Los grandes personajes de la Historia

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28: Charles Darwin » El regreso a Inglaterra de un científico admirado

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El regreso a Inglaterra de un científico admirado

El 2 de octubre de 1836 el Beagle fondeó en Inglaterra. Darwin había vuelto a su tierra natal y su retorno se esperaba con auténtica expectación. Después de reencontrarse con los suyos una breve temporada, se afincó durante varios meses en Cambridge siguiendo el consejo de Henslow, pues allí podría preparar la publicación de los diarios de su viaje que todos los naturalistas ingleses esperaban con inquietud. La Geological Society de Londres no tardó en reclamar su presencia, por lo que trasladó su residencia a esta ciudad durante dos años en los que, mientras preparaba varios volúmenes sobre los resultados de su expedición científica, participó en las reuniones y conferencias de la institución, e incluso llegaron a nombrarlo secretario. Asimismo, tomó parte en las reuniones de la Zoological Society exponiendo los resultados de sus estudios sobre fauna sudafricana viva y extinguida. La estrecha colaboración con algunos de los más reputados biólogos del momento, como Richard Owen, George R. Waterhouse, Thomas Bell…, permitió la publicación de diecinueve volúmenes sobre sus conclusiones entre 1838 y 1843. La síntesis sobre sus observaciones geológicas habría de esperar hasta 1846. Éstas y todas las publicaciones relativas a su viaje tuvieron gran éxito y fueron públicamente aclamadas por los principales científicos de la época.

En medio de ello, en 1839, Darwin contrajo matrimonio con su prima Emma Wedgwood. La fortuna de ambos les permitió llevar una vida muy acomodada y tranquila que favorecía la incesante actividad intelectual de Darwin. Instalaron su residencia en un pequeño pueblo a veinticinco kilómetros de Londres, Down, y llegaron a tener diez hijos, de los que sobrevivieron siete. La vida cotidiana de los Darwin discurría sin grandes sobresaltos, aunque la salud del científico nunca fue buena. Parece probable que contrajese algún tipo de enfermedad durante su largo viaje, lo que terminaría limitando mucho su vida social. Los esfuerzos de Darwin se centraban en su familia y en el avance de sus investigaciones. La relación con sus hijos era, contrariamente a los usos habituales, muy afectuosa, y así llegaría a plasmarlo por escrito: «Me he sentido inmensamente feliz en mi casa y debo deciros a vosotros, mis hijos, que ninguno me habéis ocasionado nunca ni un minuto de ansiedad, excepto por motivos de salud (…). Cuando erais muy pequeños mi mayor deleite era jugar con vosotros, y pienso con añoranza que esos días ya no pueden volver. Desde vuestra niñez hasta ahora, que sois adultos, todos vosotros, hijos e hijas, habéis sido siempre atentos, considerados y afectuosos con nosotros y entre vosotros. Cuando todos, o la mayoría de vosotros estáis en casa (como gracias al cielo sucede muy frecuentemente), ninguna reunión puede ser para mí más agradable, y no deseo otra compañía».

También la relación con Emma era muy estrecha pues encontró en ella una esposa que le cuidaba con atención y sabía comprenderle. De Emma llegaría a decir: «Me maravilla mi buena suerte de que ella, tan infinitamente superior a mí en cualidades morales, consintiera en ser mi esposa». Emma era una mujer fervientemente religiosa y siempre estuvo preocupada por las consecuencias que en ese terreno podían tener las teorías de Darwin. Aun así fue siempre respetuosa con su labor científica si bien, ya desde poco antes de contraer matrimonio, había dejado claros sus principios y temores en una carta en la que se sinceraba al respecto: «Espero que las investigaciones científicas de no creer nada hasta que no está probado, no influencie tu mente demasiado en otras cosas que no se pueden probar de la misma manera, y que si son verdaderas es probable que estén por encima de nuestra comprensión».

Los temores de Emma Wedgwood no eran infundados. Desde su regreso del viaje a bordo del Beagle, Darwin estaba convencido de que las especies naturales se modificaban gradualmente con el paso del tiempo. Asimismo sabía que tales modificaciones no dependían ni de agentes externos ni de la voluntad de los organismos, pero no terminaba de discernir el mecanismo al que respondían los cambios. La respuesta llegó en el otoño de 1838 de la mano de la lectura del Ensayo sobre el principio de la población del sociólogo y economista Thomas Malthus. Como explica el profesor Francisco Pelayo, «aplicada la doctrina de Malthus a los reinos vegetal y animal, venía a decir que dado que en la naturaleza se producían más individuos de los que podían sobrevivir, era necesario que hubiera una competencia o lucha entre individuos de la misma especie, de especies diferentes y de todos contra las condiciones del medio externo. En las circunstancias provocadas por la lucha por la existencia, las variaciones favorables tendían a conservarse y las desfavorables a extinguirse. El resultado era la formación de nuevas especies». Darwin había hallado la clave explicativa de los cambios de los organismos: en la naturaleza obraba un mecanismo de selección natural que tenía lugar a través de un proceso de lucha por la existencia, o lo que es lo mismo, las especies naturales evolucionaban para mejorar su adaptación. Las especies mejor adaptadas sobrevivían, las peor adaptadas terminaban por extinguirse.

En junio de 1842 resumió sus conclusiones sobre el evolucionismo en un pequeño ensayo que ampliaría dos años más tarde, pero quizá el temor a las consecuencias de lo que sus teorías planteaban le llevó a dejarlas en un segundo plano. Entregó sus escritos en un sobre a Emma y le pidió que en caso de que falleciese se encargase de publicarlos. Darwin sabía que con sus planteamientos sobre el origen y evolución de las especies lanzaba una andanada a la línea de flotación de las creencias religiosas sobre la creación de los seres vivos, y eso, en la sociedad anglicana y conservadora de su tiempo, podía costarle la reputación como científico y el aislamiento social para él y su familia. Durante ocho años (hasta 1854 aproximadamente) centró sus esfuerzos en el estudio de los moluscos y aunque continuó reflexionando sobre sus ideas evolucionistas se cuidó de no publicarlas.

Pero un hecho fortuito le haría cambiar de opinión en 1856. Un año antes, otro destacado naturalista, Alfred R. Wallace, había publicado un artículo en el que esbozaba algunas de las mismas conclusiones a las que había llegado Darwin sobre la evolución de las especies naturales. Su amigo, el geólogo Charles Lyell, pese a ser contrario a sus ideas aconsejó a Darwin que revisase sus escritos y los publicase antes de que otro colega le tomase la delantera, de modo que cuando en junio de 1858 Darwin recibió un manuscrito enviado por el mismo Wallace ya tenía prácticamente acabado su propio ensayo sobre el asunto. Ambos científicos habían llegado a las mismas conclusiones sin mantener contacto alguno y por vías diferentes, por lo que Lyell aconsejó a Darwin que presentase el artículo de Wallace junto con una síntesis de sus ideas de forma conjunta ante la comunidad científica londinense, ya que así los dos investigadores compartirían la autoría del hallazgo. Los trabajos fueron leídos en la Linnean Society de Londres pero no despertaron demasiada expectación. Deseoso de ampliar sus explicaciones, una vez que se había decidido a publicarlas, Darwin pensó que lo mejor sería abordar la tarea de presentar sus teorías en una obra más extensa y clara. El origen de las especies aparecía en el horizonte.

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