Los mejores relatos policiacos 1

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La pareja de la casa de al lado (Margaret Millar)

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LA PAREJA DE LA CASA DE AL LADO

Margaret Millar

Margaret Millar está casada con el famoso autor de novelas de misterio Ross Macdonald, pero tiene un estilo claramente diferenciado en este género. Gran parte de su obra, en novelas como Vanish in an Instant (1952), Beast in View (1955), libro ganador del premio Edgar, A Stranger in my Grave (1960) y The Fiend (1964), trata de personajes psicológicamente perturbados.

Desde luego, como ocurre en «La pareja de la casa de al lado», todo depende de lo que se entienda por «psicológicamente perturbado».

El hecho de que vivieran en casas contiguas era accidental, pero se hicieron vecinos por voluntad propia. El señor Sands se había retirado a California tras una vida dedicada a la investigación criminal, y tenía por vecinos a Charles y Alma Rackham. Charles era un cincuentón corpulento y de aspecto inocente. Excepto por la acumulación de una gran cantidad de dinero, nunca le había ocurrido nada interesante, y le gustaba escuchar a Sands, mientras Alma hacía punto. Era una mujer llenita y satisfecha que no se dejaba impresionar por ningún relato que no tuviera una relación directa con su propia vida. Tenía la mitad de los años de Charles, pero la plenitud de su figura, y su aspecto de haberse retirado tranquilamente y protestar de la vida ajetreada y excitante, le daban un aire de mujer de edad madura.

Dos o tres veces a la semana, Sands cruzaba el caminito de cemento, rodeaba el seto y tocaba el timbre de los Rackham. Se quedaba allí a tomar el té o cenar, a jugar a las cartas, o simplemente a charlar. «Eso me recuerda un caso que tuve en Toronto», decía Sands, y Charles servía bebidas con una expresión de profundo interés, mientras en el rostro de Alma se dibujaba una sonrisa tolerante, como si no creyera ni una sola palabra de lo que Sands, o cualquier otro, decía.

Eran buenos vecinos. Charles parecía más joven de lo que era, Alma aparentaba más años de los que tenía, mientras que Sands era de edad indefinida…

Era el último día de agosto y a través de la ventana abierta del estudio de Sands llegaba el olor de los jazmines y el sonido de los ásperos y frenéticos sollozos de una mujer.

Al principio pensó que los Rackham tenían invitados, tal vez una mujer que sufría un ataque de llanto tras una pelea con su esposo.

Sands salió al jardín delantero para escuchar, y Rackham fue a su encuentro rodeando el seto, vestido con una bata de baño.

—Alma está llorando —le informó; parecía muy sorprendido.

—Ya lo he oído.

—Le he pedido que se calme, se lo he suplicado, pero ella no quiere decirme qué le ocurre.

—Las mujeres suelen ser propensas al llanto.

—Alma no. —Rackham permanecía sobre la hierba húmeda, estremeciéndose, la frente perlada de sudor—. ¿Qué crees que deberíamos hacer?

El «yo» se había convertido en «nosotros» porque eran buenos vecinos, y además de los juegos, las cenas y el aroma de los jazmines, compartían el sonido de la aflicción de una mujer.

—Quizá podrías hablarle —dijo Rackham.

—Lo intentaré.

—No creo que tenga ningún problema físico. La semana pasada los dos nos hicimos una revisión en la clínica Tracy. George Tracy es un buen amigo mío. De haber habido algo anormal, estoy seguro de que me lo habría dicho.

—Sin duda alguna.

—Si algo le ocurriera a Alma me mataría.

Alma estaba acurrucada en un extremo del sofá cama, en la sala de estar, llorando rítmica y metódicamente, como si hubiera acaparado una gran cantidad de lágrimas y ahora debiera gastarlas todas en una noche. Su piel muy blanca tenía manchas rojizas, como marcas de nacimiento de color fresa, y tenía los párpados hinchados por el llanto. A Sands le pareció una desconocida, pues nunca la había visto mostrar más emoción que la de un disgusto femenino por la rotura de una taza de té.

Charles se acercó a ella y le acarició el cabello.

—Alma, querida. ¿Qué te ocurre?

—Nada…, nada…

—Sands está aquí, Alma. Pensé que podría…, que podríamos…

Pero ninguno de ellos podía hacer nada. Con un largo y estremecedor sollozo, Alma se levantó y cruzó precipitadamente la estancia, ocultando su húmedo rostro con las manos. Le oyeron subir la escalera a trompicones.

