Los mejores relatos policiacos 1

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El hombre de paja (Stanley Ellin)

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EL HOMBRE DE PAJA

Stanley Ellin

Stanley Ellin es autor de diez novelas de misterio, entre ellas la célebre The Key to Nicholas Street (1953), pero son sus relatos cortos los que, con toda justicia, le han dado más fama. Los escribe con mucha lentitud y se nota el cuidado que pone en ellos. Ha recibido dos premios Edgar concedidos a los escritores norteamericanos de obras de misterio, uno de ellos por The Blessington Method. «El hombre de paja» es uno de sus mejores relatos.

Poco se podía escoger entre las habitaciones de la pensión, con la uniformidad que les daba el sucio suelo de linóleo y las camas metálicas, pero el día que respondió a un anuncio publicado en la página de demandas, el señor Crabtree se dio cuenta de que su cuarto tenía una pequeña ventaja: el teléfono público del pasillo estaba frente a su puerta, y le bastaba mantener el oído atento para ponerse al aparato un instante después de que sonara el primer timbrazo.

Por este motivo no sólo puso su firma al pie de la solicitud de empleo, sino también el número de teléfono. La mano le temblaba un poco al hacerlo, pues se sentía partícipe de un burdo engaño al dar a entender que el teléfono era de su propiedad, pero el prestigio que ganaba de este modo, o así le parecía, tal vez podría inclinar la balanza a su favor. Con ese fin sacrificó temblorosamente los inmaculados principios de toda una vida.

El mismo anuncio era un milagro: Se necesita hombre para trabajo duro con un salario moderado. Un antiguo empleado serio, honesto y diligente, preferiblemente de cuarenta y cinco años. Escribir con detalles al apartado de correos 111; y el señor Crabtree lo había leído con las gafas caladas y estremeciéndose al pensar en todos los hombres de cuarenta y cinco años que, como él, podrían estar buscando un trabajo duro por un salario moderado y que quizás habían leído el mismo anuncio unos minutos —o unas horas— antes.

Su carta podría haber servido como modelo de solicitudes de empleo. Tenía cuarenta y ocho años y gozaba de una excelente salud, estaba soltero y tenía unos admirables antecedentes de asistencia al trabajo y puntualidad. Por desgracia, la empresa se había fusionado con otra mayor y lamentablemente despidieron a muchos empleados capacitados. El horario carecía de importancia. Lo único que le interesaba era hacer un buen trabajo, al margen del tiempo que tuviera que invertir. En cuanto al salario, lo dejaba totalmente en manos de su posible empresario. Su salario anterior había sido de cincuenta dólares a la semana, pero, naturalmente, percibía esos ingresos tras demostrar su valía durante varios años. Estaba disponible en cualquier momento para tener una entrevista. Tras indicar las referencias, firmó y añadió el número de teléfono.

Escribió todo esto hasta una docena de veces antes de quedar satisfecho de que había dicho todo lo necesario y de que cada palabra estaba en su debido lugar. Luego, con la caligrafía nítida que tanto había embellecido sus libros de contabilidad, copió el borrador definitivo en las hojas de papel de excelente calidad adquiridas en previsión de semejante contingencia y echó la carta al correo.

Luego, a solas con sus especulaciones sobre si le llegaría una respuesta por correo o teléfono, o si no tendría ninguna, el señor Crabtree pasó dos interminables y acojonantes semanas hasta el momento en que respondió a una llamada y oyó su nombre al otro lado de la línea telefónica como si le llamaran a declarar el día del Juicio Final.

—Sí —dijo con voz aguda—. ¡Soy Crabtree! ¡Envié una carta!

—Cálmese, señor Crabtree, cálmese —dijo la voz.

Era una voz clara y fina que parecía recoger y saborear cada sílaba antes de pronunciarla, y ejerció un efecto inmediato y deprimente en el señor Crabtree, el cual se aferraba al teléfono como si pudiera exprimirle compasión.

—He considerado su solicitud —siguió diciendo la voz con una lentitud dolorosa— y me ha producido una excelente impresión. Sí, excelente. Pero antes de seguir adelante, quisiera aclarar las condiciones del empleo que ofrezco. ¿No le importa que se las comente ahora?

La palabra «empleo» resonó turbadamente en la cabeza del señor Crabtree.

—No, por favor, hágalo.

—Muy bien. En primer lugar, ¿se siente usted capaz de dirigir su propio establecimiento?

—¿Mi propio establecimiento?

—No tenga ningún miedo sobre las dimensiones del establecimiento o las responsabilidades que contraería. Se trata de unos informes confidenciales que deben redactarse con regularidad. Tendría usted su propia oficina, en cuya puerta habría una placa con su nombre y, por supuesto, no habría una supervisión directa de su labor, lo cual explica la necesidad de un hombre excepcionalmente digno de confianza.

