Los grandes personajes de la Historia

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28: Charles Darwin » A bordo del Beagle

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A bordo del Beagle

Tras regresar de Gales, Darwin, que preparaba unas jornadas de caza en Shrewsbury, recibió una inesperada carta de su maestro Henslow. En ella le comunicaba que el barco de Su Majestad Británica Beagle iba a realizar un viaje de circunnavegación por las costas de Sudamérica y las islas del Pacífico para llevar a cabo un estudio cartográfico. Cuando llegó a su conocimiento que se necesitaba a un experto en historia natural que se encargase de su estudio durante el viaje, Henslow no dudó en recomendar al joven Darwin para la tarea. No es difícil imaginar todo lo que debió de pasar por la cabeza de Darwin: la excitación por la increíble posibilidad de estudio que se le ofrecía, la sorpresa por lo inesperado y el temor ante lo desconocido. Deseaba embarcarse en la aventura del Beagle, pero al tiempo sabía que para hacerlo tendría que vencer un duro obstáculo, la oposición de su padre. Como indica en este sentido el historiador de la ciencia Richard Milner, «realmente, el doctor Darwin tenía miedo de perder a su hijo. Miles de jóvenes se lanzaban a la aventura durante los días del Imperio colonial británico y muchos de ellos no volvían. Intentó por todos los procedimientos convencer a su hijo de que no era una buena idea, pero cuando se dio cuenta de que Charles estaba decidido, le dijo que si encontraba una sola persona de sentido común que apoyara esa loca idea le daría su autorización». Afortunadamente para Darwin esa persona fue su tío Josia Wedgwood. Darwin había preparado ya la carta de contestación rechazando la propuesta y, consecuentemente, se dirigió a la localidad de Maer para continuar con sus planes de cacería. Su tío, que compartía los días de caza con Darwin, al enterarse de la situación, se ofreció a llevarle de regreso a Shrewsbury y hablar con su padre para convencerle. Al día siguiente un Darwin exultante salía hacia Londres para entrevistarse con el capitán del Beagle, Robert FitzRoy.

FitzRoy era un hombre de carácter áspero e ideas fijas. Estaba convencido de que las características físicas de las personas estaban relacionadas con su forma de ser y sus capacidades, de modo que cuando conoció a Darwin pensó que, dada la forma y tamaño de su nariz, no era adecuado para el puesto vacante. Sin embargo, sus buenos modales y cuidada educación le agradaron y tras las dudas iniciales terminó por aceptarle como compañero de viaje. En su Autobiografía Darwin recordaría las dificultades para lograr su objetivo al tiempo que valoraba la enorme importancia que llegó a tener el viaje: «El viaje del Beagle ha sido con mucho el acontecimiento más importante de mi vida, y ha determinado toda mi carrera; a pesar de ello dependió de una circunstancia tan insignificante como que mi tío se ofreciera para llevarme en coche las treinta millas que había hasta Shrewsbury, cosa que pocos tíos hubieran hecho, y de algo tan trivial como la forma de mi nariz». Aún hubo de esperar dos largos meses antes de comenzar el viaje, en los que el temor fue ganando poco a poco al científico. El Beagle no era una embarcación muy grande ni muy segura. Se trataba de un bergantín de 242 toneladas, 10 cañones y 25 metros y medio de eslora. El camarote que debía compartir con FitzRoy era pequeño y no cabía en él erguido, la tripulación de más de setenta hombres le resultaba por completo desconocida y el viaje prometía ser muy, muy largo. La angustia llegó a producirle molestias de corazón pero, pese a todo, estaba decidido a seguir adelante con su aventura.