—Será mejor que me vaya —dijo Sands.

—No, por favor, no te vayas… La verdad es que estoy asustado, muerto de miedo. Alma siempre ha sido una mujer muy serena.

—Lo sé.

—¿No crees que…? ¿No cabría la posibilidad de que esté perdiendo el juicio?

Si no hubieran sido buenos vecinos, Sands habría observado que Alma tenía poco juicio que perder, pero dadas las circunstancias, dijo cautamente:

—Puede que haya recibido malas noticias, quizás algún problema familiar.

—Yo soy su único familiar.

—Si estás preocupado, lo mejor sería que llamaras al médico.

—Creo que lo haré.

Al cabo de media hora llegó George Tracy, un hombre delgado y rubio, treintañero, de ademanes suaves y un aire de sosiego que impartía confianza. Hablaba y se movía con lentitud, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para atender a la atribulada mujer.

Charles ardía de impaciencia mientras Tracy se quitaba la chaqueta, la colocaba cuidadosamente en el respaldo de la silla y hablaba del tiempo con Sands.

—Hace una noche espléndida —dijo Tracy, y los lamentos de Alma que les llegaron desde el piso superior distorsionaron estas palabras, alteraron su significado: «una noche terrible, horrenda»—. Se nota el otoño en el aire. ¿Vive usted por aquí, señor Sands?

—En la casa de al lado.

—Por el amor de Dios, George —nos interrumpió Charles—. ¿Quieres darte prisa? Alma podría estar agonizando.

—Lo dudo. La gente no se muere tan fácilmente como podrías imaginar. ¿Está en su habitación?

—Sí. Haz el favor…

—Tranquilízate, hombre.

Tracy recogió su maletín y subió la escalera sin apresurarse. Rackham se volvió hacia Sands con el ceño fruncido.

—Siempre es así, un tipo exasperante. Apostaría a que si tuviera una esposa en el estado de Alma subiría esos escalones de tres en tres.

—¿Quién sabe? Quizá la tenga.

—Yo lo sé —replicó Rackham secamente—. Ni siquiera está casado. Según me dijo, nunca ha tenido tiempo para eso. Aunque exteriormente no lo parece, es muy ambicioso.

—La mayoría de los médicos lo son.

—En cualquier caso, Tracy lo es.

Rackham preparó unos combinados y los dos hombres se sentaron ante la chimenea apagada, esperando y escuchando. Gradualmente, los ruidos de arriba cesaron, y muy pronto el doctor se reunió de nuevo con ellos. Rackham corrió a su encuentro.

—¿Cómo está?

—Ahora duerme. Le he dado un sedante.

—¿Has hablado con ella? ¿Le has preguntado lo que sucede?

—No estaba en condiciones para responder a ninguna pregunta.

—¿Le has encontrado algo anormal?

—Físicamente, no. Es una joven saludable.

—Físicamente…, ¿qué quieres decir?

—Cálmate, hombre.

Rackham estaba demasiado preocupado por Alma para reparar en la elección de las palabras que había hecho Tracy, pero Sands se dio cuenta y se preguntó si había sido consciente o inconsciente: Alma es una joven saludable… Cálmate, hombre.

—Si continúa deprimida por la mañana —dijo el médico—, llévala contigo a la clínica cuando vayas a hacerte las radiografías. Contamos con un buen neurólogo en nuestro personal. —Cogió la chaqueta y el sombrero—. Por cierto, confío en que hayas seguido mis instrucciones.

Rackham le miró desconcertado.

—¿Qué instrucciones?

—Antes de que podamos hacer unas radiografías específicas, es preciso tomar ciertos medicamentos.

—No sé a qué te refieres.

—Se lo dije muy claramente a Alma —dijo Tracy, en tono irritado—. Tenías que tomar treinta gramos de fosfato sódico esta noche, después de cenar, e ir mañana, a las ocho en punto, sin desayunar, al departamento de rayos X.

—No me ha dicho nada.

—Vaya.

—Debe de haberlo olvidado.

—Sí, es evidente. Bueno, ahora es demasiado tarde.

Se puso la chaqueta y el sombrero, moviéndose rápidamente por primera vez, como si tuviera prisa por marcharse. El cambio picó la curiosidad de Sands, y se preguntó por qué Tracy estaba de repente tan ansioso por marcharse y si había alguna conexión entre la histeria de Alma y su olvido de las radiografías de Rackham. Miró a éste y adivinó, por su palidez y la preocupación que reflejaban sus ojos, que Rackham ya había establecido una conexión.

