Los grandes personajes de la Historia

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32: Winston Churchill » La cima de una carrera política

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La cima de una carrera política

La política de acercamiento no disimulado a Alemania practicada desde 1937 por el nuevo primer ministro conservador, Neville Chamberlain, comenzó a mostrarse insuficiente a finales de 1938, puesto que no lograba frenar las reclamaciones crecientes del Reich. El gobierno nazi, tras la zona desmilitarizada de Renania, Austria y Bohemia, enfocaba ahora sus apetencias territoriales hacia Polonia. La creciente actividad diplomática encaminada a intentar desactivar un mecanismo bélico que Hitler ya había puesto en marcha fracasó definitivamente el 1 de septiembre de 1939, cuando sus tropas traspasaron la frontera polaca comenzando una rápida invasión. Dos días después Gran Bretaña declaraba la guerra a Alemania y Chamberlain remodelaba su gobierno, otorgando a Churchill la cartera de Marina y el puesto de Primer Lord del Almirantazgo. Era el reconocimiento público de que tenía razón en sus llamadas para frenar a Hitler y un encargo para que pusiese a punto la armada para entrar en combate. No iba a resultar tarea fácil puesto que Alemania se había remilitarizado más deprisa y profundamente que las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial.

El invierno pasó con la infructuosa campaña de Noruega, que intentó frenar el abastecimiento de materias primas procedentes de países escandinavos con destino a la industria de guerra alemana. El fracaso de la iniciativa supuso un desgaste del gobierno Chamberlain, que se desmoronó con la ofensiva alemana sobre Francia. Ante el derrumbamiento del único aliado contra el Reich, el premier dimitió y el rey Jorge VI llamó a Churchill para encabezar un gobierno de concentración con laboristas y liberales. Se trataba de un doble mensaje a la opinión pública. En primer lugar, el logro prioritario de la unidad nacional para hacer frente a la crisis bélica; en segundo lugar, establecer como objetivo prioritario la victoria, encargando la formación de gobierno al hombre que había defendido la guerra con Alemania como única forma de preservar el orden internacional y la supervivencia nacional. Indudablemente Churchill era el hombre necesario para la hora más oscura de la historia de Gran Bretaña.

Él mismo dejó claro su planteamiento de la situación en sus primeros discursos tras el nombramiento. El 13 de mayo declaraba ante la Cámara de los Comunes, dirigiéndose a los ministros del nuevo gobierno y por extensión al conjunto de la ciudadanía: «No tengo nada que ofrecer que no sea sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas. Tenemos delante de nosotros una terrible prueba que reviste la más seria gravedad. Tenemos delante de nosotros muchos, muchos meses de lucha y sufrimiento»; y tras la derrota de Francia, el 18 de junio, declaraba: «(…) la batalla de Francia ha tocado a su fin. La batalla de Inglaterra puede empezar en cualquier momento. Del resultado de esta batalla depende la civilización cristiana. Nuestros modos y costumbres dependen de ella (…). Toda la furia y el poder del enemigo se abatirán muy pronto sobre nosotros. Hitler sabe que, si no nos reduce a la impotencia en nuestra isla, perderá la guerra. Si llegamos a plantarle cara, toda Europa recuperará un día su libertad (…). Si caemos, entonces el mundo entero, incluido Estados Unidos, se sumirá en el abismo de una nueva barbarie…». Las sospechas del nuevo premier no tardaron en hacerse realidad. Entre julio y octubre tuvo lugar la batalla de Inglaterra, que enfrentó a la fuerza aérea alemana (la Luftwaffe) con la RAF (Real Fuerza Aérea británica). Los bombardeos sobre instalaciones militares y objetivos civiles fueron masivos, las pérdidas humanas enormes, pero se logró rechazar la agresión alemana. La imagen del primer ministro caminando entre las ruinas humeantes de Londres haciendo con la mano el símbolo de la victoria y escuchando y consolando a sus habitantes pasó inmediatamente a la Historia.

Durante el período que va de junio de 1940, en que llegó al cargo, a junio de 1941, en que Gran Bretaña estuvo sola frente a Hitler, desarrolló una energía y actividad inagotables para resistir frente al poder nazi. Relegó a los antiguos partidarios del apaciguamiento, unificó el mando militar nombrándose ministro de Defensa (cargo de nueva creación que dejaba a los restantes ministros militares bajo sus órdenes) así como presidente de los Estados Mayores de todas las fuerzas armadas, puso en marcha la movilización masiva de hombres y recursos, desarrolló una gran actividad propagandista pronunciando innumerables discursos para mantener alto el ánimo de la población y, finalmente, mantuvo una intensa correspondencia privada (al margen de los cauces diplomáticos normales) con el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, a quien expuso su convicción de que si no entraba en la contienda Hitler intentaría hacerse con el control del Atlántico. Esta táctica tendría su éxito definitivo en diciembre de 1941, cuando tras el ataque japonés a la base de Pearl Harbor, Estados Unidos dio el paso de entrar en la guerra y apoyar a Gran Bretaña.

Desde entonces los esfuerzos del premier británico se encaminaron a intentar dirigir la coalición internacional de potencias, de la que formaba parte también la URSS, que había entrado en guerra con Alemania tras sufrir un ataque sin previa declaración de guerra en junio de 1941. Para ello realizó numerosos viajes con el objeto de establecer reuniones y acuerdos a dos y a tres bandas. Mientras desarrollaba este plan director prestó ayuda a la URSS y apoyó a De Gaulle en la organización de una estructura política de resistencia a la ocupación nazi de Francia. Defendió una estrategia mediterránea y balcánica antes de abrir un frente occidental en Francia, que fue rechazada en la Conferencia de Teherán (febrero de 1943) por sus aliados, pese a lo cual se llevó a cabo la campaña de Italia y apoyó al mariscal Tito en Yugoslavia.

En los últimos meses de la guerra se mezclaron los momentos de dolor con los de júbilo por la aproximación de la victoria definitiva contra el nazismo. En noviembre de 1944, Churchill acompañó a De Gaulle en su entrada en el París recién liberado. Su paseo por los Campos Elíseos fue uno de los momentos más gratificantes de la guerra. Sin embargo, en la Conferencia de Yalta (febrero de 1945) se escenificaron las diferencias entre los aliados y se frustró definitivamente su proyecto de mantener a Stalin y el comunismo aislado en Rusia, ya que éste dejó claro que no iba a renunciar a un área de influencia en Europa oriental. Poco después, a las 15 horas del 8 de mayo, desde el número 10 de Downing Street anunciaba al país por la radio el final de la guerra. Era el colofón glorioso a unos años de una dureza extraordinaria en los que él había jugado un papel esencial y que sin lugar a dudas constituyeron la cima de su carrera política. Churchill había abandonado su halo de político voluble y poco realista de los años treinta para convertirse en el símbolo de la victoria militar más importante en la historia de Gran Bretaña. Pero la gloria en el poder le duraría muy poco.

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