—Comprendo —dijo el señor Crabtree—, pero esos informes confidenciales…

—Se le dará una lista de varias empresas importantes, y también recibirá suscripciones de una serie de publicaciones financieras que mencionan con frecuencia esas mismas empresas. Anotará usted esas referencias a medida que aparezcan y, al final de cada jornada, hará con ellas un informe y me lo enviará por correo. Debo añadir que nada de esto requiere un trabajo retórico ni un tratamiento literario. Exactitud, brevedad, claridad: estas son las tres normas por las que hay que regirse. Supongo que lo comprende.

—Sí, desde luego —dijo con vehemencia el señor Crabtree.

—Excelente. En cuanto al horario de oficina, será de nueve a cinco, seis días a la semana, con una hora a mediodía para comer. Debo insistir en esto: soy muy estricto con respecto a la puntualidad y la asistencia al trabajo, y espero que usted cumpla con estos requisitos exactamente igual como si estuviera bajo mi supervisión directa durante toda la jornada. Espero no ofenderle al recalcar este punto.

—¡No, señor, de ningún modo! Yo…

—Déjeme seguir —le interrumpió la voz—. Voy a darle la dirección en la que deberá presentarse dentro de una semana, y el número de su habitación. —Sin lápiz ni papel a mano, el señor Crabtree hizo un esfuerzo frenético por retener los números en su memoria. Y la voz continuó—: Y la oficina estará totalmente preparada para que empiece su trabajo. La puerta estará abierta y encontrará dos llaves en un cajón de la mesa: una para la puerta y otra para el archivo. En la mesa encontrará la lista que le he mencionado, así como los materiales necesarios para confeccionar sus informes, y en el archivo encontrará una serie de publicaciones para que empiece a trabajar.

—Disculpe usted —dijo el señor Crabtree—, pero esos informes…

—Deben contener todos los detalles de interés sobre las empresas de su lista, desde transacciones comerciales hasta los cambios en el personal. Y me los ha de enviar por correo todos los días, en cuanto salga de la oficina. ¿Está claro?

—Sólo una cosa. ¿A quién…, adonde debo enviarlos?

—Una pregunta ociosa —dijo la voz con severidad, lo cual alarmó al señor Crabtree—. Al apartado de correos cuyo número ya conoce usted, naturalmente.

—Naturalmente.

—Ahora —continuó la voz, con un gratificante retorno a sus pausados tonos iniciales—, hablemos de la cuestión del salario. He pensado mucho en ello, pues, como comprenderá usted, hay toda una serie de factores que hay que tener en cuenta. Al final me he dejado guiar por la antigua máxima según la cual un buen trabajador bien vale lo que cuesta contratarle… ¿Recuerda esas palabras?

—Sí.

—Y de un mal trabajador uno puede desprenderse fácilmente. Teniendo eso en cuenta, estoy dispuesto a ofrecerle cincuenta y dos dólares a la semana. ¿Le parece satisfactorio?

El señor Crabtree se quedó un momento contemplando el teléfono, sin poder hablar, y entonces recobró la voz.

—Muy satisfactorio —musitó—. Muchísimo. Debo confesar que nunca…

La voz le interrumpió bruscamente.

—Pero comprenderá usted que eso es condicional. Por decirlo de un modo más vulgar, estará usted a prueba hasta que haya demostrado su valía. O el trabajo se realiza a la perfección, o no hay trabajo.

El señor Crabtree sintió que le flaqueaban las rodillas ante la desoladora advertencia.

—Lo haré lo mejor que pueda, se lo aseguro.

La voz continuó implacable:

—Y es muy importante para mí el grado en que usted respete la naturaleza confidencial de su trabajo. No ha de hablar de ello con nadie, y puesto que el mantenimiento de la oficina y el material corre enteramente a mi cargo, no puede haber ninguna excusa para que abandone su puesto. También he eliminado la tentación en forma de teléfono, que no tendrá usted en su mesa. Confío en no parecer injusto por mi desagrado de una práctica tan corriente en las oficinas como es que los empleados desperdicien su tiempo en conversaciones ociosas durante las horas de trabajo.

Desde la muerte de una hermana mayor veinte años antes, no había nadie en el mundo que pudiera tener la ocurrencia de llamar al señor Crabtree para tener una conversación con él, pero se limitó a decir:

—No, señor, en absoluto.

—Entonces, ¿está de acuerdo con todos los aspectos que hemos comentado?

—Sí, señor.

—¿Alguna otra pregunta?

—Sí, una cosa más. Se trata de mi salario. ¿Cómo…?

—Lo recibirá usted a final de cada semana —dijo la voz—, en efectivo. ¿Algo más?

La mente del señor Crabtree era ahora como el remanso de un río lleno de troncos estancados, tantas eran las preguntas que quería formular, que le resultó imposible centrarse en una concreta. Antes de que pudiera hacerlo, la voz dijo en un tono tajante:

—Entonces, buena suerte.

Se oyó el ruidito metálico que indicaba que el interlocutor había colgado. Cuando Crabtree intentó hacer lo mismo, descubrió con una angustia momentánea que había sujetado el teléfono con tanta fuerza que la mano parecía haberse adherido al aparato.

