Los mejores relatos policiacos 1

Los mejores relatos policiacos 1


Introducción (John D. Macdonald)

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INTRODUCCIÓN

John D. Macdonald

Puesto que varios de los relatos contenidos en este volumen son obra de amigos y conocidos míos, no estaría bien que negara a cualquiera de ellos un mérito igual que el de los demás e insuperable.

Hace veinticinco años, la editorial Macmillan publicó los resultados de un simposio sobre la novela viva. En su colaboración, Wright Morris decía entre otras cosas: «La vida, la vida misma, tanto si nos lleva al pasado como al futuro, tiene la curiosa propiedad de no parecer bastante real. Tenemos la necesidad, por engañosa que sea, de una vida que sea más real que la vida misma, y esa vida se encuentra en la imaginación. La ficción parece ser la forma en que se concreta su realidad. Si esto no fuera así, poca excusa tendríamos para cultivar el arte. La vida normal y corriente sería en sí misma más que satisfactoria. Pero parece ser que el hombre tiende por naturaleza a transformar (a sí mismo si le es posible, y luego al mundo que le rodea), y la técnica de esta transformación es lo que llamamos arte. Cuando el hombre deja de transformar, pierde el conocimiento, deja de vivir».

Yo cambiaría la palabra «conocimiento» de la última frase por «conciencia».

El éxito de cada uno de estos relatos dependerá de que sea capaz de introducirnos en su propia realidad, nos lleve a aceptar su premisa, a creer en sus personajes y anhelar las soluciones a sus dilemas.

En relatos tan cortos como los presentes, el autor debe confiar en el lector, tal como lo hago yo ahora, para que convierta estos pequeños signos arbitrarios que el impresor ha estampado en el papel blanco en escenas, imágenes y emociones. El lector, en un acto creativo concertado con el escritor, debe recurrir a su propio almacén, su propio legado rico en experiencia vital, y construir una realidad aceptable con las deducciones que extraiga de la lectura.

Juguemos un poco. Primero haré una descripción improvisada de una habitación: «Era una estancia de techo alto, con las paredes forradas de madera oscura. Cuando entró, vio el pesado mobiliario, el escritorio de patas adornadas con tallas, el reloj de péndulo, los largos estantes, el brillo de las figuritas de marfil tras el cristal de una vitrina en un rincón. Anochecía. Las puertas vidrieras estaban entreabiertas».

El avance de ese texto es muy lento. No he confiado en el lector y le he dicho más de lo que le interesa o tiene que saber. He aquí otra manera de hacerlo: «Cuando él entró en la madriguera del viejo, un gato blanco lanzó un agudo maullido y saltó desde un alto estante a una esquina del escritorio y luego al suelo; seguidamente se deslizó con rapidez por la estrecha abertura de las puertas vidrieras, saliendo a la oscuridad del jardín, mientras el reloj de péndulo empezaba a sonar».

No presento la segunda versión como un logro estilístico, sino tan sólo para ilustrar la clase de comprensión que hace avanzar rápidamente a un relato corto, porque confía en el lector para que llene las lagunas de los detalles estáticos con su propia experiencia vital. En una novela hay más espacio para una progresión lenta, para descripciones más explícitas del entorno y el movimiento. En un relato corto el escritor debe confiar en que el lector le ayude a conseguir rápidamente «una vida más real que la vida misma».

Como sin duda sabrá usted, el escritor puede limpiar mejor los rincones de su mente si el relato se relaciona con aspectos de la vida que le son familiares. El desempleo tecnológico en una factoría situada en la segunda de las lunas mayores de Neptuno requerirá para su descripción muchas más palabras de las que serían precisas para relatar la paralización de una lavandería en el barrio. Las negociaciones para establecer los porcentajes correspondientes a la explotación de las películas extranjeras ganadoras en el festival de Cannes es una situación mucho más difícil de plasmar en un relato corto que el desguace de un coche viejo. Ninguna de las dos situaciones contiene más dramatismo que la otra. Lo que importa es que los personajes del relato lleguen a ser importantes para usted. Si se requieren muchos detalles, el tiempo empleado en ellos será el que se tarde en llegar a la acción. Si ese tiempo es demasiado largo, el lector dejará el libro y encenderá el televisor.

El escritor hábil hace que el lector forme imágenes en su mente. Como esas imágenes se componen de fragmentos de su conocimiento y experiencia humanos, son mucho más personales, satisfactorias y vívidas que todas las que un productor, un director y un puñado de actores, puedan mostrarle en la pantalla, grande o pequeña. Esas son imágenes que han creado otras personas. Sus propias imágenes personales son mejores y, lo que es bastante curioso, más duraderas.

