Los mejores relatos policiacos 1

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Azul de medianoche (Ross Macdonald)

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AZUL DE MEDIANOCHE

Ross Macdonald

Ross Macdonald (Kenneth Millar), como todo lector de relatos de misterio sabe, figura con Dashiell Hammett y Raymond Chandler como uno de los mejores escritores de historias con detective «testarudo». Estos tres hombres, los «Tres grandes», como les han llamado, definieron y dieron forma al detective de ficción y, al hacerlo, crearon a la vez una tradición literaria y una forma trascendente de literatura. Las crónicas de Lew Archer son estudios líricos de violencia y aberración humana, con claras alusiones sociológicas y metafísicas. «Azul de medianoche», quizás el mejor relato corto protagonizado por Archer, es puro Macdonald, una «mininovela» de fuerza y habilidad considerables.

Durante la noche había llovido en el cañón. El mundo tenía la frescura pintoresca de una mariposa recién salida de la etapa de crisálida y temblando bajo el sol. Las mariposas reales danzaban en el aire o jugaban a perseguirse unas a otras por entre las ramas de los árboles. En aquella altura había pinos gigantes entre los eucaliptos.

Estacioné el coche en el lugar acostumbrado, a la sombra del edificio de piedra tras las puertas de la vieja finca, mejor dicho, de los pilares a los que estuvieron fijadas las puertas, puesto que éstas hacía mucho tiempo que se habían desprendido de los goznes oxidados. El propietario de la casa de campo había muerto en Europa mucho tiempo atrás, y el edificio había estado deshabitado desde la guerra. Ese era uno de los motivos que me llevaban allí algún domingo, cuando quería alejarme de la carrera de ratas en Hollywood. Aquellos parajes estaban desiertos en un radio de cuatro kilómetros.

En fin, lo habían estado hasta aquel día. La ventana de la portería, que daba al camino de acceso a la casa, estaba rota la última vez que me fijé en ella, pero le habían puesto un parche de cartón, y a través de un orificio hecho en el centro me observaba una vacuidad brillante: la de un ojo humano.

—Hola —saludé.

—Hola —respondió una voz gruñona.

Se abrió la puerta de la caseta y apareció un hombre canoso, con una extraña sonrisa en su devastado rostro. Andaba de un modo mecánico, arrastrando los pies entre las hojas caídas, como si su cuerpo no se encontrara a gusto en el mundo. Vestía unas prendas de dril descolorido, abultadas por los músculos, que parecían animales en un saco. Iba descalzo.

Cuando se acercó a mí vi que era un hombretón de edad avanzada, un palmo más alto que yo y dos más ancho. No era la suya una sonrisa de saludo, ni cualquier otra clase de sonrisa a la que pudiera responder, sino la mueca de un hombre que vivía en un mundo propio, un mundo que no me incluía.

—Váyase de aquí, no quiero líos ni que nadie ande merodeando por los alrededores.

—No va a haber ningún lío —le dije—. He venido a practicar un poco de tiro al blanco. Probablemente tengo tanto derecho como usted a estar en este sitio.

El hombre abrió aún más los ojos. Los tenía azules y vacuos como agujeros en la cara a través de los cuales podía ver el cielo.

—Aquí nadie tiene más derechos que yo. Alcé los ojos a las colinas, la voz me habló y encontré un santuario. Nadie va a obligarme a abandonar mi santuario.

Noté que se me erizaba el vello de la nuca. Aunque mis instintos me decían otra cosa, probablemente era un chiflado inofensivo. Procuré que mis instintos no me delataran al hablar.

—No voy a molestarle si usted no me molesta a mí. Creo que eso será bastante justo.

—Su sola presencia aquí me molesta. No puedo soportar ni a la gente ni los coches. Y ésta es la segunda vez en dos días que viene aquí para hostigarme y fastidiarme.

—La última vez que vine fue hace un mes.

—Es usted un embustero como Ananías.

Su voz silbaba como un viento ascendente. Apretó los puños y se estremeció, al borde de un ataque de violencia.

—Cálmese, hombre —le dije—. Hay bastante espacio en el mundo para los dos.

Su mirada se deslizó por el verdor que nos rodeaba, como si mis palabras le hubieran hecho salir de un sueño.

—Tiene razón —dijo cambiando el tono de voz—. He sido bendecido y no debo olvidar el regocijo. Regocijémonos porque la creación nos pertenece a todos nosotros, pobres criaturas.

Sus dientes, revelados al sonreír, eran tan largos y amarillentos como los de un caballo. Su mirada errante se posó en mi coche.

—Y no fue usted quien estuvo aquí anoche. Era un automóvil diferente, lo recuerdo bien.

Dio media vuelta, musitando algo sobre unos calcetines que debía lavar, y regresó al interior de la portería arrastrando sus callosos pies. Recogí mis blancos, la pistola y la munición que transportaba en el maletero del coche, y lo cerré con llave. El viejo me observaba a través de su mirilla, pero no volvió a salir.

Por debajo de la carretera, en el cañón agreste, había un prado limitado por un terraplén sobre el que se extendía la pared de la finca que se iba desmoronando de un modo inexorable. Era mi galería de tiro. Me deslicé por la húmeda hierba del terraplén y fijé un blanco en un roble, utilizando como martillo la culata de mi pesada pistola del 22.

Mientras la cargaba, algo me llamó la atención, algo que emitía un destello rojizo, como un rubí entre las hojas. Me agaché para cogerlo y descubrí que estaba adherido. Era una uña pintada de rojo en el extremo de una mano blanca que estaba fría y rígida.