Hay que admitir que cuando el señor Crabtree se acercó por primera vez a la dirección que le habían dado, no le habría sorprendido mucho descubrir que ahí no había ningún edificio. Pero lo había, tranquilizador a pesar de su inmensidad, rebosante de gentes que llenaban los ascensores y los pasillos, que le miraban sin verle y que pasaban por su lado con evidente desinterés.

También la oficina estaba allí, en el último piso, oculta en el extremo de un pasillo que se desviaba del corredor principal, lo cual descubrió el señor Crabtree por una escalera situada en el extremo del pasillo y que conducía a una puerta abierta, a través de la cual podía verse el grisáceo cielo.

Lo más impresionante de la oficina era la placa de la puerta, con las palabras grabadas: CRABTREE ASOCIADOS. INFORMES. Al abrir la puerta, se entraba en una habitación increíblemente pequeña y estrecha, empequeñecida todavía más por las enormes dimensiones de los muebles que la llenaban. A la derecha, junto a la puerta, había un archivo gigantesco y a su lado estaba la mesa. Era una mesa grande y anticuada, y a pesar de que estaba apretada contra la pared del archivo, ocupaba todo el espacio restante en aquel lado. Ante ella había una silla giratoria.

La ventana abierta en la pared de enfrente armonizaba con el mobiliario. Era una ventana inmensa, ancha y alta, y su alféizar estaba apenas por encima de las rodillas de Crabtree. Éste sintió un desasosiego momentáneo al mirar hacia abajo: la altura le producía vértigo, sensación que realzaban las paredes lisas y sin ventanas del edificio que se alzaba enfrente.

Una mirada fue suficiente, y el señor Crabtree decidió asegurar convenientemente la parte inferior de la ventana y ajustar sólo la parte superior a su conveniencia.

Las llaves estaban en un cajón de la mesa, y en otro había una pluma, tinta, una caja de plumillas, un rimero de secantes y media docena de otros accesorios más impresionantes que útiles. No faltaban varias hojas de sellos y, lo mejor de todo, un abundante suministro de cuartillas y sobres, todos ellos con el membrete CRABTREE ASOCIADOS. INFORMES, el número de la oficina y la dirección del edificio. Encantado por el descubrimiento, el señor Crabtree trazó unas cuantas líneas en un papel practicando con unas audaces florituras caligráficas y, entonces, un poco alarmado por su prodigalidad, rompió la hoja en pedazos muy pequeños y los arrojó a la papelera, a sus pies.

Entonces dedicó todo su esfuerzo al trabajo. El archivo contenía una abrumadora cantidad de publicaciones que debía examinar página por página y línea por línea, y el señor Crabtree nunca terminaba de revisar una página sin tener la molesta sensación de que se le había pasado por alto la mención de algún nombre que correspondía a uno de la lista mecanografiada que encontró en la mesa, tal y como le habían prometido. Entonces repasaba de nuevo la página, con la penosa impresión de que se estaba retrasando en su trabajo, y gruñía al llegar al final sin descubrir lo que, en primer lugar, le parecía haberse olvidado.

A veces le parecía imposible poder revisar todo aquel formidable montón de periódicos y revistas que tenía delante suyo. Cada vez que suspiraba de placer por haber avanzado un poco, le apesadumbraba la perspectiva de que a la mañana siguiente encontraría más cartas ante su puerta y, por lo tanto, tendría más material que añadir al montón.

Sin embargo, había pausas en esa deprimente rutina. Una de ellas era la preparación del informe diario, tarea que, como el señor Crabtree descubrió con cierta sorpresa, le gustaba cada vez más. La otra era la llegada puntual todas las semanas del recio sobre que contenía hasta el último dólar de su salario, si bien esta ocasión no era nunca del todo una auténtica alegría como muy bien podría haber sido.

El señor Crabtree rasgaba cuidadosamente un extremo del sobre, extraía el dinero, lo contaba y se lo guardaba en su vieja cartera. Luego, con dedos temblorosos, exploraba el interior del sobre, impulsado por el temible recuerdo de su experiencia pasada, en busca de la comunicación de que sus servicios ya no eran necesarios. Este era siempre un mal momento, y nunca dejaba de afectarle, haciendo que se sintiera mal hasta que volvía a sumirse en su trabajo.

Pronto dominó su tarea a la perfección. Había dejado de preocuparse por la lista mecanografiada, cuyos nombres estaban ya firmemente grabados en su memoria, y en noches inquietas podía conciliar el sueño por el simple procedimiento de repetir la lista unas cuantas veces. Un nombre en particular había llegado a intrigarle, un nombre que merecía una atención especial: Instrumentos Eficientes, S. L., empresa que, sin ninguna duda, estaba pasando por una mala situación. Se habían producido drásticos cambios en el personal, se hablaba de una fusión con otra empresa y había grandes fluctuaciones en la bolsa.