—Creí que ya habían concluido los exámenes en la clínica —dijo Rackham lentamente—. El corazón, los pulmones, el metabolismo… Todo andaba como un reloj.

—Las personas no somos relojes —replicó Tracy—. El tono no mejora con la edad. Te citaré de nuevo y te enviaré instrucciones concretas por correo. ¿Te parece bien?

—Supongo que ha de parecérmelo.

—Bien, buenas noches, señor Sands. Ha sido un placer conocerle. —Y añadió, dirigiéndose a Rackham—: Buenas noches, viejo.

Cuando se marchó, Rackham se apoyó en la pared, con la respiración agitada. Los hilillos de sudor parecían gusanos que se deslizaban por su rostro y se ocultaban en el cuello de la bata.

—Tendrás que perdonarme, Sands. No me encuentro muy bien.

—¿Puedo hacer algo?

—Sí, dar marcha atrás al reloj —dijo Rackham.

—Me temo que eso está fuera de mis posibilidades.

—Sí, me temo que sí.

—Buenas noches, Rackham.

Buenas noches, amigo.

—Buenas noches, Sands.

Buenas noches también para ti, amigo.

Sands se alejó por el sendero de cemento, cabizbajo. La noche era oscura, sin luna.

Desde su estudio, Sands podía ver las ventanas iluminadas del dormitorio de Rackham. La sombra de éste iba de un lado a otro tras las persianas, como si tratara de escapar de la misma luz que le daba existencia. De un lado a otro, en busca del nirvana.

Sands estuvo leyendo hasta muy entrada la noche. Ese era uno de los consuelos de la vejez; si las horas estaban contadas, por lo menos pocas de ellas tenían que emplearse necesariamente en el sueño. Cuando fue a acostarse, la luz del dormitorio de Rackham seguía encendida.

Se habían hecho buenos vecinos adrede, y ahora, del mismo modo, se convirtieron en extraños. Sands no sabía si la intención de que así fuera había sido de Alma o de Rackham.

No hubo una ruptura definitiva, nada desagradable, pero el seto parecía haberse hecho más alto y más espeso, y era como si el camino de cemento estuviera a dos kilómetros de distancia. Sands veía a Rackham de vez en cuando; se saludaban con la mano, o sonreían, o decían: «Hace un tiempo estupendo», por encima de la valla del jardín. Pero la sonrisa de Rackham era tenue y dolorida, Alma le saludaba con un desvaído movimiento del brazo y a ninguno de ellos les importaba el tiempo que hacía. Se pasaban en casa la mayor parte del tiempo, y cuando salían siempre iban juntos, cogidos del brazo, caminando lentamente y al mismo paso. Era imposible saber cuál de ellos dirigía al otro.

A finales de la primera semana de septiembre, Sands encontró casualmente a Alma en una farmacia del centro de la ciudad. Era la primera vez desde la noche de la visita del médico que veía a uno de los Rackham solo.

La mujer esperaba ante el mostrador, ataviada con un vestido estampado que realzaba la plenitud de su figura y la expresión bovina de su rostro. Vista a unos pocos metros de distancia, parecía una mujer joven, más bien insulsa y mal vestida, muy aficionada a las féculas, y era difícil comprender qué había visto Rackham en ella. Claro que éste nunca se había separado unos pocos metros de ella para tener otra perspectiva; sólo la veía en primer plano, los ojos de un azul tan intenso que sorprendía, y el color y textura de la piel, como crema batida. Sands se preguntó si era la piel y los ojos, o aquella serenidad que exudaba su persona, lo que más había atraído a Rackham, el cual era un hombre sensitivo, nervioso y excitable.

—¡Hola, qué casualidad! —dijo ella.

—¡Hola, Alma!

—Hace un tiempo estupendo, ¿verdad?

—Sí… ¿Cómo está Charles?

—Tienes que venir a cenar una de estas noches.

—Me encantaría.

—Quizá la semana próxima. Te llamaré… Ahora debo apresurarme. Charles me está esperando. Nos veremos la semana que viene.

Sin embargo, no mostró ninguna prisa al marcharse, y Charles no la esperaba, sino que esperaba a Sands. Había entrado en casa de éste y daba vueltas por su estudio, fumando un cigarrillo. Tenía mal color y había perdido peso, pero daba la impresión de haber adquirido una serenidad interna. Sands no sabría decir si se trataba de la calma de un hombre que ha llegado a una decisión importante o la de aquel cuya resistencia se ha agotado y ha dejado de luchar.

