Los mejores relatos policiacos 1

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El otro verdugo (John Dickson Carr)

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EL OTRO VERDUGO

John Dickson Carr

En su distinguida carrera, prolongada durante cuarenta años, John Dickson Carr creó dos detectives superiores, el doctor Gideon Fell y sir Henry Merrivale, y algunas de las mejores novelas y relatos de habitaciones cerradas y «crímenes imposibles» que se han escrito jamás. Casi toda su obra pertenece a la variedad clásica, de jugada limpia, del rompecabezas criminal, pero un relato, que muchos seguidores de Carr clasifican entre sus cinco mejores relatos cortos, se aparta considerablemente, tanto en estilo como en contenido, de esa variedad. Ambientado en la Pennsylvania rural, donde Carr nació, «El otro verdugo» cuenta los acontecimientos que rodearon a una muy poco habitual ejecución en la horca.

—¿Por qué en Pennsylvania los electrocutan en vez de colgarlos? —preguntó mi viejo amigo, el juez Murchison, acercando diestramente con el pie la escupidera—. En fin, ¿qué os enseñan a los jóvenes en esas nuevas facultades de derecho? Ese fue un caso de asesinato, hijo. A los miembros del Tribunal Supremo se les volvieron las patillas grises mientras buscaban una decisión final, y durante treinta años la han discutido los abogados en todas las tabernas desde aquí hasta la costa del Pacífico. Ocurrió aquí, en este condado, cuando colgaron a Fred Joliffe por el asesinato de Randall Fraser.

—Fue en 1892 o 1893… En fin, fue el año en que instalaron el primer teléfono en el Palacio de Justicia, y podías hablar hasta con un lugar tan lejano como Pittsburg, excepto cuando el viento derribaba los cables. Considerando que era la capital del condado, estábamos muy orgullosos de nuestra ciudad (que tenía una población de tres mil quinientas almas). Los buscavidas siempre alardeaban de lo próspera y expansiva que era nuestra ciudad, y habíamos llegado a tal grado de entusiasmo que cada diez años estábamos seguros de que el funcionario encargado de hacer el censo se había olvidado de la mitad de la población. El viejo Mark Sturgis, propietario del Bugle Gazette, protestó severamente en un editorial cuando imprimieron en el almanaque que teníamos una población de sólo 3.265 habitantes. Naturalmente, todos estábamos bastante irritados por ello.

»También estábamos orgullosos de muchas otras cosas. Teníamos buenos motivos para alardear de la casa McClellan, que era el mejor hotel del condado. Imagínese lo que es tener hospedaje, con pastel de manzana para el desayuno todas las mañanas, por dos dólares a la semana. Estábamos orgullosos de nuestras antiguas familias del condado, las cuales llegaron cruzando las montañas cuando los indios cortaron el cuero cabelludo al ejército de Braddock en 1755, y se establecieron en cabañas de troncos para curar sus heridas. Pero, por encima de todo, estábamos orgullosos de nuestras baterías legales.

»¡Qué magnífica asamblea, hijo! Mira, no diré que todos ellos eran duchos en el conocimiento de los reglamentos, pero se sabían bien su Piedra negra y su Hoja verde sobre las pruebas, y eran magníficos oradores. Había algunos, los de rango superior, llenos de buena voluntad, con conocimiento de los libros y dignidad, muy rigurosos con respecto a la exactitud de la letra de la ley. Presbiterianos escoceses e irlandeses, como todos nosotros, a quienes les gustaba un buen debate y una botella de whisky. Estaba Charley Connell, graduado de Harvard y fiscal del distrito, que tenía las manos blancas y finas y usaba un cuello alto muy bonito, y que se dirigía de un modo tan patético al jurado que la gente acudía en tropel desde lugares muy distantes para escucharle, aunque generalmente perdía sus casos. Estaba el juez Hunt, quien se vanagloriaba de su parecido con Abe Lincoln, por lo que siempre llevaba levita y una elegante chistera. Ah, y estaba nuestro propio abuelo, que tenía más de doscientos libros en su biblioteca, y la gente solía visitarle de noche para pedirle prestados volúmenes de la enciclopedia.