Lancé una exclamación que debió de resonar en el silencio de aquel paraje. Un grajo salió de entre los arbustos, remontó el vuelo hasta una rama alta del roble y me dirigió unos graznidos que sin duda eran maldiciones. Una docena de pájaros salió volando del roble y se instalaron en otro árbol, en el extremo del prado.

Jadeando como un perro, aparté la tierra y las hojas húmedas con las que habían cubierto ligeramente el cuerpo. Era el de una muchacha vestida con un suéter de color azul de medianoche y una falda, rubia, de unos diecisiete años. La sangre que congestionaba su rostro lo oscurecía y le daba un aspecto de vieja. La cuerda blanca con la que la habían estrangulado estaba hundida en su cuello y casi no se veía. La cuerda estaba atada en la nuca, con rudimentario nudo, la clase de nudo que cualquier niño es capaz de hacer.

La dejé allí tendida y regresé a la carretera con las rodillas temblándome. En la hierba quedaban rastros del sendero trazado por su cuerpo cuando alguien lo arrastró por el terraplén. Busqué huellas de neumáticos en el borde y en la grava de la carretera. Si las hubo, la lluvia las había borrado.

Fui hasta la caseta que había al lado de la verja y llamé a la puerta, que cedió con un crujido a la presión de mi mano. Dentro no había ningún ser vivo salvo las arañas que tejían sus telas en las negruzcas y bajas vigas. Un rectángulo sin polvo ante la chimenea de piedra mostraba el lugar donde hubo una yacija. Varias latas renegridas habían sido sin duda utilizadas como utensilios de cocina. Unas ascuas grisáceas yacían en el hogar de la cavernosa chimenea. Suspendidos de una escarpia en la repisa, había un par de calcetines blancos de algodón. Estaban mojados. Su propietario se había ido apresuradamente.

No era cosa mía darle caza. Subí al coche, recorrí el cañón hasta llegar a la autopista y luego me dirigí a las afueras de la ciudad más próxima, a pocos kilómetros de distancia. Me detuve ante un edificio gris en forma de caja, con una bandera en la fachada, que albergaba a la patrulla de tráfico. Al otro lado de la autopista había un depósito de madera, desierto en domingo.

—¡Qué mala suerte ha tenido la pobre Ginnie! —dijo la mujer después de ponerse en contacto por radio con el sheriff local.

Era una mujer morena de unos treinta años, de ojos negros y con las uñas sucias. Sus carnes abundantes llenaban la blusa blanca.

—¿Conocía usted a Ginnie?

—Mi hermana menor la conoce. Van…, iban juntas al instituto. Es horrible que le ocurra una cosa así a una chica. Sabía que faltaba de su casa, recibí el informe cuando llegué a las ocho, pero confiaba en que sólo se hubiera ido a pasar el fin de semana por ahí. Ahora ya no hay nada en lo que se pueda confiar, ¿verdad? —Tenía los ojos brillantes, las lágrimas a punto de inundar su rostro—. Pobre Ginnie… Y pobre señor Green.

—¿Su padre?

—Sí. Apenas hace una hora que ha estado aquí con el director del instituto. Ojalá no vuelva en seguida. No quiero ser yo quien le dé la noticia.

—¿Desde cuándo faltaba la chica?

—Desde anoche. Creo que recibimos el informe hacia las tres de la madrugada. Parece ser que se marchó a una fiesta en Cavern Beach, que está hacia allá, por esa carretera —dijo señalando hacia el sur, hacia la boca del cañón.

—¿Qué clase de fiesta era?

—La habían organizado los muchachos del instituto de la Unión… Encendieron una fogata y se comieron unas salchichas. La fiesta formaba parte de la semana de graduación. Lo sé porque estuvo presente mi hermana menor, Alice. Yo no quería que fuera, aunque hubiera alguien vigilando. Esa playa puede ser peligrosa por la noche, y hay toda clase de vagabundos y gorrones que viven en las cuevas. Una noche, cuando era niña, vi allí a un hombre desnudo a la luz de la luna. No había ninguna mujer con él.

Se dio cuenta del rumbo que tomaban sus palabras, se sonrojó un poco y puso freno a su locuacidad. Me incliné sobre el mostrador que nos separaba.

—¿Qué clase de chica era Ginnie Green?

—No lo sé. La verdad es que personalmente no la conocía.

—Pero su hermana la conoce.

—No dejo que mi hermana vaya por ahí con chicas como Ginnie Green. ¿Responde eso a su pregunta?

—No demasiado.

—Me parece que hace usted demasiadas preguntas.

—Es natural que esté interesado, puesto que yo la descubrí. Y además, da la casualidad de que soy detective privado.

—¿En busca de trabajo?

—Un trabajo siempre va bien.

—En efecto, y yo tengo uno y ninguna intención de perderlo. —Suavizó sus palabras con una sonrisa—. Disculpe, tengo cosas que hacer.

Se volvió hacia su aparato de onda corta y envió a los coches patrulla el mensaje de que habían encontrado a Virginia Green. El padre de la chica lo oyó en el momento en que cruzaba la puerta. Era un hombre hinchado, de rostro grisáceo y con los ojos enrojecidos. Bajo las vueltas del pantalón se veían los extremos de un pijama a rayas. Tenía los zapatos sucios de barro, y daba la impresión de que se había pasado toda la noche deambulando.

Se apoyó en el mostrador, abriendo y cerrando la boca como un pez recién capturado. Dijo unas palabras medio ahogadas por la emoción.