Se estrecharon la mano con firmeza, como si su relación no hubiera sufrido ningún altibajo en los últimos días.

—Me alegra verte de nuevo —dijo Rackham.

—No me he movido de aquí.

—Sí, sí, ya sé… He tenido cosas que hacer y mucho en qué pensar.

—Siéntate. Te serviré una copa.

—No, gracias. Alma volverá pronto a casa, quizás ya haya llegado.

«Como hermanos siameses», pensó Sands, «separados por un milagro pero que vuelven voluntariamente a la fusión…, porque la fusión estaba en un órgano vital».

—Comprendo.

Rackham meneó la cabeza.

—La verdad es que nadie puede comprender, pero a veces te aproximas mucho, Sands, muchísimo. —Se ruborizó como un muchacho—. Soy torpe para expresar mis emociones, pero quería darte las gracias antes de que nos marchemos y decirte lo mucho que Alma y yo hemos disfrutado de tu compañía.

—¿Os vais de viaje?

—Sí. Un viaje muy largo.

—¿Cuándo os marcháis?

—Hoy.

—Me gustaría ir a despediros a la estación.

—No, no —se apresuró a decir Rackham—. Ni hablar de eso. Detesto las despedidas en el andén. Por eso he venido esta tarde para decirte adiós.

—Háblame un poco de vuestros planes.

—Lo haría si tuviera alguno, pero todo es bastante indefinido. No sé con seguridad dónde iremos a parar.

—Me gustaría tener noticias vuestras de vez en cuando.

—Tendrás noticias mías, desde luego.

Rackham se apartó de él moviendo bruscamente los hombros, como si estuviera deseoso de marcharse, de emprender en seguida el viaje, antes de que algo pudiera impedírselo.

—Os echaré de menos a los dos —dijo Sands—. Nos hemos reído mucho juntos.

Rackham frunció el ceño y miró a través de la ventana.

—Nada de discursos de despedida, por favor, pues podrían hacer tambalearse mi decisión. Lo he pensado bien y no quisiera cambiar de idea.

—Muy bien.

—Debo irme ya. Alma estará intranquila…

—He visto a Alma esta tarde —dijo Sands.

—¿Ah, sí?

—Me ha invitado a cenar con vosotros la semana que viene.

Al otro lado de la ventana abierta dos colibríes se enzarzaban en una disputa, revoloteando con increíble celeridad alrededor del emparrado de buganvillas.

Rackham respondió midiendo mucho sus palabras:

—A veces Alma puede ser muy olvidadiza.

—Pero no tanto. No sabe nada de ese viaje que has planeado, ¿verdad?… ¿No es cierto, Rackham?

—Quería darle una sorpresa. Siempre ha tenido deseos de ver el mundo. Todavía es joven para creer que un sitio es diferente de cualquier otro… Tú y yo sabemos que no es así.

—¿Lo sabemos?

—Adiós, Sands.

Volvieron a estrecharse la mano en la puerta y Rackham prometió de nuevo que escribiría, a lo cual respondió Sands diciendo que contestaría sus cartas. Luego Rackham cruzó el césped y se alejó por el sendero de cemento, cabizbajo y con los hombros encorvados. No miró atrás al doblar la esquina del seto.

Sands se sentó ante su mesa, buscó un número en el listín telefónico e hizo una llamada. Le respondió una voz femenina:

—Clínica Tracy. Departamento Radiológico.

—Soy Charles Rackham —dijo Sands.

—Dígame, señor Rackham.

—He de irme imprevistamente de la ciudad. Si me dice el importe de mi factura, le enviaré un cheque antes de partir.

—La factura todavía no está hecha, pero el precio de las radiografías gastrointestinales es de veinticinco dólares.

—Veamos, me las hicieron el…

—El día cinco, ayer.

—Pero mi cita estaba concertada inicialmente para el día uno, ¿verdad?

La muchacha exhaló un suspiro que expresaba sus dudas sobre la importancia que podía tener semejante minucia.

—Aguarde un momento, señor, y lo comprobaré. —Medio minuto después volvió al teléfono—. No hay constancia de una cita para usted el día uno, señor.

—¿Está segura?

—Aun cuando no hubiera consultado el libro de citas, estaría segura. El día uno fue lunes, y los lunes sólo nos ocupamos de vesículas biliares.