»¿Conoces el gran Palacio de Justicia en lo alto de la calle, rodeado de flores, con la cárcel al lado? La gente iba allí como hoy van al cine; y además, era mucho mejor. Desde allí había sólo veinte minutos de camino por el prado hasta el saloon de Jim Riley. Todos los compinches se reunían allí…, en la habitación trasera, naturalmente, donde Jim tenía una elegante escupidera de latón y un cuadro de George Washington que dignificaba la estancia. Se podía ver el sendero abierto en la hierba, utilizado mientras construían en aquel prado. Además de los habituales, estaba Bob Moran, el sheriff, un hombre amable y corpulento, pero muy nervioso acerca del cumplimiento estricto de su deber. Y estaba el pobre y viejo Nabors, un tipo grande, callado, de ojos enrojecidos, que había sido médico antes de darse a la bebida. Siempre estaba sin blanca, y tenía dos hijas, una de ellas tísica, y a Jim Riley le daba tanta lástima que le servía gratis todo lo que quería de beber. Eran aquellos tiempos felices, con un poder de elocuencia, teorización y solución de los problemas nacionales en aquella trastienda, hasta que nuestras esposas venían para llevamos a casa.

»Entonces asesinaron a Randall Fraser, y hubo una pena severa.

»Si hubiera sido cualquier otro menos Fred Joliffe quien le mató, naturalmente no le habríamos condenado. No puedes hacer eso, hijo, no en una pequeña comunidad. Está muy bien hablar del poder y la grandeza de la justicia, y es muy eficaz en un discurso. Pero aquí se trata de alguien a quien has visto ir por la calle a sus asuntos todos los días durante años; sabes cuándo han nacido sus hijos y le has visto llorar cuando uno de ellos murió; y recuerdas la ocasión en que te prestó diez dólares que necesitabas… Bueno, no puedes sacar a esa persona a la fría luz del día y colgarlo del cuello hasta morir. Si lo hicieras, luego verías siempre la expresión de su rostro. Y encontrarías excusas para él, al margen de lo que hubiera hecho.

»Pero con Fred Joliffe fue diferente. Fred Joliffe fue el peor y más desagradable cliente que he tenido jamás, con la posible excepción del mismo Randall Fraser. ¿Has visto alguna vez una víbora enroscada sobre una piedra plana? Y una víbora es peor que una serpiente de cascabel, la cual no te atacará a menos que la pises, y avisa antes de hacerlo. Fred Joliffe tenía el mismo color parduzco y los movimientos deslizantes de uno de esos reptiles. Siempre recordaré sus ojillos claros y su sonrisa desagradable. Cuando pasaba con su carreta por la ciudad, tenía una especie de negocio de trapería, ¿sabes?, le veías allí sentado, un hombrecillo flaco con un abrigo marrón, escudriñando a su alrededor en busca de algo para chismorrear…, y sonriendo.

»No se trataba tan sólo de las cosas que decía a espaldas de la gente, o incluso de lo que les decía a la cara, porque confiaba en el hecho de que era demasiado enclenque para que le dieran una zurra. Era un tipo embaucador. Se creía que era el autor de todas aquellas cartas anónimas que causaron… Pero dejemos eso. En fin, puedo decirte que, en una ocasión, su sonrisita enfureció tanto a Will Farmer que le dio una tunda. Una noche, al cabo de un mes, el establo de Will fue pasto de las llamas, con once caballos dentro, pero no pudo probarse nada. Era demasiado listo para nosotros.

»Eso me recuerda al único compañero, no quiero decir amigo, de Fred Joliffe. Randall Fraser tenía un negocio de arneses y sillas de montar en la calle del Mercado, un sitio polvoriento con un gran caballo, un maniquí en el escaparate. Recuerdo que la única cosa en el mundo que le gustaba a Randall era aquel maniquí caballuno, una yegua moteada con ojos de cristal que le daban una expresión maligna. El tendero solía peinarle las crines. Randall era un hombretón con espeso bigote, una aguja en forma de herradura en la corbata y ropas deportivas a cuadros. Era muy educado, incluso empalagoso, y mezquino como el pecado. Creía que un juego sucio o un timo era la broma más divertida que había oído jamás. Pero gustaba a las mujeres, y muchas de ellas, eso es innegable, entraban a hurtadillas en la trastienda de aquel comercio de arneses. Randall ardía en deseos de contar todo eso en la barbería, para demostrarles lo necios que eran y hacer alarde de su virilidad, pero tenía que ir con cuidado. Él y Fred Joliffe bebían mucho juntos.

»Entonces llegó la noticia. Creo que fue en octubre, y me enteré por la mañana, cuando me ponía el sombrero para ir a la oficina. Por entonces, el viejo Withers era el comisario de la ciudad. Se levantaba pronto por la mañana, aunque no había necesidad de ello, y cuando bajaba por la calle del Mercado, envuelto en la niebla, vio que la luz de gas aún ardía en la trastienda del comercio de Randall. La puerta principal estaba abierta de par en par. Withers entró y encontró a Randall tendido sobre un montón de arneses, en mangas de camisa, la frente y el rostro machacados con un mazo. Era poco lo que quedaba del rostro, pero se le podía reconocer por el bigote y la aguja de corbata.