—Te he oído decir que está muerta, Anita.

La mujer se enfrentó a su mirada.

—Sí, lo siento muchísimo, señor Green.

El hombre apoyó el rostro en el mostrador y permaneció allí como un penitente, completamente inmóvil. Pude oír el tictac de un reloj que había en alguna parte y también en el fondo de la habitación, las señales que desde Los Ángeles emitía la policía como voces balbucientes que llegaran desde otro planeta. Otro planeta muy parecido a éste, donde la violencia distribuía las horas.

—Ha sido culpa mía —dijo Green dirigiéndose a la madera que había bajo su rostro—. No la crié como es debido. No he sido un buen padre.

La mujer le miró con sus oscuros y ahora acuosos ojos a punto de derramar las lágrimas. Con un gesto inconsciente tendió la mano para tocarle, pero la retiró azorada cuando entró otro hombre en el edificio policial. Era un joven de cabello castaño cortado a lo militar, bronceado y de aspecto saludable, con una camisa hawaiana… De aspecto saludable excepto en los ojos, vidriosos a causa del insomnio y circundados por las arrugas de la inquietud.

—¿Qué noticias hay, señorita Brocco?

—Malas noticias —dijo ella, en tono triste—. Alguien asesinó a Ginnie Green. Este señor es detective y acaba de encontrar su cuerpo en el cañón Trumbull.

El joven se pasó una mano por los cortos cabellos, con expresión descompuesta.

—¡Dios mío! ¡Es terrible!

—Sí —dijo la mujer—, y usted tenía que vigilarla, ¿no?

Los dos intercambiaron una mirada furibunda. Los senos de la mujer le apuntaban a través de la blusa como dedos acusadores. La mirada del joven perdió su fiereza y se volvió hacia mí, compungido.

—Me llamo Connor, Franklin Connor, y me temo que, en cierta medida, tengo gran parte de culpa por lo sucedido. Soy un profesor del instituto y, como ha dicho la señorita Brocco, tenía que vigilar a los chicos durante la fiesta.

—¿Por qué no lo hizo?

—No me di cuenta. Quiero decir que me pareció que todos estaban muy contentos y completamente seguros. Chicos y chicas habían formado parejas alrededor del fuego y, francamente, me sentí bastante fuera de lugar. No son niños, sabe usted. Todos pertenecían a los cursos superiores y tenían coches. Así que les di las buenas noches y volví a casa andando por la playa. La verdad es que esperaba una llamada telefónica de mi esposa.

—¿A qué hora abandonó usted la fiesta?

—Debían de ser cerca de las once. Los que no estaban emparejados ya se habían ido a casa.

—¿Quién era la pareja de Ginnie?

—No lo sé. Me temo que no prestaba demasiada atención a los chicos. Esta es la semana de graduación y hemos tenido muchos problemas…

El padre, Green, había estado escuchando nuestra conversación al tiempo que cambiaba la expresión de su rostro. Con un súbito grito de rabia, la aflicción y la sensación de culpa que había acumulado en su interior estallaron.

—¡Su obligación es saberlo! Dios mío, voy a hacer que le despidan por esto. Haré que tenga que irse de esta ciudad.

Connor agachó la cabeza y se quedó mirando el suelo de baldosas manchadas. Tenía un claro entre los cortos cabellos castaños, y en él brillaba el cuero cabelludo como un hueso mondo. Aquel iba a ser un mal día para todo el mundo, y noté un tirón imperioso e irritante de los problemas ajenos, como un dolor de muelas del que uno no puede desentenderse.

Llegó el sheriff, flanqueado por varios agentes y un sargento de la policía de tráfico. Llevaba un sombrero estilo tejano, corbata de cuero sin curtir y un traje de gabardina azul, todo ello configuraba un conjunto bastante chillón. Se llamaba Pearsall.

Subí al asiento contiguo al del conductor del Buick negro de Pearsall, y nos dirigimos al cañón. Durante el camino le informé. El Ford de los agentes y un coche patrulla nos seguían, y cerraba la hilera el nuevo Oldsmobile descapotable de Green.

—Ese hombre me parece un poco lunático —dijo el sheriff.

—Es un tipo solitario.

—Nunca puedes estar seguro de lo que son capaces de hacer esos vagabundos. Por eso les doy a mis chicos instrucciones para que los provoquen. Bueno, éste parece uno de esos casos que apenas se abren y ya están cerrados.

—Es posible, sheriff, pero de todos modos hay que pensar en otras posibilidades.

—Claro, claro. Pero el viejo se dio a la fuga, y eso muestra una cierta culpabilidad. No se preocupe, le cazaremos. Tengo hombres que conocen estas colinas como usted conoce el cuerpo de su esposa.

—No estoy casado.

—Pues entonces de su novia. —Me miró de soslayo con una expresión lasciva bastante desagradable—. Y si no podemos encontrarle a pie, usaremos la escuadrilla aérea.

—¿Tienen una escuadrilla aérea?

—Son voluntarios, en su mayoría rancheros de la zona. Daremos con él. —Los neumáticos chirriaron al tomar una curva—. ¿Violaron a la chica?

—No traté de averiguarlo, además no soy médico. La dejé como estaba.

El sheriff soltó un gruñido.

—Hizo usted lo que debía.

Nada había cambiado en el prado. La chica seguía allí tendida, esperando que le hicieran la fotografía. Tomaron muchas y desde distintos ángulos. Todos los pájaros emprendieron el vuelo. Su padre se apoyó en un árbol y observó los vuelos de las aves. Luego se sentó en el suelo.