—Muchas gracias.

Sands salió de la casa y subió al coche. Antes de arrancar, miró hacia la casa de Rackham y vio a éste que paseaba por la terraza, esperando a Alma.

La clínica Tracy era menos impresionante de lo que Sands había esperado, una casa de dos pisos con las paredes estucadas y un tejado de tejas rojas. Algunas de éstas estaban rotas y todo el edificio necesitaba pintura, pero en el interior los muebles eran elegantes y caros.

En la recepción, una enfermera con el cabello cortado como un soldado y una sonrisa profesional le dijo a Sands que el doctor Tracy estaría ocupado durante toda la tarde. La única oportunidad de verle era sentarse en la sala de espera del segundo piso y abordarle entre dos visitas.

Sands subió arriba y tomó asiento en una pequeña estancia, al final del pasillo, cerca de la puerta de Tracy. Ocultó a medias el rostro tras una revista. Al cabo de un rato se abrió la puerta del consultorio y, por encima del borde de la revista, Sands vio a una mujer silueteada en el marco de la puerta… Una joven llenita y rubia, con un vestido estampado.

Tracy salió al pasillo y los dos permanecieron uno frente al otro, en silencio. Entonces Alma siguió su camino, pasando junto a Sands sin verle, porque tenía los ojos anegados en lágrimas.

Sands se levantó y fue al encuentro del médico.

—¿Doctor Tracy?

Tracy se volvió bruscamente, con una expresión de sorpresa y desagrado.

—¿Qué…? Ah, es usted, señor Sands.

—¿Podría hablar con usted un momento?

—Tengo toda la tarde ocupada.

—Se trata de una emergencia.

—Muy bien. Pase al consultorio.

Los dos hombres tomaron asiento y se miraron. Tracy sonrió astutamente.

—Parece usted muy saludable para haber venido por una emergencia.

—No soy yo quien tiene la emergencia; puede que sea usted.

—En ese caso, yo me ocuparé de ella sin la ayuda de un poli…, me las arreglaré yo solo.

Sands se inclinó hacia delante.

—Entonces Alma le ha dicho que he sido policía.

—Lo mencionó de pasada.

—He visto salir a Alma hace unos minutos… Tendría muy buen aspecto si supiera vestir como es debido.

—Las ropas no son importantes en una mujer —dijo Tracy, sonrojándose ligeramente—. Además, no me interesa hablar de mis pacientes.

—¿Alma es una de sus pacientes?

—Sí.

—¿Desde la noche que le llamó Rackham, cuando tuvo un ataque de histeria?

—Antes de eso.

Sands se levantó, fue a la ventana y miró hacia la calle. Pasaban transeúntes, había niños jugando en la acera, el sol brillaba, el viento agitaba las palmeras… Todo en el exterior parecía normal, humano y real. En cambio, la idea que se estaba formando en el fondo de su mente era tan grotesca y fea que sentía deseos de salir corriendo del consultorio y mezclarse con la gente normal que transitaba allí abajo. Pero sabía que echar a correr no le serviría para escapar; la idea le seguiría, le perseguiría hasta que diera media vuelta y se enfrentara a ella. Se movía dentro de su cerebro como una gran rueda, en medio de la cual, impasible e inmóvil, estaba Alma.

La voz áspera de Tracy interrumpió el giro de la rueda.

—¿Ha venido aquí para inspeccionar el panorama, señor Sands?

—Digamos más bien que he venido para conocer su punto de vista.

—Estoy muy ocupado y usted me está haciendo perder tiempo.

—Al contrario; le estoy dando tiempo.

—¿Para qué?

—Para que piense bien las cosas.

—Si no sale inmediatamente de mi consultorio, tendré que echarle.

Tracy echó un vistazo al teléfono pero no lo descolgó, y no había convicción en el tono de su voz.

—Quizá no debería haberme dejado entrar. ¿Por qué lo ha hecho?

—Creí que podría armar un escándalo si no lo hacía.

—Los escándalos no me interesan —dijo Sands, apartándose de la ventana—, pero los embusteros sí.

—¿Qué quiere usted decir?

—He pensado mucho sobre aquella noche en que se presentó usted en casa de los Rackham. Visto en retrospectiva, todo aquello parecía demasiado oportuno, demasiado convencional: Alma sufría un ataque de histeria y le llamaron a usted para que la tratara. Hasta aquí, es bastante natural.