»Estaba en mi oficina cuando alguien gritó desde la calle que habían encontrado a Fred Joliffe borracho y dormido en el molino, con las manos ensangrentadas y una botella vacía del whisky de Randall Fraser en el bolsillo. Aún estaba en mal estado y no podía andar ni entender lo que ocurría, cuando el sheriff, ese Bob Moran del que te he hablado, se presentó para llevarlo al calabozo. Bob tuvo que llevarle en su propia carreta de trapero. Los vi pasar por la calle del Mercado bajo la lluvia, Fred tendido en la carreta y blanqueado por la harina, agitándose y soltando maldiciones. La gente guardaba silencio; estaban complacidos, pero no lo manifestaban.

»Es decir, excepto Will Farmer, el que fue propietario del establo incendiado.

—Ahora le colgarán —dijo Will—. Ahora, por Dios que le colgarán.

—Es curioso, hijo: no me di cuenta de la gravedad de aquello hasta que oí al juez Hunt pronunciar sentencia después del juicio. Me nombraron para defender al reo porque era un joven sin ninguna profesión en particular y alguien tenía que hacerlo. Toda la ciudad estaba convencida de que aquel hombrecillo era culpable antes de que tuviera ocasión de hablar con él. Se veía claramente que estaba sentenciado. Un afilador de tijeras que vivía al otro lado de la calle (he olvidado su nombre) había visto a Fred camino de la casa de Randall hacia las once de la noche. Una pareja de ancianos que vivían encima de la tienda, les habían oído beber y gritar en la planta de abajo y, cerca de medianoche, habían oído un estrépito como de pelea y una caída; pero habían sido lo suficientemente prudentes como para no intervenir. Finalmente, una pareja de granjeros que, a medianoche, se dirigían a su casa desde la ciudad, habían visto a Fred salir tambaleándose de la puerta principal, dándose palmadas y limpiándose las manos en el abrigo, como un hombre presa de delírium trémens.

»Fui a ver a Fred a la cárcel. Estaba sobrio, aunque tenía muchas convulsiones. Sus ojos claros y acuosos tenían una expresión tan venenosa como siempre. Aún puedo verle sentado en el camastro de su celda, con un cigarrillo envuelto en papel marrón en la boca, retorciendo el cuello y mirándome burlonamente. Dijo que no me diría nada, porque si lo hacía yo iría a contárselo al juez.

—¿Colgarme? —preguntó, arrugando la nariz, y volvió a reír burlonamente—. ¿Colgarme? ¿A mí? No se preocupe por eso, señor. Esos tipos nunca me ahorcarán. Me tienen demasiado miedo, ¿eh, señor?

—Y al muy necio no le cupo en la cabeza que pudieran colgarle hasta el momento mismo de la sentencia. Salió pavoneándose de la sala del juicio, haciendo rápidas observaciones y amenazando con decir lo que sabía de la gente, y llamando al juez por su nombre de pila. Llevaba una camisa con pechera postiza que se había comprado para tener un aspecto atildado.

»Me sorprendió la tranquilidad con que lo tomó todo el mundo. Quienes habían asistido al juicio, no susurraban ni se empujaban; se limitaron a permanecer quietos como la muerte, mirándole. No se oía más que una especie de respiración. Una sala de juicios es un lugar curioso, hijo: tiene su propio y particular olor, que no te molestará a menos que pienses en lo que significa, pero reparas en las tapicerías raídas y las grietas de las paredes más que en cualquier otro lugar. Se oía la voz del fiscal, Charley Connell, un ligero sonido en una gran sala, y el crujido de las pisadas de Charley. Se habría oído una tos entre el público, o el roce del vestido de una mujer, o el silbido de las lámparas de gas. Era la estación lluviosa y estaba oscuro, por lo que las luces de gas se encendían a las dos de la tarde.

»La única defensa que pude hacer de Fred fue que estaba demasiado borracho para ser responsable y no recordaba nada de aquella noche (lo cual él admitió que era cierto). Pero, además de que no había defensa legal, fue un terrible fracaso. Mi propia voz sonaba falsa. Recuerdo que seis de los miembros del jurado llevaban patillas mientras los otros seis carecían de ellas; y el juez Hunt, allá en el tribunal, con la bandera plegada junto a la pared, detrás de su cabeza, se parecía más que nunca a Abe Lincoln. Incluso Fred Joliffe empezó a darse cuenta. Seguía moviendo la cabeza para mirar a la gente, un poco inquieto. Una vez se dirigió hacia el jurado y gritó: “Decid algo, ¿no? Haced alguna cosa, ¿no?”.

