Los grandes personajes de la Historia

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Soledad, otro Nobel y una guerra

El Nobel trajo consigo el reconocimiento internacional del trabajo del matrimonio Curie pero también los inconvenientes de la pérdida del anonimato del que hasta entonces habían disfrutado. Los nombres de Pierre y Marie llenaron las páginas de la prensa de la época. Grandes titulares hablaban de una mujer que en un mundo de hombres había descubierto una nueva sustancia cuyas posibles aplicaciones físicas, médicas y químicas parecían abrir un sinfín de posibilidades. De todas partes llegaban telegramas de felicitación y los medios de comunicación de todo el mundo hacían lo imposible por conseguir una entrevista con el increíble matrimonio de científicos. Aturdidos por la situación, los Curie prefirieron no acudir a Estocolmo a recoger el premio poniendo como pretexto la no interrupción de su actividad docente. Pero lo cierto es que, como la propia Marie escribió a su hermano en esos días, su único deseo era recobrar la normalidad: «Estamos atareados a causa de la enorme correspondencia y de las visitas de fotógrafos y periodistas. Quisiéramos escondernos bajo tierra para tener un poco de paz. Hemos recibido una propuesta de América para ir a dar una serie de conferencias sobre nuestros trabajos. Nos piden qué suma queremos cobrar. Sean cuales fueren las condiciones, tenemos la intención de rechazarlas. No hemos aceptado los banquetes que se querían organizar en nuestro honor. Rechazamos esto con gran energía y la gente comprende al final que no cederemos». Los Curie se sentían incómodos siendo el foco de atención de medio mundo y, por añadidura, se desesperaban por la pérdida de tiempo que ello suponía con relación a su actividad científica. Por otra parte, ninguno de los dos gozaba de buena salud pues las radiaciones a las que tanto tiempo llevaban expuestos comenzaban a pasarles factura. De hecho, la mala salud de Pierre les obligaría a aplazar el discurso sobre sus investigaciones en Estocolmo al que quedaban obligados con la aceptación del premio hasta junio de 1905.

A pesar de los inconvenientes, el Nobel supuso importantes mejoras en la vida de Pierre y Marie. Por un lado, el premio llevaba asociada la percepción de una importante suma de dinero que pudieron destinar a su investigación y, por otro, supuso que se abriera la puerta a numerosos reconocimientos en Francia que hasta entonces se les había negado. Entre ellos destacaron especialmente la creación de una cátedra de Física general y radiactividad en la Sorbona para Pierre Curie en 1904 y su admisión como miembro de la Academia de Ciencias francesa al año siguiente. Marie fue nombrada jefe de trabajo del laboratorio de su marido en la Facultad de Ciencias en 1904, y a finales de 1905 ambos consiguieron cambiar su maltrecho laboratorio por uno nuevo anejo a dicha facultad. Pero por encima de todos los premios y honores recibidos, la mayor alegría que vivieron los Curie en esa época sería el nacimiento de su segunda hija, Ève, el 6 de diciembre de 1904.

Por fin las condiciones de trabajo de Pierre y Marie habían mejorado, y aún lo habrían hecho más si cualquiera de los dos hubiese aceptado patentar su descubrimiento. Las múltiples aplicaciones del radio comenzaron a revelarse de forma casi inmediata a su descubrimiento, en especial en el campo de la medicina para el tratamiento de enfermedades como el cáncer. Una patente habría encarecido terriblemente su uso, pero habría hecho a los Curie inmensamente ricos. Sin embargo se trataba de dos seres humanos excepcionales y con una ética fuera de lo común, de modo que jamás aceptarían patentar el radio por considerarlo patrimonio de la humanidad y porque, además, rechazaban el lucro como fin de la actividad científica.