Me ofrecí para acompañarle a casa. No lo hice por puro altruismo, pues soy incapaz de eso. Di la vuelta a su Oldsmobile y me dispuse a hacerle unas cuantas preguntas.

—¿Por qué ha dicho usted que ha sido culpa suya, señor Green?

Él no me escuchaba. Un poco más allá de la carretera cuatro hombres uniformados subían por el empinado terraplén con una camilla de aluminio cubierta con mantas. Green los miró igual que había contemplado el vuelo de los pájaros, hasta que se perdieron de vista al doblar una curva.

—Era tan joven… —dijo con el rostro vuelto hacia atrás.

Esperé unos instantes y lo intenté de nuevo.

—¿Por qué se culpó usted de su muerte?

El hombre salió de su ensimismamiento.

—¿He dicho eso?

—En el puesto de la patrulla de tráfico dijo algo parecido.

Él me tocó el brazo.

—No quería decir que yo la maté.

—No pensaba que ése fuera el sentido de sus palabras. Me interesa descubrir quién lo ha hecho.

—¿Es usted policía?

—Lo he sido.

—No pertenece a la policía de esta zona.

—No, soy un detective privado de Los Ángeles. Me llamo Archer.

El hombre reflexionó sobre lo que acababa de decirle. Por debajo de nosotros y hacia delante, el calor del verano era como un mar que llenaba hasta el borde la boca del cañón.

—¿No cree que la mató el viejo vagabundo? —dijo Green.

—Es difícil imaginar cómo pudo hacerlo. Es un viejo buitre y parece fuerte, pero no pudo haberla arrastrado hasta allí desde la playa. Y la chica no habría ido con él por su propia voluntad.

Esto último era en cierto modo una pregunta.

—No lo sé —dijo el padre—. Ginnie era un poco alocada. Hacía cosas porque estaba mal hacerlas, porque eran peligrosas. No le gustaba rechazar algo atrevido, sobre todo si se lo ofrecía un hombre.

—¿Había hombres en su vida?

—Resultaba atractiva para los hombres. Incluso muerta, ya lo habrá visto. —Tragó saliva y prosiguió—: No me interprete mal. Ginnie no fue nunca una mala chica. Era un poco testaruda y yo cometí errores. Por eso me culpé de lo ocurrido.

—¿Qué clase de errores, señor Green?

—Todos los habituales y algunos más de mi propia cosecha —replicó con amargura—. Mire, Ginnie no tenía madre. Su madre me abandonó hace años, y fue tanto culpa suya como mía. Traté de educar yo solo a la chica, pero no la vigilé como era debido. Tengo un restaurante en la ciudad y no regreso a casa hasta pasada la medianoche. Ginnie tuvo bastante libertad desde que iba a la escuela primaria. Nos llevábamos bien cuando estábamos juntos, pero la verdad es que no lo estábamos demasiado tiempo.

»El peor error que cometí fue dejar que trabajara en un restaurante durante los fines de semana. Eso fue hace cosa de un año. Quería dinero para comprarse ropa y pensé que el trabajo sería bueno para ella. Me pareció que así podría vigilarla, ¿sabe? Pero fue inútil. Ella crecía demasiado rápido, y el trabajo nocturno era fatal para sus estudios. Finalmente me llamaron de la escuela: las cosas no podían seguir así. Hace un par de meses le hice abandonar el trabajo, pero supongo que fue demasiado tarde. Desde entonces no nos hemos llevado muy bien. Según el señor Connor, a ella le irritó mi indecisión, el hecho de que primero le diera demasiada responsabilidad y luego se la quitara.

—¿Ha hablado de ella con Connor?

—Más de una vez, incluso la última noche. Era su consejero escolar y estaba preocupado por las notas que obtenía. Ambos lo estábamos. Si finalmente Ginnie logró salir adelante, fue gracias a él. Estaba a punto de graduarse. Claro que eso ya no importa.

Green permaneció un momento en silencio. El mar se extendía bajo nosotros como una segunda alba azul. Podía oír el estrépito de la autopista. Green me tocó el codo, como si necesitara el contacto humano.

—No debería haberle hablado del modo en que lo hice. Connor es un muchacho decente y tiene buenos sentimientos. El mes pasado le dio a mi hija clases particulares. Y, como él mismo dijo, tiene sus propios problemas personales.

—¿Qué problemas?

—Sé que su mujer le abandonó, como me ocurrió a mí. No debería haberme desfogado tanto con él. Tengo demasiado mal genio, siempre lo he tenido. —Titubeó y luego dijo abruptamente, como si se confesara—: Anoche, mientras cenábamos, siempre cena conmigo en el restaurante, le dije a Ginnie una cosa terrible. Le dije que si no la encontraba en casa cuando regresara, le retorcería el cuello.

—Y no la encontró en casa —le dije, pero no añadí que otro le había retorcido el cuello.

La luz en la autopista era rojiza. Miré a Green; los regueros de las lágrimas brillaban como rastros de caracoles en su rostro.

—Dígame qué sucedió anoche.

—No hay mucho qué decir. Llegué a casa hacia las doce y media de la noche y, como usted ha dicho, ella no estaba en casa, así que llamé a casa de Al Brocco. Es mi cocinero nocturno, y yo sabía que su hija menor, Alice, estaba en la fiesta que habían organizado los chicos de la Unión en la playa. Alice había vuelto a casa.

—¿Habló usted con ella?

