Los mejores relatos policiacos 1

Los mejores relatos policiacos 1


El elefante blanco robado (Mark Twain)

Página 4 de 17

EL ELEFANTE BLANCO ROBADO

Mark Twain

Concebido con agudeza, ejecutado con fuerza satírica y gran dominio, resuelto con un furor atemperado, «El elefante blanco robado» es absolutamente característico del Twain más imaginativo, en el punto culminante de su técnica… Es también un relato de bienes robados, de un oficio extraño y nada sedentario y, probablemente, el más divertido de este volumen.

Una persona a la que conocí casualmente en el tren, me contó el siguiente curioso relato. Era un caballero de más de setenta años, cuyo rostro de facciones nobles y amables, así como la seriedad y sinceridad de su actitud, imprimían el sello inequívoco de la verdad a todas las afirmaciones que salían de sus labios. He aquí lo que me dijo:

Ya sabe usted cuánto reverencian al elefante blanco real de Siam las gentes de ese país. Sabe sin duda que está consagrado a los reyes, que sólo éstos pueden poseerlo y que incluso en cierta medida es superior a los reyes, ya que no sólo recibe honores, sino también adoración. Muy bien; hace cinco años, cuando surgieron los trastornos a causa de la línea fronteriza entre Gran Bretaña y Siam, se puso en seguida de manifiesto que Siam había estado en el lado equivocado. En consecuencia, se hicieron rápidamente todas las reparaciones necesarias, y el representante británico declaró que estaba satisfecho y que el pasado debía olvidarse. Esto alivió en gran manera al rey de Siam y, en parte como una muestra de gratitud, pero quizá también para borrar cualquier pequeño vestigio de desagrado que Inglaterra pudiera sentir hacia él, deseó enviar un regalo a la reina…, única manera de apaciguar a un enemigo, según las ideas orientales. Este presente no sólo debería ser regio, sino también de una realeza trascendente. Así pues, ¿qué otra ofrenda podría reunir estas condiciones salvo un elefante blanco? Dada mi posición como funcionario en la India, me juzgaron especialmente digno del honor que suponía llevar el regalo a Su Majestad. Acondicionaron un barco para mí, mis criados, los funcionarios y los servidores del elefante y, a su debido tiempo, llegué a Nueva York y deposité mi carga real en unos alojamientos admirables de Jersey City. Era preciso permanecer allí algún tiempo a fin de restablecer la salud del animal antes de continuar el viaje.

Todo fue bien durante quince días…, y entonces comenzaron mis calamidades. ¡Robaron el elefante blanco! Me llamaron en plena noche para informarme de esta temible desgracia. Durante unos momentos estuve fuera de mí, lleno de temor e inquietud, sintiéndome impotente. Luego fui serenándome y recuperé mis facultades. Pronto vi una línea de acción, pues desde luego había una sola forma de actuar para un hombre inteligente. Aunque era muy tarde, me apresuré a ir a Nueva York y pedí a un agente que me condujera a la central de policía. Por suerte llegué a tiempo, ya que el jefe de policía, el célebre inspector Blunt, se disponía a salir hacia su casa. Era un hombre de estatura media y cuerpo compacto, y cuando estaba sumido en profunda reflexión tenía una manera de fruncir el ceño y darse golpecitos con un dedo en la frente que te impresionaba en seguida, con la convicción de que estabas en presencia de una persona fuera de lo común. Me bastó verle para sentirme confiado y esperanzado. Le puse al corriente de lo ocurrido, sin que ello le agitara lo más mínimo; no ejerció más efecto visible sobre el férreo dominio que tenía de sí mismo que si le hubiera informado de que alguien me había robado mi perro. Hizo un gesto, invitándome a tomar asiento, y dijo con calma:

—Permítame pensar un momento, por favor.

Dicho esto, se sentó ante su mesa de trabajo y apoyó la cabeza en una mano. Algunos empleados trabajaban en el otro extremo de la habitación, y el rasgueo de sus plumas fue el único sonido que oí durante los seis o siete minutos siguientes. Entretanto, el inspector continuó sentado, entregado a sus pensamientos. Finalmente alzó la cabeza, y algo en las firmes líneas de su rostro me mostró que el cerebro había llevado a cabo su trabajo y que tenía su plan trazado. Cuando me habló, su voz era baja e impresionante…

—Éste no es un caso ordinario y hay que proceder con cautela. Hemos de dar cada paso sobre seguro antes de aventurarnos al siguiente, y observar el secreto… Un secreto profundo y absoluto. No hable con nadie del asunto, ni siquiera con los reporteros. Yo me encargaré de ellos, me ocuparé de que sólo se enteren de lo que pueda convenir a mis fines. —Hizo sonar una campana y se presentó un joven—. Alarico, di a los reporteros que por ahora se queden. —El muchacho se retiró—. Ahora vayamos al asunto…, y de un modo sistemático. En este oficio mío no se consigue nada sin un método estricto y minucioso.

Cogió una pluma y unas hojas de papel.

—Vamos a ver… ¿Nombre del elefante?

—Hassan Ben Alí Ben Selim Abdallah Mohammed Moisés Alhammal Jamsetjejeebhoy Dhuleep Sultán Ebu Bhudpoor.

—Muy bien. ¿Algún sobrenombre?

—Jumbo.

—Muy bien. ¿Lugar de nacimiento?

—La ciudad capital de Siam.

—¿Viven sus padres?

—No, murieron.

—¿Tuvieron algún otro vástago además de éste?

—No, fue hijo único.

—Muy bien. Con esos datos hay suficiente para este apartado. Ahora tenga la bondad de describir al elefante, y no olvide ningún detalle, por insignificante que sea… Es decir, insignificante desde su punto de vista. Para las personas de mi profesión no hay ningún detalle insignificante; no existen.