Al señor Crabtree le complació bastante descubrir que con el transcurso de las semanas y los meses, cada uno de los nombres de la lista había adquirido una vívida personalidad para él. La Amalgamada era firme como una roca, imperturbable en su holgado éxito; la Universal era estridente e inquieta en su exploración de nuevas técnicas, y así sucesivamente. Pero Instrumentos Eficientes, S. L., era la empresa mascota del señor Crabtree, y más de una vez se había sorprendido a sí mismo, nerviosamente, concediéndole quizás un ápice más de atención de la que merecía. En tales ocasiones se reprendía severamente; era preciso mantener la imparcialidad, pues de lo contrario…

Ocurrió sin previo aviso. Regresaba de comer, puntual como siempre, abrió la puerta de la oficina y supo que estaba frente a su patrono.

—Entre, señor Crabtree —dijo la voz clara y fina—, y cierre la puerta.

El señor Crabtree cerró la puerta y permaneció inmóvil y mudo.

—Debo de tener un aspecto muy atractivo —dijo el visitante con cierta fruición— para ejercer un efecto tan potente sobre usted. Supongo que sabe quién soy.

Para el aturdido señor Crabtree, los ojos grandes y bulbosos que le miraban sin pestañear, la boca ancha y flexible, el cuerpo de baja estatura y redondeado como un barril, todo ello tenía un horrendo parecido con una rana cómodamente situada junto a un estanque, mientras que a él le correspondía el desdichado papel de una mosca que se cernía cerca del batracio.

—Creo que es usted mi patrono —dijo Crabtree con voz temblorosa—, el señor…

Un grueso dedo índice se hundió juguetonamente entre las costillas del señor Crabtree.

—Mientras pague las facturas, el nombre no tiene ninguna importancia, ¿verdad, señor Crabtree? Sin embargo, para cumplir el expediente digamos que me llamo…, veamos…, George Spelvin. ¿Ha conocido al ubicuo señor Spelvin en alguna de sus salidas, señor Crabtree?

—Me temo que no —dijo el empleado, acongojado.

—Entonces es que no va usted al teatro, lo cual me parece muy bien. Y si puedo hacer una suposición, me parece que tampoco se entretiene con la literatura o el cine.

—Procuro leer el periódico todos los días —dijo resueltamente el señor Crabtree—. Hay mucho que leer en él, señor Spelvin, y no siempre resulta fácil encontrar tiempo para otras diversiones, teniendo en cuenta lo ocupado que estoy aquí. Es decir, si uno quiere estar al día de lo que ocurre en el mundo.

Las comisuras de la ancha boca se elevaron, y el señor Crabtree confió en que aquel movimiento equivaliese a una sonrisa.

—Eso es precisamente lo que esperaba oírle decir. ¡Hechos, señor Crabtree, hechos! Quería un hombre cuyo interés estuviera completamente centrado en los hechos, y ahora sus palabras, así como su aplicación al trabajo, me dicen que ese hombre lo he encontrado en usted. Estoy muy satisfecho, señor Crabtree.

La sangre corría agradablemente por las venas del señor Crabtree.

—Gracias, muchas gracias, señor Spelvin. Sé que he trabajado duro, pero no estaba seguro de si… ¿No quiere sentarse? —El señor Crabtree trató de extender el brazo alrededor del barril que estaba ante él a fin de girar una silla, pero no lo consiguió—. La oficina es un poco pequeña, pero muy cómoda —se apresuró a decir con un leve tartamudeo.

—Estoy seguro de que es adecuada —dijo el señor Spelvin, el cual retrocedió hasta que casi tocó la ventana, y señaló la silla—. Siéntese usted, señor Crabtree, mientras hablamos del asunto que me ha traído.

Bajo el hechizo de aquella mano autoritaria, el señor Crabtree se dejó caer en la silla y la hizo girar hasta quedar mirando hacia la ventana y la figura achaparrada delineada contra ella.

—Si se trata del informe de hoy, me temo que todavía no está completo. Había unas notas sobre Instrumentos Eficientes…

El señor Spelvin hizo un gesto de rechazo con la mano.

—No he venido aquí para hablar de eso —dijo lentamente—, sino para encontrar la respuesta a un problema al que me enfrento, y confío en usted, señor Crabtree, para que me ayude a encontrar esa respuesta.

—¿Un problema? —El señor Crabtree notó que le inundaba una sensación de bienestar—. Haré todo cuanto pueda para ayudarle, señor Spelvin, todo cuanto esté en mi mano.

Los ojos saltones del otro hombre le sondearon con preocupación.

—Dígame una cosa, señor Crabtree: ¿qué le parecería matar a un hombre?

—¿Yo? ¿Qué me parecería…? Me temo que no le comprendo, señor Spelvin.

—Le he preguntado que qué le parecería matar a un hombre —repitió el señor Spelvin, recalcando cada una de sus palabras.

El señor Crabtree le miró boquiabierto.

—Pero no podría, no lo haría. Eso… ¡Eso sería un asesinato!

—Exactamente —dijo el señor Spelvin.

—Pero usted bromea.

