Los grandes personajes de la Historia

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32: Winston Churchill » Un político poco interesado en la discreción

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Un político poco interesado en la discreción

En el invierno de 1900-1901 un joven aventurero y escritor británico de nombre Winston Churchill comenzó un ciclo de conferencias por Estados Unidos. Como carta de presentación tenía sus crónicas periodísticas de seis años ejerciendo como corresponsal de guerra, su experiencia militar y el reciente escaño que había obtenido en las elecciones de su país. En Nueva York, el encargado de presentarle ante el público fue el escritor Mark Twain, ya sexagenario, que no dudó en pronunciar las siguientes palabras: «Señoras y señores, tengo el honor de presentarles a Winston Churchill, héroe de cinco guerras, autor de seis libros y futuro primer ministro de Inglaterra». La broma fue inmediatamente captada por todos, pero el hombre a quien estaba dedicada demostró pronto que no se tomó tan a broma las palabras de su anfitrión estadounidense.

En 1901 ocupó su escaño en la Cámara de los Comunes del palacio de Westminster, pronunciando su primer discurso en el mes de marzo. Sin embargo no le fue encomendado ningún cargo de responsabilidad por los gabinetes sucesivos de Salisbury y Arthur Balfour, sino que quedó relegado a diputado de pelotón, posición que no le agradaba en absoluto. Por ello y ante la creciente descomposición política de los conservadores, en mayo de 1904 cometió la temeridad de traicionar al partido que le había abierto sus puertas y en el que había militado su padre para pasar a engrosar las filas de su gran rival, el Partido Liberal. La mayoría de sus compañeros de escaño no se dejaron engañar por su pretexto de discrepar con la política de libre comercio y derechos aduaneros; de hecho, los temas económicos no le interesaron nunca, aunque desempeñó importantes cargos de responsabilidad en este ámbito. Al año siguiente apareció la biografía que en aquel momento estaba escribiendo sobre su padre; muchos quisieron ver en la acción del hijo una reproducción de los gestos altaneros y autosuficientes de lord Randolph. Pero no hace falta recurrir a antecedentes familiares para explicar aquel episodio ya que formaba parte del peculiar estilo político que Winston Churchill fue desarrollando a lo largo de una carrera política de más de cincuenta años. Según el historiador francés Marc Ferro, «a ese hombre intempestivo y de talento reconocido por todos le gustaba ser insoportable. Intervenía en el Parlamento en cualquier circunstancia y hablaba si era necesario delante de los bancos vacíos, como un actor sin papel que siempre se colocaba al frente del escenario. Pero la prensa recogía con gusto elementos de sus alocuciones…».

La provocación, los gestos tajantes, la actitud arrogante, el gusto por hacer sentir incómodos tanto a sus rivales como a sus compañeros, todo ello era parte del peculiar modo de actuar en política de un hombre inteligente, sensible y con un peculiar olfato para desentrañar las claves de los acontecimientos políticos al tiempo que se iban sucediendo. Junto a su labor periodística y narrativa, la sagacidad política fue uno de los puntales de su prestigio en el medio político británico. Además, según pasaban los años se ganó cierta fama de imprevisible, lo que le hizo muy importuno para los primeros ministros de los gobiernos de los que formó parte. Según el escritor e historiador alemán Sebastian Haffner, «en el transcurso de los años había generado demasiados titulares (…). Churchill parecía siempre predestinado a causar sensación, acaso sin pretenderlo (…). La primera vez, en la guerra de los bóers, esta cualidad le había permitido abrirse paso, pero lo cierto es que desde entonces no hizo sino perjudicar su reputación».

De hecho los liberales no terminaron de considerarle como un extraño, aunque le recibieron con alborozo, como una muestra más del clima político que les llevaba a formar gobierno, así como por destacar desde el primer momento en su oposición contra los conservadores. Éstos por su parte lo convirtieron en objeto de su odio por la traición cometida. El caso es que el cambio de partido fue premiado a corto plazo, satisfaciendo las expectativas del tránsfuga. En las elecciones de enero de 1906 obtuvo su primer escaño por los liberales y fue nombrado secretario de Estado para las Colonias por el gobierno que presidía el liberal Campbell-Bannerman. Bajo su sucesor Asquith, que ocupó el 10 de Downing Street en 1908, accedió por primera vez a cargos ministeriales, en este caso al de Comercio, y más tarde fue trasladado al de Interior. Aunque demostró ser un ministro eficaz, su cercanía al «ala radical» del partido (que defendía dotarle de mayor contenido social, era especialmente crítica con su cúpula y estaba liderada por David Lloyd George) hizo de él un individuo muy incómodo para los dirigentes liberales. Para neutralizarle, Asquith supo aprovecharse de su vocación militar y le nombró en 1911 ministro de Marina y Primer Lord del Almirantazgo, lo que ponía bajo su mando a la Armada Real Británica, la más poderosa del mundo en ese momento. La treta se mostró infalible ya que las ambiciones coloniales de Alemania hacían presagiar la posibilidad de una guerra europea y Churchill se entregó en cuerpo y alma a prepararla desde su nuevo cargo. Modernizó técnicamente la armada, la dotó de nuevo potencial ofensivo y renovó la cúpula de mando pensando en una posible confrontación con la más pequeña pero mucho más moderna armada alemana. No pasaría mucho tiempo hasta que se hizo necesario poner en funcionamiento las reformas bélicas por él emprendidas.

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