»Ellos lo hicieron.

»Cuando el presidente del jurado dijo: “Culpable de asesinato en primer grado”, hubo un poco de ruido entre el público. Ni aplausos ni nada parecido. Sisearon al unísono, una sola vez, con un sonido como de aliento exhalado que resultó terrible al oído. Fred no lo notó hasta que el juez Hunt estaba a la mitad de la sentencia. Miraba a su alrededor con una expresión frenética, a medias demencial, hasta que oyó al juez: “Y que Dios tenga piedad de su alma”. Entonces intervino bruscamente, como si le pareciera que la broma llegaba demasiado lejos.

—Un momento, no estará hablando en serio, ¿verdad? No puede engañarme. Usted sólo es Jerry Hunt, sé quién es, no puede hacerme eso. —Y de repente empezó a aporrear la mesa y exclamar—: No irá a colgarme en serio, ¿eh?

—Pero sí que íbamos a hacerlo.

»La fecha de la ejecución se fijó para el doce de noviembre. Todos firmaron la orden: “… en los recintos de dicha cárcel del condado, entre las ocho y las nueve de la mañana, el susodicho Frederick Joliffe será colgado por el cuello hasta morir; a tal fin, el sheriff requerirá los servicios de un verdugo, y la sentencia se llevará a cabo en presencia de un médico forense cualificado; el cuerpo será inhumado…”. Todo el mundo estaba nervioso. No había habido un ahorcamiento desde que todos ellos ocupaban sus cargos, y nadie sabía exactamente cómo hacerlo. El viejo doctor Macdonald, el forense, tendría que estar allí y, naturalmente, requerirían la presencia del predicador, el reverendo Phelps. La esposa de Bob Moran cocinaría tortillas y salchichas para el último desayuno. Quizá todo esto te parezca absurdo, pero piensa por un momento en coger a alguien a quien conoces de toda la vida, atarle los brazos una fría mañana, llevarle al patio trasero y romperle el cuello con una soga… Todo religioso y legal, sin que nadie interfiera. Entonces, los poderes de vida y muerte, y la fina separación entre uno y otro, empiezan a asustarte.

»Bob Moran estaba pálido de miedo porque las cosas no salieran como era debido. Había nombrado como verdugo al corpulento, despacioso y algo borracho Ed Nabors, en parte porque éste necesitaba los cincuenta dólares ofrecidos por la faena, y en parte porque Bob tenía la vaga idea de que un hombre que había sido médico estaría más capacitado para llevar a cabo una ejecución. Ed había jurado que se mantendría sobrio, pero eso estaba por ver.

»Nabors pareció tomárselo con la seriedad requerida. Había estudiado los pormenores del ahorcamiento científico en un viejo libro que le prestó tu abuelo y, con la colaboración del carpintero, montó en el patio de la cárcel un gran artefacto de aspecto desvencijado. En los ensayos con sacos de harina funcionó muy bien; la trampilla se abría con un estruendo que te hacía subir el corazón a la garganta. Pero una vez concedieron demasiada elasticidad a la cuerda y rompió uno de los sacos. Entonces el viejo doctor Macdonald habló de aquel tipo, John Lee, de Inglaterra… Lo cual acabó de trastornar a Bob Moran.

»Sucedió la noche anterior a la ejecución. Estábamos sentados alrededor de la lámpara en el despacho de Bob, tratando de jugar al póquer. La estancia estaba llena de peonzas, cuerdas para saltar y toda clase de objetos. Bob dejaba que sus hijos jugaran ahí… Lo cual no debería haber hecho, porque la puerta daba a un pasillo con celdas, la última de las cuales ocupaba Fred Joliffe. Naturalmente, habían trasladado al piso de arriba a los demás presos, alborotadores, rateros y tipos por el estilo. Alguien le había dicho a Bob que el olor de una ejecución les afecta como animales salvajes enjaulados. Quienquiera que fuese, tenía razón. Podíamos oírles de un lado a otro sobre nuestras cabezas, golpeando fuertemente el suelo con los pies, y un viejo negro se pasó toda la noche cantando himnos.