Tracy se movió pero no dijo nada.

—Lo interesante del caso ocurrió luego. Usted mencionó casualmente a Rackham que tenía una cita para que le hicieran unas radiografías al día siguiente, el primero de septiembre. Resultó que Alma se había olvidado de decírselo…, pero eso no era cierto, puesto que no había nada que olvidar. Hace media hora telefoneé al departamento radiológico. No les consta ninguna cita con Rackham para el primero de septiembre.

—A veces se pierden datos.

—Ese dato no se perdió, porque no existió nunca. Usted le mintió a Rackham. La mentira en sí no era importante, pero sí la clase de mentira. Yo podría haber comprendido una mentira por vanidad, o para evitar un castigo, o para obtener un beneficio. Pero esa mentira parecía estúpida, sin sentido, insignificante, y me preocupó. Empecé a preguntarme cuál era el papel de Alma en la escena de aquella noche. Su llanto era muy poco natural en una mujer con un carácter tan inerte como Alma. ¿Y si su llanto también fuese falso? ¿Qué se podría ganar con ello?

—Nada —dijo Tracy con fatiga—. No se podría ganar nada.

—Pero algo se intentó…, y creo saber qué era. La escena se interpretó para preocupar a Rackham, a fin de prepararle para una escena todavía más dramática. Si esa segunda escena ya se ha representado, entonces estoy perdiendo mi tiempo aquí. ¿Se ha hecho?

—Tiene usted una gran imaginación.

—No. El plan fue idea suya. Yo sólo lo adiviné.

—Pues sus dotes adivinatorias no han sido muy certeras, señor Sands.

Pero el rostro de Gray se había vuelto grisáceo, como si le hubiera crecido moho sobre la piel.

—Ojalá fuera así, porque había llegado a sentir mucho afecto por los Rackham.

Miró de nuevo hacia la calle, sin ver nada más que la rueda que giraba en su cabeza. Alma ya no estaba en el centro de la rueda, pasiva e inmóvil, sino que daba vueltas con los otros… Alma, Tracy y Rackham, girando con la rueda, aferrados a su perímetro.

Alma, una esposa abnegada, un poco insulsa… ¿Qué acceso repentino y apasionado de odio o amor le había hecho capaz de un engaño tan consumado? Sands imaginó la escena la mañana siguiente a la visita de Tracy a la casa. Rackham, preocupado y exhausto tras una noche de insomnio, le habría preguntado:

—¿Te sientes mejor, Alma?

—Sí.

—¿Por qué has llorado de ese modo?

—Estaba preocupada.

—¿Por mí?

—Sí.

—¿Por qué no me dijiste lo de la cita para las radiografías?

—No pude. Estaba asustada. Temía que descubrieran algo grave.

—¿Te dio Tracy alguna razón para pensar en eso?

—Mencionó algo sobre un bloqueo. ¡Estoy asustada, Charles! Si te ocurriera algo, me moriría. ¡No podría vivir sin ti!

Era un plan perfecto para llevarlo a cabo con un hombre emotivo y sensible como Rackham: su abnegada esposa estaba asustada hasta volverse histérica, pues su buen amigo y médico le había dado motivos para asustarse. Rackham estaba preparado para la etapa siguiente…

—Según el registro de su departamento radiológico —dijo Sands—, a Rackham le hicieron ayer unas radiografías gastrointestinales. ¿Cuál ha sido el resultado?

—La ética profesional me prohíbe…

—No puede usted ocultarse tras una muralla de ética profesional que ya está llena de agujeros. ¿Cuál ha sido el resultado?

Se hizo un largo silencio antes de que Tracy hablara.

—No hay nada.

—¿No le ha encontrado nada anormal?

—Exactamente.

—¿Se lo ha dicho a Rackham?

—Vino esta tarde, solo.

—¿Por qué solo?

—No quería que Alma oyera lo que tenía que decirle.

—Muy considerado por su parte.

—No, no he sido considerado —dijo Tracy en tono apagado—. Había decidido retirarme de…, de nuestro acuerdo…, y no quería que ella lo supiera todavía.

—¿El acuerdo consistía en mentir a Rackham y convencerle de que padecía una enfermedad fatal?

—Sí.

—¿Y lo hizo usted?

—No. Le mostré las radiografías, dejé bien claro que no tenía nada de qué preocuparse… Lo intenté. Hice cuanto pude, pero fue inútil.

—¿Qué quiere decir?