Hice la descripción y él tomó nota. Cuando terminé, me dijo:

—Ahora escuche. Corríjame si he cometido algún error.

Y procedió a leer lo que sigue:

—Altura, cinco metros ochenta centímetros; longitud desde lo alto de la frente hasta la inserción de la cola, siete metros noventa y tres centímetros; longitud de la trompa, cuatro metros ochenta y siete centímetros; longitud de la cola, un metro ochenta y tres centímetros; longitud total, incluidas la trompa y la cola, catorce metros sesenta y tres centímetros; longitud de los colmillos, dos metros noventa centímetros; tamaño de las orejas en consonancia con estas dimensiones; la huella del pie parece la marca dejada cuando uno pone al revés un tonel sobre la nieve; color del elefante, blanco mate; tiene un agujero del tamaño de un plato en cada oreja para la inserción de las joyas, y posee el hábito, en un grado notable, de lanzar chorros de agua contra los espectadores y de maltratar con su trompa no sólo a las personas que conoce, sino también a completos desconocidos; cojea ligeramente de la pata trasera derecha y tiene una pequeña cicatriz en la axila izquierda, causada por un antiguo divieso. Cuando lo robaron tenía sobre el lomo un castillete con asientos para quince personas y una mantilla de silla del tamaño de una alfombra ordinaria.

La descripción era impecable. El inspector hizo sonar la campanilla, entregó el papel a Alarico y le dijo:

—Que impriman cincuenta ejemplares de esto y los envíen a todas las comisarías y casas de préstamos del continente. —Alarico se retiró—. Ya está… Hasta ahora todo va bien. Para el siguiente paso necesitamos una fotografía del elefante.

Le di una y él la examinó críticamente.

—Tendremos que arreglamos con ésta, ya que no hay nada mejor, pero tiene la trompa curvada hacia arriba e introducida en la boca. Es una lástima, resulta un poco confusa, pues desde luego normalmente el animal no tiene la trompa en esa posición.

Volvió a tocar la campana.

—Alarico encárgate de que mañana a primera hora hagan cincuenta mil copias de esta fotografía, y envíalas con las circulares descriptivas. —Alarico se retiró para ejecutar sus órdenes. El inspector me dijo—: Será preciso ofrecer una recompensa, claro está. ¿Cuál ha de ser la cantidad?

—¿Qué suma sugiere usted?

—Para empezar, yo diría…, bueno, veinticinco mil dólares. Es un asunto intrincado y difícil; hay mil vías de escape y oportunidades de ocultación. Esos ladrones tienen amigos y compinches en todas partes…

—¡Válgame Dios! ¿Sabe usted quiénes son?

La cauta expresión de su rostro, experimentado en ocultar las ideas y sentimientos, no me dio ningún indicio, como tampoco las palabras, pronunciadas con mucha calma:

—No se preocupe por eso. Puede que lo sepa y puede que no. En general, nos hacemos una idea bastante sagaz de quién es nuestro hombre por su forma de trabajar y el tamaño de la pieza que se agencia. Esa propiedad no ha sido birlada por un novato. Pero, como le decía, considerando los numerosos viajes que será preciso hacer, y la diligencia con que los ladrones ocultarán sus huellas a medida que se muevan, puede que veinticinco mil dólares sea una recompensa demasiado pequeña, pero creo que para empezar estará bien.

Así pues, decidimos que esa sería, en principio, la cifra. Entonces, aquel hombre, a quien no se le escapaba nada que tuviera la menor posibilidad de servir de pista, observó:

—Algunos casos en la historia policial muestran que se han detectado criminales mediante las peculiaridades de su apetito. Ahora dígame, ¿qué come ese elefante y en qué cantidad?

—Bueno, en cuanto a eso, come de todo. Se comerá un hombre, se comerá una Biblia y se comerá cualquier cosa entre un hombre y una Biblia.

—Bien, muy bien, pero demasiado general. Necesito detalles… Los detalles son las únicas cosas valiosas en nuestro oficio. Veamos, en cuanto a los hombres… ¿Cuántos hombres se comerá, si están frescos, en una comida, o si usted lo prefiere, durante un día?

—No le importaría que estuvieran frescos o no; en una sola comida se comería cinco hombres.

—Muy bien, cinco hombres; anotaremos eso. ¿Qué nacionalidades preferiría?

—Las nacionalidades le son indiferentes. Prefiere personas conocidas, pero no tiene prejuicios contra los extraños.

—Muy bien. Ahora pasemos a las Biblias. ¿Cuántas Biblias tomaría en una comida?

—Se comería una edición entera.

—Eso no es bastante concreto. ¿Se refiere a la edición corriente en octavo o a la ilustrada de tamaño familiar?

—Creo que se mostraría indiferente a las ilustraciones. Es decir, creo que no valoraría las ilustraciones por encima del simple texto impreso.

—No, no capta usted mi idea. Me refiero al volumen. La Biblia en octavo ordinaria pesa cerca de un kilo y cuarto, mientras que la de gran formato en cuarto, con las ilustraciones, pesa entre cuatro y cinco kilos y medio. ¿Cuántas Biblias ilustradas por Doré se tragaría en una comida?

—Si usted conociera a este elefante, no me haría semejante pregunta. Se comería todas las que tuviera a su alcance.

—Bueno, entonces pongámoslo en dólares y centavos. Tenemos que determinar ese dato de algún modo. Las Biblias de Doré cuestan cien dólares el ejemplar, encuadernadas en cuero de Rusia y biseladas.

—Necesitaría material por valor de unos cincuenta mil dólares… Digamos una edición de quinientos ejemplares.