»Llovía con fuerza sobre el tejado de hojalata; quizá fue eso lo que le dio la idea al doctor Macdonald, el cual era un viejo diablo cínico. Cuando vio que Bob no podía estarse quieto y arrojaba la mano sin mirar siquiera la carta oculta, le dijo:

—Sí, confío en que todo irá bien, pero hay que tener cuidado con esta lluvia. ¿Has leído lo de ese individuo al que trataron de colgar en Inglaterra? La lluvia había hinchado tanto las tablas que la trampilla no se abrió. Lo intentaron tres veces, pero el trasto no funcionaba…

—Ed Nabors dio un manotazo sobre la mesa. Creo que ya se sentía bastante mal tal como estaban las cosas, porque una de sus hijas había huido, abandonándole, y la otra se moría de tisis. Pero estaba inquieto y tenía los ojos enrojecidos; llevaba dos días sin tomar un trago, aunque había una botella sobre la mesa.

—Cállate o te mato —le dijo—. Maldito seas Macdonald. —Y agarró el borde de la mesa—. Te digo que nada puede salir mal. Iré ahí y lo probaré de nuevo, si me dejas ponerte la soga al cuello.

Bob Moran terció entonces.

—Pero ¿qué objeto tiene hablar así, doctor? ¿No es ya bastante lamentable? Ahora has hecho que me preocupe por otra cosa. Hace un rato fui a verle y le oí decir lo más curioso que jamás le he oído a Fred Joliffe. Está loco. Se echó a reír y dijo que Dios no permitiría que Fulano y Mengano le colgaran. Ha sido terrible oír a Fred Joliffe hablar así. ¿Alguno tiene hora?

—Era una noche fría. Me adormilé en una silla, oyendo el rumor de la lluvia y el ruido de aquella especie de jaula de fieras en el piso de arriba. El negro cantaba esa parte del himno que habla de la ondulación de las aguas más cercanas mientras la tempestad aún está alta.

»Me despertaron hacia las ocho y media para decirme que el juez Hunt y todos los testigos estaban en el patio de la cárcel, dispuestos a emprender la marcha. Entonces me di cuenta de que iban a colgar de veras al pobre Fred. Tenía que unirme a la procesión e ir detrás, como había jurado, pero no vi el rostro de Fred Joliffe, ni tampoco quería verlo. Le habían lavado bien y llevaba una camisa de franela limpia, cuyo cuello habían doblado hacia dentro. Salió tambaleándose de la celda, y empezó a ir en la dirección equivocada, pero Bob Moran y el comisario le cogieron cada uno de un brazo. Era una mañana fría, oscura, ventosa. Le ataron las manos a la espalda.

»El predicador decía algo que no pude entender. Todo transcurrió sin incidentes hasta que llegaron a la mitad del patio de la cárcel. Es un patio bastante grande. No miré el artefacto levantado en el centro, sino a los testigos que estaban en pie junto a la pared, con los sombreros en la mano. Olí ese aire limpio que se respira después de la lluvia y alcé la vista a las montañas, donde el cielo se coloreaba de rosa. Pero Fred Joliffe sí que miró el patíbulo, y cayó de rodillas. Le obligaron a incorporarse. Oí que seguían caminando y subían los crujientes escalones.

»No miré el patíbulo hasta que oí un ruido sordo, y todos supimos que algo no iba bien.

»Fred Joliffe no estaba sobre la trampilla, ni tenía la cabeza cubierta por la capucha, aunque las piernas sí estaban atadas. Permanecía en pie con los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia el rosado cielo. Ed Nabors se sujetaba con ambas manos de la cuerda, girando un poco y dando patadas a la trampilla, pero ésta no se movía. En el momento en que oía a Ed gritar algo acerca de que la lluvia había hinchado las tablas, el juez Hunt pasó por mi lado y fue hasta el pie del patíbulo.

»Bob Moran empezó a maldecir bastante obscenamente.

—De todos modos, ponle ahí e inténtalo —le dijo, cogiendo a Fred del brazo—. Cúbrele con la capucha y dale una oportunidad al aparato.

—En el nombre de Dios —dijo el predicador con bastante firmeza—. No hará usted eso si puedo evitarlo.

—Bob echó a correr como un loco y saltó sobre la trampilla, golpeándola con los dos pies. Estaba bien trabada. Entonces se volvió y se sacó del bolsillo de la cadera una Ivor-Johnson del calibre 45. El juez Hunt se la quitó delante de Fred, cuyos labios se movían un poco.