—Estaba durmiendo. Al la despertó, pero no hablé con ella. Le dijo que no sabía dónde estaba Ginnie. Fui a acostarme, pero no pude dormir. Finalmente me levanté y llamé al señor Connor. Eso fue hacia la una y media. Yo pensaba que debía ponerme en contacto con las autoridades, pero él me dijo que no, que Ginnie ya tenía bastantes puntos negativos en su contra. Vino a casa, estuvimos allí algún tiempo esperando y luego nos dirigimos a Cavern Beach. No había ni rastro de ella. Le dije que ya era hora de que fuéramos a ver a la policía, y él estuvo de acuerdo. Fuimos a su casa en la playa, porque estaba más cerca, y desde allí llamamos a la oficina del sheriff. Regresamos a la playa con un par de linternas y registramos las cuevas. El muchacho estuvo a mi lado durante toda la noche, y yo se lo he agradecido de esa manera.

—¿Dónde están esas cuevas?

—En seguida pasaremos delante de ellas.

Si quiere se las enseñaré, pero no hay nada en ninguna de las tres.

No había nada excepto sombras, latas de cerveza vacías, preservativos usados y el olor de algas marinas en descomposición. Tenía arena en los zapatos y sudor bajo el cuello de la camisa. Cuando salí de la última cueva, andando y arrastrándome a un tiempo, el sol me deslumbró.

Green esperaba en el exterior, al lado de un montón de cenizas.

—Aquí es donde asaron las salchichas —explicó.

Removí las cenizas con el pie y una salchicha a medio asar rodó por la arena. Las niguas saltaban al sol como la grasa en una sartén. Green y yo intercambiamos una mirada por encima del extinto fuego. Luego su mirada se posó en el mar. Una cabeza de foca flotaba como la punta de un cohete negro más allá de las rompientes. Más lejos un esquiador acuático se deslizaba entre las alas desplegadas del agua.

A lo lejos, dos personas caminaban hacia nosotros. En la larga y blanca distancia de la playa se veían pequeñas, solitarias y nítidas como figuras salidas de un cuadro surrealista.

Green se llevó la mano a la frente para protegerse del sol. Tuviera o no los ojos enrojecidos, su vista era buena.

—Creo que es el señor Connor. ¿Quién será la mujer que le acompaña?

A lo largo de la orilla caminaban tan juntos como si fueran amantes. Al darse cuenta de nuestra presencia, se separaron, pero siguieron cogidos de la mano.

—Es la señora Connor —dijo Green en voz baja.

—¿No dijo usted que le había abandonado?

—Eso es lo que él me dijo anoche. Le dejó hace un par de semanas porque no podía soportar el horario de un profesor de instituto. Debe de haber cambiado de idea.

Era una mujer de facciones severas, rubia, de andares masculinos. Cierta elegancia de sus ademanes compensaba su rígida angulosidad. Vestía una camisa de colores brillantes, de corte varonil, y unos pantalones ceñidos a sus largas y esbeltas piernas. Tenía buenas piernas.

Connor nos miró azorado.

—Desde lejos me pareció que era usted, señor Green. Creo que no conoce a mi esposa.

—La he visto en mi negocio. —Y dirigiéndose a la mujer añadió—: Dirijo el restaurante Highway en la ciudad.

—¿Cómo está usted? —preguntó ella con indiferencia y entonces, en un tono totalmente distinto, añadió—: Es usted el padre de Virginia, ¿verdad? Lo siento muchísimo.

Sus palabras sonaron de un modo extraño. Quizá se debía al ambiente, las cenizas en la playa, las entradas de las cuevas, el mar y el cielo vacío que nos empequeñecía a todos. Green le respondió con solemnidad:

—Gracias, señora. Anoche su marido me prestó una gran ayuda.

Todavía estaba hablando cuando Connor le interrumpió:

—¿Por qué no vienen a casa y tomamos algo? Está un poco más abajo. Creo que le vendría bien un trago, señor Green, y a usted también —añadió, dirigiéndose a mí—. Lo lamento, pero no conozco su nombre.

—Archer. Lew Archer.

Me estrechó la mano con fuerza. Entonces, intervino su mujer.

—Estoy segura de que el señor Green y su amigo no desean que les molestemos en un día como éste. Además, ni siquiera es mediodía, Frank.

Era ella quien no quería que la molestaran. Seguimos hablando durante unos momentos, intercambiando comentarios anodinos sobre el hermoso día que hacía. Luego regresó con Connor por donde había venido. La actitud de la mujer parecía decir: propiedad privada, se castigará a los infractores congelándolos en vivo.

Llevé a Green en el coche hasta el puesto de la patrulla de tráfico. Dijo que se sentía mejor y que desde allí podría regresar solo a su casa. Se mostró muy agradecido por la ayuda que le había prestado en un trance como aquel. Me acompañó hasta la puerta, sin dejar de darme las gracias.

La funcionaria se estaba limando las uñas con una lima de mango color marfil. Me miró con ansiedad.

—¿Todavía no le han cogido?

—Iba a hacerle la misma pregunta, señorita Brocco.

—No ha habido esa suerte, pero le cogerán —dijo ella en un tono que expresaba su deseo de venganza—. El sheriff ha convocado a su escuadrilla aérea y ha pedido sabuesos a Ventura.

—Para lo que va a servir…

—¿Qué quiere decir con eso?

—No creo que el viejo de la montaña la matara. De haberlo hecho, no habría esperado hasta esta mañana para darse a la fuga. Se habría ido en seguida.