—¿Ve usted? Eso es más exacto. Lo anotaré. Muy bien; le gustan los hombres y las Biblias. Hasta aquí está muy claro. ¿Qué más comería? Quiero detalles.

—Dejará las Biblias para comer ladrillos, dejará los ladrillos para comer botellas, dejará las botellas para comer ropa, dejará la ropa para comer gatos, dejará los gatos para comer ostras, dejará las ostras para comer jamón, dejará el jamón para comer azúcar, dejará el azúcar para comer empanada, dejará la empanada para comer patatas, dejará las patatas para comer salvado, dejará el salvado para comer heno, dejará el heno para comer avena y dejará la avena para comer arroz, pues ése es el alimento principal con que le criaron. No hay nada en absoluto que no pueda comer, excepto la mantequilla europea, y también la comería si pudiera probarla.

—Muy bien. La cantidad que toma en general en una comida… aproximadamente…

—Cualquier cantidad, desde un cuarto de kilo a media tonelada.

—Y bebe…

—Todo lo que sea fluido. Leche, agua, whisky, melaza, aceite de ricino, canfeno, ácido fénico… Es inútil entrar en detalles. Tomará cualquier cosa que sea líquida, excepto café europeo.

—Muy bien. ¿Y en cuanto a la cantidad?

—Anote de cinco a quince barriles. Su sed varía, pero sus demás apetitos no.

—Estas cosas no son nada habituales. Deberían constituir unos indicios muy buenos para seguirle la pista. —Tocó la campana—. Alarico, llama al capitán Burns.

Se presentó Burns. El inspector Blunt le informó del asunto, sin omitir ningún detalle. Luego le dijo, con los tonos claros y decisivos de un hombre cuyos planes están nítidamente definidos en su cabeza y que está acostumbrado a mandar:

—Capitán Burns, asigne a los detectives Jones, Davis, Halsey, Bates y Hackett para que sigan la pista del elefante.

—Sí, señor.

—Asigne a los detectives Moses, Dakin, Murphy, Rogers, Tupper, Higgins y Bartholomew para que sigan a los ladrones.

—Sí, señor.

—Ponga una guardia fuerte, una guardia de treinta nombres escogidos, con un relevo de otros treinta, en el lugar donde han robado el elefante, para que mantengan una estricta vigilancia noche y día, y no permita que se acerque nadie, excepto los reporteros, sin mi autorización por escrito.

—Sí, señor.

—Asigne detectives de paisano en el ferrocarril, los vapores y los tinglados portuarios, y en todas las carreteras que parten de Jersey City, con órdenes de registrar a todas las personas sospechosas.

—Sí, señor.

—Proporcione a todos los hombres la fotografía y descripción adjunta del elefante, e instrúyales para que registren todos los trenes, los transbordadores que van a zarpar y otros barcos.

—Sí, señor.

—Si encontraran el elefante, que lo capturen y me transmitan la información por telégrafo.

—Sí señor.

—Que se me informe en seguida si se encontrara alguna pista…, huellas del animal o algo por el estilo.

—Sí, señor.

—Consiga una orden para que la policía del puerto patrulle los muelles con ojo avizor.

—Sí, señor.

—Envíe detectives vestidos de paisano a todas las líneas férreas, por el norte hasta Canadá, por el oeste hasta Ohio y por el sur hasta Washington.

—Sí, señor.

—Coloque expertos en todas las oficinas de telégrafos para que escuchen todos los mensajes, y que exijan que les interpreten todos los despachos cifrados.

—Sí, señor.

—Que todas estas cosas se hagan con el mayor secreto… Recuerde, con el secreto más impenetrable.

—Sí, señor.

—Infórmeme en seguida a la hora habitual.

—Sí, señor.

—¡Váyase!

—Sí, señor.

El capitán salió. El inspector Blunt permaneció un momento silencioso y pensativo, mientras el fuego de sus ojos se enfriaba y extinguía. Entonces se volvió hacia mí y me dijo en un tono plácido:

—No soy dado a la jactancia; no tengo ese hábito, pero… Encontraremos el elefante.

Le estreché afectuosamente la mano mientras le daba las gracias. Estaba agradecido de veras. Lo que había visto de aquel hombre bastaba para que me gustara, le admirase y me maravillara por los misteriosos prodigios de su profesión. Entonces nos separamos y me fui a casa con el corazón mucho más contento que cuando entré en su oficina.

A la mañana siguiente todo el asunto estaba en los periódicos, y con toda suerte de detalles. Había incluso adiciones, consistentes en la «teoría» de los detectives Fulano, Mengano y Zutano sobre cómo se había efectuado el robo, quiénes eran los ladrones y si habían huido con su botín. Había once de esas teorías que cubrían todas las posibilidades, y este hecho por sí solo muestra hasta qué punto los detectives son pensadores independientes. No había dos teorías iguales, ni siquiera dos que se pareciesen mucho, salvo en un detalle sorprendente, en el que estaban totalmente de acuerdo las once teorías, y era que, si bien habían echado abajo la parte posterior de mi edificio y la única puerta permanecía cerrada, no habían sacado al elefante por la abertura, sino por alguna otra salida (sin descubrir). Todos convenían en que los ladrones habían procedido a aquel derribo sólo para despistar a los detectives. Nunca se me habría ocurrido tal cosa, ni a mí ni quizás a ningún otro lego, pero no había engañado ni por un momento a los detectives. Así, lo que yo había creído que era la única cosa carente de todo misterio, resultó que era precisamente aquello en lo que había andado más errado. Ninguna de las once teorías dejaba de nombrar a los supuestos ladrones, pero no había dos cuyos nombres coincidieran; el número total de personas sospechosas era de treinta y siete. Los diversos reportajes de prensa finalizaban todos ellos con la opinión más importante de todas, la del inspector jefe Blunt. Parte de esta declaración decía así:

El jefe conoce quiénes son los dos ladrones principales, a saber, «Buen mozo» Duffy y «Rojo» McFadden. Diez días antes de que se cometiera el delito ya sabía que iban a intentarlo, y había procedido con todo sigilo a seguir a esos dos conocidos bribones, pero desgraciadamente la noche en cuestión se perdió su pista, y antes de que pudieran encontrarla de nuevo el pájaro había volado…, es decir, el elefante.