—Será ajusticiado de acuerdo con la ley y nada más que con la ley —dijo el juez—. Guarda ese arma, lunático, y llévale de nuevo a la celda hasta que puedas hacer funcionar este trasto. Ahora cuidado con él.

—Nunca he creído que Fred Joliffe se diera cuenta de lo que sucedía. Creo que sólo confirmó su creencia en que, después de todo, no tenían intención de colgarle. Cuando se vio bajando de nuevo los escalones, abrió los ojos. Tenía el rostro hundido y parecía ofuscado, pero de súbito dijo:

—Sabía que Fulano y Mengano nunca me colgarían. —Tenía la garganta tan seca que no pudo escupir al juez Hunt cuando trató de hacerlo, pero marchó erguido y soltando una risita por el patio—. Sabía que Fulano y Mengano nunca me colgarían.

—Tuvimos que sentarnos un momento y darle un trago a Ed Nabors. Bob le hizo apresurarse, aunque los demás no dijimos gran cosa, y se marchaba para arreglar la trampilla cuando el bedel del Palacio de Justicia entró a toda prisa en el despacho de Bob.

—Una llamada en esa nueva máquina, el teléfono.

—¡Déjeme en paz! —gritó Bob—. Ahora no estoy para llamadas telefónicas. Venga a echarnos una mano.

—Pero es de Harrisburg —dijo el bedel—, de la oficina del gobernador. Tiene que ir.

—Quédate aquí, Bob —dijo el juez Hunt, y me hizo una seña—. Quédate aquí y yo responderé.

—Nos miramos el uno al otro de un modo extraño cuando cruzábamos el Puente de los Suspiros. El reloj del Palacio de Justicia daba las nueve, y al mirar hacia el patio pude ver algunos hombres que daban martillazos a la trampilla. Después de que el juez Hunt hubiera atendido la llamada telefónica, tuvo dificultades para volver a colgar el auricular del gancho.

—De algún modo siempre he creído en la Providencia —me dijo—, pero nunca pensé que fuera tan personal. Fred Joliffe es inocente. Tenemos que suspender la ejecución y esperar un mensajero del gobernador. Tiene pruebas facilitadas por una mujer… En fin, luego veremos.

—No soy muy diestro en la descripción de estados mentales, por lo que no puedo decirte con exactitud lo que sentí entonces. En su mayor parte era un estado febril y un horror ante la idea de que ya hubieran sacado nuevamente a Fred de la celda y le hubieran colgado. Pero cuando miramos hacia al patio desde el Puente de los Suspiros, vimos a Ed Nabors y el carpintero que discutían sobre la misma trampilla, provistos de una sierra tronzadera, y la gloriosa luz de la mañana que ya lo inundaba todo y nos mostraba que podríamos cortar en pedazos aquel horrible artefacto y quemarlo.

»El pasillo del piso de abajo estaba desierto.

El juez Hunt había vuelto a recobrar el aliento y, como era una de esas personas severas y elocuentes que gustan de hacer complicadas observaciones acerca de Dios, caminaba con pasos vigorosos y sin cerrar el pico. Refrenó un poco su brío al ver abierta la celda del reo.

—Joliffe merece ser el primero en conocer la noticia —dijo el juez.

—Pero Joliffe nunca se enteró de la noticia, a menos que su fantasma estuviera escuchando. Ya te he dicho que era muy menudo de cuerpo y ligero. Sus zapatos estaban a medio metro del suelo, y él colgaba por el cuello de una clavija de hierro en una pared de la celda. Colgaba de un lazo que había hecho con una infantil cuerda de saltar; el rostro ennegrecido, ya muerto, con el blanco de los globos oculares visible en las rendijas de los ojos entrecerrados y los pies balanceándose sobre un taburete derribado.

—No, hijo, durante mucho tiempo no creímos que fue un suicidio. Al principio nos quedamos pasmados, naturalmente, medio locos. Era como pensar en tus problemas a las tres de la madrugada.

»Pero, mira, Fred todavía tenía las manos atadas a la espalda. Había un chichón en la parte posterior de su cabeza, producido por un martillo que yacía al lado del taburete. Alguien había entrado allí con el martillo oculto a la espalda, había golpeado a Fred cuando éste no miraba, había hecho un nudo corredizo con la cuerda de saltar y colgado allí el cuerpo. Esa era la parte más espeluznante del asunto, cuando comprendimos lo que había pasado, y empezamos a decirnos unos a otros dónde habíamos estado durante la confusión. Nadie se había dado cuenta de nada. Yo estaba pálido de terror.