—En ese caso, ¿por qué se ha fugado?

—Creo que me vio descubrir el cuerpo y se dio cuenta de que le echarían la culpa.

Ella reflexionó sobre esto, al tiempo que doblaba la larga lima entre sus manos.

—Si el viejo vagabundo no lo hizo, ¿quién lo ha hecho?

—Usted podría ayudarme a responder a ese interrogante.

—¿Ayudarle yo? ¿Cómo?

—En primer lugar, usted conoce a Frank Connor.

—Sí, le conozco. Le he visto algunas veces en el instituto de mi hermana.

—No parece que le guste mucho.

—Ni me gusta ni me disgusta. Me es indiferente.

—¿Por qué? ¿Qué le ocurre a ese hombre?

Sus tensos labios temblaron antes de responder:

—No sé qué le ocurre, pero no puede apartar las manos de las chicas.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Lo he oído decir.

—¿A su hermana Alice?

—Sí, dijo que corría ese rumor por el instituto.

—¿Incluía el rumor a Ginnie Green?

Ella asintió. Sus ojos eran tan negros como la tinta para imprimir las huellas dactilares.

—¿Ése es el motivo de que la esposa de Connor le abandonara?

—Yo no sabía nada de eso. Nunca he visto a la señora Connor.

—Pues no se ha perdido gran cosa.

Se oyó un grito en el exterior, una especie de aullido ahogado. Tanto podía ser de un animal como de un hombre. Cuando llegué a la puerta, le vi bajando de su descapotable, con un pesado revólver en la mano.

—He visto al asesino —gritó exultante.

—¿Dónde?

Señaló con el revólver hacia el depósito de madera, al otro lado de la calzada.

—Asomó la cabeza tras ese montón de madera de pino blanco. Cuando me vio, echó a correr como un ciervo. Voy por él.

—No. Déme el arma.

—¿Por qué? Tengo licencia para llevar armas y para usarlas.

Echó a andar, atravesando los cuatro carriles de la autopista, esquivando el tráfico dominical como si jugara al parchís en la mesa de su cocina. Los sonidos de los frenos y las maldiciones cortaban el aire. Saltó por encima de la verja, cuya puerta estaba cerrada, antes de que yo llegara. Fui tras él.

Green desapareció tras un montón de madera. Doblé la esquina y le vi correr por un largo pasillo flanqueado por pilas de tablones y con el suelo de tierra batida. Sus cabellos blancos ondulaban al viento que producían sus propios movimientos. Un saco de harpillera cayó sobre sus hombros como una carga de pesar y vergüenza.

—¡Deténgase o disparo! —gritó Green.

El viejo echó a correr como si le persiguiera el mismísimo diablo. Llegó a una valla, se desprendió del saco e intentó trepar. Casi lo consiguió, pero tres hileras de alambre espinoso en lo alto de la valla se enzarzaron en sus ropas y empezó a debatirse.

Oí el sonido de algo que se rasgaba y luego un disparo. El gran corpachón se deslizó por la valla, se contorsionó y cayó pesadamente al suelo, donde quedó inmóvil. Green se acercó a él, respirando con dificultad.

Le aparté a un lado. El viejo estaba vivo, aunque tenía sangre en la boca, y la escupió en su propio mentón cuando le alcé la cabeza.

—No debería haberlo hecho. Vine para presentarme yo mismo a la policía, pero tuve miedo.

—¿Por qué estaba asustado?

—Vi cómo descubría a la chica bajo las hojas, y supe que me echarían la culpa. Soy uno de los elegidos, y siempre culpan a los elegidos. No es la primera vez que tengo líos.

—¿Líos con muchachas?

Green a mi lado, sonreía de un modo atroz.

—Con la policía.

—¿Por matar a la gente? —intervino Green.

—Por predicar en la calle sin licencia. La voz me dijo que predicara a las tribus de los malvados, y la voz me dijo esta mañana que viniera a dar mi testimonio.

—¿Qué voz?

—La gran voz.

Su propia voz se debilitaba por momentos. Un acceso de tos le hizo vomitar más sangre.

—Está como una cabra —dijo Green.

—Cállese. —Me volví hacia el moribundo—. ¿Qué testimonio tiene usted que dar?

—Sobre el coche que vi. Me despertó en plena noche cuando se detuvo en la carretera, un poco más abajo de mi santuario.

—¿Qué clase de coche?

—No entiendo de coches. Creo que era uno de esos vehículos extranjeros. Hacía tanto ruido que podía despertar a los muertos.

—¿Vio al conductor?

—No, no me acerqué. Tenía miedo.

—¿A qué hora estuvo ese coche en la carretera?

—No tengo reloj. La luna estaba baja, detrás de los árboles.

Éstas fueron sus últimas palabras. Levantó la vista y sus ojos color azul cielo miraron directamente al sol y cambiaron de color.

—No le diga nada a la policía —me advirtió Green—. Si lo hace, le haré quedar como un embustero. Soy un ciudadano respetado en esta ciudad y tengo un negocio que perder. Me creerán antes que a usted, señor.

—Cállese.

Pero él no podía guardar silencio.

—De todos modos, el viejo mentía, y usted lo sabe. Le oyó decir eso de las voces, lo cual demuestra que era un psicópata. Un asesino psicópata. Le maté como usted mataría a un perro rabioso, hice lo que debía.

Recalcó estas palabras agitando su revólver.

—Se ha equivocado, Green, y usted lo sabe. Déme ese arma antes de que mate a alguien más.