Duffy y McFadden son los canallas más audaces del hampa. El jefe tiene motivos para creer que fueron ellos quienes robaron la estufa de la central de policía, una gélida noche del invierno pasado, a consecuencia de lo cual el jefe y todos los policías presentes estuvieron en manos de los médicos antes de que amaneciera, algunos con los pies congelados y otros con los dedos de las manos, las orejas y otros miembros.

Cuando leí la primera parte de este informe, me quedé más asombrado que nunca por la maravillosa sagacidad de aquel extraño hombre. No sólo veía todas las cosas del presente con una visión clara, sino que tampoco podía ocultársele el futuro. Me personé en seguida en su oficina y le dije cuánto sentía que no hubiera arrestado a los ladrones, evitando así los trastornos y la pérdida, pero su respuesta fue simple e irrefutable:

—No nos compete evitar los delitos, sino castigarlos, y no podemos castigarlos hasta que se cometen.

Hice entonces la observación de que los periódicos habían echado a perder el secreto inicial, y habían revelado no sólo todos los hechos, sino también todos nuestros planes y objetivos. Incluso se habían publicado los nombres de las personas sospechosas, las cuales ahora, sin lugar a dudas, se disfrazarían o buscarían un escondite.

—Déjeles. Cuando esté preparado, mi mano caerá sobre ellos en sus lugares secretos, de un modo tan infalible como la mano del destino. En cuanto a los periódicos, hemos de tenerlos contentos. La fama, la reputación, la mención pública constante… Eso es el pan con mantequilla del detective, el cual ha de dar publicidad a sus hechos, pues de lo contrario creerán que no tiene ninguno. Debe publicar su teoría, ya que no existe nada tan extraño o sorprendente como una teoría de detective, ni le proporciona tanto asombrado respeto. Hemos de hacer públicos nuestros planes, ya que los periódicos insisten en conocerlos, y no podríamos negárselos sin ofenderlos. Constantemente, debemos mostrar al público lo que estamos haciendo, o de lo contrario creerán que no hacemos nada. Es mucho más agradable que un periódico diga: «He aquí la ingeniosa y extraordinaria teoría del inspector Blunt», a que diga alguna cosa áspera o, peor todavía, sarcástica.

—Comprendo cuán importante es lo que usted dice, pero he observado que en sus declaraciones publicadas por la prensa de esta mañana se ha negado a revelar su opinión sobre cierto punto secundario.

—Sí, siempre hacemos eso; surte un buen efecto. Además, de todos modos, aún no me he formado ninguna opinión sobre ese punto.

Entregué al inspector una considerable suma de dinero, para hacer frente a los gastos, y me senté a esperar noticias. Ahora aguardábamos a que en cualquier momento, empezaran a llegar telegramas. Entretanto, releí los periódicos, así como la circular descriptiva, y observé que nuestra recompensa de veinticinco mil dólares parecía ofrecida sólo a detectives. En mi opinión, debería ofrecerse a todo aquel que pudiera capturar al elefante. El inspector dijo:

—Los detectives son los que encontrarán al elefante, así que la recompensa recaerá en las personas adecuadas. Si otros encontraran al animal, sólo podrían haberlo logrado observando a los detectives y aprovechando todas las pistas e indicaciones robadas a ellos, y eso, a fin de cuentas, daría derecho a los detectives a recibir la recompensa. La finalidad de un premio es estimular a los hombres que hacen uso de su tiempo y la sagacidad de que les dota su adiestramiento para esta clase de trabajo, y no beneficiar a ciudadanos que tropiezan casualmente con una captura sin haberse ganado tales beneficios con sus méritos y fatigas.

No hay duda de que esto era bastante razonable. Entonces el aparato telegráfico situado en un rincón empezó a emitir un sonido metálico, y el resultado fue el siguiente despacho:

Puesto Flower, N. Y., 7.30 A. M.

He dado con una pista. He encontrado una serie de huellas profundas a lo largo de una granja, cerca de aquí. Las he seguido tres kilómetros al este sin resultado; creo que el elefante ha ido hacia el oeste. Ahora le seguiré en esa dirección.

Detective Darley

—Darley es uno de nuestros mejores hombres —dijo el inspector—. No tardaremos en tener de nuevo noticias suyas.

Llegó un segundo telegrama:

Barker, N. J., 7.40 A. M.

Acabo de llegar. Aquí han abierto una fábrica de vidrio durante la noche y se han llevado ochocientas botellas, pero agua en gran cantidad sólo se encuentra a ocho kilómetros de distancia. Iré hacia allí. El elefante estará sediento. Las botellas estaban vacías.

Detective Baker

—Eso también es prometedor —dijo el inspector—. Ya le dije que los apetitos de la criatura no serían malas pistas.

Telegrama número tres:

Taylorville, L. I., 8.15 A. M.

Un pajar cercano desapareció durante la noche. Probablemente devorado. Tengo una pista y voy tras ella.

Detective Hubbard

—¡Cómo se mueve! —exclamó el inspector—. Sabía que teníamos un trabajo difícil entre manos, pero lo capturaremos, ya lo verá.