»Cuando nos reunimos alrededor de la mesa en el despacho de Bob, el juez Hunt recuperó el dominio de sí mismo. Miró a Bob Moran, a Ed, a Nabors, al doctor Macdonald y a mí. Uno de nosotros era el otro verdugo.

—Este es un mal asunto, caballeros —nos dijo, aclarándose la garganta un par de veces, como un orador nervioso antes de comenzar—. Lo que quiero saber es esto: ¿quién que esté en su sano juicio ahorcaría a un hombre sabiendo que, de todos modos, teníamos la intención de hacerlo oficialmente?

—Entonces, el doctor Macdonald se mostró malicioso.

—Bueno, si llegamos a eso, para empezar podría preguntar de dónde ha salido esa cuerda de saltar.

—No le comprendo —dijo Bob Moran, un tanto perplejo.

—¿Ah, no? —El doctor tiró de sus patillas hacia fuera—. Bien, entonces, ¿quién estaba tan decidido a que esta ejecución se realizara como estaba convenido que incluso sacó un arma cuando falló la trampilla?

—Bob emitió un ruido como si le hubiesen golpeado en el estómago. Se quedó mirando al doctor durante unos minutos, con las manos colgando a los lados… Y entonces fue a por él. Tenía al hombre tendido sobre la mesa y le golpeaba la cabeza contra el borde, cuando la gente empezó a llenar la habitación, atraída por los gritos. Aquello también fue curioso; el primero en entrar fue el carpintero de la cárcel, el cual estaba bastante molesto porque no le habían dicho que se había suspendido la ejecución.

—¿Por qué están a la greña? —preguntó malhumorado. Era más corpulento que Bob y le separó del doctor con un par de empujones—. ¿Por qué no me han dicho lo que ocurría? Dicen por ahí que no habrá ningún ahorcamiento. ¿Es eso cierto?

El juez Hunt asintió y el carpintero…, Barney Hicks, ése era, ahora lo recuerdo…, Barney Hicks, que estaba bastante enojado, añadió:

—Muy bien, muy bien, pero no tienen que pelearse así por ese tipo. —Entonces miró a Ed Nabors—. Lo que quiero es mi martillo. ¿Dónde está, Ed? Lo he buscado por todas partes. ¿Qué ha hecho con él?

—Ed Nabors se levantó, se sirvió cuatro dedos de whisky de centeno y lo engulló.

—Perdona, Barney —dijo en el tono de voz más frío que había oído jamás—. Debo de habérmelo dejado en la celda…, cuando maté a Fred Joliffe.

—¡Para que hablen de silencios! Se hizo uno de esos silencios como cuando el mago de la Opera House dispara un arma y salen seis palomas volando de una caja vacía. No podía creerlo. Pero recuerdo el corpachón de Ed Nabors sentado junto a la ventana con barrotes, su chaqueta de un negro brillante y la corbata de lazo. Tenía las manos en las rodillas y nos miraba de uno en uno, sonriendo ligeramente. En aquel momento parecía tan viejo como los profetas, y había ingerido bastante licor para evitar el tic nervioso al lado de un ojo. Siguió allí sentado, muy quieto, cambiando de sitio la bolsa de tabaco que le colgaba del cuello y sonriendo.

—Juez —dijo en un tono reflexivo—. Recibió usted una llamada del gobernador desde Harrisburg, ¿eh? Ajá. Sabía que le llamarían. Una mujer había confesado que Fred Joliffe era inocente y que ella había matado a Randall Fraser, ¿no? Ajá. Esa mujer era mi hija. Mire, Jessie no pudo soportar la idea de decirlo aquí, por eso se marchó de mi lado y fue a ver al gobernador. Se habría quedado si usted no hubiera acusado a Fred.

—Pero ¿por qué…? —gritó el juez—. ¿Por qué?

—Se lo explicaré —dijo Ed con aquella parsimonia tan suya—. La chica había tenido unas relaciones bastante íntimas con Randall Fraser, y tanto Randall como Fred se divertían mucho amenazando con decírselo a toda la ciudad. Creo que Jessie casi se había vuelto loca. Y, mire, la noche del asesinato Fred Joliffe estaba demasiado borracho para recordar nada de lo que había sucedido. Supongo que, al despertarse y encontrarlo muerto y con sus manos ensangrentadas, creyó que era él quien había matado a Randall.

»Supongo que ahora todo tendrá que saberse. Lo que ocurrió fue que los tres estaban en esa habitación trasera, cosa que Fred no recordaba. Él y Randall se pelearon mientras atormentaban a Jessie, y Fred le atizó con ese mazo lo bastante fuerte para dejarle sin sentido, pero la sangre que le manchó era una salpicadura de la ceja partida de Randall. Jessie… Bueno, ella terminó el trabajo cuando Fred huyó. Eso es todo.