El señor Crabtree trató de reír, sin lograr que saliera de su agarrotada garganta más que un jadeo, pero incluso aquel penoso esfuerzo quedó interrumpido por la expresión pétrea del rostro que tenía ante él.

—Lo siento mucho, señor Spelvin, muchísimo. Comprenderá usted que no es lo acostumbrado…, no es nor…

—Mire, señor Crabtree, en las revistas financieras que usted estudia tan asiduamente encontrará mi nombre…, mi propio nombre…, repetido infinidad de veces. Toco muchas teclas, señor Crabtree, estoy metido en numerosos asuntos verdaderamente importantes. Para decirlo sin rodeos, soy mucho más rico y poderoso de lo que usted podría imaginar en sus sueños más fantásticos, suponiendo que sea usted capaz de tener sueños fantásticos, y un hombre no alcanza esa posición perdiendo el tiempo gastando bromas estúpidas o pasando el rato con sus empleados. Mi tiempo es limitado, señor Crabtree. Si no puede responder a mi pregunta, ¡dígalo y dejémoslo así!

—Creo que no podría —dijo el señor Crabtree en tono lastimero.

—Debería haberlo dicho en seguida —replicó el señor Spelvin—, y así me hubiera ahorrado un enfado. Francamente, no creía que usted pudiera responder a mi pregunta, y si lo hubiera hecho habría sido una experiencia muy decepcionante. Mire, señor Crabtree, envidio profundamente la serenidad de su existencia, una existencia en la que no tiene que considerar esa clase de cosas. Por desgracia, yo no me encuentro en su misma situación. En un momento determinado de mi carrera cometí un error, el único error que ha marcado para siempre mi ascenso a la fortuna. Esto, con el tiempo, llamó la atención de un hombre que combina de un modo peligroso la crueldad y la inteligencia, y desde entonces he estado bajo el poder de ese hombre. La verdad es que no es más que un chantajista, un chantajista vulgar y corriente que ha puesto un precio demasiado alto a sus mercancías, así que ahora él mismo ha de pagar por ellas.

—¿Pretende usted matarle? —inquirió el señor Crabtree con voz ronca.

El señor Spelvin objetó a esto extendiendo una de sus rollizas manos.

—Si una mosca se posara en la palma de esta mano, no podría cerrar los dedos y aplastarla. Para serle franco, señor Crabtree, soy totalmente incapaz de cometer un acto de violencia, y si bien eso puede ser una cualidad en otras circunstancias, ahora no es más que un obstáculo, puesto que es preciso matar a ese hombre. —El señor Spelvin hizo una pausa antes de continuar—: Tampoco es una tarea para un asesino a sueldo. Si recurriera a uno, con toda seguridad no haría más que cambiar de chantajista, así que esta hipótesis es del todo irracional. —El señor Spelvin se detuvo de nuevo—. Así pues, señor Crabtree, como puede ver sólo cabe una posibilidad: la responsabilidad de destruir al hombre que me atormenta descansa plenamente en usted.

—¡En mí! —exclamó el señor Crabtree—. Cómo, yo nunca podría… ¡No, jamás!

—Vamos, vamos —dijo bruscamente el señor Spelvin—. Se está alterando usted de un modo excesivo. Antes de que vaya más lejos, señor Crabtree, quisiera dejar claro que su negativa a realizar mi encargo significa que cuando hoy salga de esta oficina, la dejará para no volver más a ella. No puedo tolerar que un empleado no comprenda su posición.

—¡No puede tolerar! —dijo el señor Crabtree—. Pero eso no es justo, no lo es, señor Spelvin. He trabajado duramente. —Sus gafas se empañaron; se las quitó con gestos torpes, limpió los cristales cuidadosamente y volvió a ponérselas—. Y dejarme con semejante secreto. No lo entiendo, no entiendo nada en absoluto. —Y añadió alarmado—: ¡Es un asunto para ponerlo en manos de la policía!

Horrorizado, vio que el rostro del señor Spelvin adquiría un alarmante color rojo y que el cuerpo orondo empezaba a agitarse, en una convulsión de risa que resonó con estridencia en la estancia.

—Disculpe —logró decir al final—. Perdóneme, querido amigo. Sólo estaba imaginando la escena cuando vaya usted a las autoridades y les cuente las increíbles cosas que le pide su patrono.

—Tiene usted que entenderlo —dijo el señor Crabtree—. No le estoy amenazando, señor Spelvin. Es sólo…

—¿Amenazándome? Dígame, señor Crabtree, ¿qué conexión cree usted que existe entre nosotros dos a los ojos del mundo?

—¿Conexión? Trabajo para usted, señor Spelvin. Soy un empleado en esta oficina. Yo…

El señor Spelvin sonrió ligeramente.

—¡Qué curioso! Inmediatamente uno se da cuenta de que es usted un pobre hombre que trabaja en una pequeña y despreciable empresa que de ningún modo me podría interesar.

—¡Pero usted mismo me contrató, señor Spelvin! ¡Envié una solicitud de empleo!