Puesto Flower, N. Y., 9 A. M.

Seguidas las huellas cuatro kilómetros al oeste. Grandes, profundas y melladas. Acabo de encontrar un granjero según el cual no son huellas de elefante. Dice que son los agujeros dejados por los árboles jóvenes que arrancó para cubrir el terreno helado el invierno anterior.

Déme órdenes sobre cómo proceder.

Detective Darley

—¡Ajá! ¡Un cómplice de los ladrones! —dijo el inspector—. Esto empieza a ponerse interesante.

Dictó a Darley el siguiente telegrama:

Arreste a ese hombre y oblíguele a dar los nombres de sus compinches. Siga rastreando las huellas, hasta el Pacífico, si es preciso.

Jefe Blunt

Llegó otro telegrama:

Coney Point, Pa., 8.45 A. M.

Durante la noche han entrado en las oficinas de la compañía de gas y se han llevado las facturas sin pagar correspondientes a tres meses. Tengo una pista y voy tras ella.

Detective Murphy

—¡Cielos! —exclamó el inspector—. ¿Come también facturas del gas?

—Es posible, a causa de la ignorancia, pero no pueden alimentarle; por lo menos si no las acompaña algo más.

Entonces llegó este excitante telegrama:

Ironville, N. Y., 9.30 A. M.

Acabo de llegar. Este pueblo está lleno de consternación. El elefante pasó por aquí a las cinco de la madrugada. Unos dicen que fue al este, otros que al oeste, algunos que al norte y otros que al sur, pero todos dicen que no esperaron a verlo con exactitud. Mató un caballo; he conseguido un trozo del animal como pista. Lo mató con la trompa; por el estilo del golpe, creo que se lo propinó por la izquierda. Dada la posición en que quedó el caballo, creo que el elefante se ha dirigido hacia el norte, a lo largo de la línea férrea de Berkley. Lleva una ventaja de cuatro horas y media, pero voy tras su pista de inmediato.

Detective Hawes

Lancé exclamaciones de alegría. El inspector estaba tan poco comunicativo como una imagen esculpida. Hizo sonar su campana calmosamente.

—Alarico, haz que venga el capitán Burns.

Apareció Burns.

—¿Cuántos hombres están preparados para recibir órdenes de inmediato?

—Noventa y seis, señor.

—Que vayan en seguida al norte. Que se concentren a lo largo de la carretera de Berkley, al norte de Ironville.

—Sí, señor.

—Que efectúen sus movimientos con el mayor secreto. En cuanto los demás estén disponibles, reténgalos en espera de órdenes.

—Sí, señor.

—¡Váyase!

—Sí, señor.

En aquel momento llegó otro telegrama:

Sage Corners, N. Y., 10.30 A. M.

Acabo de llegar. El elefante pasó por aquí a las 8.15. Todos huyeron del pueblo excepto un policía. Parece ser que el elefante no le atacó, aunque sí a una farola, pero acabó con ambos. Tengo un pedazo del cuerpo del policía como pista.

Detective Stumm

—De modo que el elefante ha ido hacia el oeste —dijo el inspector—, pero no escapará, pues mis hombres están situados por toda esa región.

Llegó el siguiente telegrama:

Glover’s, 11.15 A. M.

Acabo de llegar. Pueblo desierto, excepto enfermos y ancianos. El elefante pasó por aquí hace tres cuartos de hora. Los miembros del grupo antiabstinencia estaban reunidos en sesión; el animal metió la trompa a través de una ventana y les arrojó agua de una cisterna. Algunos la tragaron…, ahora están muertos; varios ahogados. Los detectives Cross y O’Shaughnessy pasaban por la ciudad, pero en dirección sur, por lo que no se encontraron con el elefante. Toda la región en varios kilómetros a la redonda está despavorida, la gente huye de sus hogares. Vayan adonde vayan, se encuentran con el elefante, y hay muchos muertos.

Detective Brant

Aquel desastre me afligía tanto que estaba a punto de llorar, pero el inspector se limitó a decir:

—Como ve, le estamos acosando, percibe nuestra presencia. Ha vuelto a dirigirse hacia el este.

Sin embargo, nos esperaban otras turbadoras noticias. Un telegrama nos comunicó lo siguiente:

Hoganport, 12.19 A. M.

Acabo de llegar. El elefante pasó por aquí hace media hora, produciendo pánico y excitación; recorrió las calles enfurecido. Pasaban dos fontaneros y mató a uno…, el otro escapó. Pesadumbre general.

Detective O’Flaherty

—Ahora está en medio de mis hombres —dijo el inspector—. Nada puede salvarle.

Llegó una sucesión de telegramas enviados por detectives que estaban estratégicamente situados por Nueva Jersey y Pennsylvania, los cuales seguían pistas consistentes en graneros, fábricas y bibliotecas de escuelas dominicales devastadas, con grandes esperanzas…, que llegaban en realidad a certidumbres. El inspector dijo:

—Ojalá pudiera comunicarme con ellos y ordenarles que se dirijan al norte, pero eso es imposible. Un detective sólo visita una oficina de telégrafos para enviar su informe; luego se marcha y no sabes dónde podrías localizarle.

Entonces llegó este despacho:

Bridgeport, Ct., 12.15 A. M.

Barnum ofrece 4.000 dólares al año por el privilegio en exclusiva de utilizar el elefante como medio móvil de publicidad desde ahora hasta que lo encuentran los detectives. Quiere pegarle carteles de circo. Desea una respuesta inmediata.

Detective Boggs

—¡Eso es totalmente absurdo! —exclamé.

—Claro que lo es —replicó el inspector—. Sin duda el señor Barnum, que se cree tan listo, no me conoce…, pero yo sí le conozco a él.