Súbitamente depositó su revólver en mis manos. Lo descargué, rompiéndome las uñas mientras lo hacía, y se lo devolví vacío. Él me tocó suavemente con el codo.

—Mire, quizás he hecho mal, pero el hombre me provocó. Esto no ha de saberse; pondría en peligro la continuidad de mi negocio.

Se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y sacó una gruesa cartera.

—Mire, puedo pagarle bien. Dice usted que es un detective privado; así que sabrá mantener la boca cerrada.

Me aparté de él y le dejé farfullando junto al cuerpo del hombre al que había matado. En cierto sentido, ambos eran víctimas, pero solamente uno tenía las manos manchadas de sangre.

La señorita Brocco estaba en el aparcamiento del puesto policial. Sus senos saltaban de excitación.

—He oído un disparo.

—Green ha matado al viejo. Será mejor que llame a la ambulancia y les diga a sus malditos sabuesos que regresen.

Estas palabras le golpearon como si fueran bofetadas. Se llevó una mano al rostro, a la defensiva.

—¿Está furioso conmigo? ¿Por qué?

—Estoy furioso con todo el mundo.

—Todavía no cree que él lo hiciera.

—Sé perfectamente que no lo hizo. Quiero hablar con su hermana.

—¿Con Alice? ¿Para qué?

—Para que me dé una información. Anoche estuvo en la playa con Ginnie Green. Quizá pueda decirme algo.

—Deje a Alice en paz.

—Seré amable con ella. ¿Dónde vive?

—No quiero que meta a mi hermana en todo este sucio asunto.

—Todo lo que quiero saber es quién era la pareja de Ginnie.

—Yo se lo preguntaré a Alice y luego se lo diré a usted.

—Vamos, señorita Brocco, estamos perdiendo el tiempo. De todos modos no necesito que me dé permiso para hablar con su hermana. Si es necesario buscaré la dirección en el listín de teléfonos.

Ella empezó a alterarse, pero cedió en seguida.

—Usted gana. Vivimos en la calle Orlando, número 224. Está al otro lado de la ciudad. Será amable con Alice, ¿verdad? Ya está bastante afectada por la muerte de Ginnie.

—Entonces, ¿era realmente amiga de Ginnie?

—Sí. Yo intenté separarlas, pero ya sabe cómo son los jóvenes… Las dos eran huérfanas de madre y se sentían muy unidas. Yo intenté ser como una madre para Alice.

—¿Qué le sucedió a su madre?

—Mi padre…, en fin, murió. —Una palidez verdosa invadió su rostro convirtiéndolo en bronce antiguo—. Por favor, no quiero hablar de eso. Yo era sólo una niña cuando murió.

La mujer volvió a su trabajo con la radio y me marché. Mientras me alejaba, pensé que era toda una mujer. Núbil pero soltera; probablemente llena de pasiones mediterráneas. Si trabajaba ocho horas y empezaba a las ocho, probablemente a las cuatro estaría libre.

La ciudad no era grande y se cruzaba pronto. Al llegar a ella la autopista se convertía en la calle principal. Pasé por delante del instituto de la Unión, en cuyo verde campo de juego muchos chicos con mucetas y togas preparaban sus ejercicios de graduación. Una especie de manto fúnebre parecía extendido sobre el campo, algo que quizá sólo estaba en mi imaginación.

Más adelante localicé el restaurante Green’s Highway, en cuyo aparcamiento había una docena de coches esperando a que dos camareras uniformadas de blanco sirvieran a los conductores a través de las ventanillas.

La calle Orlando estaba en una zona residencial de clase media baja, dividida por la autopista. Los árboles de jacarandá florecían como pequeñas nubes púrpuras entre las casitas de estuco y madera. La escasa cantidad de césped que había delante de la casa de los Brocco estaba sembrada de pétalos purpúreos.

Un hombre delgado y moreno, con una camiseta de manga corta, estaba lavando un pequeño Fiat rojo en el sendero al lado del porche frontal. Debía de tener más de cincuenta años, pero sus cabellos largos eran tan negros como los de un indio. Su nariz siciliana tenía un abultamiento en el medio, debido a una antigua fractura.

—¿El señor Brocco?

—El mismo.

—¿Está su hija Alice en casa?

—Sí, está en casa.

—Me gustaría hablar con ella.

El hombre cerró el grifo de la manguera y me apuntó con su morro goteante, como si fuera un arma.

—Es usted un poco mayor para ella, ¿no?

—Soy un detective que investiga la muerte de Ginnie Green.

—Alice no sabe nada de eso.

—Acabo de hablar con su hija mayor en el puesto de la patrulla de tráfico, y ella cree que Alice podría saber algo.

El hombre se quedó un momento pensativo.

—Bueno, si Anita lo dice por algo será.

—Está bien, papá —dijo una muchacha desde la puerta—. Anita acaba de llamarme por teléfono. Pase, señor… Archer, ¿verdad?

—Sí, Archer.

Me abrió la puerta protectora de tela metálica y me encontré directamente en una pequeña sala cuadrada con algunos muebles antiguos y un aparato de televisión que la muchacha apagó. Era una chica guapa y de aspecto serio, una versión juvenil de su hermana con diez años menos y algunos kilos también de menos, y el cabello recogido en una cola de caballo. Se sentó en el borde de una silla y, con un gesto, me invitó a tomar asiento en el amplio sofá. Sus movimientos eran lánguidos y tenía ojeras. Estaba pálida.

—¿Qué clase de preguntas quiere hacerme? Mi hermana no me lo ha dicho.

