Los grandes personajes de la Historia

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28: Charles Darwin » El padre de la biologia moderna

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El padre de la biologia moderna

De vez en cuando escuchamos contar en un informativo o leemos en un periódico la noticia del hallazgo de los restos de un nuevo homínido que ayuda a completar el mapa del largo proceso evolutivo del hombre. La reacción suele ser de interés y curiosidad, pero en ningún caso de irritación u ofensa. Y es que en nuestros días casi nadie duda de la existencia del proceso evolutivo de las especies. Sin embargo, cuando hace poco más de ciento cincuenta años el científico inglés Charles Darwin se atrevió por primera vez a formular públicamente esta idea, la mayor parte de sus contemporáneos vieron en él a un loco o a un degenerado. La publicación de El origen de las especies en 1859 pulverizó la biología clásica y puso de manifiesto la necesidad de separar ciencia y religión si verdaderamente se quería que la primera avanzase. Gracias a sus teorías sobre la evolución de las especies naturales, Darwin terminaría convirtiéndose en el padre de la biología contemporánea, pero el proceso que le llevó a ello no fue menos apasionante que su asombroso resultado.

Si algo caracterizaba a la sociedad inglesa de comienzos del siglo XIX en que nació y creció Charles Robert Darwin era su fuerte conservadurismo. Por entonces Inglaterra era el país industrialmente más avanzado de Europa, pero desde el punto de vista social las desigualdades eran enormes y el poder político y económico se encontraba controlado por una minoría cuyo conservadurismo moral y religioso formaba parte de su definición como grupo social. La familia de Darwin pertenecía a esa élite burguesa y conservadora y en esos principios fue educado. Darwin nació en la localidad inglesa de Shrewsbury el 12 de febrero de 1809. Su madre, Susannah Darwin, estaba enferma por lo que una buena parte del peso de su educación doméstica recayó en su padre, Robert Darwin. Al igual que su padre, Erasmus Darwin, Robert era un reputado médico, por lo que la relación de Charles con el mundo de la ciencia fue desde su infancia algo natural y cotidiano. De hecho sintió gran admiración tanto por su padre como por su abuelo, cuyas investigaciones sobre la naturaleza, parcialmente enunciadas en su obra Zoonomía, terminarían influyendo en las posteriores ideas biológicas de su nieto.

Darwin creció sin grandes preocupaciones. Su familia disponía de un sólido patrimonio que le aseguraba el disfrute de todo lo necesario, aunque probablemente el carácter sensible de Charles no siempre se sintió confortado por el estricto modo en que su padre le educaba. Quizá por ello y quizá también porque con sólo ocho años perdió a su madre, Darwin desarrolló una personalidad tendente a la soledad y la introversión que encontraba en los paseos y excursiones por el campo su actividad más satisfactoria. Tal y como correspondía a un niño de su extracción social, al cumplir los trece años fue enviado a la escuela de Shrewsbury para iniciar su formación académica, lo que habría de convertirse en una experiencia menos brillante de lo esperable para un hombre de su capacidad. La educación tradicional de la época se basaba en la memorización de aquello que debía aprenderse. A Darwin le resultaban insoportablemente aburridas las lecciones de historia y lenguas clásicas, y en lugar de repetirlas sin cesar, en cuanto disponía de un rato libre prefería dedicarse a cazar y montar a caballo. Sus calificaciones reflejaban su falta de interés y sólo las disciplinas relacionadas con la ciencia conseguían llamar su atención. Aun así, como él mismo recordaría en su Autobiografía, «tenía aficiones sólidas y variadas y mucho entusiasmo por todo aquello que me interesaba, y sentía un placer especial en la comprensión de cualquier materia o cosa compleja».

Pero Darwin no era un buen estudiante y su escasa preocupación por los estudios, unida a su cada vez mayor dedicación a la caza y la equitación, preocupaban a su padre, que empezó a pensar que podía convertirse en un joven ocioso. Como recuerda el profesor de Biología Gene Kritsky, «ponía las botas justo al lado de su cama para que cuando se levantase por la mañana pudiese meter los pies directamente en ellas, coger su escopeta y salir a cazar. No quería perder un solo instante». Convencido de la necesidad de encontrar una ocupación para su hijo, Robert Darwin decidió enviarle en 1825 a la Universidad de Edimburgo para que continuase con la tradición familiar de hacerse médico. Charles tenía dieciséis años y en los dos cursos en que permaneció en la universidad continuó sin encontrar una vocación. La medicina no le interesaba tanto como para dedicarle el tiempo que requería su estudio, y además, como reconoció años más tarde, estaba convencido de que no necesitaría vivir de su profesión: «Me convencí, por diversas circunstancias, de que mi padre me dejaría una herencia suficiente para subsistir con cierto confort, si bien nunca imaginé que sería tan rico como soy; sin embargo, mi convicción fue suficiente para frenar cualquier esfuerzo persistente por aprender medicina». Por otra parte, el método de lecciones magistrales seguido por la mayor parte de sus profesores le desagradaba ya que prefería la enseñanza basada en la lectura y, para colmo de males, las dos ocasiones en que se vio obligado a asistir a intervenciones quirúrgicas (una de ellas la de un niño) le impresionaron tan profundamente (aún no se empleaba cloroformo para dormir a los pacientes) que salió huyendo antes de que concluyeran. Como él mismo diría, «nunca más volví a asistir a una, pues ningún estímulo hubiera sido suficientemente fuerte como para forzarme a ello».