La alegría de Marie por la concesión del Nobel y el nacimiento de su hija pronto se vería ensombrecida por una desgracia que marcaría el resto de su vida científica y personal, la prematura muerte de Pierre el 19 de abril de 1906 en un accidente de tráfico. Marie quedó destrozada, pero, como siempre, se aferraría a su enorme coraje y voluntad para salir adelante. Rechazó todas las ofertas de pensiones honorarias, homenajes y colectas, y unas semanas después del accidente volvía a hacerse cargo del funcionamiento del laboratorio. La Sorbona le propuso entonces ocupar la cátedra de Física de su marido y de ese modo Marie se convirtió en la primera mujer admitida como profesora en la universidad parisina. El 15 de noviembre, ante una expectación sin precedentes, Marie daba su primera clase. Una multitud de curiosos había aguardado durante horas para asistir al espectáculo que en la sociedad europea de comienzos del siglo XX suponía ver a una mujer impartiendo clase en una universidad. Marie, sin inmutarse por la presencia de decenas de personas que nada tenían que ver con la ciencia, retomó las clases con total normalidad en el mismo punto en que las había dejado su marido. La mayor parte de los presentes no entendieron nada, pero sabían que estaban asistiendo a un hecho histórico. En los años siguientes, Marie continuó dedicada a sus investigaciones sobre la radiactividad y las propiedades del radio. En 1908 publicó un estado de la cuestión sobre el asunto titulado La obra de Pierre Curie, y en 1910 una monografía sobre sus estudios con el título Tratado sobre la radiactividad. Al año siguiente depositaba 21 miligramos de cloruro de radio puro en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París con lo que dejaba establecido el patrón internacional del elemento que había descubierto.

A pesar de sus importantes aportaciones científicas, Marie no logró entrar en la Academia de Ciencias de Francia, perdiendo en la votación realizada para ello en enero de 1911, pues como recuerda José Manuel Sánchez Ron, «las Academias de Ciencias han sido tradicionalmente muy poco proclives a admitir mujeres entre sus miembros (…) la Academia de Ciencias de París no admitió como miembro de pleno derecho a una mujer, la matemática Yvonne Choquet-Bruhat, hasta 1979». Sin embargo, el desplante de la Academia francesa se vio ampliamente compensado unos meses después, ya que a comienzos de noviembre recibía la noticia de que había sido designada por segunda vez para recibir un Premio Nobel, en esta ocasión de Química. Esta vez, Marie viajaría a Estocolmo junto con su hija Irène y su hermana Bronia para recoger el galardón. El Nobel no podía llegar en mejor momento, ya que en esos días Marie estaba viviendo un auténtico calvario personal que había puesto su nombre en boca de miles de personas: el 4 de noviembre uno de los principales periódicos de París, Le Journal, sorprendía a sus lectores con un artículo sensacionalista en el que se descubría que Marie mantenía una relación amorosa con el también científico Paul Langevin. El problema era que Langevin estaba casado y tenía hijos y, como indica Sánchez Ron, «la sociedad de aquella época no parecía estar dispuesta a aceptar que la viuda de una gloria nacional, ella misma también una figura de la nación, desafiase la moral tradicional». El aireamiento sin recato ni consideración de su vida privada y la banalización de sus sentimientos fueron un golpe durísimo para Marie cuya salud terminaría quebrándose, teniendo que ser hospitalizada entre diciembre de ese año y febrero del siguiente.

Como siempre, Marie encontró su mejor consuelo en el trabajo. Por entonces comenzaron a proliferar en Europa los primeros Institutos del Radio, dedicados a las muchas aplicaciones prácticas de la radiactividad, de suerte que Marie tuvo incluso que rechazar la dirección del que en 1912 se proyectaba crear en Varsovia ya que toda su ilusión estaba depositada en el acuerdo al que habían llegado el Instituto Pasteur y la Sorbona para crear un Instituto del Radio en París con dos laboratorios, uno dedicado a la investigación física que estaría asociado a la cátedra de Marie y otro volcado a la investigación biológica y médica. La construcción del Instituto comenzó en 1912, y a punto de finalizar, se vería interrumpida por el estallido de la Primera Guerra Mundial en agosto de 1914. Dos días antes de que la declaración oficial de guerra de Alemania a Francia convirtiese en realidad lo que toda Europa temía, Marie escribía a sus hijas que estaban veraneando en Arcouest (Bretaña) para tranquilizarlas, pero al tiempo ponía de manifiesto su voluntad de ser útil en caso de que estallase el conflicto: «Querida Irène, querida Ève. Las cosas parecen ir mal, esperamos la movilización de un momento a otro (…). No os asustéis. Tened calma y ánimo. Si la guerra no estalla inmediatamente, iré a encontrarme con vosotras el lunes. Si no, si mi partida se hace imposible, me quedaré aquí y os haré volver tan pronto como sea posible (…). En este caso iréis a Brunoy. Tú y yo, Irène, buscaremos la forma de ser útiles». Y, desde luego, encontró la forma de serlo.

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