—¡Pero maldito estúpido! —exclamó Bob Moran—. ¿Por qué tuviste que matar a Fred una vez que Jessie había confesado?

—Vosotros no habríais acusado a Jessie, ¿verdad? —dijo Ed, mirándonos con los ojos entornados—. No, pero si Fred hubiera vivido después de su confesión, habríais tenido que hacerlo, amigos. Eso es lo que imaginé. Una vez Fred supiera lo ocurrido, que él no era culpable y ella sí, no cejaría hasta llevar el caso ante el Tribunal Supremo. Gritaría en todo el estado hasta que se vieran obligados a colgarla o condenarla a cadena perpetua, y eso no lo pude soportar. Como he dicho, eso es lo que imaginé que ocurriría, aunque últimamente no tengo las ideas muy claras. Así que —prosiguió, asintiendo e inclinándose hacia la escupidera— cuando me enteré de esa llamada telefónica, fui a la celda de Fred y terminé mi trabajo.

—Pero no comprendes —dijo el juez Hunt, en el tono en que uno hablaría con un lunático—, no comprendes que Bob Moran tendrá que arrestarte por asesinato y…

—Fue la serenidad de la expresión de Ed lo que nos asustó entonces. Se levantó de su silla, se sacudió la brillante chaqueta negra y nos sonrió.

—Oh, no —dijo muy claramente—. Eso es lo que no comprendéis. No me podéis poner ni un dedo encima, ni siquiera podéis detenerme.

—Está como un cencerro —observó Bob Moran.

—¿De veras? —replicó Ed en tono afable—. Escuchadme. He cometido lo que podríais llamar un crimen perfecto, porque lo he hecho legalmente… Dígame, juez, ¿a qué hora recibió la llamada de la oficina del gobernador y recibió la orden de suspender la ejecución? Tenga cuidado ahora.

De repente, comprendí plenamente lo que aquel hombre se había propuesto, y dije:

—Fue a las diez menos cuarto, ¿verdad, juez? Recuerdo que el reloj del Palacio de Justicia dio los tres cuartos cuando pasábamos por el Puente de los Suspiros.

—También yo lo recuerdo —dijo Ed Nabors—. Y el doctor Macdonald os dirá que Fred Joliffe estaba muerto antes de que ese reloj diera las nueve. —Se desabrochó la chaqueta y prosiguió—: Tengo en el bolsillo una orden que me autoriza a matar a Fred Joliffe, colgándole por el cuello, cosa que hice, entre las ocho y las nueve de la mañana…, lo que también cumplí. Y lo hice de un modo totalmente legal antes de que se revocara la orden. ¿Y bien?

—El juez Hunt se quitó la chistera y se secó el sudor del rostro con un pañuelo. Todos le mirábamos.

—No puedes salirte con la tuya —dijo el juez, cogiendo la orden del sheriff que estaba sobre la mesa—. No puedes manipular la ley de esa manera, ni ejecutar tú solo una sentencia. ¡Mira qué dice aquí! «En presencia de un médico forense cualificado». ¿Qué dices a eso?

—Bueno, puedo mostrar mi título de médico —dijo Ed, asintiendo de nuevo—. Puede que sea un alcohólico y muy poco digno de confianza, pero todavía no me han borrado del registro de médicos… Los abogados sois magníficos en la redacción de la ley —dijo en tono admirativo—, y esta vez es esa redacción lo que os ha vencido. Hasta que no alteréis la ley con unas bonitas palabras, no hay nada en ese documento que impida que el médico y el verdugo sean la misma persona.

—Al cabo de un rato, Bob Moran se volvió hacia el juez con una curiosa expresión en el rostro, que podría ser una sonrisa.

—Esto no es acorde con la moral. No está bien que asesinen así como así a un buen ciudadano como Fred, y hay que hacer algo. Como usted mismo dijo esta mañana, juez, la ejecución debía atenerse a la ley y nada más que a la ley. ¿Es correcto lo que ha hecho Ed, juez?

—Francamente, no lo sé —dijo el juez Hunt, limpiándose el rostro de nuevo—. Pero, por lo que sé, sí que lo es. ¿Qué estás haciendo, Robert?

—Extiendo un cheque por cincuenta dólares —dijo Bob Moran, con expresión de sorpresa—. Tenemos que hacerlo todo correcto y legal, ¿no?

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