—Lo hizo, en efecto, pero por desgracia el puesto ya estaba ocupado, como le informé en mi cortés carta explicativa. Parece usted incrédulo, señor Crabtree, así que déjeme informarle de que su carta y una copia de mi respuesta están a buen recaudo en mis archivos, por si, llegado el caso, hubiera que presentarlas.

—¡Pero esta oficina, los muebles, mis suscripciones!

—Por favor, señor Crabtree —dijo el señor Spelvin, moviendo pesadamente la cabeza—. ¿Acaso se ha preguntado usted cuál es la fuente de sus ingresos semanales? El administrador de este edificio, los proveedores, las empresas que le envían sus publicaciones, todos ellos no están más interesados de lo que usted estaba en conocer mi identidad. Estoy de acuerdo en que efectuar todos los pagos en efectivo y por correo a su nombre es un poco irregular por mi parte, pero no tema por mí, señor Crabtree, porque los pagos a toca teja son el opio del hombre de negocios.

—¡Pero mis informes! —exclamó el señor Crabtree, que empezaba a dudar seriamente de su propia existencia.

—Los informes, claro. Me atrevería a decir que el ingenioso señor Crabtree, tras recibir mi respuesta desfavorable a su solicitud, decidió montar un negocio por su cuenta. Estableció un servicio de informes financieros ¡y hasta intentó convertirme en uno de sus clientes! Le aseguro que le respondí con una rotunda negativa, tengo su primer informe y una copia de mi respuesta, pero él insiste neciamente en sus propósitos. Neciamente, digo, porque sus informes no me son de ninguna utilidad; no me interesa ninguna de las empresas a las que en ellos se refiere, y no puedo comprender por qué piensa que a mí podrían interesarme. Francamente, sospecho que ese hombre es un excéntrico de la peor especie, pero como me he encontrado con muchos tipos como él en mi vida, simplemente no le hago caso y destruyo sus informes diarios cuando los recibo.

—¿Los destruye? —preguntó el señor Crabtree, estupefacto.

—Espero que no tenga ningún motivo de queja —replicó el señor Spelvin un tanto irritado—. Para encontrar un hombre de sus características, señor Crabtree, fue necesario que especificara en mi anuncio «trabajo duro». No hago más que cumplir con mi parte del trato al proporcionárselo, y no acierto a ver qué le puede a usted importar lo que haga finalmente con el producto de su trabajo.

—¿Un hombre de mis características para cometer un asesinato? —preguntó el señor Crabtree en tono de impotencia.

—¿Y por qué no? —La boca de aquel hombre se tensó de un modo amenazador—. Permítame explicarle, señor Crabtree. Me he pasado una agradable y provechosa parte de mi vida observando a la especie humana, como un científico podría estudiar insectos bajo un microscopio, y he llegado a una sola conclusión, una por encima de todas las demás que ha contribuido a sedimentar mi propio éxito. He llegado a la conclusión de que, para la mayoría de los miembros de nuestra especie, la acción es lo importante, no los motivos ni las consecuencias.

»Mi anuncio, señor Crabtree, estaba pensado para conseguir los servicios de una persona así; de hecho, un representante perfecto de ese tipo. Desde el momento en que usted respondió a aquel anuncio hasta ahora mismo, ha corroborado usted todas mis expectativas: ha funcionado de una manera impecable, sin dedicar ningún pensamiento ni a los motivos ni a las consecuencias.

»Ahora se encuentra con que el asesinato forma parte de su trabajo. Le he honrado a usted con una explicación de los motivos; las consecuencias están claramente definidas. O bien sigue funcionando como ha hecho hasta ahora, o, dicho sin remilgos, pierde usted su empleo.

—¡Mi empleo! ¿Qué le importa un empleo a un hombre encarcelado? ¡O condenado a la horca!

—Vamos, hombre —replicó el señor Spelvin plácidamente—. ¿Cree usted que le arrastraría hacia una trampa que podría engullirme a mí también? Me temo que le cuesta trabajo comprenderlo, amigo mío. Pero por poco que piense se dará cuenta de que está claro que mi propia seguridad está unida a la suya. Y nada menos que su presencia permanente en esta oficina y su constante aplicación al trabajo son la garantía de esa seguridad.

—Eso puede ser fácil de decir cuando se oculta usted bajo un nombre falso —dijo tajantemente el señor Crabtree.

—Le aseguro, señor Crabtree, que mi posición es tal que mi identidad puede averiguarse haciendo un mínimo esfuerzo. Pero también debo recordarle que si lleva usted a cabo lo que le pido, será un criminal y, en consecuencia, muy discreto.

»Por otro lado, si usted no hace lo que le pido, y tiene para ello una completa libertad de elección, las acusaciones que hiciera contra mí sólo resultarían peligrosas para usted. El mundo, señor Crabtree, no sabe nada de nuestras relaciones, ni tampoco nada sobre mi asunto con el caballero que me ha estado haciendo chantaje y que ahora debe ser mi víctima. Ni el fallecimiento de éste ni las acusaciones de usted podrían afectarme jamás, señor Crabtree.