—¿Con quién estaba Ginnie anoche?

—Con nadie. Quiero decir que estuvo conmigo. No se fue con ninguno de los chicos. —Miró el televisor apagado, como si se sintiera atrapada entre el aparato y yo—. Han dicho por televisión que estuvo con un hombre, que los médicos así lo habían dicho, pero yo no la vi con ningún hombre.

—¿Iba Ginnie con hombres?

Ella negó con la cabeza; la cola de caballo osciló y quedó inmóvil. La muchacha estaba próxima al llanto.

—Le dijiste a Anita que sí.

—¡No le dije eso!

—Tu hermana no mentiría. Le comentaste un rumor… En el instituto se rumoreaba que Ginnie tenía algo que ver con un hombre determinado.

La muchacha me miraba fascinada. Sus ojos eran como los de un pájaro, y en ellos se vislumbraba el aturdimiento y el temor.

—¿Era cierto ese rumor?

Ella encogió sus delgados hombros.

—¿Cómo podría saberlo?

—Tú y Ginnie erais buenas amigas.

—Sí, era amiga mía. —Su voz se quebró al hablar en pasado—. Era una chica muy agradable, aunque le gustaban demasiado los chicos.

—Le gustaban demasiado los chicos, pero aún así anoche no ligó con ninguno.

—No mientras yo estuve allí.

—¿Se marchó con el señor Connor?

—No. Él no estaba allí. Se había ido…, dijo que a su casa. Vive en la playa.

—¿Qué hizo Ginnie?

—No lo sé, no me di cuenta.

—Has dicho que estuvo contigo. ¿Toda la noche?

—Sí —dijo ella con una expresión de angustia en su rostro—. Quiero decir…, no.

—¿También Ginnie se marchó?

La muchacha asintió.

—¿En la misma dirección que el señor Connor? ¿La dirección de su casa?

Alice agachó la cabeza de un modo casi imperceptible.

—¿A qué hora fue eso, Alice?

—Creo que hacia las once.

—¿Y Ginnie no regresó de casa del señor Connor?

—No lo sé. No estoy segura de que fuera allí.

—Pero Ginnie y el señor Connor eran buenos amigos, ¿no?

—Creo que sí.

—¿Hasta qué punto? ¿Era su relación como la de unos novios?

Ella permaneció callada, la mirada fija, sin pestañear.

—Dímelo, Alice.

—Tengo miedo.

—¿Miedo del señor Connor?

—No, de él no.

—¿Te ha amenazado alguien…, te ha dicho que no hablaras?

Alice volvió a mover la cabeza con un gesto casi imperceptible.

—¿Quién te ha amenazado? Por tu propia seguridad, será mejor que me lo digas. Quienquiera que te haya amenazado es probablemente un asesino.

La muchacha rompió a llorar desesperadamente. Al Brocco apareció en la puerta.

—¿Qué ocurre aquí?

—Su hija está aturdida. Lo siento.

—Sí, y sé quién la ha aturdido. Será mejor que se vaya de aquí o se arrepentirá.

Abrió la puerta de tela metálica y la mantuvo abierta, la cabeza alzada como un hacha negra y mellada. Pasé por su lado y, una vez en el exterior, el hombre escupió al suelo. Los Brocco eran una familia muy emotiva.

Me puse en marcha hacia la casa de Connor en la playa, que estaba al sur de la ciudad; durante el trayecto hubo algo que hizo que me desviara. El coche de Green estaba aparcado al lado de su restaurante. Entré.

El local olía a grasa. Estaba casi lleno de clientes domingueros, sentados en reservados y en la barra en forma de U que ocupaba el centro del establecimiento. El mismo Green estaba sentado en un taburete ante la caja registradora, contando dinero. Lo hacía como si su vida y sus esperanzas de salvación eterna dependieran de los papelitos coloreados que tenía en las manos.

Alzó la vista y en sus labios se dibujó una vaga sonrisa.

—¿Qué desea?

Entonces me reconoció. Su rostro pasó por una serie de transformaciones y, al final, adoptó la expresión de un hombre bebido y algo avergonzado.

—Sé que no debería estar aquí trabajando en un día como éste, pero así me distraigo un poco. Además, en cuanto dejas de vigilar a los empleados, te despluman, y voy a necesitar el dinero.

—¿Para qué, señor Green?

—Para el juicio —dijo, pronunciando esta palabra como si le proporcionara una amarga satisfacción.

—¿El juicio de quién?

—El mío. Le dije al sheriff lo que había dicho el viejo y lo que hice. Soy consciente de lo que hice. Le disparé como si fuera un perro, y no tenía ningún derecho a hacerlo. Digamos que mi aflicción me había enloquecido.

Ahora estaba menos loco. Aquella expresión de vergüenza se desvanecía de su rostro, pero la aflicción continuaba en lo más profundo de su ser, como una piedra en el fondo de un pozo.

—Me alegro de que dijera la verdad, señor Green.

—Yo también. Eso no ayuda al viejo ni me devuelve a Ginnie, pero al menos puedo vivir con la conciencia tranquila.

—Hablando de Ginnie… ¿Veía con mucha frecuencia a Frank Connor?

—Sí, creo que así era. Venía muy a menudo para ayudarla en sus estudios. Se veían en casa y en la biblioteca. Y, por cierto, no me cobró nada por ello.

—Eso fue muy amable por parte de Connor. ¿Ginnie le tenía afecto?

—Claro que sí. Tenía al señor Connor en muy alta estima.

—¿Estaba enamorada de él?

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