Dicho esto dictó su respuesta al despacho:

Oferta del señor Barnum rechazada. Que sean 7.000 dólares o nada.

Jefe Blunt

—Ya está. No tendremos que esperar la respuesta mucho tiempo. El señor Barnum no está en su casa, sino en la oficina de telégrafos… Así es cómo actúa cuando tiene un negocio entre manos. Dentro de tres…

De acuerdo. P. T. Barnum

Así le interrumpió el sonido del instrumento telegráfico. Antes de que pudiera hacer algún comentario sobre este episodio extraordinario, el siguiente despacho encarriló mis pensamientos por un canal distinto y muy acongojante:

Bolivia, N. Y., 12.50 A. M.

El elefante llegó aquí desde el sur y cruzó en dirección al bosque a las 11.50, dispersando un funeral a su paso y reduciendo en dos el número de deudos. Los ciudadanos le dispararon unas pequeñas balas de cañón y luego huyeron. El detective Burke y yo llegamos diez minutos después, procedentes del norte, pero confundimos unas excavaciones con huellas y perdimos mucho tiempo; no obstante, al final encontramos las huellas correctas y las seguimos hasta el bosque. Entonces nos pusimos a gatas y escrutamos las huellas, adentrándonos en la espesura. Burke iba por delante. Desgraciadamente el animal se había detenido para descansar; por ello, Burke, que tenía la cabeza baja, atento a las huellas, tropezó con las patas traseras del elefante antes de que se diera cuenta de su proximidad. Se puso en pie en seguida, cogió la cola del animal y exclamó alegremente: «La recompensa me perte…», pero no dijo más, pues un solo golpe de la enorme trompa derribó mortalmente al valiente muchacho. Retrocedí y el elefante se volvió y me siguió hasta el borde del bosque, a tremenda velocidad. Me habría perdido inevitablemente de no haber sido por los restos del cortejo fúnebre, que volvieron a intervenir de manera providencial y distrajeron la atención del proboscídeo. Acabo de enterarme de que no queda con vida ninguno de los asistentes a ese funeral, pero eso no es ninguna pérdida, pues hay material en abundancia para otro. Entretanto, el elefante ha vuelto a desaparecer.

Detective Mulroney

No tuvimos más noticias, excepto las de los diligentes y confiados detectives esparcidos por Nueva Jersey, Pennsylvania, Delaware y Virginia —todos los cuales seguían pistas nuevas y alentadoras—, hasta poco después de las dos de la tarde, cuando llegó este telegrama:

Baxter Center, 2.15 P. M.

El elefante ha estado aquí, cubierto de carteles de circo, e invadió una reunión de evangelistas, golpeando y lesionando a muchos que estaban a punto de ingresar en una vida mejor. Los ciudadanos lo encerraron en un corral y establecieron una guardia. Cuando el detective Brown y yo llegamos poco después, entramos en el cercado y procedimos a identificar al elefante mediante la fotografía y la descripción. Todas las marcas correspondían exactamente, excepto una, que no podíamos ver: la cicatriz del divieso bajo la axila. Para asegurarse, Brown se agachó a mirar, y fue descerebrado de inmediato, esto es, su cabeza fue aplastada y destruida, aunque era indistinguible de los escombros. Todos huyeron, y lo mismo hizo el elefante, golpeando a izquierda y derecha con mucha eficacia. Ha huido, pero dejando un claro rastro de sangre a causa de las heridas producidas por el cañón. No hay duda de que se le encontrará de nuevo. Se dirigió al sur, a través de un espeso bosque.

Detective Brent

Ése fue el último telegrama. Al anochecer se formó una niebla tan espesa que no se podía discernir los objetos situados a un metro de distancia. La niebla duró toda la noche, y los transbordadores, e incluso los omnibuses, tuvieron que detenerse.

A la mañana siguiente los periódicos estaban tan llenos de teorías detectivescas como antes. También reproducían con detalle nuestros trágicos hechos, y muchos más que habían recibido de sus corresponsales telegráficos. Columna tras columna, en un tercio de su longitud, por deslumbrantes titulares, cuya lectura me angustiaba. Su tono general era éste:

¡EL ELEFANTE BLANCO ESTÁ SUELTO! ¡CONTINÚA SU MARCHA FATAL! ¡PUEBLOS ENTEROS ABANDONADOS POR SUS DESPAVORIDOS HABITANTES! ¡EL TERROR LE PRECEDE, LA MUERTE Y LA DEVASTACIÓN VAN TRAS ÉL! ¡LUEGO LE SIGUEN LOS DETECTIVES. GRANEROS DESTRUIDOS, FÁBRICAS DERRIBADAS, COSECHAS DEVORADAS, ASAMBLEAS PÚBLICAS DISPERSADAS, TODO ELLO ACOMPAÑADO POR ESCENAS DE MORTANDAD IMPOSIBLES DE DESCRIBIR! ¡TEORÍAS DE TREINTA Y CUATRO DE LOS DETECTIVES MÁS DISTINGUIDOS DE LA FUERZA POLICIAL! ¡TEORÍA DEL JEFE BLUNT!

—¡Ahí tiene! —dijo el inspector Blunt, casi mostrando excitación—. Éste es el mayor golpe de suerte que cualquier organización policial ha tenido jamás. La fama del caso llegará a los confines de la Tierra y durará tanto como dure el tiempo, y mi nombre con ella.