Aunque la relación de Darwin con la medicina no era precisamente buena, durante los dos años que pasó en Edimburgo tuvo la ocasión de tratar con algunos de los más destacados naturalistas de la época, especialmente Robert Grant, cuyo interés por la zoología marina compartían. Ambos solían salir a buscar animales en las charcas que se formaban por las mareas para después diseccionarlos, y dado que Grant era un gran admirador de las teorías transformistas del francés Lamarck («transformismo» era el término empleado entonces para referirse al evolucionismo), puso a Darwin en contacto con ellas. La influencia que recibió de ello no parece que fuese determinante, si bien él mismo reconocería que de algún modo contribuyó a crear el caldo de cultivo del que más tarde saldría su teoría sobre la evolución de las especies: «Un día, mientras paseábamos juntos, expresó abiertamente su gran admiración por Lamarck y sus opiniones sobre la evolución. Le escuché con silencioso estupor y, por lo que recuerdo, sin que produjera ningún efecto sobre mis ideas. Yo había leído con anterioridad la Zoonomía de mi abuelo, en la que se defienden opiniones similares, pero no me había impresionado. No obstante, es probable que al haber oído ya en mi juventud a personas que sostenían y elogiaban tales ideas haya favorecido el que yo las apoyara, con una forma diferente, en mi Origen de las especies».

Pero la disección de ejemplares zoológicos marinos no era lo que había motivado la presencia de Darwin en la universidad. Para desesperación de su padre, el estudio de la medicina, atendiendo a sus pobres resultados, no parecía una disciplina en la que Darwin pudiese encontrar una profesión, por lo que decidió proponerle el que entonces era un buen camino para un joven de su condición: el inicio de una carrera eclesiástica en el Christ’s College de Cambridge. No se trataba de una cuestión de vocación religiosa sino de una vía para el desarrollo de una carrera acorde con su posición social. Darwin reflexionó sobre la propuesta. Por un lado, el anglicanismo no impedía a sus ministros el desarrollo de una vida familiar y, por otro, aún era creyente, de modo que resolvió seguir el consejo de su padre y en 1828 ingresó en la Universidad de Cambridge. La vida universitaria resultaba francamente agradable para un chico de veintidós años pues, lejos del control de su padre, además de estudiar encontró tiempo para divertirse. Así, como indica el biólogo y biógrafo de Darwin, Francisco Pelayo, «durante su estancia en esta institución continuó practicando sus deportes favoritos, la caza y cabalgar campo traviesa, no privándose de juergas nocturnas con sus correspondientes borracheras, cánticos intempestivos e interminables partidas de cartas». Además, los estudios que cursaba le obligaban a ocuparse de materias que despertaban su interés como la geometría y, sobre todo, la teología natural, en la que, entre otras cuestiones, se estudiaba la adaptación de los seres vivos al medio ambiente.

Sin embargo fue su encuentro con la botánica a través del profesor John Stevens Henslow lo que habría de dejar una huella más profunda en la formación de su espíritu científico. Henslow era un excelente docente, apasionado por su objeto de estudio y capaz de transmitir su entusiasmo a los estudiantes que acudían a sus clases. Para ellos solía organizar excursiones al campo y a los ríos cercanos para disertar sobre el terreno acerca de las plantas y animales que encontraban. Pocas cosas podían ser más del gusto de Darwin, que terminó por convertirse en compañero inseparable de su maestro. Comenzó a coleccionar con auténtica avidez insectos —sobre todo escarabajos— y plantas, y convencido por Henslow empezó a estudiar geología con el profesor Adam Sedgwick. Aun así, nada le interesaba más que el estudio de las especies animales, de modo que devoraba las obras sobre biología e historia natural y hacía constantes salidas para recoger especímenes aunque, como recuerda su biógrafa Rebecca Stefoff, no siempre con éxito: «Cogía un escarabajo con una mano y después veía otro y lo cogía con la otra. Si luego veía otro más que le interesaba mucho, acababa por meterse uno en la boca mientras tomaba el tercero. Pero si el que se metía en la boca tenía un sabor desagradable, lo escupía y a la vez soltaba el último, de modo que acababa con un solo escarabajo y un horrible sabor de boca».

Finalmente Darwin obtuvo su licenciatura en Teología en 1831, pero sus intereses estaban claramente centrados en la historia natural y la geología. La buena relación desarrollada con el geólogo Adam Sedgwick durante sus años de estudio fue la causa de que, una vez licenciado, éste le invitase a acompañarle a una excursión por el norte de Gales para estudiar terrenos geológicos antiguos, con lo que Darwin pudo convertirse en un experto geólogo en la práctica sobre el terreno. Ambos fijaban rutas que seguían por separado, estudiaban las formaciones geológicas que encontraban y recogían fósiles y rocas para después comparar sus resultados. La experiencia adquirida entonces por Darwin habría de resultarle muy útil en el futuro, pues a su regreso a Shrewsbury le aguardaba la experiencia más importante de su vida científica, un viaje marítimo alrededor del mundo digno de una novela de Julio Verne.

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