Esto nos lleva a otro aspecto de la confianza en el lector. Aquí nos ocupamos del misterio y el suspense, así que los personajes se relacionan en situaciones comprometidas, algunos mueren, y el lector sabe qué es la muerte y qué es el sexo. El lector sabe qué es un árbol navideño, por lo que basta escribir «había un árbol navideño en un rincón de la sala de estar», sin que sea preciso describir todos los adornos del árbol, a menos que haya algo totalmente fuera de lo común en uno de esos adornos, o acerca de una muerte o de una relación física. En este contexto, lo fuera de lo común se refiere a lo que Hemingway decía de toda la ficción: no debería contener ni una sola palabra que no ilumine a los personajes o haga avanzar el relato.

Es de esperar que el lector se aburra en seguida cuando el escritor empieza a hacer alarde de un conocimiento especial que no hace avanzar el relato, ya sea la filatelia, las bicicletas todo terreno, las autopsias o los paraísos fiscales. La comprensión requiere que se imparta un conocimiento esotérico sólo cuando tiene una relación directa con el relato, o con un aspecto significativo del carácter de uno de los personajes del relato.

Por otro lado, insistir con meticuloso detalle en los aspectos sangrientos no sólo supone una pérdida de tiempo, espacio e impulso, sino que resulta mucho menos eficaz que mostrar a alguien apartándose de eso lleno de horror, con los ojos saliéndole de las órbitas, el puño apretado sobre la boca y una palidez mortal. Entonces el lector construye su pequeña escena de terror, sin necesidad de que el escritor intente inventarla para él.

Si esto parece una serie de instrucciones para los escritores de relato de misterio y suspense es que no consigo comunicar eficazmente mi punto de vista. Es exactamente eso, pero también —lo que es más importante— una guía para el lector que se pregunta por qué determinado relato o novela parece insulso.

Tomemos un aspecto ridículo de un relato, como los nombres de los personajes. Si hay cuatro personajes llamados Fernández, Gutiérrez, Martínez y Rodríguez, la confusión es como un ruido persistente en el motor: estropea el viaje.

Otra de las cosas que puede estropear el viaje y aparecer ante el lector sin previo aviso es el carácter grotesco inadvertido, la imagen que te sacude y hace salir del hechizo. Un ejemplo: «Los ojos le saltaron y recorrieron de arriba abajo el vestido de la mujer». El autor, al que no nombraré, que puso por escrito esa pequeña gema, carece de oído musical. El escritor —al menos todos los profesionales que conozco— lee incansablemente, y mediante la lectura aprende los sutiles matices del significado, la coloración y el tono de las palabras en sí mismas y combinadas con otras palabras. El escritor que no lee carece de oído musical. Se limita a tararear su monótona cantilena mientras avanza pesadamente, y ni siquiera oye el estrépito de sus zuecos sobre el suelo de su cabaña.

La falta de oído musical también puede afectar al lector, y tanto en un caso como en el otro no se trata tanto de una falta de sensibilidad como de una ínfima dedicación a la lectura. El lector creativo toma estos pequeños signos negros y los transforma en brillantes y convincentes imágenes.

El último aspecto de la confianza al que voy a referirme —esa confianza que permite al lector convertir la ficción en una clase de realidad— es ese grado de confianza en la inteligencia e imaginación del lector que excluye innecesarias reiteraciones. Como en los malos guiones de películas, algunos relatos insisten en decirle al lector lo que el autor va a decirles, se lo dicen y, a continuación, le dicen que se lo han dicho. Por ese camino se va hacia el enojo… y una impaciencia considerable.

Esta es una introducción bastante torpe a los relatos que siguen, pues he contado algunas de las maneras en que el escritor puede dejar de cumplir con su papel en la relación cooperativa y creativa entre lector y autor. Pero los escritores que colaboran en este volumen no hacen tal cosa, o por lo menos no con frecuencia. Han aprendido las técnicas de la condensación, la ilusión, la desorientación honesta y la disciplina para dejar fuera del texto lo que no debe aparecer.

Quizás al hablarle de algunas de las cosas que ellos no deberían hacer, apreciará usted mejor sus aciertos. Cada uno tiene su propia manera de convertir la imaginación en una clase de realidad que usted aceptará mientras dure el relato. Eso, dicho con otra palabra, es el estilo.

Y ya basta. Estoy escribiendo sobre la escritura y usted lee acerca de la lectura, lo cual es un arreglo incestuoso. Vayamos, pues, a lo que importa realmente.

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