Pero yo no estaba contento. Me sentía como si hubiera cometido todos aquellos crímenes sangrientos, de los que el elefante era sólo mi agente irresponsable. ¡Y cómo había aumentado la lista! En un lugar, el animal había «obstaculizado unas elecciones y matado a cinco electores». A este acto siguió la destrucción de dos pobres tipos, llamados O’Donohue y McFlannigan, los cuales habían «hallado refugio en el hotel de los oprimidos de todas las tierras tan sólo el día anterior, y estaban ejercitando por primera vez el noble derecho de todos los ciudadanos norteamericanos a votar, cuando se abatió sobre ellos la mano implacable del Azote de Siam». En otro lugar había «encontrado un predicador loco que preparaba su próxima temporada de ataques heroicos contra el baile, el teatro y otras cosas que no podían volverse contra él, y le había pisoteado». Y en otro sitio había «matado a un representante de pararrayos». La lista continuaba, cada vez más ensangrentada y angustiosa. El elefante había matado a sesenta personas, y doscientas cuarenta estaban heridas. Todos los reportajes testimoniaban la actividad y la dedicación de los detectives, y todos terminaban con la observación de que «trescientos mil ciudadanos y cuatro detectives vieron a la temible criatura, la cual acabó con dos de estos últimos».

Temía oír de nuevo el ruidito metálico del instrumento telegráfico. Los mensajes empezaron a llegar poco a poco, pero su naturaleza me decepcionó felizmente. Pronto estuvo claro que se había perdido todo rastro del elefante. La niebla le había permitido buscar un buen escondrijo sin que nadie le viera. Telegramas procedentes de los puntos más absurdamente alejados informaban de que se había vislumbrado una masa vasta a través de la niebla, a tal o cual hora, y que era «indudablemente el elefante». Tales vislumbres de la masa vasta y vaga habían tenido lugar en New Haven, Nueva Jersey, Pennsylvania, en Brooklyn, dentro de Nueva York, e incluso ¡en el mismo centro de la ciudad de Nueva York! Pero en todos los casos la masa vasta y vaga se había desvanecido con rapidez y sin dejar rastro. Todos los detectives de la gran fuerza policial desparramados por aquella enorme extensión del país enviaban su informe hora tras hora, y todos y cada uno de ellos tenían una pista y seguían algo, pisándole los talones.

Pero la jornada transcurrió sin más resultado.

Al día siguiente, lo mismo.

Al otro día, exactamente igual.

Los informes publicados por la prensa empezaron a hacerse monótonos, cargados de hechos que no significaban nada, de pistas que no conducían a ninguna parte y teorías que casi habían agotado los elementos que sorprenden, encantan y deslumbran.

Siguiendo el consejo del inspector, dupliqué el importe de la recompensa ofrecida en un principio.

Siguieron otros cuatro días monótonos. Entonces los pobres y abnegados detectives recibieron un duro golpe: los periodistas se negaron a publicar sus teorías y les dijeron fríamente que les dieran un descanso.

Dos semanas después de la desaparición del elefante, a instancias del inspector, elevé la recompensa a setenta y cinco mil dólares. Era una gran suma, pero habría preferido sacrificar toda mi fortuna personal antes que perder el crédito que tenía ante mi gobierno. Ahora que los detectives estaban en la adversidad, los periódicos se volvieron contra ellos y empezaron a atacarles con los sarcasmos más punzantes. Esto dio a los cómicos una idea, y se vistieron de policías para dar caza al elefante en el escenario, del modo más extravagante. Los caricaturistas hicieron dibujos de detectives explorando el país con lupas, mientras el elefante, detrás de ellos, les robaba manzanas de los bolsillos. También hicieron toda clase de dibujos ridículos de la insignia policial —sin duda ha visto usted esa insignia dorada impresa en las contracubiertas de las novelas de detectives—, un gran ojo que mira fijamente con la leyenda: NUNCA DORMIMOS. Cuando los detectives pedían una bebida, el camarero se las daba de chistoso, reavivaba una forma de expresión anticuada y decía: «¿Quieren un abreojos?». La atmósfera estaba cargada de sarcasmos.

Pero había un hombre que se movía con serenidad en medio de todo aquello, intocado, sin que le afectara. Era aquel corazón de roble, el inspector jefe. Nunca bajaba su desafiante mirada, y su serena confianza jamás vacilaba. Siempre decía:

—Deje que se burle; el que ríe último ríe mejor.

Mi admiración por aquel hombre aumentó hasta llegar a una especie de adoración. Yo siempre estaba a su lado. Su oficina se había convertido en un lugar desagradable para mí, y ahora cada día lo era más y más. Pero si él podía soportarlo, también yo lo aguantaría; por lo menos, tanto como pudiera. Así pues, acudía allí con regularidad y me quedaba… Era la única persona del exterior que parecía capaz de hacerlo. Todo el mundo se preguntaba cómo podía, y con frecuencia tenía la sensación de que debía irme de allí, pero en esos momentos miraba aquel rostro sereno y en apariencia despreocupado, y me mantenía en mi sitio.

Una mañana, unas tres semanas después de la desaparición del elefante, estaba a punto de decir que debería arriar la bandera y retirarme, cuando el gran inspector jefe detuvo la idea al proponerme una jugada más, soberbia y magistral.

Se trataba de llegar a un compromiso con los ladrones. La fertilidad de la inventiva de aquel hombre superaba todo cuanto había visto, y eso que he tenido una amplia relación con las mejores mentes del mundo. Dijo que confiaba en que podría llevar a cabo ese compromiso por cien mil dólares, y recuperar el elefante. Respondí que creía poder reunir la suma, pero, ¿qué sería de los pobres detectives que habían trabajado tan fielmente? Él respondió:

—En los compromisos siempre se llevan la mitad.

Esto eliminó mi única objeción. Y así, el inspector redactó dos notas, de la forma siguiente:

Querida señora:

Su marido puede conseguir una gran suma de dinero (y estar totalmente protegido por la ley) entrevistándose de inmediato conmigo.