—¡No me creía! Pensó que trataba de ocultarle la verdad. —Tracy aspiró profundamente—. Es curioso, ¿no le parece? Tras varios días de indecisión y tormento, decidí hacer lo que debía, pero era demasiado tarde. Alma había representado su papel demasiado bien. Rackham sólo la creerá a ella.

El teléfono sobre la mesa de Tracy empezó a sonar, pero no hizo ningún ademán de responder a la llamada, y pronto cesaron los timbrazos y la estancia quedó de nuevo en silencio.

—¿Le ha pedido a Alma que le diga la verdad? —inquirió Sands.

—Sí, poco antes de que usted entrara aquí.

—¿Y ella se negó?

Tracy no respondió.

—¿Quiere que su marido crea que está mortalmente enfermo?

—Yo… Así es.

—¿Quizá con la esperanza de que se suicide?

Tracy volvió a guardar silencio, pero no hacía falta ninguna réplica.

—Creo que Alma ha cometido un error de cálculo —dijo Sands lentamente—. En vez de planear su suicidio, Rackham planea un viaje. Pero antes de que se vaya, va a escuchar la verdad… De los labios de usted y de Alma. —Sands se dirigió a la puerta—. Vamos, Tracy, tiene que hacer una visita domiciliaria.

—No, no puedo. —Tracy se aferró al escritorio con ambas manos, como un niño que se resiste a la fuerza física de su padre—. No iré.

—Tiene que hacerlo.

—¡No! Rackham me destruirá si lo descubre. Así es como empezó todo esto. Alma y yo temíamos lo que haría Rackham si ella le pedía el divorcio. ¡Está locamente enamorado de ella, obsesionado!

—¿Lo mismo que usted?

—No del mismo modo. Alma y yo queremos lo mismo… Un poco de paz, un poco de sosiego juntos. Nos parecemos en muchos aspectos.

—No me cabe duda —dijo Sands sombríamente—. Quieren las mismas cosas, un poco de paz, un poco de sosiego…, ¿y un poco del dinero de Rackham?

—El dinero era secundario.

—Pero muy próximo a los motivos principales. ¿Cómo planeaban conseguirlo?

Tracy movió la cabeza de un lado a otro, como un animal herido.

—Usted no hace más que referirse a planes, ideas, tretas, pero no empezamos con planes o tretas. Nos enamoramos, sencillamente. Hemos tenido relaciones durante casi un año, sin atrevemos a hacer nada porque sabíamos cómo reaccionaría Rackham si se lo decíamos. He trabajado duro para tener esta clínica. Rackham podría destruirla, y a mí con ella, en un mes.

—Ese es un riesgo que tendrá que correr. Vamos, Tracy. Sands abrió la puerta y los dos hombres salieron al pasillo, caminando lentamente y al mismo paso, como si estuvieran esposados.

Una enfermera uniformada se encontró con ellos en lo alto de la escalera.

—Doctor Tracy, ¿está preparado para la próxima…?

—Cancele todas mis citas, señorita Leroy.

—Pero eso es imposi…

—Tengo que hacer una visita domiciliaria muy importante.

—¿Le ocupará mucho tiempo?

—No lo sé.

Los dos hombres bajaron la escalera, pasaron ante el mostrador de la recepción y salieron a la tarde veraniega. Antes de subir al coche de Sands, Tracy volvió la cabeza para mirar la clínica, como si no esperase volverla a ver.

Sands puso el coche en marcha y partieron. Al cabo de un rato, Tracy dijo:

—De todas las personas del mundo que podrían haber estado en casa de Rackham aquella noche, tenía que ser un ex policía.

—Ha sido una suerte para usted que yo estuviera allí.

—Una suerte. —Tracy soltó una risita áspera—. ¿Cómo puede considerarse una suerte la ruina financiera?

—Es mejor que otras clases de ruina. Si sus planes hubieran salido adelante, jamás podría haberse sentido de nuevo como un hombre decente.

—¿Cree que, de todos modos, volveré a sentirme así?

—Tal vez, con el paso de los años.

—Los años… —Tracy volvió la cabeza y suspiró—. ¿Qué va a decirle a Rackham?

—Nada. Se lo dirá usted mismo.

—No puedo. Usted no comprende. Le tengo mucho afecto a Rackham, y también Alma. Nosotros… Es difícil de explicar.

—Y todavía más difícil de entender.