»Como le he dicho, descubrir mi identidad no le resultaría difícil, pero utilizar esa información sólo podría llevarle a presidio o a una institución para desequilibrados mentales.

El señor Crabtree sintió que le abandonaban sus últimas fuerzas.

—Ha pensado usted en todo —le dijo.

—En todo, señor Crabtree. Cuando usted pasó a formar parte de mis planes, fue sólo para ponerlos en funcionamiento; pero mucho antes de eso yo trabajaba duramente, sopesando, midiendo, evaluando cada paso de ese plan. Por ejemplo, esta misma habitación fue elegida sólo después de una larga y fatigosa búsqueda, al ver que era idónea para mis planes. Sus muebles han sido seleccionados y dispuestos para contribuir a esa finalidad. ¿Cómo? Permítame que se lo explique.

»Cuando usted permanece sentado ante su mesa, un visitante está situado justo en el lugar que yo ocupo ahora junto a la ventana. El visitante es, desde luego, el caballero en cuestión. Entrará y permanecerá aquí, con la ventana completamente abierta a sus espaldas. Le pedirá un sobre que ha dejado un amigo. —El señor Spelvin arrojó un objeto sobre la mesa—. Este es el sobre, y usted lo tendrá en la mesa, lo cogerá y se lo dará. Entonces, como es un hombre muy metódico, cosa que sé muy bien por propia experiencia, se guardará el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta… En ese momento un buen empujón hará que caiga por la ventana. Toda la operación no durará más de un minuto. Inmediatamente después —añadió con calma el señor Spelvin—, usted cerrará la parte inferior de la ventana y volverá a su trabajo.

—Alguien —susurró el señor Crabtree—, la policía…

—Encontrarán el cuerpo de un desgraciado que subió la escalera situada en el extremo del pasillo y se lanzó al vacío desde el tejado. Eso lo sabrán porque dentro del sobre guardado en su bolsillo no hay lo que espera encontrar el caballero en cuestión, sino una nota pulcramente mecanografiada explicando el triste asunto y sus motivos, las excusas por las molestias causadas, los suicidas son magníficos pidiendo excusas, señor Crabtree, y una súplica muy patética referida a un entierro rápido y apacible. —El señor Spelvin juntó los dedos de las manos y añadió—: Y no dudo de que lo tendrá.

—¿Y si algo saliera mal? —dijo Crabtree—. Si el hombre abriera la carta al entregársela, o… Si ocurriera algo por el estilo.

El señor Spelvin se encogió de hombros.

—En ese caso el caballero en cuestión se limitaría a salir de aquí en silencio y me abordaría personalmente para tratar del asunto. Dése cuenta, señor Crabtree, de que cualquiera que tiene una profesión como la de mi amigo espera sufrir de vez en cuando un pequeño atentado como éste y, aunque quizá no le parezca divertido, difícilmente se aventuraría a una acción precipitada que podría matar a la gallina de los huevos de oro. No, señor Crabtree, si llegara a darse una posibilidad como la que usted sugiere, eso sólo supondría la posibilidad de tender de nuevo la trampa y hacerlo todavía más ingeniosamente.

El señor Spelvin sacó un pesado reloj de bolsillo, lo consultó y volvió a guardárselo cuidadosamente.

—Se me acaba el tiempo, señor Crabtree. No es que me canse de su compañía, pero mi hombre se presentará dentro de poco, y para entonces el asunto lo debe tener totalmente controlado. Todo lo que necesito es que cuando el caballero llegue la ventana esté abierta. —El señor Spelvin subió vigorosamente el vidrio y permaneció un momento mirando el abismo—. El sobre estará en su mesa. —Abrió el cajón, introdujo el sobre y lo cerró con firmeza—. En el momento de la acción, es usted libre de actuar de un modo u otro.

—¿Libre? —dijo el señor Crabtree—. ¡Usted ha dicho que él pediría el sobre!

—Lo pedirá, desde luego, lo pedirá. Pero si usted le dice que no sabe nada del asunto, se irá tranquilamente y luego se pondrá en contacto conmigo. Y eso será, en efecto, un aviso de su renuncia al empleo.

—¡Pero los informes…! —exclamó el señor Crabtree—. Usted los destruye…

—Naturalmente —dijo el señor Spelvin, un poco sorprendido—. Pero usted seguirá con su trabajo y continuará enviándome los informes como siempre ha hecho. Le aseguro que me es indiferente la inutilidad de ese trabajo, señor Crabtree. Forma parte de un plan y, como ya le he dicho, su adhesión a ese plan es la mejor garantía de mi propia seguridad.

El hombre abrió la puerta, la cerró suavemente tras él y el señor Crabtree se quedó a solas en la habitación.

La sombra del edificio de enfrente se extendía sobre su mesa. El señor Crabtree miró el reloj, vio que no era capaz de escribir entre la creciente oscuridad de la habitación y se levantó para tirar del cordón de la luz que colgaba por encima de su cabeza. En aquel momento oyó unos firmes golpes en la puerta.