Jefe Blunt

Envió una de estas notas por medio de su mensajero confidencial a la «supuesta esposa» de Buen Mozo Duffy, y la otra a la supuesta esposa de Rojo McFadden.

Menos de una hora después llegaron estas respuestas ofensivas:

Biejo eztupido:

el buen mozo Duffy ze murió ace 2 años.

Bridget Mahoney

Jefe Loco:

Rojo McFadden fue aorcado y está en el cielo, ya ba para 18 meses. Cualquier Burro, menos un detectibe, lo sabe.

Mary O’Hooligan

—Desde hacía tiempo sospechaba estos hechos —dijo el inspector—, y este testimonio muestra la exactitud inequívoca de mi instinto.

En cuanto le fallaba un recurso, ya tenía otro a mano. Al instante redactó un anuncio para la prensa matutina, del que conservo una copia:

A. —xwblv. 242 N. Tjnd-fz328wmlg. Ozpo,—; 2m! ogw. Mum.

Dijo que si el ladrón estaba vivo, esto le haría acudir a la cita habitual. Amplió su explicación diciendo que la cita habitual se producía en un lugar donde se llevaban a cabo todos los intercambios comerciales entre detectives y criminales. La reunión tendría lugar a la medianoche siguiente.

No podríamos hacer nada hasta entonces, así que abandoné la oficina sin pérdida de tiempo y realmente agradecido por el privilegio.

Al día siguiente, a las once de la noche, me presenté con cien mil dólares en billetes de banco, que puse en manos del inspector, el cual salió poco después, sin haber perdido ni un ápice de su confianza, cosa que evidenciaba la determinación de su mirada. Transcurrió una hora de espera casi intolerable, y entonces oí de nuevo sus pasos, me puse en pie conteniendo el aliento y fui a su encuentro. ¡Cómo iluminaba el triunfo sus bellos ojos!

—¡Nos hemos comprometido! —exclamó—. ¡Mañana los bromistas cantarán una tonada diferente! ¡Sígame!

Cogió una vela encendida y descendió al vasto sótano abovedado donde siempre dormían sesenta detectives, y donde un grupo de ellos jugaba ahora a las cartas para matar el tiempo. Le seguí de cerca. Se dirigió con pasos rápidos al extremo en sombras de la sala, y en el mismo momento en que yo cedía al asedio de la asfixia y empezaba a perder el sentido, él tropezó y cayó sobre los miembros externos de un objeto voluminoso. Le oí exclamar mientras caía:

—Nuestra noble profesión ha sido reivindicada. ¡Aquí tiene su elefante!

Me subieron a la oficina y me hicieron volver en mí con ácido carbólico. Entraron en tropel todos los detectives, y siguió una sesión de triunfante regocijo como no había presenciado jamás. Llamaron a los periodistas, se descorcharon cajas enteras de cava, se hicieron brindis y los apretones de manos y felicitaciones fueron constantes y entusiastas. Naturalmente, el jefe era el héroe del momento, y su felicidad era tan completa y la había ganado con tanta paciencia, valía y valentía, que contemplarla hacía que me sintiera feliz, aunque yo estaba allí como un mendigo sin hogar, con mi inapreciable carga muerta y mi puesto al servicio de mi país perdido, por lo que considerarían siempre mi irresponsable y fatal descuido de lo que me habían confiado. Muchas miradas elocuentes testimoniaron su profunda admiración hacia el jefe, y muchas voces de detective murmuraron:

—Miradle, es el rey de la profesión. Dadle una sola pista, es todo lo que necesita, y no habrá nada oculto que no pueda encontrar.

El reparto de los cincuenta mil dólares causó gran placer. Luego el jefe, mientras se embolsaba su parte, pronunció un pequeño discurso en el que dijo:

—Disfrutadlo, muchachos, pues os lo habéis ganado, y más aún, habéis ganado fama imperecedera para la profesión policial.

Llegó el siguiente telegrama:

Monroe, Mich., 10 P. M.

Encuentro por primera vez una oficina de telégrafos en más de tres semanas. He seguido esas huellas, a caballo, a través de los bosques, a mil quinientos kilómetros de aquí, y son más fuertes, grandes y frescas cada día. No se preocupe… Dentro de otra semana tendré el elefante. Puede tener la plena seguridad.

Detective Darley

El jefe pidió tres vivas por «Darley, una de las mejores mentes del servicio», y luego ordenó que le telegrafiaran para que volviera a casa y recibiera su parte de la recompensa.

Así terminó aquel episodio maravilloso del elefante robado. Al día siguiente, los periódicos volvieron a publicar frases de elogio, con una sola despreciable excepción. Esta hoja decía: «¡Grande es el detective! Puede ser un poco lento en encontrar una cosilla, como un elefante perdido; puede perseguirlo durante todo el día y dormir con su cadáver putrefacto durante tres semanas, pero al final lo encontrará… ¡Si puede dar con el hombre que lo extravió para que le enseñe el lugar!».

Perdí para siempre al pobre Hassan. Los disparos de cañón le habían herido fatalmente. Desorientado entre la niebla, se había metido en aquel lugar hostil y allí, rodeado por sus enemigos y en constante peligro de detección, el hambre y los sufrimientos le habían ido consumiendo, hasta que la muerte le dio la paz.

El compromiso me costó cien mil dólares; mis gastos de detección fueron de cuarenta y dos mil dólares más; jamás volví a solicitar otro puesto a mi gobierno. Soy un hombre arruinado y un vagabundo…, pero mi admiración por aquel hombre, en mi opinión el detective más grande que el mundo ha producido jamás, sigue sin mengua hasta este día y lo seguirá hasta el final.

Ir a la siguiente página

Report Page