Sands pensó en todas las ocasiones en que había visto juntos a los Rackham y envidiado su camaradería y su entrega mutua. Jamás, por la más ligera mirada, gesto de impaciencia o desliz verbal, Alma había mostrado indicios de que estaba apasionadamente enamorada de otro hombre. Recordó las partidas de cartas, las cenas, las conversaciones interminables con Rackham, mientras Alma hacía punto, con la expresión de su rostro serena y satisfecha. Rackham le preguntaba: «¿Quieres jugar también, Alma?». Y ella respondía: «No, gracias, querido, lo paso muy bien con mis pensamientos».

Alma, feliz con sus pensamientos de delicias y fines violentos.

—¿Alma está enamorada de usted del mismo modo? —preguntó Sands.

—Sí —dijo él, absolutamente convencido—. Al margen de lo que Rackham diga o haga, tenemos la intención de vivir juntos.

—Ya veo.

Las persianas de la casa de Rackham estaban cerradas contra el sol. Sands se adelantó, subió los escalones hasta la terraza y tocó el timbre, mientras Tracy permanecía inmóvil, erecto y con el rostro pétreo, como un cobrador de facturas o un notificador de citaciones.

Sands pudo oír las notas del timbre que repicaban en la casa y notó sus vibraciones bajo los pies.

—Puede que ya se hayan ido —dijo.

—¿Adónde?

—Rackham no quiso decírmelo. Sólo dijo que planeaba un viaje y que sería una sorpresa para Alma.

—¡No puede habérsela llevado! ¡No puede obligarla a marcharse si ella no quiere ir!

Sands volvió a tocar el timbre y gritó:

—¿Rackham? ¿Alma?

Pero no hubo respuesta. Se enjugó la súbita humedad de su frente con la manga de la chaqueta.

—Voy a entrar.

—Yo entraré con usted.

—No.

La puerta no estaba cerrada. Sands entró en el vestíbulo y gritó por el hueco de la escalera:

—¿Alma? ¿Rackham? ¿Estáis ahí?

Le llegó el eco de su voz desde los penumbrosos rincones.

Tracy había entrado en el vestíbulo.

—¿Entonces, se han marchado?

—Quizá no. Es posible que hayan ido a dar una vuelta en el coche. Hace un magnífico día para pasear.

—¿De veras?

—Vaya atrás y compruebe si su coche está en el garaje.

Cuando Tracy salió, Sands cerró la puerta tras él y echó el cerrojo. Permaneció un momento inmóvil, escuchando los pasos nerviosos de Tracy en el sendero de cemento. Entonces se volvió y avanzó lentamente hacia la sala de estar, sabiendo que el coche estaría en el garaje, por muy buen tiempo que hiciera para pasear.

Las cortinas estaban corridas y la habitación fresca y oscura, pero rebosante de imágenes y sonidos del pasado:

—Quería darte las gracias antes de que nos marchemos, Sands.

—¿Os vais de viaje?

—Sí. Un viaje muy largo.

—¿Cuándo os marcháis?

—Hoy.

—Me gustaría ir a despediros a la estación…

Pero no había sido necesaria ninguna estación para el viaje de Rackham. Estaba tendido ante la chimenea, sobre un charco de sangre, y junto a él estaba su compañera de viaje, con el brazo izquierdo curvado alrededor de la cintura del hombre.

Rackham había cumplido su promesa de escribir. La nota estaba en la repisa, dirigida no a Sands sino a Tracy.

Querido George:

Has hecho cuanto has podido para engañarme, pero sé la verdad por medio de Alma. Ella jamás podría ocultarme nada, pues estamos demasiado unidos. Esta es la salida más fácil. Siento tener que llevarme a Alma conmigo, pero ella me ha dicho innumerables veces que no podría vivir sin mí. No puedo dejarla atrás para que me llore.

Piensa en nosotros de vez en cuando, y procura no juzgarme con demasiada severidad.

Charles Rackham

Sands volvió a dejar la nota sobre la repisa. Permaneció inmóvil, con el corazón traspasado por la definitiva astilla de la ironía: antes de que Rackham utilizara el arma contra sí mismo, se había tendido en el suelo al lado de Alma y colocado amorosamente el brazo muerto alrededor de su cintura.

Oyó el ruido de las pisadas de Tracy y luego los golpes de sus puños en la puerta.

—Sands, estoy aquí. Abra la puerta. ¡Déjeme entrar! ¿Me oye, Sands? ¡Abra la puerta!

Sands fue a abrir la puerta.

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