El 27 de diciembre de 1831, el Beagle zarpaba del puerto de Plymouth rumbo a las islas Canarias y de allí se dirigió a la isla de Santiago, en el archipiélago de Cabo Verde. Se iniciaba así un viaje en el que Darwin podría llegar a sus propias conclusiones sobre las teorías vigentes acerca de la historia de la geología y de la aparición de las especies que había estudiado en la universidad. A comienzos del siglo XIX, todas las explicaciones relativas a ambas cuestiones se vinculaban de una forma u otra al relato bíblico de la Creación, desarrollando razonamientos de toda clase que permitían salvar las inevitables contradicciones entre los descubrimientos científicos y el relato sagrado. Entre quienes se dedicaban a la historia de la Tierra existían fundamentalmente dos corrientes de pensamiento: la de los «catastrofistas», que creían que en el pasado se habían producido inundaciones periódicas que explicaban la extinción de ciertas especies, la última de las cuales había sido el Diluvio universal del Antiguo Testamento, y la de los «actualistas», que consideraban que los cambios sufridos por la Tierra en el pasado se debían a las mismas causas que producían los cambios contemporáneos, y en ambos casos se daban a un idéntico ritmo lento y gradual. Por otra parte, las teorías sobre la aparición y extinción de las especies, aunque con variaciones, eran mayoritariamente creacionistas, es decir, afirmaban que las especies naturales habían sido creadas por Dios conservando desde ese momento la misma forma. Sólo unas pocas voces, como la de Lamarck, habían empezado a apuntar hacia explicaciones no creacionistas del origen de las especies. Con todo ese bagaje abordaba Darwin la experiencia que le ofrecía su viaje.

Durante su estancia en la isla de Santiago Darwin pudo poner a prueba sus conocimientos de geología, comprobando sobre el terreno que las teorías defendidas por los geólogos actualistas frente a los catastrofistas eran acertadas. Estableció una rutina de trabajo incansable. Iba a todas las excursiones que podía para observar las formaciones geológicas de los distintos lugares. Recogía muestras de minerales, fósiles, plantas y animales y las clasificaba con minuciosidad. Además, dedicaba buena parte de su jornada a anotar con todo detalle lo que había visto, lo cual se tradujo en un completísimo diario que no sólo enviaba a su familia junto con la correspondencia en cuanto tenía oportunidad, sino que más adelante llegaría a publicarse por la valiosísima información que contenía. Desde Cabo Verde el Beagle partió hacia Brasil para dar comienzo a dos años de constantes viajes por las costas occidentales y orientales de Sudamérica. En Argentina, tras vencer las reticencias del dictador Juan Manuel de Rosas, que pensó que era un espía, Darwin logró autorización para adentrarse en Tierra de Fuego. Escoltado por un grupo de gauchos a caballo pudo observar a los indígenas y su entorno durante varios días, lo que le impresionó enormemente. Como afirma el profesor James Moore, «no estaba preparado para la forma semianimal y primitiva en que vivían, ni para su desnudez ni para el modo en que dormían apretujados contra el suelo. A duras penas podía entender que un mismo Dios hubiese creado a seres humanos entre los que existía tanta diferencia como la que había entre los indígenas y él mismo o los profesores que bebían jerez en Cambridge». Todo lo que iba encontrando a su paso contribuía a debilitar las teorías aceptadas por la mayor parte de científicos de su tiempo sobre la historia natural, y al tiempo creaba en él la certidumbre de que otra explicación menos ortodoxa se abría paso desde la experiencia.

En la Pampa argentina encontró y documentó fósiles de gigantescos mamíferos extinguidos que serían esenciales para llegar a sus conclusiones sobre el evolucionismo de las especies naturales. Pero de todo el viaje probablemente fue en las islas Galápagos donde halló las más importantes y numerosas evidencias que le llevarían a ellas. Sus observaciones de la fauna autóctona, especialmente sobre los distintos tipos de pájaros pinzones y tortugas, lo convencieron de los procesos de transformación de las especies a partir de antepasados comunes. Recabó una ingente cantidad de datos sobre animales y plantas de las islas y continuó su viaje hasta llegar a Australia.

Los cinco años que duró la travesía del Beagle fueron para Darwin una experiencia inolvidable. Como científico había tenido a su disposición el mayor y más completo de los laboratorios, la naturaleza en estado puro. Su titánica tarea le había consagrado como naturalista y geólogo en Inglaterra, pues mientras duró el viaje envió periódicamente muestras de todo lo que recogía al profesor Henslow, que difundió entre la comunidad científica sus hallazgos y conclusiones. Pero algo en su interior había cambiado, su concepción de la generación y desarrollo de la vida ponía en entredicho todas las teorías aceptadas y sabía que, antes o después, sus ideas terminarían teniendo graves consecuencias.

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