—Adelante —dijo el señor Crabtree.

Se abrió la puerta y aparecieron dos hombres en el marco. Uno era bajito y vivaracho, y el otro un voluminoso agente de policía que aparecía de un modo imponente al lado de su compañero. El hombre bajito entró en la oficina y, con el gesto de un mago que saca un conejo de un sombrero, extrajo una gran cartera de un bolsillo y la abrió de una sacudida para mostrar el brillo de una placa de policía, tras lo cual la cerró y volvió a guardársela en el bolsillo.

—Policía —se limitó a decir—. Me llamo Sharpe.

El señor Crabtree asintió cortésmente.

—¿Sí?

—Espero que no le moleste —dijo Sharpe vivamente—. Sólo quería hacerle algunas preguntas.

Como si esto hubiera sido una señal convenida, el policía corpulento entró con un cuaderno de notas y un lápiz en las manos, y permaneció allí, preparado para la acción. El señor Crabtree miró el cuaderno por encima de las gafas y, a través de los cristales, al diminuto Sharpe.

—¿Es usted Crabtree? —le preguntó Sharpe.

El aludido se sobresaltó, pero entonces recordó que su nombre figuraba en la puerta y contestó:

—Sí.

Los ojos fríos de Sharpe le escrutaron y luego recorrieron la habitación con una mirada despreciativa.

—¿Es esta su oficina?

—Sí —dijo el señor Crabtree.

—¿Ha estado aquí toda la tarde?

—Desde la una. Voy a almorzar a las doce y estoy de vuelta a la una en punto.

—Estoy seguro —comentó Sharpe, y entonces señaló con la cabeza por encima del hombro—: ¿Esa puerta ha estado abierta en algún momento durante esta tarde?

—Siempre la cierro mientras trabajo —dijo el señor Crabtree.

—Entonces no habría podido ver a nadie subir por la escalera que hay al otro lado del pasillo.

—No —replicó el señor Crabtree—. No habría podido ver a nadie.

Sharpe miró el escritorio y luego se pasó un dedo por el mentón con ademán reflexivo.

—Supongo que tampoco está en una posición que le permita ver nada que suceda al otro lado de la ventana.

—Pues la verdad es que no, por lo menos mientras trabajo.

—Ahora dígame —dijo Sharpe—. ¿Ha oído algo fuera de esa ventana esta tarde? Quiero decir, algo fuera de lo normal.

—¿Algo fuera de lo normal? —repitió el señor Crabtree vagamente.

—Un grito, a alguien gritando. ¿Ha oído algo así?

El señor Crabtree frunció el ceño.

—Ah, sí, claro que sí, y no hace mucho tiempo. Parecía como si alguien estuviera sorprendido…, o se hubiera llevado un susto. Fue muy estridente. Esto está siempre tan silencioso que no podría haberme pasado desapercibido.

Sharpe miró por encima del hombro e hizo un gesto con la cabeza al policía, el cual cerró lentamente el cuaderno.

—Eso encaja —dijo Sharpe—. El tipo saltó y en el último momento cambió de idea, por lo que gritó mientras se precipitaba al vacío. Bien —se volvió hacia el señor Crabtree en actitud confidencial—, creo que tiene derecho a saber lo que ocurre. Hace cosa de una hora un tipo se ha tirado al vacío desde el tejado que está encima de su cabeza. Es un caso evidente de suicidio, incluso llevaba una nota explicativa en el bolsillo, pero nos gusta reunir la mayor cantidad posible de datos.

—¿Saben quién era? —preguntó el señor Crabtree.

Sharpe se encogió de hombros.

—Otro tipo con demasiados problemas. Joven, de buen aspecto y bastante bien vestido. Lo único que me extraña es que un joven que puede permitirse vestir con tanta elegancia parezca tener más asuntos entre manos de los que puede manejar.

El policía uniformado habló por primera vez.

—Por esa carta que dejó —dijo en tono respetuoso— da la impresión de que estaba un poco loco.

—Hay que estar un poco loco para resolver las dificultades de esa manera —comentó Sharpe.

—Estás en lo cierto —dijo tristemente el policía.

Sharpe cogió el pomo de la puerta.

—Siento haberle molestado —le dijo al señor Crabtree—, pero ya sabe cómo son estas cosas. En fin, puede considerarse afortunado. Un par de chicas que viven en el piso de abajo vieron pasar el cuerpo y se desmayaron.

Le guiñó un ojo mientras cerraba la puerta tras él.

El señor Crabtree se quedó mirando la puerta cerrada hasta dejar de oír el ruido de las pisadas. Luego se sentó en la silla y se acercó más a la mesa, sobre la que estaban esparcidas algunas revistas y hojas de papel. Ordenó las revistas en un rimero, de modo que todos los ángulos correspondieran con precisión. Luego cogió la pluma, la sumergió en el tintero y sujetó el papel que tenía ante sí con la otra mano. Escribió esmeradamente: Instrumentos Eficientes, S. L. muestra un incremento de su actividad

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