agazapada cerca de la fábrica de papel… Iba de un lado a otro, agachada, extendiendo un cable.

Jode buscó rápidamente entre los árboles y descubrió el detonador de émbolo a unos cuarenta metros detrás de la mujer. Ésta aún retrocedía hacia allí, desenrollando el cable. Eso significaba que ya había colocado las cargas bajo la fábrica y que estaba dispuesta a conectar los cables y a accionar el detonador. Había llegado a tiempo.

Se arrastró detrás del detonador y esperó tras un árbol hasta que ella estuvo a su lado, y entonces la agarró.

Ella se debatió tanto que le recordó a una lobata a la que había acorralado una vez. Pero Jode tenía la correa del rifle, y con ella ató las manos de la mujer. Ninguno de ellos gritó; fue una lucha silenciosa, y él tenía la ventaja de su peso superior. Una vez atadas las muñecas, se sentó para hacer lo mismo con los pies, usando el cinturón de María. Ella le miraba enfurecida.

Jode sonrió.

—Supongo que conozco un atajo más de los que conoce usted. ¿Le dije que mi padre solía llevarme a cazar con él a lo largo de la Galleta?

—Bueno, ahora podrá salir en las películas.

—No le quepa duda.

María permaneció sentada, contemplando a través de sus lágrimas de frustración la fábrica de papel entre los árboles. El guarda nocturno estaba en su coche, tomando café. El agua espumeaba entre las rocas, y Jode vio los colores fantásticos de éstas.

—Son bonitos, ¿verdad?

—¿Qué?

—Dentro de cinco años todos los árboles de esa orilla habrán muerto. Esa sustancia se infiltra en las raíces.

El agua se arremolinaba sobre los bonitos colores de las rocas. Jode miró las feas manchas de los pinos y el tizne de los cobertizos. Notó el hedor que lo impregnaba todo.

Oyó el ruido del coche antes de verlo. Miró en aquella dirección, vio los reflejos entre los pinos y lo reconoció. Por eso no le sorprendió que se detuviera junto al coche del guardia. El hombre del traje gris estaba al volante.

Vickers miró a su alrededor; su expresión era dura, enfurecida.

Así que el hombre del FBI no era tan lerdo como parecía. Había imaginado que ocurriría aquello.

—¡Qué diablos! —exclamó Jode, y conectó los cables al detonador.

—¿Qué está haciendo, Jode? —preguntó ella, excitada.

Jode empujó el émbolo y la onda expansiva de la explosión le arrojó al suelo. Le envolvió una súbita oleada de calor, que arremolinó la pinaza a su alrededor.

Se cubrió el rostro con un brazo hasta que dejaron de llover cascotes. Cuando se levantó, vio los dos coches semienterrados bajo los escombros. Se abrió una portezuela, empujando desperdicios a un lado. Vickers salió y se irguió sobre el montón de desechos. También el guardia logró salir tras hacer considerables esfuerzos.

Jode empujó a la mujer hacia el suelo, lentamente, porque era movimiento, y no presencias, lo que Vickers vería si miraba. En el suelo, desató las ligaduras de María y la liberó. Entonces se arrastraron, boca abajo y con la lentitud de una lombriz, hasta internarse en el bosque umbrío.

Cuando Jode miró atrás, pudo ver a los dos hombres que trepaban a los cascotes. No quedaba nada de la fábrica por encima de sus cimientos. Un pino alto y pesado había caído sobre el emplazamiento.

—Desde luego, esta vez ha usado suficiente dinamita —comentó.

—¿Por qué diablos ha hecho eso, Jode?

Él se quedó un momento contemplando las ruinas; luego cogió a la mujer de la mano y se internó entre los pinos, y al cabo de un rato se echó a reír sin poder contenerse.

—Qué descansado me he quedado, cariño.

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